Panorama de narrativas
eBook - ePub

Panorama de narrativas

La otra vida de Catherine M.

  1. 224 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Panorama de narrativas

La otra vida de Catherine M.

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Una vez más asume la autora el reto de escribir su peculiar educación erótico-sentimental, en un vertiginoso viaje a la interioridad femenina y al infierno de los celos. Todo empieza cuando Catherine descubre que Jacques Henric también goza de una rica vida sexual... pero con otras mujeres. Unas fotografías, la lectura de algunas páginas de un diario íntimo, desencadenan un viaje a través del tiempo de la relación amorosa, contaminando el presente y el futuro de la pareja. Conforme Millet, poseída por los celos, avanza en el registro de los papeles de su marido y progresa en su búsqueda de angustiosas certezas, se suceden las crisis de ansiedad, las pesadillas y el llanto, y poco a poco se instala en el sórdido espacio de la obsesión, la de reconstruir con la fantasía todos los detalles de «la vida sexual de Jacques H.». «Claridad, elegancia y matices que evocan en algunos pasajes las Cartas de amor de la monja portuguesa, o Las relaciones peligrosas>» (Jérôme Garcin, Le Nouvel Observateur); «La fascinante confesión de una mujer que no es ni tan impasible ni tan cínica como nos pudo hacer creer en La vida sexual de Catherine M. ¿Y acaso esto nos conmueve? No, ha llegado nuestro turno de ser francos: nos encanta, y nos tranquiliza» (Bernard Pivot, Journal du Dimanche).

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Panorama de narrativas de Catherine Millet, Jaime Zulaika en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2010
ISBN
9788433932716
Categoría
Literatura

PULSIÓN

Nunca han sido de mi gusto los mosaicos más bellos, las marqueterías más refinadas. Ni siquiera cuando crean espacios en perspectiva, como las marqueterías complejas en el studiolo del palacio ducal de Urbino, donde son las propias superficies trabajadas las que encierran al visitante en una falsa arquitectura de pilastras y entrepaños, y al mismo tiempo le hacen creer que existen nichos y armarios llenos de libros y objetos extraños donde quisiera fisgar con la mirada, pero también ventanas por las que esa mirada quisiera huir hacia un paisaje de llanura, logro hacer abstracción del hecho de que se componen de un gran número de pequeños elementos sólidamente yuxtapuestos. No hay aire entre ellos; sólo con dificultad percibo la perforación ilusionista de la pared, y la representación me parece fija, tan estanca como un vulgar embaldosado.
Las quimeras surgidas del fondo de los bolsillos y los cajones de Jacques no se limitaron a acompañar mi onanismo, sino que invadieron todos los resquicios libres de mi pensamiento. Eliminaron las derivas, el azar, la esperanza, todo lo que introduce un poco de juego en el mecanismo de la vida cotidiana. Ya no me preparaba para dormir o levantarme sin que me atenazaran; en la calle, el más mínimo parecido de una mujer que pasaba con una de las que frecuentaba Jacques, así como un objeto en un escaparate –un libro del que habían hablado entre ellos, una joya que yo me imaginaba, a causa de no sé qué interpretación de su personalidad, que ella podría llevar–, desencadenaba de inmediato la continuación del relato. Y sólo esperaba una cosa, volver a sumirme en él previendo los momentos de situación pasiva durante la jornada. Los trayectos entre la casa y el despacho ofrecían lapsos oportunamente largos y pronto los colonizaron. Descuidaba mis lecturas habituales. Me desinteresaba de la fatigada población del metro con la que hasta entonces, sin embargo, me había gustado compartir el estado de abandono. Me sobrevino un fastidio parecido a aquel del que ya he hablado a propósito de la masturbación: la presencia de otro era un obstáculo. Me irritaba que el desconocido de al lado llamase mi atención estornudando o hablando un poco alto. Suspendía el ensueño, me obligaba a rebobinarlo. Hacía ya algún tiempo que había puesto fin a toda relación sexual con aquel amante lunático del que he hablado, y esta obsesión ocupaba exactamente el lugar de las fantasías con las que había paliado la infrecuencia de mis encuentros con él. A diferencia de aquéllas, con todo, como de todas las ficciones informes que tan bien me habían sostenido a lo largo de toda mi vida, yo ya no era en ellas la heroína; ni siquiera era la espectadora a la que una primera actriz debe por fuerza tener en cuenta; era la figurante a la que esa protagonista no hace el menor caso, la desdeña. Ya no soñaba mi vida sexual, sino la de Jacques. Llevaba siempre en el bolso un ansiolítico ligero. Cuando la opresión dolorosa se tornaba excesivamente fuerte, introducía subrepticiamente en mi lengua un comprimido que era suficiente para calmar el dolor. Había en mí algo del alcohólico que con la mayor buena fe del mundo finge que sólo bebe un vaso en la mesa, cuando se ha cuidado de esconder en distintos recovecos, detrás de las pilas de ropa blanca o de vajilla ya inservibles, una reserva de botellines. ¿Cómo podría haber querido curarme cuando era la propia obsesión que saturaba el espacio de mi imaginación y que al mismo tiempo me ofrecía la única perspectiva que podía abrirse, la que daba sobre la llanura inmensa, el territorio aún por desbrozar de la vida de Jacques?
Disponía de información suficiente para representarme a Jacques en múltiples circunstancias que no eran únicamente los episodios eróticos: viajes cuya existencia yo conocía pero de los que había ignorado que otra finalidad duplicaba su objetivo –pasar unos días en compañía de una mujer–, cenas, veladas a las que él había asistido con una u otra en casa de amigos que yo conocía bien, o en casa de personas desconocidas para mí y de las que no sospechaba que él las conociese, lo que desplegaba a su alrededor una red de actividades y relaciones a las que yo no tenía físicamente acceso, le conferían la resonancia de un eco interminable de gestos, palabras, costumbres a la vez triviales y misteriosas que yo reconstruía sin vacilar. Ocurrió que un par de veces Jacques, que no comparte mi precisión de memorialista, intentó recordarme una velada a la que yo no había asistido, convencido de que había sido yo quien le había acompañado. Bien pensado, podría haber hallado un consuelo en el hecho de que un reflejo mío hubiera velado el de otra mujer en su memoria. Pero la opción que prevalecía de inmediato era la otra. La vasta bolsa que constituía nuestra vida juntos se iba encogiendo, y el error de Jacques abría una nueva y minúscula válvula por donde se escapaba un poco más del aire respirado en común. Puedo afirmar que sentía físicamente, en un pliegue de mi cuerpo, cómo se cerraba la válvula en cuanto había pasado la burbuja.
Desde entonces, vivía en una jaula desde la cual veía las idas y venidas de Jacques y sus desapariciones esporádicas en el horizonte, sin poder acompañarle ni compartir su espacio. Si él contestaba al teléfono y empezaba la conversación alejándose de mí, no sin haber tomado la precaución de precisar inmediatamente: «¡Vaya! ¡Hola! Precisamente estoy con Catherine haciendo...», o si colgaba despotricando contra alguien que se había equivocado de número, no sólo yo no dudaba de que una de sus amigas intentaba contactarle, sino que con dos o tres palabras pescadas por mi oído aguzado atribuía al instante a aquella mujer una identidad y una presencia física definidas. Espontánea, la visión producía, a decir verdad, casi siempre el mismo retrato robot, una fusión de distintos modelos extraídos de recuerdos vagos, si ya me la había cruzado o visto en una foto, o si había leído una evocación de su cuerpo escrita por Jacques: una chica muy juvenil, un poco gorda, el pelo castaño... Como cuando fisgaba en su despacho, me faltaba el aliento y una breve taquicardia me alteraba el corazón.
La jaula se hizo cada vez más estrecha. Un buen día Blandine vino a casa a filmar unas escenas de una peliculita que dirigía; necesitaba la participación de Jacques y nuestra casa le servía como decorado. Me encerré para trabajar en la habitación que entonces utilizaba como minúsculo despacho. De repente, Jacques asomó la cabeza para pedirme que me reuniera con ellos y diera, llegado el caso, algunas réplicas. Su iniciativa me pareció de una crueldad inaudita. Yo podía abrirle la puerta a Blandine y saludarla, pero no podía entrar en el espacio que ella ocupaba conjuntamente con Jacques, como si él viviese todavía en el pequeño estudio donde, en una época ahora lejana, por primera vez nos habíamos desvelado mutuamente, y donde tres personas, en efecto, apenas podían estar sin estorbarse. Desde luego, yo no tenía que temer de ninguno de los dos una actitud equívoca que me habría hecho sentirme a disgusto, pero, retrospectivamente, me digo que lo que quizá me aterraba era el riesgo de asociar mis elucubraciones con sus personas reales. A saber si no había sido yo quien les había empujado al sofá para mantener la relación sexual mil veces fantaseada, antes de retirarme, implícitamente expulsada como preveía uno de mis guiones. Al fin y al cabo, este tipo de situación había sido algo habitual para mí en el pasado, y sabía interpretar, por ejemplo en orgías más o menos improvisadas, el papel de aprendiz de chulo que lleva a una mujer donde un hombre. En dos o tres ocasiones había jugado con Jacques a este juego, provocando una situación triangular con una amiga mía; fue, por otra parte, una de las raras veces que no fui capaz de interpretar mi papel hasta el fin, que había acabado mostrándome agresiva. Entonces, ¿habría yo provocado la escena y, en vez de gozar melodramáticamente de mi desposesión, el fantasma habría tropezado con aquellos pobres recuerdos y habría desembocado en el fracaso? Es más probable que no hubiera sucedido nada y, en este caso, me habría visto abocada a otra obligación, la de abandonar mis fantasías y acomodarme a la realidad paradójica de las falsas apariencias: Jacques y Blandine habrían ajustado su comportamiento al hecho de mi presencia y yo misma habría actuado hipócritamente como si no sospechase nada. ¿No ocurre, acaso, que cuando nos despertamos de un mal sueño tardamos en abrir los ojos, no por miedo a que el sueño continúe, sino, al contrario, por el temor de tener que ahuyentarlo, porque en el fondo no queremos abandonar el capullo de un sufrimiento ahogado y preferimos mantenerlo el mayor tiempo posible en una zona de semiinconsciencia, puesto que en un repliegue aún más soterrado de nuestra psique sabemos que, de todos modos, es ineluctable? Evidentemente, no pensé todo esto cuando respondí a Jacques sin palabras, con una máscara horrorizada que le irritó. Me quedé delante de mi ordenador.
Jacques y su teoría de espectros conquistaban el lugar y apenas me dejaban disponer del aura de mi propio cuerpo. Por ejemplo, cabellos encontrados en uno de mis cascos de moto de una longitud que no podía tener ninguno de los míos, me impidieron ponérmelo de nuevo. A partir de entonces, me vi efectuar las manipulaciones automáticas con las que abría la puerta del garaje cuando volvíamos de dar una vuelta –girar la llave, abrir el primer batiente, levantar el pestillo hundido en el suelo que bloqueaba el segundo, bajar, irguiéndome sobre la punta de los pies, el que lo sujetaba arriba y abrir por último de par en par este batiente para que la moto tuviera sitio para entrar–, como si me introdujera dentro de la silueta de otra de la que no dudaba que debía de haber aprendido los mismos movimientos cuando se había alojado en casa. Todavía hoy no es infrecuente que, al encadenar estos gestos, los ejecute con la aplicación de un aprendiz de actor que repite con la mayor exactitud posible las posturas que el profesor acaba de mostrarle, o que incluso se coloca detrás de él para producir, como una sombra, el eco inmediato. Hasta el cuarto de baño llegó a ser tierra ocupada. Mucho tiempo atrás, Jacques me había pedido que tuviera cuidado de pasar la esponja por el reborde de la bañera después de ducharme, porque temía que el agua se filtrara en la pared. Yo siempre había atendido su petición meticulosa y maquinalmente, hasta que un buen día me pregunté si habría hecho la misma recomendación a las usuarias eventuales del cuarto de baño, y si ellas la obedecerían. A partir de aquel día, al final de mi aseo repetía siempre el gesto, ahora acompañado, o más bien precedido, del de otra mujer. Esto me causaba unos minutos de postración. Absorta por la visión, ya no podía imprimir movimiento a mi cuerpo y a veces, puesto que había que rendirse, se me escapaban unas lágrimas. También afluían, periódicamente, al encontrar mi reflejo en un espejito de pie que utilizaba para maquillarme y desmaquillarme. Me costaba un gran esfuerzo sostener mi propia mirada a causa de la confusión que me invadía, una mezcla de esa nostalgia culpable que sentimos al tropezar con el retrato de una persona fallecida a quien queríamos mucho, y al que sólo lanzamos una ojeada subrepticia, por miedo a comprobar hasta qué punto hemos olvidado sus facciones, y de la vergüenza que me abrumaba porque esta mirada que me devolvía el espejo me forzaba a advertir la mirada despavorida de la pobre neurótica que yo entonces pensaba que era. En efecto, nunca he perdido por completo la facultad de distanciarme de mí misma, ni siquiera en los peores momentos. Mis ojos se sumergían en los ojos vaciados de cualquier expresión por la acción simultánea y contradictoria de los sentimientos de piedad y repugnancia, y creo de veras que no veía los bordes de la cara.
Las pequeñas ficciones que he contado, palancas de mi placer solitario, habían sido las primeras pruebas flagrantes del secuestro de mi imaginación. Curiosamente, en el terreno del placer inmediato, intenté luchar para recuperar mi libertad fantasmática. A menudo empezaba a acariciarme y buscaba una inspiración voluntarista en mi registro antiguo, pero no había nada que hacer, ni siquiera las tramas más inveteradas lograban ya excitarme suficientemente, y cuando recordaba una u otra de las escenas interpretadas por Jacques y alguna de sus amigas lo hacía con rabia, con la clara conciencia de mi subordinación idiota. Trataba de conservar una noción clara del tiempo que llevaba subyugada de este modo hasta lo más hondo de mi imaginación. De haber podido, habría trazado palotes en las paredes de mi celda imaginaria; contaba por meses y después por años, sin saber si un día volvería a ser la misma en lo que es por excelencia el acto sexual individual.
No di muestras de la misma clarividencia, bien es verdad que inútil, en muchas otras esferas que me fueron gradualmente confiscadas de mi universo simbólico. En este universo, el pueblo de Illiers-Combray, que Jacques conocía bien porque había pasado la infancia en la región, era una gran encrucijada de significaciones y de emociones. Habíamos ido allí varias veces, la primera acompañados de sus padres, y luego de amigos próximos; con la complicidad de uno de ellos, habíamos sacado una foto donde se ven nuestras siluetas, destinada a la portada de una obra de Jacques. Los dos habíamos posado en la escalinata de un hotelito cuyo rótulo enigmático –como no habíamos podido por menos de observar– era «Hôtel de l’Image».1 Añado que leí En busca del tiempo perdido y empezó a gustarme Proust durante el primer verano que pasamos juntos. En el río que nos atraviesa, que baña nuestros sentimientos y deposita el aluvión de los recuerdos, en mí se mezclaban las aguas de las sensaciones que me había producido la lectura de los recuerdos de infancia del narrador con las que habían nacido de la novela subjetiva que yo elaboraba escuchando a Jacques contar su propia infancia, y por último con nuestra vida en común, cuyos hitos se inscribían en ella, materialmente modestos pero cargados de emociones. Ahora bien, Jacques no sólo había hecho esta misma excursión con L., sino que la habían aprovechado para alquilar una habitación en el albergue de Moulin de Montjouvin. ¿No había yo, por mi cuenta, esbozado secretamente el proyecto de aquella escapada juntos? Cuando aún aguardaba el momento propicio para proponerla descubrí que se me habían adelantado. Al instante, la representación a que dio lugar la página del cuaderno donde me enteré del hecho convirtió el marco del encantador albergue rural en un tópico irónico del relato de adulterio. Se me apareció impregnado del famoso pasaje en que la amiga de la señorita Vinteuil, abrazada a ella, la incita a un juego perverso, amenazando con escupir sobre el retrato de su padre difunto, escena que Proust sitúa en la casa de éste, a la que denomina Montjuvain.1 Desde la primera lectura que hice del fragmento, la descripción de esta conducta me había sobrecogido e impresionado tan profundamente que la había releído, porque ya no estaba segura de haberla entendido bien, y con idea de comprobar si no había por mi parte una excesiva interpretación personal. En lo que pasó a ser uno de mis fantasmas más feroces, no llegaba a reproducir la escena idéntica, sino que la transformaba en un acto grosero y exagerado: amarraba sólidamente a Jacques detrás de la joven, que estaba a cuatro patas encima de una cama, en pleno día, con la ventana de la habitación abierta sobre el parque, y me limitaba a obligarle a decir, mientras le sacudía brutalmente el culo de atrás adelante, con el encarnizamiento con que alguien tira del cajón recalcitrante de una cómoda, que nunca una mujer le había hecho gozar tanto. Ya era desprecio suficiente hacia mí, y el espectáculo se detenía ahí. Dosificaba el sufrimiento que me infligía, al igual que los adeptos del sadomasoquismo saben rozar los umbrales que soportan sin flaquear los cuerpos, con objeto de no poner en peligro la continuidad de su placer. Un escupitajo sobre una foto mía habría sido quizá tan insoportable que hubiera debido interrumpir el ensueño. Quizá sólo me consentía un placer masoquista con la condición de investirlo de este género de representación casi burlesco, como la señorita Vinteuil, a quien Proust confiere virtud, sólo se consiente el placer a condición de hacer de malvada.
Hubo más perturbadoras sobreimpresiones de imágenes. Años antes, recorriendo en moto una carretera de montaña, divisamos más abajo a una pareja que se bañaba desnuda en un río, seguramente turistas, y el breve instante que duró la visión nos divertimos y comentamos con admiración el cuerpo de la mujer, grande y atlético. El carácter casi primitivo de aquella escena era tan hermoso que había persistido en mi memoria a pesar de que nada me apegaba a ella, ni una predilección por el paraje ni el hecho de que Jacques y yo la hubiéramos rememorado más tarde, con cualquier pretexto. Pues bien, creí encontrarla, idéntica, en el diario de Jacques, pero en la forma de una pequeña aventura cuyos protagonistas eran él y una tal Dany. Él la situaba exactamente en el mismo sitio, en la carretera de Serrabone. Hacía mucho calor, había parado la moto, habían bajado al río y se habían bañado totalmente desnudos en «el agua helada». ¿Soy yo la que ha añadido algo a mi lectura? Me parece que la etapa concluía con un coito bucólico. No tengo la explicación para este desplazamiento desconcertante de un suceso observado por Jacques y yo como espectadores hacia el espacio de la vida vivida por él sin mí. ¿La imagen de los bañistas se le había grabado también a él, hasta el punto de que tuvo deseos, más tarde, de imitarlos? ¿Era yo la que había inventado un falso recuerdo a partir del relato de Jacques? ¿O él el que había fabulado mezclando el recuerdo con su deseo? Así, hechos clasificados por mi cerebro en la zona de los recuerdos, se transformaban en premoniciones de los hechos de la porción de la vida de Jacques que se me escapaba. En otro tiempo se habría dicho que me habían hecho un sortilegio, como al leñador del cuento cuyos pensamientos impulsivos sólo le sirven para que se le pegue a la nariz una morcilla:1 en cuanto generara ciertas representaciones mentales, aunque fuesen tan inocentes como la evocación de un paseo en vacaciones, se realizarían en un acto de Jacques que alimentaría a la población de cucarachas que bullían en mi cerebro.
Esto parecía una decena recitada para el diablo: el rosario de los pensamientos corrientes se desgranaba y, a intervalos regulares, la conjunción de una circunstancia cualquiera de la vida cotidiana y de un episodio en ocasiones igual de anodino de la otra vida de Jacques abría una perspectiva angustiosa en la que yo me hundía tanto como un místico en éxtasis. ¿Hablábamos de ir a recoger a una amiga en la estación de tren? Entonces era otra la que yo veía que él iba a buscar, y seguía mentalmente el gesto de Jacques al cargar con su maleta, el beso que le daba en la comisura de los labios. El catalejo estaba regulado de tal modo que, de igual manera que en los fantasmas masturbatorios yo me concentraba principalmente en las posiciones del cuerpo de Jacques y en su rostro, ahora sólo veía su cara como si fuera un fosfeno. Él me proponía un paseo; yo sucumbía al pánico como si, habiendo salido sola, me los encontrara en el camino y no supiera por qué decidirme, si por huir, esconderme o pasar de largo. Esto ocurría con tanta frecuencia que acabé viviendo una parte del tiempo al lado de un hombre que era esencialmente el producto de mi imaginación y, no obstante, un desconocido que literalmente me fascinaba. Mi mirada interior no le perdía de vista. Era un sueño despierto, pero al igual que en el sueño onírico nos atrae a veces un objeto que, enredados en una sustancia viscosa, no logramos alcanzar, yo era incapaz de llegar a aquel Jacques, lo cual no hacía sino avivar mi curiosidad y aumentar mi angustia.
Esta otra vida de Jacques que yo soñaba era un edén donde parecía que él hallaba su placer sin reservas, sin culpabilidad ni rencor, sin que ninguna instancia sentimental o moral lo justificara ni lo juzgase: sin ser consciente de mi existencia. Sus artimañas dependían de una arbitrariedad cuya lógica seguía siendo para mí, profana, absolutamente enigmática. Su personaje era plano. Ni siquiera cuando había disimulo por su parte, mentiras, engaños, el relato daba alguna explicación psicológica (que, por ejemplo, Jacques hubiera querido castigarme o vengarse por alguna falta que yo hubiera cometido), todo respondía a una mecánica trascendente. Mi estupor sólo podía compararse con el sentimiento que yo albergaba de niña cuando me hablaban de los mandamientos impuestos a los hombres por los dioses antiguos, sin que sus motivaciones les fueran explicadas. Había convertido a Jacques en un mito.
Exhumé las cartas recibidas al principio de nuestra relación y leídas precipitadamente en la época; esta vez subrayaba fragmentos con un trazo de bolígrafo rojo. ¿Cómo hacer que coincidieran un hombre cuyo amor refutaba «la lógica de la pareja» y consideraba «imposible emprender el ciclo de pequeñas cobardías y transacciones» con el hombre que había organizado su tiempo sin que yo me diera cuenta de que lo llenaba de sucesos a mis espaldas? ¿Que, por haber compartido su uso con otras, había convertido nuestros domicilios en lugares que ahora me parecían más suyos que míos; al que los paseos que habíamos descubierto juntos y que recorríamos de nuevo le recordaban ahora placeres en los que yo no había participado y que su memoria aproximativa mezclaba quizá con los que habíamos disfrutado juntos? ¿Que había puesto como pretexto a quien había escrito: «Las mentiras no son siempre de índole sexual. La ética no sólo se aplica a lo sexual. No nos mintamos, no nos ocultemos nada, una realidad depravada descubre siempre las cosas y terminan en desastre», cuando había tenido que ausentarse por un motivo que yo desconocía? Sola, no lograba ensamblar al uno con el otro. No cuestionaba el contenido de las cartas cuya plena comprensión, cuando las recibí, yo había dejado para más adelante, y que seguían enunciando verdades sobrenaturales para las que yo no estaba siempre madura. Y mi confianza en Jacques estaba al mismo tiempo demasiado arraigada como para poder sospechar que era un cínico cuando las había escrito o, más tarde, tacharle de inconsecuente o pérfido. Así pues, yo mantenía una espera tan absurda como sincera de que aplicase al relato de sus relaciones con sus amigas la misma lógica de los razonamientos que entonces me había expuesto. Yo suscitaba explicaciones interminables. Hablábamos cara a cara durante la cena, en sesiones que podían durar horas, acostados juntos en medio de la noche, por teléfono cuando Jacques estaba en la casa del Midi y yo en la de París, a veces a propósito de una carta que uno le había escrito al otro. Algunas veces dialogábamos en calma, pero la mayoría, y porque necesitaba absolutamente recobrar toda su persona, yo reaccionaba como una brújula enloquecida. Comenzaba sacudiendo la cabeza de un lado para otro, o agitaba las manos y después todo el cuerpo, y brotaban esos sollozos que lo vacían. Lo llamábamos ...

Índice

  1. Portada
  2. RESUMEN
  3. SUEÑOS DESPIERTOS
  4. EL SOBRE ESCONDIDO
  5. SARAJEVO, CLUJ, TIMISOARA
  6. C. DESAPARECIDA
  7. PULSIÓN
  8. LA HABITACIÓN AZUL
  9. EN EL MARCO DE LA PUERTA
  10. EN LA PLAYA
  11. Créditos
  12. Notas