Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 200 páginas
  2. Spanish
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Narrativas hispánicas

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Un cuento de hadas salvaje sobre la seducción y su violencia, lleno de preguntas incómodas.

Este es el libro por el que Marta Sanz estuvo a punto de dejar de escribir. Una novela prácticamente inédita, una novela sin lectores, tal vez porque habla del gusano que corroe el corazón de la manzana en un mundo perfecto. En 2004, año en que fue escrita, Amor fou apuntaba hacia lo mucho que nos cuesta decir que el emperador va desnudo; lo hace también hoy, que la presentamos en versión corregida y actualizada. Casi todas las profecías de esta novela se han ido cumpliendo: aporofobia, gentrificación, banderas nacionales que ondean en el centro de las plazas, un patriotismo perturbado, el residuo franquista que oxida la convivencia, la brutalidad que se ejerce desde el poder, la okupación, los límites de la democracia y del Estado de derecho en el neoliberalismo, la justicia sin venda en los ojos, la manipulación pública a la que se someten ciertas vidas íntimas... La ponzoña es la metáfora que nutre una escritura de profundidad espeleológica.

Amor fou plantea preguntas en torno a nuestra educación sentimental y política. El amor empasta las voces, y la literatura se aparta de la suavidad deslizante de la seducción, para subrayar su violencia. La mirada del Marqués de Sade más educativo envenena las manzanas y el alimento de Los emperadores. Porque posiblemente Amor fou es un cuento de hadas salvaje, de esos que se censuran para no escandalizar a los niños, ni a los adultos que preferirían permanecer en una infancia eterna.

En esta historia triangular Raymond, desde su observatorio, vigila la felicidad conyugal de Adrián y Lala, su antigua novia, y no puede soportarla. Decide intervenir en ella con su mirada evocadora y su presencia disfrazada. Raymond lleva una barba postiza. Pero hasta las pequeñas maldades pueden tener horrendos efectos secundarios. El peligro se hace más intenso cuando Elisa y su hija Esther, cebada como esos niños canibalizados por la bruja, interfieren en la historia y traen con ellas los incendios, los anónimos, el abuso, las cicatrices y una ridícula caja de bombones envenenados.

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Información

Año
2018
ISBN
9788433939203
Categoría
Literatura

Amor fou

Para Chema, mi marido
Raymond está delante de mí. Más gordo. Con la cara más ancha. La piel de los pómulos está tirante sobre el hueso y una papadilla le cuelga sobre la nuez ahora que, por fin, se ha desprendido de su barba postiza.
Mi marido, Adrián, está detenido, y no me explico por qué he invitado a pasar a mi visitante al salón. Mientras trato de ordenar los acontecimientos, de pensar cómo puedo articular mi relato para ayudar a Adrián, Raymond me interrumpe. Me molesta. No le he dicho que se siente, y él permanece delante de mí con un jipijapa blanco entre las manos y los pequeños quevedos ahumados un poco caídos sobre el arco de su nariz grande. Una atractiva nariz. Italiana. Hacía seis o siete años que no compartía habitación con Raymond. Supongo que quería tener la oportunidad de verlo de cerca para comprobar los cambios producidos en un hombre cuyas características físicas, hace algún tiempo, yo conocía palmo a palmo: la densidad de la piel, las venillas enrojecidas sobre la quinta vértebra, el olor del pelo, el número de empastes. Raymond da un paso atrás. Parece que siente miedo de que le abra la boca. No te preocupes, Raymond, no tengo ganas. Raymond ha retrocedido porque mi revisión ha debido de intimidarle un poco. Pero hoy más que nunca tengo derecho a intimidarle por la forma en que lo miro.
–Lala, ha pasado mucho tiempo.
De Raymond, podría dibujar ahora mismo la cara que se le ponía justo en el instante de eyacular dentro de su profiláctico. Un rostro bobo y convencional: ojos en blanco, sudor en la frente. ¿Lo más representativo? La babilla sorbida de la comisura de los labios justo cuando está a punto de caer sobre mí. Fascinada por estos síntomas de vulnerabilidad, yo quería repetirlos continuamente. Hoy no alcanzo a comprender cómo era capaz de conmoverme con ciertas cosas: espasmos, gemidos enfermizos, yugulares congestionadas por el esfuerzo. No alcanzo a comprender cómo las mujeres nos enamoramos de expresiones propias del retraso mental, mientras disfrutamos hacia dentro del gozo y podemos sonreír o permanecer calladas, como si estuviéramos comiendo, serenas para no perder detalle, para anotarlo todo mentalmente y revivirlo. También podemos gritar sin mordernos la lengua cuando la punta de aguja del placer deja de ser delicada y duele. Nos desgasta. Tal vez por eso amar a veces da pereza.
Con Raymond, yo era incluso capaz de detenerme donde se ubica el filo de violencia permitida en la caricia. Sin embargo, hasta con los gatos de mayor confianza hay que andarse con cuidado. Se les puede acariciar y restregar hasta llegar a un límite. Después, los gatos arañan o comienzan otro juego o huyen. Los gatos no se dejan matar de amor. Ni a palos, como los perros fieles. En sentido recto, yo sabía hasta dónde podía llegar con mis dientes sobre el terciopelo del pene de Raymond. Todos los penes son de terciopelo; no se trata, pues, de que solo el de Raymond lo fuera. En sentido figurado, podríamos decir que él era un gato confundido y que, antes de que yo pudiera apretarle demasiado la barriga, se encontró sobreexpuesto y salió disparado a esconderse entre las prendas de invierno del armario. Ahora parece que he de perdonar sus desapariciones, su barba postiza y sus gafas ahumadas. Parece que Raymond busca que le tienda encima del parqué y, ajena a la culpa que nunca he tenido, le arañe el vientre y le lama la fibra sensible que une el escroto y el agujero del culo.
Pero no, Raymond, yo ya no tengo ganas de esas cosas y te lo estoy demostrando con mi cara de asco. No experimento ni siquiera la comprensible y casi científica curiosidad de cerciorarme de que babeas de la misma forma que cuando eras joven. Yo solo quiero saber cómo está mi marido y comprobar hasta qué punto eres responsable de que lo mantengan en la comisaría. Porque eres responsable: has dejado caer el jarrón de cristal contra las baldosas, y ahora yo no voy a decirte: «Pero qué malo eres, Raymond, pero qué malo.»
Tal vez solo le llame tonto; de hecho, aún no sé cómo voy a insultarle, pero estoy segura de que algo se me ocurrirá. Derroché demasiada sinceridad e imaginación con este hombre como para no encontrar ahora la manera más eficaz de darle donde más pueda dolerle. Si es que al final concluyo que golpear a este ser sirve para algo. Este ser que sigue siendo el Raymond que yo conocí. Vuelvo a mirarle de arriba abajo. Sí, es el mismo.
–¿Lala?, ¿no vas a decirme nada?
Sé que he permitido a Raymond traspasar el umbral de mi puerta para tener la oportunidad de decirle cuatro verdades o, mejor, de permanecer en silencio mientras él está de pie frente a mí. He resistido durante meses la tentación de pararlo por la calle y de arrancarle de la cara su barba postiza. Sin embargo, no quería darle demasiada importancia a su persecución. Como si mis ojos no vieran y mi corazón no sintiese. Como si las necias palabras de sus acciones no llegaran a mis oídos sordos.
«No hay mayor desprecio que no hacer aprecio.» Eso es lo que le decía a Adrián para evitar que cruzase la calle y le hiciera unas cuantas preguntas al inquilino de la cuarta planta de la finca cuyo balcón queda justo frente al nuestro.
Raymond, con su gran nariz italiana que corrobora esas correspondencias entre apéndices de la anatomía, permanece de pie delante de mí. Me doy cuenta de que es un niño travieso. Porque, en realidad, Raymond es un pánfilo. Incluso cuando se esforzaba por romper los jarrones de cristal de su mamá solo para que ella le dijese: «Pero qué malo eres, Raymond, pero qué malo.» En efecto, he dejado que entre en mi casa para tener el gusto de invitarle a salir. Hubo un tiempo en que ni siquiera me hubiera tomado esa molestia, pero ahora mi marido está detenido en una dependencia policial por culpa de Raymond, y creo que he de empezar a darle importancia a sus voluntades malignas. Aunque yo pierda los papeles y él se regocije en un poder sobre mí del que, de no haber sido por la vulnerabilidad de Adrián, carece desde hace muchos años.
Como debe ser, empezamos mal. Yo no le invito a sentarse. No recojo de encima de la mesa del salón los restos quemados de mi casa que estaba catalogando con el sencillo criterio de los recuperables y de los irrecuperables; él, por su parte, sonríe, señala un minúsculo busto de Lenin en la estantería y, simpático, entrañable, condescendiente, me dice:
–¿No te da vergüenza?
Raymond me tiende un cuadernito de tapas negras con el que quiere hacerse perdonar. Sin embargo, hay cosas que no van a arreglarse con literaturas. Ni con una débil capa de barniz.
Día 1
No me lo puedo creer. Apoyo mis prismáticos en la barandilla del balcón y casi saco la cámara de vídeo para grabar la escena. Son las once de una bonita noche de verano. Durante el día ha hecho un calor insoportable, pero ahora la brisa refresca las calles, los vecinos abren bien las ventanas y los visillos se balancean movidos por esa brisa regeneradora. Como un vecino cualquiera, estoy apostado en un balcón que no llamaría exactamente mío y, con disimulo, de vez en cuando saco los prismáticos y me voy sorprendiendo más y más. Ellos, en el salón de esa que sí es su casa, mantienen las luces apagadas y solo los distingo gracias a la reverberación de un televisor, gracias a las titilaciones amenazantes de la luz azul del aparato. En la esquina de ese salón, que ya conozco como la palma de mi mano, también se adivina el modesto, casi invisible, resplandor de la bombilla anaranjada de una lámpara de mesa.
En estas callejuelas tan angostas, desde mi observatorio –sí, posiblemente, esa expresión sea más precisa que la absurda combinación de palabras «mi balcón»–, puedo incluso oír la música de un documental que acaba de empezar. Puedo oír la música de su documental, del que van a ver juntos, mientras ella va sacando el pan, el cuenco con el gazpacho, la bandeja de fiambres y quesos para la cena. Hasta para eso son tradicionales: ella saca las viandas, disfruta sirviéndole, agasajándole, y él se limita a paladear el momento. Después, frente al televisor, sobre la mesita baja, los dos cenan viendo el documental, justo delante de mí, que no puedo creer que se sonrían el uno al otro, que se hagan bromas y que, entre masticación y masticación de los salchichones, ella le acaricie la fina pelusilla del lóbulo de la oreja; entonces él deja de prestar atención a las catástrofes televisivas para darle un beso en la boca con los morritos apretados en forma de corazón.
La imagen va perdiendo nitidez a causa del temblor de mi pulso, las ruedecillas de los prismáticos se desajustan al ritmo de mi temblor, mientras veo sus cuerpos arriba y abajo sin que ellos se hayan movido ni un milímetro. Lo que más me molesta es no verlos en absoluto cuando se ocultan detrás de los tabiques que no puedo traspasar con mis prismáticos y me quedo imaginando escenas que me ponen la carne de gallina. Cuando estoy solo y soy un hombre reducido a ojo ciego, a orificio, a huevo enclaustrado en su corteza calcárea. Me traspaso a mí mismo por el agujero que soy y que no lleva a ninguna parte y me pierdo en esta soledad gaseosa con la que ni siquiera me puedo arropar. Como un vecino cualquiera, entro en el salón de mi observatorio y me dirijo hacia el cuarto de baño, porque de repente me han entrado ganas de vomitar bilis.
Con la mirada fija en el plano del agua del inodoro, llego a la conclusión de que son absolutamente felices. Pero no felices con esa felicidad tonta de olvidar lo que queda fuera de la cáscara. La guerra. Las malformaciones. El miedo. No. Ellos conocen el significado de cada una de esas palabras y, desde una felicidad que también está hecha de ellas, las combaten. No es que traten de obviarlas o de resistirse a sus tentáculos. Es que las combaten y, en consecuencia, su felicidad es una felicidad de memoria. Tampoco se han puesto de acuerdo para no hablar nunca de ciertos temas, para pasar por alto imágenes agrias que, si se revisaran un día tras otro, no se perdonarían. No es una felicidad nacida entre las pelusas que ruedan sobre el parqué de su piso, una felicidad de dentro de las pelusas, surgida del olor espeso que emana desde el interior de las cajoneras para los zapatos. Tampoco es una felicidad pueril, ni una felicidad neurótica de «Soy feliz, soy feliz, muy feliz, completamente feliz, no me preguntes más, ¿no ves que intento convencerme a mí mismo de lo feliz que soy? Soy enormemente feliz». Me cago en la puta.
No es una felicidad egoísta de niño parapetado detrás de sus juguetes; de niño que llora cuando necesita algo que inmediatamente le es concedido por papá, por mamá o por la nani. Todavía hay algunos niños que tienen nani y, desde luego, son los únicos que pueden alardear de galeno propio. Los médicos siempre han formado parte de la servidumbre. Por tanto, la felicidad de Lala y Adrián, que carecen de un sirviente al que puedan llamar su médico, tampoco es una felicidad tonta ni ñoña ni ingenua, aunque quizá el último adjetivo no tenga nada que ver con el instinto maquiavélico de los niños propietarios de gente, esos a los que no les importa contener el aliento con tal de llamar la atención. No es la felicidad del loco ni del amoral.
Ellos no viven una felicidad emocionada y ramplona de familia numerosa que, por fin, encuentra a su perro perdido. Bobby también es feliz porque carece de noción del tiempo. Así que tampoco estamos hablando de una felicidad animal, de simio que despioja a otro simio. Aunque tal vez algo de eso sí que haya: los dos se enfurruñan cuando ella le aprieta los granos y las espinillas, y él se aparta con cara de mala leche y ella le reprocha que no le deje disfrutar de la emanación del chorrillo de grasa, de los placeres de la escatología y de la creencia en que sus manos curan; luego llegan las generalizaciones sobre que, en el fondo, él nunca le permite disfrutar de nada completamente: del último sorbo de licor al fondo de la copa, por ejemplo. Pero los dos saben que eso es relativo, porque ser feliz tampoco consiste en perder el carácter. Son felices porque se sienten buenos, porque han aprendido, porque son conscientes de su fortuna y de una alegría que tiene que ver con lo que poseen y con lo que no poseen. Sin más aspavientos o vueltas de hoja.
Obviamente dispongo de pruebas para avalar mis afirmaciones. Tengo una cámara, datos, mis prismáticos. Estoy seguro. Los conozco de otro tiempo. No hablo por hablar.
Tiro de la cadena y las madejas de bilis rompen el plano del agua que se las traga y, después, vuelve a quedarse quieto. Al menos, físicamente me siento más aliviado. Esta felicidad de ellos, que escruto cada día, para mí ha sido hoy como una taza de manzanilla sin azúcar en un día de resaca.
Día 2
En cuanto a mí, yo soy el hombre que hace ya muchos años bajó de tres en tres las escaleras sin mirar atrás. Se agarró al pomo metálico del portal y tiró de él con todas sus fuerzas hasta vencer la resistencia del fleje y el peso del hierro. Resopló. Escuchó la precipitación y la fuerza de otros pasos que, sin esperar el ascensor, volaban detrás de él, persiguiéndole. El hombre que dio un salto para llegar a la calle, superando los dos últimos escalones, y echó a correr por la cuesta. Tenía como horizonte una plaza y el hueco salvador de una boca de metro. No miró atrás ni un solo segundo, pero seguía escuchando las pisadas de quien corría detrás de él. También oía su propio jadeo, la respiración que no se le cortaba del todo y que solo era un ruido interior que le impedía percibir los pitidos de los coches. Una voz que le estaba llamando a sus espaldas.
–¡Raymond!
Quien le estaba persiguiendo debía de llevar, ahora, los pies descalzos, porque él ya no escuchaba el golpeteo regular de unas chancletas. Sin embargo, tenía la impresión de que el cuerpo que corría detrás de él lo hacía cada vez mejor, más acompasadamente. Incluso era posible que llegara a cazarle.
–¡Raymond!
Yo soy el hombre que agrandó sus zancadas como si estuviera a punto de romper la banda de meta. Las agrandó como si en ese último esfuerzo estuviera convencido de que iba a vencer, pese a atisbar de reojo que otra osamenta, otra musculatura, se colocaba casi en paralelo a él y podía arrebatarle la victoria, cogerle por un brazo y cometer alguna barbaridad. No estaba seguro de qué podría ocurrir si quien le perseguía llegaba a alcanzarle. Quizá recibiría una patada en la boca o un escupitajo o una caricia que lo desmoronaría para siempre. Así que de nuevo aceleró.
Antes de saltar los torniquetes del metro y de perderse en una de las líneas, el hombre ya no sabía si seguir escapando. Estuvo a punto de darse la vuelta para buscar y abrazar a su perseguidora. Sentado en el vagón, le quedaba la duda de haber sido una víctima del síndrome de Estocolmo o un desagradecido. Un cobarde. Y, sin embargo, una sonrisa de superioridad se le dibujó en la cara antes de que el tren hubiera llegado a la siguiente estación. Le dolía el pecho.
Yo soy ese hombre, y ahora observo la historia de quienes son absolutamente felices pese a mí y a muchos como yo; o tal vez –y esto es lo que me atormenta– yo nunca fui una carga y me tienen que agradecer a mí, y a muchos como yo, su felicidad. Como si me debieran dinero, me tienen que pagar esta incertidumbre que, día a día, me hace perder la confianza hasta el extremo de revivir, casi a todas horas, aquella sonrisa perversa del tren. Su felicidad hoy me dice que el hombre del tren hizo el ridículo. Aunque golpeara primero. Me tienen que pagar ese esfuerzo de lucidez, esa conciencia de la degradación por la que, sin embargo, ellos no se han precipitado.
Todavía algunas veces miro a mis espaldas anhelando atisbar la silueta de Lala que me persigue y no llega a darme alcance.
–A mí no me da vergüenza casi nada, Raymond.
Empezamos mal. Como debe ser. Decido callarme y esperar a que diga lo que ha venido a decir. Esta vez no pienso sacarle de ningún atolladero contándole una historia que le haga pensar. Como cuando éramos muy jóvenes y él tenía la cabeza llena de pájaros. Los pájaros me acechaban subidos a los cables del teléfono, y me picaban el cráneo. Yo me defendía con historias que no me sirvieron de nada.
Raymond deja el cuaderno, que yo no he querido recibir, sobre la mesa. Si a mí no me sirvieron las historias, no veo por qué han de servirle a él. Sin embargo, el cuaderno me tienta. Lo hojeo despreciativamente. Raymond saca del bolsillo de su camisa un cigarro y se lo lleva a la boca.
–En esta casa no se puede fumar. Ya se ha quemado. ¿Es que no lo ves?
Todo por incomodarle. Adrián tampoco podrá fumar ahora en el lugar donde lo mantienen retenido. Me pone muy nerviosa pensar que sigue allí, porque yo una vez también pasé por una comisaría.
Tenía diecinueve años y me encerré en una casa okupada. Estaba enamorada de Raymond. Sin embargo, en algunos acontecimientos de mi vida, él se negaba a participar. Para arriesgar, hay que haber recibido cierta educación. En esta casa en la que solo fuma quien a mí me da la gana, el busto de Lenin que me regaló mi abuela seguirá encima de la estantería. Hago lo posible por que no sea una mera opción decorativa. Merchandising soviético.
Raymond podía pintarse la cara de rosa para cele...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo: Peligro: novela de amor
  3. Amor fou
  4. Créditos