INTRODUCCIÓN: UN APARTAMENTO EN URANO
Con los años, he aprendido a considerar los sueños, váyase a saber si por consuelo o por sabiduría, como parte integrante de la vida. Hay sueños que, por su intensidad sensorial, unas veces por su realismo y otras, precisamente, por su falta de realismo, merecen pertenecer a una biografía con el mismo derecho que el más notorio de los hechos acaecidos durante eso a lo que comúnmente se reduce lo que se entiende por experiencias realmente vividas, es decir, las que acontecen durante la vigilia. Al fin y al cabo, la vida empieza y termina en la inconsciencia, de modo que las acciones que llevamos a cabo en plena consciencia no son sino islotes en un archipiélago de sueños. Sería tan absurdo reducir la vida a la vigilia como considerar que la realidad está hecha de bloques lisos y perceptibles en lugar de ser un enjambre cambiante de partículas de energía y materia vibrátil, por el mero hecho de que no somos capaces de observarlas a simple vista. Por ello, ninguna vida puede ser narrada o evaluada por completo en su felicidad o en su insensatez sin tener en cuenta las experiencias oníricas. Lo que aquí funciona es la máxima de Calderón de la Barca, pero invertida: no se trata de que la vida sea sueño, sino de que los sueños también son vida. Tan extraño resulta pensar, como los egipcios, que los sueños son canales cósmicos por los que pasan las almas de los antepasados para comunicarse con nosotros como decir, como pretende la neurociencia, que los sueños están hechos de un corta y pega de elementos vividos por el cerebro durante la vigilia que vuelven en la fase REM del sueño, mientras nuestros ojos se mueven bajo los párpados como si mirasen. Cerrados y dormidos, los ojos ven. De ahí que sea más adecuado decir que el psiquismo humano no cesa de crear y procesar la realidad, a veces en sueños y a veces despierto.
Mientras que en los últimos meses mi vida diurna y despierta ha estado, por decirlo con la eufemística expresión catalana, «bien si no entramos en detalles», mi vida onírica se ha desplegado con la potencia de una novela de Ursula K. Le Guin. En uno de mis últimos sueños, hablaba con la artista Dominique Gonzalez-Foerster de mis problemas, después de años de una existencia nómada, para decidir en qué lugar del mundo vivir. Los dos mirábamos los planetas girando suavemente en sus órbitas como si fuéramos dos niños gigantes y el sistema solar fuera un móvil de Calder. Yo le explicaba que, por el momento, y para evitar el duelo que suponía la decisión, tenía alquilado un apartamento en cada planeta, y que pasaba algo más de un mes en cada uno, pero que esta situación parecía, económica y vitalmente, insostenible. Seguramente por ser la autora del proyecto Exotourisme, Dominique aparece en el sueño como una experta en cuestiones inmobiliarias en el universo extraterrestre. «Yo tendría un apartamento en Marte e incluso guardaría un pied-à-terre en Saturno», decía Dominique haciendo gala de gran pragmatismo, «pero dejaría el apartamento de Urano. Está demasiado lejos.»
No tengo un conocimiento informado de la astronomía y desconozco la posición y la distancia de los distintos planetas del sistema solar cuando estoy despierto. Pero compruebo con sorpresa, al consultar la entrada de la página de Wikipedia sobre Urano, que, en efecto, se trata de uno de los planetas más alejados de la Tierra. Solo Neptuno, Plutón y los planetas enanos Haumea, Makemake y Eris están más lejos. Leo también que Urano fue el primer planeta descubierto con ayuda de un telescopio apenas ocho años antes de la Revolución francesa. Utilizando una lente construida por él mismo, el astrónomo y músico William Herschel lo observó desde el jardín de su casa en el número 19 de la calle New King en la ciudad de Bath, un 13 de marzo de cielo despejado, brillando con luz amarilla y desplazándose lentamente. Sin saber todavía si se trataba de un astro enorme o de un cometa sin cola, Herschel lo nombró Georgium Sidus, «el planeta de Jorge», para consolar al rey, dicen, de la pérdida de las colonias británicas en América: Inglaterra había perdido un continente, pero había ganado un planeta. Gracias a Urano, Herschel pudo vivir de una generosa pensión real de doscientas libras de renta anual. Por culpa de Urano, tuvo que alejarse de la ciudad de Bath y de la música, donde era director de orquesta, y trasladarse a Windsor para que el rey pudiera tener la certeza de su nueva y lejana conquista colonial mirándola a través del telescopio. Por culpa de Urano, dicen, Herschel enloqueció y dedicó el resto de su vida a construir el telescopio más grande del siglo XVIII al que los ingleses denominaban popularmente el Monstruo. Por culpa de Urano, dicen, Herschel nunca más volvió a tocar el oboe. Murió con ochenta y cuatro años: exactamente los que tarda Urano en girar alrededor del Sol. Dicen que el tubo de su telescopio era de tal diámetro que la familia lo utilizó como refectorio para celebrar su entierro.
Con lentes más potentes que las del Monstruo, los físicos contemporáneos definen a Urano como un «gigante helado» y gaseoso compuesto de hielo, metano y amoniaco. Se trata del planeta más frío del sistema solar, con vientos que pueden sobrepasar los novecientos kilómetros por hora. En fin, no se puede decir que las condiciones de habitabilidad sean idóneas. Seguramente Dominique tenía razón: tendré que dejar el apartamento de Urano.
Pero el sueño de Urano funciona en mi cerebro como un virus. Después de esa noche, durante la vigilia, aumenta en mí la sensación no solo de tener un apartamento en Urano, sino también de que es en Urano donde quiero vivir.
Para los griegos, como para mí en el sueño, Urano era el techo sólido del mundo, el límite de la bóveda celeste. Por ello, en muchas de las invocaciones rituales griegas, Urano es pensado como el hogar de los dioses, por decirlo siguiendo la semántica del sueño, el lugar, lejano y etéreo, donde los dioses tenían sus apartamentos. En la mitología, Urano es el hijo que Gea, la Tierra, tuvo sola, sin inseminación ni apareamiento. La mitología griega es al mismo tiempo una suerte de relato de ciencia ficción retro que anticipa en modalidad do it yourself las tecnologías de reproducción y transformación del cuerpo que irán apareciendo a lo largo de los siglos XX y XXI y una telenovela cutre en la que los personajes se libran a una inimaginable cantidad de relaciones fuera de la ley. Así, se dice que Gea acabó casándose con su hijo Urano, un titán al que a menudo se representa en medio de una nube de estrellas, como si fuera un Tom de Finlandia bailando con otros tipos musculosos en una discoteca techno del Olimpo. De las incestuosas y poco heterosexuales nupcias del cielo y de la tierra nació la primera generación de titanes, entre los que estaban Océano (el Agua), Cronos (el Tiempo), o Mnemósine (la Memoria). Urano es al mismo tiempo el hijo de la Tierra y el padre de todo lo demás. No queda claro cuál era el problema de Urano, pero lo cierto es que no era buen padre: o retenía a sus hijos en el útero de Gea o los arrojaba al Tártaro cuando nacían. Así que Gea convenció a uno de sus hijos para que sometiera a su padre a una última y definitiva operación anticonceptiva. En el Palazzo Vecchio de Florencia puede verse la representación que Giorgio Vasari hizo en el siglo XVI de Cronos castrando con una guadaña a su padre Urano. De los genitales cortados de Urano surgió Afrodita, la diosa del amor..., lo que podría dar a entender que el amor procede por desconexión de los genitales del cuerpo, por desplazamiento y externalización de la fuerza genital.
Es esta forma de concepción no heterosexual que aparece citada en el Banquete de Platón la que inspirará a Karl Henrich Ulrichs para acuñar el término «uranista» en 1864, con el que se refiere a lo que él mismo denomina entonces los amores del «tercer sexo». Para explicar cómo puede haber hombres que se sienten atraídos por otros hombres, Ulrichs, siguiendo a Platón, corta la subjetividad en dos, separa el alma y el cuerpo, e inventa una combinatoria de almas y cuerpos que le permita reclamar la dignidad de aquellos que aman de otra manera. La segmentación alma y cuerpo reproduce en el orden de la experiencia la epistemología binaria de la diferencia sexual. Solo hay dos opciones, masculino y femenino. Los uranistas no son, dice Ulrichs, ni enfermos ni criminales, sino almas femeninas encerradas en cuerpos masculinos que se sienten atraídas por almas masculinas. No está mal pensado como solución para una forma de amar que en la Inglaterra o la Prusia de la época podía conducirte a la horca y que hoy sigue siendo ilegal en setenta y cuatro países y causa de pena de muerte en trece países, entre ellos Nigeria, Yemen, Sudán, Irán o Arabia Saudita, y motivo habitual de violencia familiar, social y policial en la mayoría de las democracias occidentales.
Ulrichs no hace esta afirmación como científico, sino en primera persona. No dice «hay uranistas», sino «yo soy uranista» y lo afirma, en latín, el 28 de agosto de 1867, después de haber sido condenado a prisión y de que sus libros hayan sido prohibidos, frente a un congreso de quinientos juristas, frente a los miembros del Parlamento alemán y a un príncipe bávaro: un público ideal para esa suerte de confesiones. Hasta entonces Ulrichs se había ocultado tras el seudónimo Numa Numantius. Pero ese día habla en su propio nombre, se atreve a ensuciar definitivamente el apellido de su padre. En su diario, Ulrichs confiesa estar aterrado, haber pensado, pocos instantes antes de salir al escenario de la Gran Sala del Teatro del Odeón en Múnich, en escapar y en no volver nunca. Pero recuerda entonces las palabras del activista suizo Heinrich Hössli, que unos años antes había defendido la homosexualidad (aunque sin hablar de sí mismo):
Ante mí se presentan dos senderos: escribir este libro y exponerme a la persecución, o no escribirlo y sentirme lleno de culpa hasta el día de mi entierro. Seguramente me he enfrentado con la tentación de dejar de escribir... Pero ¡ante mis ojos aparecieron las imágenes de los perseguidos y de los ya miserables que todavía no han nacido, y percibí a las madres infelices al lado de las cunas que mecían a sus niños malditos e inocentes! Y luego vi a nuestros jueces con los ojos vendados. Por fin me imaginé a mi sepulturero deslizando la cubierta de mi ataúd sobre mi cara fría. Entonces, antes de esclavizarme a él, me venció el deseo imperioso de levantarme y de defender la verdad oprimida... Y así seguí escribiendo con los ojos resueltamente desviados de los que trabajaban para mi destrucción. No tengo que escoger entre callarme o hablar. Me digo a mí mismo: «¡Hable o quédese juzgado!»
Cuenta Ulrichs en su diario que algunos jueces y parlamentarios sentados en la Gran Sala del Odeón de Múnich gritaban, al escuchar su discurso, como una turba enloquecida: «¡Cierren la sesión! ¡Cierren la sesión!» Pero anota también que una o dos voces se elevaban para decir: «¡Déjenlo seguir hablando!» En medio de un alboroto caótico, el presidente de la sala abandona el teatro, pero algunos parlamentarios se quedan. Escuchan.
Pero ¿qué significa hablar para aquellos a quienes se nos ha negado acceso a la razón y al conocimiento, para aquellos a quienes se nos ha considerado enfermos? ¿Con qué voz podemos hablar? ¿Nos prestarán sus voces el jaguar o el cíborg? Hablar es inventar la lengua del cruce, proyectar la voz en un viaje interestelar: traducir nuestra diferencia al lenguaje de la norma; mientras continuamos, en secreto, haciendo proliferar un bla-bla-bla insólito que la ley no entiende.
Ulrichs fue uno de los primeros ciudadanos europeos que afirmó públicamente que quería tener un apartamento en Urano. El primer enfermo sexual y criminal que tomó la palabra para denunciar las categorías que lo construían como enfermo sexual y como criminal. No dijo «no soy sodomita», sino que defendió el derecho a practicar la sodomía entre hombres apelando a una reorganización de los sistemas de signos, a una modificación de los rituales políticos, que definen el reconocimiento social de un cuerpo como sano o enfermo, como legal o ilegal. En cada palabra del Ulrichs que les habla a los juristas de Múnich desde Urano se oye la violencia que produce la epistemología binaria de Occidente. El universo entero cortado en dos y solamente en dos. En este sistema de conocimiento, todo tiene un derecho y un revés. Somos el humano o el animal. El hombre o la mujer. Lo vivo o lo muerto. Somos el colonizador o el colonizado. El organismo o la máquina. La norma nos ha dividido. Cortado en dos. Y forzado después a elegir una de nuestras partes. Lo que denominamos subjetividad no es sino la cicatriz que deja el corte en la multiplicidad de lo que habríamos podido ser. Sobre esa cicatriz se asienta la propiedad, se funda la familia y se lega la herencia. Sobre esa cicatriz se escribe el nombre y se afirma la identidad sexual.
El 6 de mayo de 1868, Karl Maria Kertbeny, activista y defensor de los derechos de las minorías sexuales, le envía una carta manuscrita a Ulrichs en la que inventa la palabra «homosexual» para referirse a lo que su amigo denominaba «uranistas». Defiende, contra la ley antisodomía que regía en Prusia, que las prácticas sexuales entre personas del mismo sexo eran tan «naturales» como las de esos que él denomina por primera vez también «heterosexuales». Si para Kertbeny homosexualidad y heterosexualidad eran simplemente dos formas naturales de amar, para los representantes de la ley de la medicina de finales del siglo XIX la homosexualidad será recodificada como enfermedad, como desviación y como crimen.
No les estoy hablando de historia. Les hablo de su vida, de la mía, del ahora. Mientras que la noción de «uranismo» se perdió en el archivo de la literatura, las nociones de Kertbeny se convertirán en auténticas técnicas biopolíticas de gestión de la sexualidad y de la reproducción durante el siglo XX, hasta el punto de que todavía la mayoría de ustedes continúan utilizándolas para referirse a su propia identidad como si se tratara de categorías descriptivas. La homosexualidad estará presente como enfermedad sexual hasta 1975 en los manuales psiquiátricos de Occidente y es todavía una noción central no solo en los discursos de psicología clínica, sino también en los lenguajes políticos de las democracias occidentales. Cuando la noción de «homosexualidad» desaparece de los manuales psiquiátricos aparecen las nociones de «intersexualidad» y «transexualidad» como nuevas patologías a las que la medicina, la farmacología y la ley proponen poner remedio. A cada cuerpo que nace en un hospital de Occidente se lo examina y somete a los protocolos de evaluación de normalidad de género inventados en los años cincuenta en Estados Unidos por los doctores John Money, John y Joan Hampson: si el cuerpo del bebé no se adecúa a los criterios visuales de la diferencia sexual será sometido a una batería de operaciones de «reasignación sexual». Del mismo modo, y con algunas excepciones, ni el discurso científico ni la ley reconocen la posibilidad de que un cuerpo pueda inscribirse en la sociedad de los humanos sin aceptar la diferencia sexual. La transexualidad y la intersexualidad se describen como patologías marginales, no como síntomas de la inadecuación de la complejidad de la vida con el régimen políticovisual de la diferencia sexual.
¿Cómo pueden ustedes, cómo podemos nosotros, organizar todo un sistema de visibilidad, de representación y de concesión de soberanía y de reconocimiento político de acuerdo con tales nociones? ¿De verdad creen ustedes que son homosexuales o heterosexuales, intersexuales o transexuales? ¿Les preocupan esas distinciones? ¿Confían en ellas? ¿Reposa sobre ellas el sentido mismo de su identidad como humano? Si sienten un temblor bajo su garganta al oír una de estas palabras, no lo acallen. Es la multiplicidad del cosmos que intenta entrar en su garganta como si fuera el tubo del telescopio de Herschel. Permítanme decirles que la homosexualidad y la heterosexualidad no existen fuera de una taxonomía binaria y jerárquica que busca preservar el dominio del pater familias sobre la reproducción de la vida. La homosexualidad y la heterosexualidad, la intersexualidad y la transexualidad no existen fuera de una epistemología colonial y capitalista que privilegia las prácticas sexuales reproductivas en beneficio de una estrategia de gestión de la población, de la reproducción de la fuerza de trabajo, pero también de la reproducción de la población que consume. Es el capital y no la vida lo que se reproduce. Pero si la homosexualidad y la heterosexualidad, si la intersexualidad y la transexualidad no existen, ¿qué somos?, ¿cómo amamos? Imagínenselo.
Vuelve entonces mi sueño y comprendo que mi condición trans es una nueva forma de uranismo. No soy un hombre. No soy una mujer. No soy heterosexual. No soy homosexual. No soy tampoco bisexual. Soy un disidente del sistema sexo-género. Soy la multiplicidad del cosmos encerrada en un régimen epistemológico y político binario, gritando delante de ustedes. Soy un uranista en los confines del capitalismo tecnocientífico.
Como Ulrichs, no les traigo ninguna noticia de los márgenes, sino un trozo de horizonte. Les traigo noticias de Urano, que no es ni el reino de dios ni la cloaca, sino todo lo contrario. Me fue asignado género femenino en el nacimiento. Se dijo de mí que era lesbiana. Decidí autoadministrarme dosis regulares de testosterona. Nunca pensé que fuera un hombre. Nunca pensé que fuera una mujer. Era muchos. Nunca me consideré transexual. Quise experimentar con la testosterona. Me interesa su viscosidad, la imprevisibilidad de los cambios que provoca, la intensidad de los afectos que estimula cuarenta y ocho horas después de la inyección. Y su capacidad, si las inyecciones son regulares, de deshacer la identidad, de hacer emerger estratos orgánicos del cuerpo que de otro modo habrían permanecido invisibles. Aquí, como en otras cosas, lo esencial son las unidades de medida: la dosis, el ritmo de las tomas, la serie, la cadencia. Yo quería volverme desconocido. No pedí testosterona a las instituciones médicas como terapia hormonal para curar una supuesta «disforia de género». Quise funcionar con la testosterona, producir la intensidad de mi deseo en conexión con ella, multiplicar mis rostros metamorfoseando mi subjetividad, fabricar un cuerpo como se fabrica una máquina revolucionaria. Deshice la máscara de la feminidad que la sociedad había dibujado sobre mi cara hasta que mis documentos de identidad se volvieron ridículos, obsoletos. Y después, sin escapatoria, acepté identificarme como transexual y «enfermo mental» para que el sistema médico-legal pudiera reconocerme como cuerpo vivo humano. He pagado con mi cuerpo el nombre que llevo.
Con la decisión de construir mi subjetividad con la testosterona, como el chamán construye la suya con la planta, asumo la negatividad de mi tiempo, una negatividad que me veo forzado a representar, y contra la cual puedo luchar desde esta encarnación paradójica que es ser un hombre trans en el siglo XXI, un feminista con nombre de varón en el movimiento #NiUnaMenos, un ateo del sistema sexo-género convertido en consumidor de la industria farmacopornográfica. Mi in-existente existencia como hombre trans es al mismo tiempo el clímax del antiguo régimen sexual y el principio de su colapso, el término de una progresión normativa y el comienzo de una proliferación futura.
Vine a hablarles a ustedes y a los muertos, o mejor, a aquellos que viven como si ya estuvieran muertos, pero sobre todo he venido para hablar a los niños malditos e inocentes que nacerán. Los uranistas somos los supervivientes de una tentativa sistemática y política de infanticidio: hemos sobrevivido al intento de matar en nosotros, cuando aún no éramos adultos, ni podíamos defendernos, la multiplicidad radical de la vida y el deseo de cambiar los nombres de todas las cosas. ¿Están ustedes muerto...