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La historia del mundo que nos cuenta Julian Barnes comienza en el arca de Noé y termina en el Paraíso, y entretanto la cruzan navíos diversos: la balsa de la Medusa, que inspira la célebre pintura de Géricault; el Saint Louis, un barco de «condenados», que tras zarpar rumbo a La Habana con 937 judíos alemanes expulsados de cárceles y campos de concentración, recorrió medio mundo sin que ningún país aceptara su cargamento, por lo que tuvo que poner rumbo a Alemania; la frágil barca en la que se hace a la mar una australiana desesperada y quizá loca, convencida de que el mundo ha sido arrasado por la guerra atómica; y hasta la nave espacial de un astronauta que encuentra a Dios en los espacios -nunca mejor dicho que cada uno tiene el Dios que se merece- y acaba «redescubriendo» el arca de Noé en el monte Ararat, en uno de los irónicos equívocos con que Barnes obsequia a sus lectores. «Un libro quizá muy difícil de resumir, pero en absoluto difícil de leer. Serio e impertinente, fantástico y absolutamente realista, poético y satírico, enormemente inteligente y muy, muy divertido» (R. Irwing, The Listener). «Julian Barnes ha escrito un libro brillante, imaginativo, audaz, iconoclasta, original, y un verdadero placer para el lector. ¿Qué más podría pedir?» (Salman Rushdie).

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Información

Año
1994
ISBN
9788433938824

1. El polizón

Pusieron a los behemots en la bodega junto con los rinocerontes, los hipopótamos y los elefantes. Fue una decisión sensata usarlos como lastre; pero ya podéis imaginaros el hedor. Y no había nadie que limpiara la mierda. Los hombres estaban sobrecargados con los turnos de alimentación, y sus mujeres, que debajo de sus llamaradas de perfume olían sin duda tan mal como nosotros, eran demasiado delicadas. Así que si queríamos que se hiciera algo de limpieza, teníamos que hacerla nosotros mismos. Cada pocos meses retiraban con un torno la gruesa escotilla de la cubierta de popa y dejaban entrar a las aves limpiadoras. Bueno, primero tenían que dejar salir el olor (y no había demasiados voluntarios para el trabajo del torno); luego seis u ocho de las aves menos quisquillosas revoloteaban cautelosamente alrededor de la escotilla durante aproximadamente un minuto antes de entrar. No recuerdo el nombre de todas –de hecho una de esas parejas ya no existe–, pero ya sabéis a qué clase de aves me refiero. ¿Habéis visto hipopótamos con la boca abierta mientras luminosos pajarillos picotean entre sus dientes como higienistas dentales enloquecidos? Imaginaos eso en una escala mayor y más sucia. No soy nada remilgado, pero hasta yo me estremecía ante la escena que se veía bajo cubierta: una hilera de monstruos bizcos a los que les están haciendo la manicura en una cloaca.
En el arca había una disciplina estricta; eso es lo primero que hay que dejar claro. No era como esas arcas de madera pintada con las que tal vez hayáis jugado de niños: todas la parejas felices mirando alegremente por encima de la barandilla desde la comodidad de sus bien fregadas celdillas. No os imaginéis un crucero por el Mediterráneo en el que jugáramos lánguidamente a la ruleta y todo el mundo se vistiera para la cena; en el arca sólo los pingüinos llevaban frac. Recordad: era una travesía larga y peligrosa, a pesar de que algunas de las reglas habían sido fijadas de antemano. Recordad también que teníamos a todo el reino animal a bordo: ¿habríais puesto a un leopardo a la distancia de un salto de un antílope? Ciertas medidas de seguridad eran inevitables y aceptamos cerraduras de doble clavija, inspecciones de las celdillas y un toque de queda nocturno. Pero, lamentablemente, también había castigos y celdas de aislamiento. Alguien de las alturas se obsesionó con la idea de obtener información, y ciertos viajeros aceptaron hacer de soplones. Lamento tener que informar que chivarse a las autoridades era a veces una práctica muy extendida. No era una reserva natural, aquella arca nuestra; a veces se parecía más a un buque prisión.
Me doy cuenta de que los relatos difieren. Vuestra especie tiene una reiterada versión que aún encanta hasta a los escépticos, mientras que los animales tienen un compendio de mitos sentimentales. Pero claro, ellos no van a hacer zozobrar el barco, ¿verdad? No cuando han sido tratados como héroes, no cuando se ha convertido en una cuestión de orgullo el que todos y cada uno de ellos puedan alardear de que su árbol genealógico se remonta hasta el arca. Fueron elegidos, soportaron penalidades, sobrevivieron: es normal que adornen los episodios embarazosos, que tengan oportunos fallos de memoria. Pero yo no me siento obligado a eso. Nunca fui elegido En realidad, como a otras varias especies, no me eligieron deliberadamente. Fui un polizón; yo también sobreviví; escapé (desembarcar no fue más fácil que embarcar) y he prosperado. Estoy un poco apartado del resto de la sociedad animal, que todavía tiene sus reuniones nostálgicas; incluso hay un Club de Lobos de Mar para especies que nunca se marearon. Cuando recuerdo la travesía, no tengo ninguna sensación de estar obligado a nada; la gratitud no pone ningún churrete de vaselina en las lentes. De mi relato podéis fiaros.
Probablemente habréis comprendido que el «arca» no era un solo barco. Fue el nombre que le pusimos a toda la flotilla (difícilmente se habría podido meter a todo el reino animal en algo que sólo tenía trescientos codos de largo). ¿Que llovió cuarenta días y cuarenta noches? Bueno, naturalmente que no, eso no habría sido más que un verano inglés normal. No, llovió durante más o menos año y medio, según mis cálculos. ¿Y que las aguas cubrieron la tierra durante ciento cincuenta días? Engorden esa cifra hasta unos cuatro años. Y así, todo. Vuestra especie siempre ha sido una calamidad para las fechas. Yo lo atribuyo a vuestra curiosa obsesión por los múltiplos de siete.
Al principio el arca se componía de ocho buques: el galeón de Noé, que remolcaba el buque almacén, luego iban cuatro barcos ligeramente más pequeños, cada uno de ellos capitaneado por uno de los hijos de Noé, y detrás, a una prudente distancia (la familia era supersticiosa respecto a la enfermedad), el buque hospital. El octavo barco constituyó un breve misterio: una pequeña y veloz balandra con adornos de filigrana en madera de sándalo a lo largo de toda la popa, seguía un rumbo servilmente próximo al del arca de Cam. Si uno se ponía a sotavento a veces le tentaban extraños perfumes; en ocasiones, por la noche, cuando la tempestad amainaba, se oía una alegre música y risas agudas; ruidos que nos sorprendían, puesto que suponíamos que todas las esposas de todos los hijos de Noé estaban bien instaladas en sus propios barcos. Sin embargo, este perfumado y alegre barco no era muy robusto: se hundió en una repentina tormenta, y Cam estuvo pensativo durante varias semanas.
El buque almacén fue el siguiente que perdimos, en una noche sin estrellas cuando el viento había cesado y los vigías estaban adormilados. Por la mañana lo único que arrastraba el buque insignia de Noé era un pedazo de gruesa maroma que había sido roída por algo que tenía agudos incisivos y la capacidad de aferrarse a las cuerdas mojadas. Hubo graves recriminaciones por ese motivo, puedo asegurároslo; de hecho, es posible que ésta fuera la primera ocasión en que una especie desapareció arrojada por la borda. Poco después se perdió el buque hospital. Hubo murmuraciones en el sentido de que los dos sucesos estaban relacionados, que la esposa de Cam –a la que le faltaba un poco de serenidad– había decidido vengarse de los animales. Al parecer, la producción de mantas bordadas de toda su vida se había hundido con el buque almacén. Pero nunca se pudo probar nada.
No obstante, el peor desastre, con mucho, fue la pérdida de Varadi. Vosotros conocéis a Cam, a Sem y al otro, el del nombre que empieza con J; pero no habéis oído hablar de Varadi, ¿verdad? Era el más joven y el más fuerte de los hijos de Noé; lo cual, naturalmente, hacía que no fuera el más querido en el seno de la familia. También tenía sentido del humor, o por lo menos se reía mucho, lo cual suele ser prueba suficiente para vuestra especie. Sí, Varadi estaba siempre alegre. Se le podía ver pavoneándose por el alcázar con un loro en cada hombro; les daba afectuosas palmadas en las ancas a los cuadrúpedos, que respondían con un bramido de agradecimiento; y se decía que mandaba su arca de una forma mucho menos tiránica que los otros. Pero ya ven: una mañana, al despertarnos, descubrimos que el barco de Varadi había desaparecido del horizonte, llevándose consigo una quinta parte del reino animal. Creo que os habría gustado el simurg, con su cabeza plateada y su cola de pavo real; pero el ave que anidaba en el árbol de la ciencia no fue mejor seguro contra las olas que el ratón de agua moteado. Los hermanos mayores de Varadi lo atribuyeron a mala navegación; dijeron que Varadi había pasado demasiado tiempo confraternizando con las bestias; incluso llegaron a insinuar que tal vez Dios le había castigado por alguna oscura ofensa cometida cuando era un niño de ochenta y cinco años. Pero hubiera lo que hubiere detrás de la desaparición de Varadi, constituyó una grave pérdida para vuestra especie. Sus genes os habrían ayudado mucho.
En lo que a nosotros se refiere, el asunto de la travesía empezó cuando se nos invitó a presentarnos en un sitio determinado antes de una fecha determinada. Ésa fue la primera noticia que tuvimos del proyecto. No sabíamos nada del trasfondo político. La ira de Dios con su propia creación era una novedad para nosotros; nos vimos atrapados de grado o por fuerza. Nosotros no teníamos culpa de nada (no creeréis realmente esa historia de la serpiente, ¿verdad? No fue más que mala propaganda de Adán), y sin embargo las consecuencias fueron igualmente graves para nosotros: todas las especies aniquiladas salvo una pareja reproductora, y esa pareja enviada a alta mar a cargo de un viejo bribón con un problema de alcoholismo que estaba ya en su séptimo siglo de vida.
Así que se corrió la voz; pero, como es habitual, no nos dijeron la verdad. ¿Acaso imagináis que justo en las proximidades del palacio de Noé (oh; no era pobre, ese Noé, no) habitaba convenientemente un ejemplar de cada especie existente en la tierra? Vamos, vamos. No, tuvieron que hacer publicidad y luego seleccionar a la mejor pareja que se presentó. Como no querían provocar el pánico, anunciaron una competición para parejas –algo así como una mezcla de concurso de belleza, pruebas intelectuales y concurso del matrimonio ideal– y les dijeron a los concursantes que se presentaran ante la puerta de Noé antes de un mes determinado. Ya podéis imaginaros los problemas que hubo. Para empezar, no todo el mundo tiene un carácter competitivo, así que posiblemente acudieron sólo los más codiciosos. Los animales que no fueron lo bastante listos como para leer entre líneas, sencillamente pensaron que no les interesaba ganar un crucero de lujo para dos con todos los gastos pagados, muchas gracias. Además, Noé y su personal tampoco tuvieron en cuenta que algunas especies hibernan en cierta época del año; por no hablar del hecho más evidente de que unos animales viajan más despacio que otros. Había un animal particularmente perezoso, por ejemplo –una criatura exquisita, puedo dar fe de ello personalmente–, que apenas había bajado al pie de su árbol cuando fue aniquilado en la gran inundación de la venganza divina. ¿Cómo le llamáis a eso, selección natural? Yo lo llamaría incompetencia profesional.
La organización, francamente, fue desastrosa. Noé se atrasó en la construcción de las arcas (no ayudó mucho el que los artesanos se dieran cuenta de que no había suficientes literas para que les llevaran a ellos también), y debido a ello no se prestó la atención necesaria a la elección de los animales. Se aceptaba a la primera pareja normalmente presentable que llegaba, éste parecía ser el sistema; ciertamente no se hacía más que un muy somero examen del pedigrí. Y por supuesto, aunque decían que llevarían a dos animales de cada especie, a la hora de la verdad... A algunas especies sencillamente no las querían en la travesía. Ése fue nuestro caso; por eso tuvimos que embarcar como polizones. Y buen número de bestias con argumentos perfectamente legales y convincentes para ser consideradas una especie distinta vieron rechazadas sus demandas. No, ya tenemos dos de vosotros, les decían. ¿Qué diferencia suponen unos cuantos anillos más en la cola, o ese espeso copete a lo largo de tu espina dorsal? Ya te tenemos. Lo sentimos.
Hubo animales espléndidos que llegaron sin pareja y tuvieron que quedarse atrás; hubo familias que se negaron a separarse de su descendencia y prefirieron morir juntos; hubo exámenes médicos, a menudo de un carácter brutalmente desagradable; y durante toda la noche el aire fuera de la empalizada de Noé se llenaba con los lamentos de los rechazados. ¿Os imagináis el ambiente cuando al fin se supo por qué nos habían pedido que nos sometiésemos a esta farsa de competición? Hubo muchos celos y mala conducta, como podéis figuraros. Algunas de las especies más nobles sencillamente se volvieron al bosque, declinando el ofrecimiento de sobrevivir en las insultantes condiciones impuestas por Dios y Noé, prefiriendo la extinción y las olas. Se dijeron duras y envidiosas palabras respecto a los peces; los anfibios empezaron a adoptar un aire claramente presuntuoso; los pájaros practicaban para mantenerse en el aire el mayor tiempo posible. Ciertos tipos de monos fueron vistos a veces tratando de construirse toscas balsas. Una semana se produjo una misteriosa epidemia de intoxicación alimentaria en el Recinto de los Elegidos y para algunas de las especies menos robustas el proceso de selección tuvo que comenzar de nuevo.
Hubo momentos en los que Noé y sus hijos se pusieron bastante histéricos. ¿Que eso no encaja con vuestra versión de las cosas? ¿Que siempre os han hecho creer que Noé era sabio, recto y temeroso de Dios y yo lo he descrito como un bribón histérico con un problema de alcoholismo? Las dos opiniones no son enteramente incompatibles. Pongámoslo de esta manera: Noé era bastante calamitoso, pero tendríais que haber visto a los demás. A nosotros nos sorprendió bien poco que Dios decidiera borrar la pizarra; lo único extraño era que quisiera preservar algo de esta especie cuya creación no hablaba demasiado bien de su creador.
A veces Noé estaba casi al borde. El arca iba atrasada, a los artesanos había que fustigarlos, cientos de animales aterrorizados vivaqueaban cerca de su palacio y nadie sabía cuándo llegarían las lluvias. Dios ni siquiera quería darle una fecha para eso. Todas las mañanas mirábamos las nubes: ¿sería como siempre un viento del oeste el que traería la lluvia, o enviaría Dios su diluvio especial desde una dirección rara? Y a medida que el tiempo empeoraba lentamente, las posibilidades de revuelta aumentaban. Algunos de los rechazados querían tomar el arca y salvarse, otros querían destruirla por completo. Los animales con tendencias especulativas empezaron a proponer principios de selección distintos, basados en el tamaño de las bestias o en su utilidad en lugar de en el simple número; pero Noé se negó altivamente a negociar. Era un hombre que tenía sus pequeñas teorías y no le interesaban las de nadie más.
Cuando la flotilla estaba casi terminada se hizo preciso protegerla veinticuatro horas al día. Hubo muchos intentos de viajar clandestinamente. Un día descubrieron a un artesano tratando de hacer un escondite entre los tablones inferiores del buque almacén. Y hubo escenas patéticas: un joven alce colgado de la borda del barco de Sem; pájaros bombardeando en picado la red protectora, y otras por el estilo. A los polizones, cuando se les detectaba, se les mataba inmediatamente; pero estos espectáculos públicos nunca bastaban para desanimar a los desesperados. Nuestra especie, me enorgullece decirlo, subió a bordo sin soborno ni violencia; pero también es verdad que no somos tan fáciles de detectar como un joven alce. ¿Cómo nos las arreglamos? Tuvimos un padre muy previsor. Mientras Noé y sus hijos cacheaban bruscamente a los animales a medida que subían por la pasarela, pasando ásperas manos por lanas sospechosamente espesas y llevando a cabo algunos de los primeros y menos higiénicos exámenes de próstata, nosotros ya habíamos pasado por delante de sus narices y estábamos a salvo en nuestras literas. Uno de los carpinteros del barco nos había llevado allí sin saberlo.
Durante dos días el viento sopló en todas direcciones simultáneamente y luego empezó a llover. El agua caía a chorros desde un cielo bilioso para purgar al mundo perverso. Grandes gotas estallaban en la cubierta como huevos de paloma. Los representantes seleccionados de cada especie fueron trasladados desde el Recinto de los Elegidos hasta las arcas que se les habían asignado. La escena parecía una boda masiva obligatoria. Luego atornillaron las escotillas y todos empezamos a acostumbrarnos a la oscuridad, el confinamiento y el hedor. Aunque esto no nos importó mucho al principio: estábamos demasiado eufóricos por nuestra salvación. La lluvia caía incesantemente, transformándose a veces en granizo y tamborileando sobre las tablas. A veces oíamos el estruendo del trueno y a menudo las lamentaciones de las bestias abandonadas. Pasado algún tiempo, estos gritos se hicieron menos frecuentes: supimos que las aguas habían empezado a subir.
Finalmente llegó el día que habíamos estado esperando. Al principio pensamos que podía ser un asalto enloquecido por parte de los últimos paquidermos supervivientes, que trataban de forzar la entrada al arca o, al menos, volcarla. Pero no, era que el barco se inclinaba de lado cuando el agua empezaba a levantarlo de su cuna. Ése fue el momento culminante de la travesía, si quieren mi opinión, ése fue el momento en que la fraternidad entre las bestias y la gratitud hacia el hombre corrieron como el vino en mesa de Noé. Después... pero tal vez los animales habían sido ingenuos al confiar en Noé y en su Dios para empezar.
Ya antes de que subieran las aguas había habido motivos de inquietud. Sé que vuestra especie tiende a despreciar a nuestro mundo, por considerarlo brutal, caníbal y falso (aunque bien podríais reconocer que esto nos acerca a vosotros en lugar de alejarnos). Pero entre nosotros siempre hubo, desde el principio, un sentimiento de igualdad. Oh, ciertamente nos comíamos los unos a los otros y todo eso; las especies más débiles sabían demasiado bien lo que podían esperar si se cruzaban en el camino de algo que fuera más grande y estuviera hambriento. Pero simplemente reconocíamos que así eran las cosas. El hecho de que un animal pudiera matar a otro no hacía al primer animal superior al segundo; únicamente le hacía más peligroso. Puede que éste sea un concepto que os cueste comprender, pero había un respeto mutuo entre nosotros. Comerse a otro animal no era motivo para despreciarlo, y ser comido no inspiraba a la víctima –o a la familia de la víctima– ninguna exagerada admiración por la especie que se lo había zampado.
Noé –o el Dios de Noé– cambió todo eso. Si vosotros tuvisteis una Caída, nosotros también. Pero a nosotros nos empujaron. Nos dimos cuenta de ello por primera vez cuando se estaba haciendo la selección para el Recinto de los Elegidos. Toda esa historia de dos de cada era verdad (y uno se daba cuenta de que tenía cierto sentido); pero ahí no se acababa el asunto. En el Recinto empezamos a notar que de ciertas especies se habían seleccionado no dos sino siete (una vez más, esa obsesión con los sietes). Al principio pensamos que los cinco de más serían reservas por si la primera pareja enfermaba. Pero luego, gradualmente, se reveló la verdad. Noé –o el Dios de Noé– había decretado que existían dos clases de bestias: las puras y las impuras. Los animales puros entraban en el arca de siete en siete; los impuros de dos en dos.
Hubo, como podéis suponeros, un profundo resentimiento al ver la división de la política animal de Dios. Hasta el punto de que al principio incluso los animales puros se sentían incómodos por el asunto; sabían que no habían hecho nada para merecer protección especial. Aunque ser «puro», como descubrieron rápidamente, era una suerte que tenía sus desventajas. Ser «puro» significaba que podían ser comidos. Daban la bienvenida a bordo a siete animales, pero cinco estaban destinados a la cocina. Era un curioso honor el que se les hacía. Pero por lo menos significaba que tenían los compartimentos más cómodos disponibles hasta el día de su sacrificio ritual.
De vez en cuando la situación me parecía divertida y soltaba la risa del paria. Sin embargo, entre las especies que se tomaban a sí mismas en serio surgieron toda clase de complicados celos. Al cerdo no le importaba, puesto que tiene un carácter poco ambicioso socialmente; pero algunos de los otros animales se tomaron la noción de impureza como una ofensa personal. Y hay que decir que el sistema –por lo menos el sistema tal como lo entendía Noé– tenía poco sentido. ¿Qué tenían de especial los rumiantes de pata hendida?, se preguntaba uno. ¿Por qué habían de darles categoría de segunda clase al camello y al conejo? ¿Por qué establecer una división entre peces con escamas y peces sin escamas? El cisne, el pelícano, la garza real y la abubilla ¿no son acaso algunas de las especies más finas? Pues no se les concedió la divisa de pureza. ¿Por qué volverse contra el ratón y el lagarto –que ya tienen suficientes problemas, podría uno pensar– y minar todavía más su confianza en sí mismos? Si hubiésemos podido ver un destello de lógica en todo aquello..., si Noé nos lo hubiese explicado mejor... Pero lo único que hizo fue obedecer ciegamente. Noé, como os habrán dicho muchas veces, era un hombre temeroso de Dios; y dada la naturaleza de Dios, probablemente ésa era la conducta más segura. Pero si hubieseis visto la dolorosa vergüenza de la cigüeña, habríais comprendido que nada podría volver a ser lo mismo entre nosotros.
Además, había otra pequeña dificultad. Por una desafortunada casualidad, nuestra especie había conseguido pasar a bordo clandestinamente a siete de sus miembros. No sólo éramos polizones (cosa que a algunos les molestaba), no sólo éramos impuros (cosa que algunos habían empezado a despreciar), sino que también nos burlábamos de las especies puras y legales imitando su número sagrado. Decidimos rápidamente mentir respecto a cuántos éramos y nunca aparecíamos juntos en el mismo sitio. Descubrimos en qué partes del barco éramos bien recibidos y cuáles debíamos evitar.
Así que, como podéis ver, era un convoy desdichado desde el principio. Algunos de nosotros estábamos afligidos por los que habíamos dejado atrás; otros estaban resentidos por su condición; y otros, aunque en teoría favorecidos por el título de pureza, tenían un justificado miedo al horno. Y encima de todo eso, estaban Noé y su familia.
No sé cuál es la mejor manera de deciros esto, pero Noé no era una buena persona. Me doy cuenta de que la idea resulta embarazosa, puesto que todos descendéis de él, pero ésa es la verdad. Era un monstruo, un patriarca engreído que se pasaba la mitad del día arrastrándose ante su Dios y la otra mitad pagándola con nosotros. Tenía una vara de madera resinosa con la que..., bueno, algunos animales llevan las rayas todavía. Es asombroso lo que puede hacer el miedo. Me han dicho que entre los de vuestra especie un susto muy fuerte puede hacer que el cabello se vuelva blanco en cuestión de horas; en el arca los efectos del miedo eran aún más esp...

Índice

  1. Portada
  2. 1. El polizón
  3. 2. Los visitantes
  4. 3. Las guerras de religión
  5. 4. La superviviente
  6. 5. Naufragio
  7. 6. La montaña
  8. 7. Tres historias sencillas
  9. 8. Río arriba
  10. Paréntesis
  11. 9. El proyecto Ararat
  12. 10. El sueño
  13. Nota del autor
  14. Créditos
  15. Notas