IV. Belleza y miseria
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El éxito de los niños momias de las Montañas Rocosas fue más allá del círculo de los museos de historia natural.
Una mañana, mientras Zacharias Spears se encontraba en la cafetería del castillo bebiendo una limonada, se le acercó Annabeth Murphy Atwood, la directora de la Galería de Bellas Artes y Retratos Nacionales, para felicitarlo y manifestarle toda su admiración por la exposición.
A decir verdad, las momias y calaveras le habían resultado un poco lúgubres, tal vez demasiado para su gusto. Pero la alfarería era una maravilla. Durante un momento inolvidable, se había quedado contemplando casi en éxtasis las urnas funerarias que, por la complejidad de su diseño y la salud rebosante de la arcilla, no tenían nada que envidiarles a las ánforas celtas que había tenido la ocasión de observar en el Museo Nacional de Cardiff.
Aquellas bellezas primitivas la habían dejado tan convulsionada que no comprendía muy bien por qué motivo se había elegido para exponerlas una zona de tránsito. ¿Acaso no había otros espacios más adaptados que el hall central, que respetaran los requisitos mínimos de seguridad? Zacharias Spears pestañeó.
–¿Qué quiere decir?
La directora se explicó un poco mejor. Estaba dispuesta a brindarles las mismas condiciones de alojamiento en su Galería a aquellos tesoros que a los maestros antiguos de la colección. El arte no admite divisiones geográficas o históricas. ¿Por qué habría de aceptarlas un museo, que es la posada con pensión completa de la Idea? ¡El arte que no es arte también es arte! Cualquier cosa tiene derecho a tener su propio cuarto en la Galería con vista a la Explanada Nacional, dijo dejándose llevar por el entusiasmo.
Por cierto, se apresuró a añadir cuando advirtió el ceño cada vez más fruncido de Zacharias Spears, entre la alfarería primitiva y las obras maestras del arte universal había tanta diferencia como entre una oruga y una mariposa monarca. No obstante, estas manifestaciones artísticas de la infancia del hombre no dejaban de provocarle un terror deleitoso. Era su deber como directora hacer que aquellas urnas fueran adoptadas por la gran familia del arte.
Zacharias Spears abrió la caja de rapé y aspiró una pizca. Tras esta pausa, le respondió con voz gangosa que se negaba rotundamente a cederle una sola molécula que perteneciera a la colección de su museo de historia natural. Antes hubiera preferido que le arrancaran todas las uñas y los dientes con una pinza de disección n.° 4.
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Con esta declaración, se abrió un nuevo frente en la lucha de los museos por la supervivencia.
La primera ofensiva que lanzó Annabeth Murphy Atwood fue descolgar de la sala XII el retrato de Zacharias Spears, donado por Addison Scott, Jr., y deportarlo a una zona particularmente húmeda de la reserva, donde se fue ablandando como una rebanada de pan sumergida en una taza de té.
Tras ejecutar este ritual de venganza, Mrs. Murphy Atwood le dictó a Elenita Eakins, su secretaria, un informe donde desgranaba los problemas que aquejaban a la Galería de Bellas Artes y Retratos Nacionales, que le envió sin tardar a quien comenzó a llamar, a partir de aquel incidente, el Tirano de los Huesos.
El presupuesto inicialmente asignado no bastaba para cubrir todos los gastos de manutención, preservación y adquisición. Después de las últimas tormentas, habían aparecido goteras que amenazaban a muchas pinturas, entre las cuales, uno de los retratos de George Washington legados por Matthew Gray. La temperatura que reinaba en algunas salas, varios grados superior a la normal debido a conductos de chimenea mal aislados, había hecho envejecer a pasos acelerados muchas obras de arte. Los subsuelos estaban infestados de ratas con un apetito desmesurado por las golosinas pictóricas, a juzgar por los bordes roídos de los cuadros estacionados en la reserva. El desequilibrio que existía entre el presupuesto acordado a la historia natural y a las bellas artes era un escándalo. Le parecía inadmisible que las pinturas padecieran en el primer piso semejante maltrato, mientras que las medusas en formol gozaban en la planta baja de tantos privilegios.
Mr. Spears ni siquiera se tomó el trabajo de responderle.
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Annabeth Murphy Atwood lanzó un ataque mucho más feroz. Con el auspicio de los Amigos de la Galería de Bellas Artes, organizó visitas guiadas de cuarenta minutos, para comentar ya no la belleza sino las miserias.
Deslizándose con su silueta alargada y enjuta, toda vestida de gris, sin una sola veta de color que desentonara, con el pelo constipado en una trenza que caracoleaba en la coronilla y, abrochada en las proximidades de un pezón, la medalla a los caídos en la batalla de Gettysburg que recibió por su hermano Wilbur, Annabeth comentaba, ante un grupo de visitantes, cuadros humillados por el tiempo y la humedad, el exceso de luz o temperatura.
–Miren ahí –ordenaba, señalando un fray Filippo Lippi colgado en la sala de arte italiano que contaba ya con cuatro siglos, edad más que venerable para una pintura–. Si prestan atención, advertirán que la capa pictórica ha comenzado a desprenderse, como la piel de una lagartija. Salvo que a los cuadros no les vuelve a crecer.
Los visitantes se acercaban y observaban detenidamente un óleo sobre tabla de roble que representaba a una Madonna en la habitación de un palacio, sorprendida por un Ángel que la saludaba inclinándose de rodillas. En su momento, había sido bellísimo. Pero ahora estaba todo resquebrajado y había perdido un ala y el aura. El dorado, como se sabe, es uno de los colores más vulnerables.
En lugar de la buena nueva, ese ángel descascarado anunciaba el Apocalipsis de la Pintura. La Madonna tampoco había escapado a la hecatombe. Su rostro también se había agrietado. Lo que de lejos parecía una ninfa, de cerca era una sexagenaria. El espectador que descubriera este detalle no podía dejar de escandalizarse de que el Altísimo, para ejecutar Sus designios, hubiera tenido que vaciarse en un cuerpo decrépito (o que el artista hubiera confundido Santa María con Santa Ana). El Verbo se hizo Carne.
–Y, con el tiempo –agregaba Annabeth–, la carne se vuelve pellejo y la pintura escama, sobre todo cuando la humedad del aire es excesiva.
Solo escapaba a la destrucción una escena que podía contemplarse, arriba, en el fondo, a la derecha, por una de las ventanas palaciegas que daba a un jardín, cuadro en el cuadro que mostraba a nuestros padres desnudos, cubriéndose con las manos las partes pudendas, delante del árbol del bien y del mal. Encaramada entre las ramas, asomaba la cabeza de una serpiente que, a juzgar por sus ojos malignamente rojos, parecía regocijarse de aquel destino de corrupción que acechaba, sin excepción, no solo a las criaturas sino también a las obras de arte, que también son a su manera seres vivientes.
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Delgada, seca, inflexible, Annabeth seguía recorriendo una por una las salas de arte flamenco, francés, español, inglés o irlandés, denunciando condiciones de vida infrapictóricas que habían provocado inflamaciones de los bastidores, sarpullidos de los barnices, anemia de los colores, vándalos que habían dejado estampados en algunos cuadros nombres, fechas, corazones y hasta un beso.
A su paso, los vigilantes de sala salían del sopor en que se habían sumido, hundidos varias horas por día en un sillón y se ponían de pie para simular un breve paseo de inspección o reactivar la circulación sanguínea. De pronto, Annabeth se detenía. Como un rebaño de ovejas, los visitantes también se detenían.
–Observen con atención, ahora, a la derecha..., no, perdón..., a la izquierda –decía, mostrándole a la comitiva El pelícano, también conocido como La pluma flotante, de Melchior d’Hondecoeter, artista especializado en la pintura ornitológica, con aquella asombrosa fecundidad pictórica que caracterizaba a las Provincias Unidas de los Países Bajos.
El cuadro representaba, en primer plano, a la izquierda, un pelícano que exhibía, sin el menor pudor, un doble mentón amarillo. Detrás de este pajarraco posaban con la misma vanagloria, en un fondo de tupida vegetación que no hacía más que resaltar el chillido de los plumajes, un ibis azul, un flamenco rosa y una grulla coronada cuellinegra. A la derecha, se extendía un estanque en cuyas orillas se agolpaban, entre los juncos, toda suerte de patos y gansos salvajes, desviviéndose por llamar la atención con sus verrugas rojizas, sus cuellos verdes, sus picos en forma de espátula de pastelería. En medio de esta composición, un tanto atiborrada por no decir indigesta, había un detalle que inyectaba a esta escena una pizca de misterio: una pluma suspendida en el aire, que se reflejaba en la superficie del estanque.
¿Qué quiso significar el artista? ¡Vaya a saber! Desde hacía siglos, los aficionados y críticos de arte cacareaban a fin de elucidar el enigma. Algunos veían un elemento destinado a producir la ilusión de realidad («Ahí donde hay pájaros, hay plumas»). Otros, una escena sugerida, pero no representada, de depredación («Una paloma que terminó en el pico de un buitre o un milano»). Otros, un guiño del artista a otros artistas de la escuela conocida con el nombre de barroco plumífero («La pluma desplegada hasta el infinito»). Por más ingeniosas que fueran las respuestas, nadie podía considerarse poseedor de la verdad.
–Pero no perdamos de vista lo esencial –decía Annabeth, al advertir que varios miembros del grupo ya no la escuchaban.
Por culpa de una exposición directa a la luz del sol que entraba por los ventanales y claraboyas, los pigmentos habían ido aclarándose, alejándose de la gama que D’Hondecoeter había elegido con tanto esmero para retratar aquellas aves. El lado izquierdo del cuadro había resultado particularmente agredido por aquella luminiscencia. Los follajes del fondo ya languidecían en un amarillo más bien aceitoso. El ibis, el flamenco y la grulla coronada cuellinegra estaban empalideciendo como gallinas.
Esto no era lo más terrible.
Este cambio cromático había producido un aumento de la temperatura. En unos pocos años, por falta de precipitaciones, el estanque perdería la mitad de su caudal. Los juncos crecerían quebradizos, a varios metros de la orilla, ante el estupor de los patos y gansos. Víctima de la deshidratación, el pelícano caería desmayado y se fracturaría el pico. Aquella pluma flotante que durante siglos había sido signo de realidad, violencia o confraternidad, ahora anunciaba la amenaza que pesaba sobre aquellas aves, sofocándose en un cuadro como en un horno: la desplumificación de las especies.
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En la Galería Nacional de Retratos Nacionales les esperaba lo peor.
–Vengan por aquí y deténganse delante del tercer retrato de Martha Dandridge Custis, más conocida como Martha Washington –decía Annabeth. Cuando tenía al rebaño en torno a esta célebre pintura de Mr. Parker, lanzaba su diatriba.
A los veinte años, con un pincel de audaz soltura, Mr. Parker había retratado a Mrs. Washington, sentada, de medio perfil, con un vestido blanco de mangas verdes y una estola negra sobre los hombros, sosteniendo entre las manos delicadamente, como si fuera el objeto más frágil del mundo, una ardilla roja. Con el pelo blanco recogido en una cofia atiborrada de moños y volados, los labios apretados hasta el punto de desaparecer, Martha Washington miraba hacia el espectador con ojos abiertos y cejas arqueadas, expresando un sentimiento, si no de dolor, al menos de inquietud. No era para menos.
Quien examinara con atención los brazos, no podía dejar de advertir que lo que a primera vista parecían mangas eran en realidad manchas que se extendían desde el codo hasta las manos y que ya atacaban la cola de la ardilla.
Mr. Parker, que nunca había tenido la oportunidad de viajar para formarse en Inglaterra o Italia, en una época en que el arte norteamericano esta...