El segundo avión
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El segundo avión

11 de Septiembre: 2001-2007

  1. 240 páginas
  2. Spanish
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El segundo avión

11 de Septiembre: 2001-2007

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Martin Amis publicó su primer artículo sobre los atentados del 11 de septiembre de 2001 pocos días después de que tuvieran lugar. Pero ha seguido merodeando alrededor de aquel día en ensayos posteriores, en críticas de libros y de películas, y en dos espléndidos relatos, Los últimos días de Mohamed Atta –que vuela a inmolarse con un vientre lleno de excrementos que no puede expulsar desde hace meses–, y En el Palacio del Fin, donde los dobles del hijo y sucesor de un dictador actúan cada día como si fueran él.

Textos sobre la caída en el horror, aquí recopilados, junto con una crónica de sus viajes en el año 2007 con Tony Blair a Belfast y Washington, a Bagdad y a Basora. Y en el centro, un ensayo más largo, Terror y aburrimiento: la mente dependiente, un despiadado análisis del fundamentalismo islamista, y la confusa –o perpleja– respuesta de Occidente.

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Información

Año
2009
ISBN
9788433943637
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays
TERROR Y ABURRIMIENTO: LA MENTE DEPENDIENTE
Era mediados de octubre de 2001, y la noche estaba cayendo sobre la ciudad fronteriza de Peshawar, Pakistán, cuando mi amigo –reportero y hombre de letras, y animal político– se acercó a un puesto en el mercado y empezó a regatear el precio de unas cuantas camisetas con un rostro parecido al de Osama bin Laden. En el islam suní, está prohibido representar la forma humana, porque podría inducir a la idolatría; pero allí estaba el semblante altanero y escasamente inteligente de Osama, expuesto y a la venta justo ante la entrada de la mezquita. La mezquita, tras los rezos del atardecer, se iba vaciando de creyentes y mi amigo se vio súbita y abrumadoramente rodeado de una hermandad burlona y vocinglera que se abría paso a empellones: los jóvenes varones de Peshawar.
A esa hora del día, sus pares de las grandes conurbaciones de Europa y América podían dedicarse a aliviar sus frustraciones no excesivamente horribles bebiendo montones de alcohol, o devorando copiosas cenas sin restricción dietética alguna, o corriendo del apartamento de un amigo al de otro o al propio, en potentes y costosas máquinas, o ingiriendo aún más alcohol junto a otros estimulantes y relajantes, o brincando sin parar durante horas en algún local de luces estroboscópicas, o (en un número no despreciable de casos) practicando un sexo electrizante con poco menos que desconocidos. Diversiones todas ellas que no estaban al alcance de los jóvenes varones de Peshawar.
Más cerca, justo sobre la frontera, Occidente se hallaba en los prolegómenos de invadir Afganistán, y masacrar a los talibanes –píos tutelados y «creaturas» y hermanos pastunes de Pakistán–, y devastar el macizo de Hindu Kush con su poder y su ira. Más cerca aún, a estos jóvenes varones les seguían silbando los oídos con los gritos de batalla de los enardecidos ulemas, y los ojos volvían a escocerles por el humo espeso de los centenares de miles de hogueras de leña: hogueras encendidas por las multitudes de exiliados y refugiados afganos acampados en las afueras, alrededor de toda la ciudad. Había también, quizá, conciencia de que la República Islámica de Pakistán, a lo largo del mes anterior, había dado un giro diametral a muchos años de política y decidido sacrificar las vidas de los musulmanes –tutelados y «creaturas» y hermanos pastunes– del otro lado de la frontera a cambio de dólares norteamericanos. Así que mi amigo, cuando la multitud le dirigió con ceño fruncido la pregunta, supo que tenía que pensar bien la respuesta.
–¿Por qué quieres esas camisetas? ¿Te gusta Osama?
Casi oigo el tono de lo que yo les habría dicho a modo de respuesta: atiplado, vacilante, totalmente derrotista. En cuanto al fondo, la respuesta habría sido la propia de un ser acomodaticio acorralado, sin que en realidad buscara otra cosa que darme tiempo para adoptar la posición fetal y taparme la cara con las manos. Algo como:
–Bueno, me gusta bastante. Pero creo que se le fue un poco la mano en Nueva York.
No, eso no habría servido. Lo que se necesitaba era osadía y brillantez. El diálogo continuaría:
–¿Te gusta Osama?
–Claro. Es mi hermano.
–¿Es tu hermano?
–Todos los hombres son mis hermanos.
Todos los hombres son mis hermanos. Me habría gustado haber dicho eso entonces, y me gustaría decirlo también ahora: todos los hombres son mis hermanos. Pero no todos los hombres son mis hermanos. ¿Por qué? Porque todas las mujeres son mis hermanas. Y el hermano que niega los derechos de su hermana..., ese hermano no es mi hermano. Es, en todo caso, mi medio hermano, por definición. Osama no es mi hermano.
La religión es un terreno espinoso –no podía no serlo–. En él caminamos sobre cáscaras de huevos. Porque la religión es ella misma una cáscara de huevo. Hoy, en Occidente, no existen buenas excusas para la creencia religiosa –a menos que tengamos por buenas excusas la ignorancia, la reacción y el sentimentalismo–. No es así, por supuesto, en Oriente, donde, hemos de reconocer, casi todo ciudadano viviente en muchos de sus enormes y populosos países se define íntimamente en función de su creencia religiosa. Las excusas, aquí, son muy persuasivas. Nosotros, cómo no, aceptamos que la «fe» –reciente y casi entrañablemente definida como «el anhelo de la aprobación de ciertos seres sobrenaturales»– es una fuerza planetaria histórica y un agente planetario histórico. Todas las religiones –a nadie sorprende– tienen sus terroristas: la cristiana, la judía, la hindú, e incluso la budista. Pero no estamos oyendo nada de esas religiones. Estamos oyendo cosas del islam.
Dejemos clara nuestra postura. Podemos empezar diciendo no sólo que respetamos a Mahoma, sino que ninguna persona seria puede no respetar a Mahoma –una figura histórica única y luminosa–. Sigue siendo una figura titánica, y, para los musulmanes, poseedor de todas las respuestas: un revolucionario, un guerrero y un soberano, un Cristo y un césar, «con un Corán en una mano», como lo imaginó Bagehot, «y una espada en la otra». A juzgar por las continuidades que fue capaz de poner en movimiento, hay razones sobradas para afirmar que Mahoma fue uno de los hombres más extraordinarios que han existido. Y siempre fue un hombre, como él mismo mantuvo, no un dios. Claro que respetamos a Mahoma.7 Pero no respetamos a Mohamed Atta.
Hasta hace muy poco se decía que a lo que nos enfrentamos aquí es a «una guerra civil» dentro del islam. Eso es lo que parece ser: no un choque de civilizaciones o algo parecido, sino una guerra civil que se dirime dentro del islam. Bien, parece que esa guerra civil ha terminado. Y que la ha ganado el islamismo. El perdedor, el islam moderado, da la falsa impresión de estar siempre bien representado en las páginas de opinión de los periódicos y en el debate público; fuera de ahí, además, se muestra lánguido e inaudible. No oímos al islam moderado. Mientras que al islamismo, dada su condición de inspirador y moldeador de acontecimientos mundiales, es prácticamente al único que oímos en todas partes.
Así que, repetimos, respetamos al islam, que nos ha donado incontables beneficios a la humanidad, y que posee una historia fascinante. Pero ¿el islamismo? No, no se nos puede pedir que respetemos la gran ola de un credo que aboga por nuestra aniquilación. Más aún: consideramos el Gran Salto Atrás como un desarrollo trágico en la historia del islam, y ahora en la nuestra. Naturalmente, respetamos el islam. Pero no respetamos el islamismo, lo mismo que respetamos a Mahoma pero no respetamos a Mohamed Atta.
Pronto llegaré a Donald Rumsfeld, el arquitecto y garante del cataclismo de Irak. Pero en primer lugar debo dejar las grandes cosas para volver a las pequeñas –por espacio de un solo párrafo– y hablar de la escritura, y de algo extraño que me sucedió en mi propio escritorio en esta Era de la Normalidad Extinta.
Todos los escritores de narrativa, en uno u otro momento, se verán a sí mismos abandonando una obra en la que estaban trabajando –o «dejándola a un lado», como solemos decir con delicadeza–. La idea original, la «palpitación» (Nabokov) que la desencadenaba, se topa con ciertos «puntos de resistencia» (Updike); y estos puntos de resistencia, en ocasiones, son sencillamente demasiado pertinaces, numerosos e «invasivos». Vas a empezar la página siguiente, y está muerta, como si tu subconsciente, la parte de ti calladamente responsable de tanto trabajo cotidiano, se hubiera visto neutralizada, o desconectada. Norman Mailer dijo que uno de los pocos problemas reales del «arte espectral» es que te obliga a pasar muchos días entre cosas muertas. Recientemente, y por primera vez en mi vida, abandoné no algo muerto sino una novella próspera; y lo hice por razones absolutamente ajenas a la literatura. Soy consciente de que aquello de lo que hablo difícilmente puede considerarse un acontecimiento tectónico, pero para mí fue un episodio existencial. En Occidente, los escritores se han aclimatado a la libertad, a una ilimitada e insaciable libertad. Y descubrí algo. Escribir es libertad; y tan pronto como esa libertad resulta ensombrecida, el escritor no puede continuar. La sombra no era el miedo a unas posibles repercusiones. Era como si, del modo más reacio, estuviera recibiendo una vibración o frecuencia nueva llegada desde el fulgor planetario. La novella era una sátira titulada Lo sabido no sabido.
El secretario de Defensa norteamericano Rumsfeld fue injustamente ridiculizado –piensan algunos– por su taxonomía tipo haiku de la amenaza terrorista:
El mensaje es: hay «cosas sabidas» sabidas. Hay cosas que sabemos que sabemos. Hay «cosas no sabidas» sabidas. Es decir, hay cosas que sabemos que no sabemos. Pero hay también «cosas no sabidas» no sabidas. Hay cosas que no sabemos que no sabemos.
Como su costumbre de hablar en «tercera persona pasiva», esto es «muy rumsfeldiano». Y Rumsfeld puede ser aún más rumsfeldiano. Según Bob Woodward (Plan de ataque), en una reunión de senadores a puerta cerrada de septiembre de 2002 (la idea era vender un cambio de régimen en Irak), Rumsfeld exasperó a todos los presentes con una cascada de rumsfeldianismos, incluida la estrofa siguiente: «Sabemos lo que sabemos, sabemos que hay cosas que no sabemos, y sabemos que hay cosas que sabemos que no sabemos que no sabemos.» De todas formas, las tres categorías resultan bastante útiles como herramientas analíticas. Y ciertamente atraían muy poderosamente al narrador de Lo sabido no sabido –Ayed, un diminuto terrorista islamista lleva a cabo su cometido en Waziristán, la accidentada frontera norteña donde se sigue rumoreando que se esconde Osama bin Laden.
El equipo de Ayed, que ellos llaman «el Prisma», solía consistir en tres partes, que recibían el poco imaginativo nombre de «Parte Uno», «Parte Dos» y «Parte Tres». Pero Ayed y sus colegas son atentos lectores de la prensa occidental, y las partes en cuestión reciben ahora otros nombres: «Lo sabido sabido» (Parte Uno) tiene que ver con la logística diaria: bombas, minas, proyectiles y demás artilugios explosivos. La labor de «Lo no sabido sabido» (Parte Dos) es más peripatética y a largo plazo; se refiere, por ejemplo, al hecho de andar dando vueltas por Corea del Norte con la esperanza de conseguir los legendarios veinticinco kilos de uranio enriquecido, o de ir de fábrica en fábrica de Uzbekistán en busca de mejores tóxicos y gases asfixiantes. En «Lo sabido sabido», los hermanos padecen fuegos y fugas de gas y explosiones casi diarias; los hermanos a cargo de «Lo no sabido sabido» sufren dolores de cabeza y de garganta, y, de forma reveladora, su aliento está lleno de aroma de pastillas para la tos, ya que se mueven entre tanques de ácidos y tinas de pesticidas. Todo el mundo quiere trabajar donde trabaja Ayed, en la Parte Tres, o «Lo no sabido no sabido». La Parte Tres se dedica a los grandes avances conceptuales, a cambios en el paradigma.
Cambios en el paradigma como el ataque del 11 de Septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas. Los cambios en el paradigma abren una ventana; y, después de abierta, la ventana se cerrará. Ayed observa que el 11 de Septiembre se hizo instantáneamente irrepetible; sin duda la táctica era ya obsoleta a las diez de la mañana del mismo día 11. Su eficacia duró los setenta y un minutos: desde las 8.46, en que el vuelo número 11 de American Airlines se incrustó en la Torre Norte, hasta las 9.57, y el comienzo del motín en el vuelo 93 de United Airlines. En el vuelo 93 de United Airlines los pasajeros se enteraron de la nueva realidad a través de sus teléfonos móviles, y ya no durarían mucho en el viejo paradigma: el asedio de cuatro días en la pista de aterrizaje ecuatorial, la mengua de provisiones de comida y agua, las letrinas pestíferas, las condiciones y exigencias, la gradual liberación de los niños y las mujeres; y finalmente la rendición, o los comandos trepando por... No, ellos sabían que no iban a bordo de un avión comercial: ya no; iban en un misil. Así que se sublevaron. Y a las 10.03 el avión de United Airlines que efectuaba el vuelo 93 se estrelló de morro, sobre el lomo, a más de 900 kilómetros por hora, en una zona rural de Shanksville, Pennsylvania, a veinte minutos del Capitolio.
Me pareció tranquilizadoramente difícil idear cambios de paradigma. Y a Ayed y a sus amigos de la Parte Tres también se lo parece. La sinergia, la maximización: éstos son los tipos de conceptos que se manejan en «Lo no sabido no sabido». Un camarada propone dinamitar la falla de San Andrés; otro sugiere la introducción a gran escala del virus de la rabia (mezclado con la viruela, con metanfetamina y esteroides) en la fauna de Central Park. Se hace un silencio pensativo. Y muy a menudo estos silencios duran días y días. Lo único que se oye en «Lo no sabido no sabido» es ese ocasional manotazo que mata un insecto, o el crujido de un escarabajo aplastado bajo un bota. Ayed se siente –o solía sentirse– superior a sus colegas, porque él ya ha disfrutado de su «momento eureka». Fue en la primavera de 2001, y su proyecto –su «criatura», si se quiere– se puso en marcha en el verano de aquel año, y aún sigue su curso. Tiene un nombre en clave: UU: VCs/G,C.
El gran avance conceptual de Ayed no cayó nada bien en la Parte Tres, como se llamaba entonces; de hecho, se rieron de él a mandíbula batiente. Pero Ayed, a través de una relación familiar, consiguió una entrevista con el mulá Omar, el clérigo islamista tuerto que gobernó brevemente Afganistán, una figura imponente, con su dishdash y sus sandalias. Ayed le expuso el motivo de su visita, y cuál no sería su asombro cuando vio que el mulá Omar sonreía ante su plan. Su anuencia constituía una condición sine qua non, pues el cambio de paradigma de Ayed sólo podía llevarse a cabo movilizando todos los recursos de un Estado nación. UU: VCs/G,C siguió, pues, adelante. La idea era, como diría Ayed, engañosamente sencilla. La idea era rastrear todas las cárceles y manicomios del país a fin de reclutar a cuanto violador compulsivo pudieran encontrar en ellos. Y luego soltarlos a todos en Greeley, Colorado.
Cuando empieza la novella, los VC llevan ya en ruta hacia G,C casi cinco años; han cruzado el África central en minibuses y a pie, y han padecido muchos reveses sangrientos (hordas de unos treinta mil yanyauid, en Sudán; una milicia de «niños soldados» armados con machetes, en el Congo). Y, además, por si no tuviera bastantes cosas de las que preocuparse, Ayed no se lleva demasiado bien con sus esposas.
Aquellos que conocen el lugar se habrán quedado impávidos ante la elección de Greeley, Colorado. Porque fue en Greeley, Colorado, en 1949, donde el islamismo, como hoy lo conocemos, se moldeó de forma decisiva. La historia es grotesca e increíble, como lo son asimismo sus consecuencias. Y luego digámonos a nosotros mismos lo grotesca e increíble que es nuestra realidad presente, tan impredecible, tan absolutamente incognoscible, incluso desde el punto de vista privilegiado de la pasada década de 1990. A finales de esa década, recordémoslo, Norteamérica disponía de tanto tiempo libre, política y culturalmente, que se permitía dedicar todo un año a Monica Lewinsky. Hasta Monica –se nos antoja ahora– y Bill Clinton vivían en un tiempo de inocencia.
Desde entonces el mundo ha padecido un total derrumbe moral –el equivalente espiritual, aunque en profundidad y alcance planetarios, ...

Índice

  1. PORTADA
  2. NOTA DEL AUTOR
  3. EL SEGUNDO AVIÓN
  4. LA VOZ DE LA MUCHEDUMBRE SOLITARIA
  5. LA GUERRA EQUIVOCADA
  6. «EN EL PALACIO DEL FIN»
  7. TERROR Y ABURRIMIENTO: LA MENTE DEPENDIENTE
  8. «LOS ÚLTIMOS DÍAS DE MOHAMED ATTA»
  9. IRÁN Y EL SEÑOR DEL TIEMPO
  10. LO QUE QUEDARÁ DE NOSOTROS
  11. TEORÍAS DE LA CONSPIRACIÓN, Y «TAKFIR»
  12. BUSH EN LA TIERRA DEL «SÍ, SEÑOR»
  13. DEMOGRAFÍA
  14. DE VIAJE CON TONY BLAIR
  15. EL VIAJE DE UN ISLAMISTA
  16. EL 11 DE SEPTIEMBRE
  17. CRÉDITOS
  18. NOTAS