Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

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Narrativas hispánicas

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Una ambiciosa novela sobre el pasado y el presente, sobre el mito y la historia, con el legendario apache Gerónimo como uno de sus protagonistas.

La novela arranca con la vindicación de la escritura y la construcción de un paisaje. Ese paisaje es fronterizo –entre México y Estados Unidos–, y en él irán apareciendo personajes, del pasado y del presente. Asoman misioneros, colonos y también los otros, los indios de las tribus ya civilizadas o aún salvajes. Asoma una mujer que huye por el desierto, y un militar que persigue por ese desierto a unos indios que han robado ganado. Y también el mito de Gerónimo, el apache rebelde, y un escritor que recorre esos parajes en busca de las huellas de la historia... Y esos y otros personajes que se van sumando acabarán confluyendo en esta narración total y mestiza, suma de western, relato histórico, épica, leyenda y metaliteratura. El resultado: una obra de enorme ambición y de una perfección rara, deslumbrante.

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Información

Año
2018
ISBN
9788433939838
Categoría
Literatura

Libro I

Janos, 1836

Al principio las cosas aparecen. La escritura es un gesto desafiante al que ya nos acostumbramos: donde no había nada, alguien pone algo y los demás lo vemos. Por ejemplo la pradera: un territorio interminable de pastos altos. No hay árboles: los mata el viento, la molicie del verano, las nieves turbulentas del invierno. En el centro del llano, hay que poner a unos misioneros españoles y un templo, luego unos colonos, un pueblo de cuatro calles. Alguien pensó que ese pueblo era algo y le puso un nombre: Janos. Tal vez porque tenía dos caras. Una miraba al imperio español desde uno de sus bordes, el lugar donde empezaba a borrarse. La otra miraba al desierto y sus órganos: Apachería.
En algún momento el sitio resultó estratégico: tenía pozos artesianos. Mandaron unos soldados, construyeron un presidio para amedrentar a los habitantes originales del terreno y darles una sensación de seguridad productiva a los colonos que ya habían dejado de ser españoles y ahora eran criollos, negros, keraleses, lombardos, chinos, irlandeses. Llegaban pocas migrantes, así que se casaban con indias, sus hijos ya eran otra cosa: chihuahuenses, mexicanos, sabrá Dios. Luego otro sintió que debería medrar con el trabajo de los ganaderos, los comerciantes, el panadero y la maestra y puso una alcaldía que aunque estaba en el centro parecía que había quedado afuera solo porque Janos era tan chico que no tenía periferia. O sí tenía periferia, pero ni contaba ni se recuerda: eran pueblos de indios, se les llamaba goteras, a veces rancherías.
En la zona estaban habitadas por grupos pacíficos de janeros, conchos, ópatas esporádicos de la sierra. Se les llamaba indios de razón porque dejaron de ser nómadas y se integraron al ciclo productivo europeo. Más allá de las casas de los criollos y mestizos de los pueblos de Chihuahua, Sonora, Nuevo México, más allá todavía de las goteras que nutrían y se nutrían de esas villas, estaban los indios de guerra: sobre todo apaches, rarámuris y yaquis –enemigos acérrimos entre sí–, cuyos conflictos intestinos habían permitido el relativo desarrollo de las colonias. Habían sido ellos quienes habían expulsado de la zona a los comanches, brutales señores inmemoriales del desierto, ahora concentrados más allá del Paso del Norte.
Janos todavía existe, con su templo y su alcaldía, pero sin goteras. Esa guerra, la guerra contra todos los apaches, sí la ganamos, aunque preferimos no recordarla porque nos da vergüenza. Janos está hoy en Chihuahua, México.
Esta historia empieza en las praderas que agobian al pueblo. Un lugar al que llega tan poca gente que todavía hay bisontes americanos. Hay que poner las montañas azules en la distancia remota, los muros de piedras sin cemento separando ranchos de vacas que cada tantos años se mueren de sed porque hubo sequía. Hay que poner las serpientes de cascabel, las cabras cimarronas, los coyameles, las codornices, los escorpiones amarillos del tamaño de una mano de niño, los coyotes, todos cobijados por el chaparral de juníperos y acacias, las yucas despuntando de vez en cuando, desgreñadas. En ese valle tan recio, de pronto una vereda y la espalda de una mujer que corre, una mujer de hierro, vestida de punta en negro. Mira hacia atrás.
Sin dejar de correr, Camila se abre el peto del vestido negro, se saca los brazos de las mangas, se arranca el listón y deja que el traje de una pieza se le resbale mientras avanza a trancos de yegua. Se tropieza, pero no se cae, sigue corriendo. Se siente bajo el fondo el corpiño de algodón que por fortuna no almidonaba. Lo desata trajinándose la espalda sin bajar el paso. Se descorre los tirantes del fondo y se saca el corsé por la cabeza sin quedar desnuda, lo deja pendiente de un arbusto, se acomoda de nuevo los listones sobre los hombros. Sigue corriendo. Debajo solo tiene unas enaguas pardas, que se disuelven mejor en el color quemado de la vegetación, tan tiesa en el otoño. Corre. Pierde un tiempo valioso cuando se acuclilla para quitarse los botines, pero con las piernas liberadas y los pies descalzos puede ir más rápido. Las enaguas se le pegan a las nalgas: se hizo pipí de miedo. Corre otra vez, la quijada tensa, el cuello tenso, los hombros una tabla. Piensa que vestida solo en fondos se puede ocultar mejor entre las matas si se hace bolita y se queda quieta. Pero todavía puede correr un poco más, escapar, salvarse, como había hecho tantas veces.
El teniente coronel José María Zuloaga era un hombre del monte, así que le encantó recibir las órdenes que lo ponían a recorrer sin reparo ni límite de tiempo los peladeros que adoraba. Nada más recibir la carta que le llegaba desde la capital del estado se puso su chaqueta con flecos de huellero comanche, su cinturón con dos pistolas y cartucheras, su fedora de alas curvas y cerró su comandancia polvosa, solitaria y en realidad inútil para hacerse a recolectar irregulares con ganas de salir en una expedición serrana.
Ir en la persecución de un grupo de apaches era idéntico a salir de caza: una oportunidad para enloquecer por los llanos con los amigos, barnizada de alta responsabilidad civil en defensa de la joven patria. Ya estaba por montarse en su caballo, un alazán presumido y resistente como él, cuando volvió a la oficina, dobló la carta y se la metió en la bolsa del pecho de la camisa de franela gris para mostrársela a su mujer, como prueba de que se iba por órdenes superiores.
Se quitó la sonrisa de gloria que traía puesta y fue ensayando caras de congoja para quebrar las noticias: como todas las chihuahuenses, su esposa tenía un carácter de la chingada. En la única fotografía en que aparecen juntos, está claro que ambos eran guapos y fieros, él con el pelo incontrolable de los que la pasan bien en cualquier circunstancia, sentado unos centímetros detrás de ella, que aparece de pie: mantilla oscura, traje negro, severo, guantes impecables y una cara de impaciente que no podía con ella.
Los hombres que Zuloaga solía juntar en sus expediciones eran como él, no soldados de casaca y kepí como los que se habían ido a defender la alta California de una rumorada invasión del Zar de todas las Rusias, sino rancheros con pantalones gruesos de algodón, sombrero alado, botas terminadas en punta –esquineras, las llamaban: el filo una herramienta fundamental en el manejo del lazo–. Todos eran dueños de sus fusiles, sus balas y sus caballos. Se enlistaban a cambio de un salario nominal que sabían que nunca les iba a llegar. Sus expediciones para punir apaches solían ser largas, casi siempre estupendas. Seguir esas huellas era ingresar a territorios escarpados con poco peligro: salvo en los casos excepcionales en que los indios se descuidaban, las fuerzas irregulares nunca los podían encontrar. A veces tenían una escaramuza, baleaban a una mujer, un niño, rescataban a algún cautivo que los apaches dejaban atrás para distraerlos. Cuando regresaban a los pueblos los periódicos los llamaban, en lugar de «irregulares» o «rurales» –como se decía en el centro del país–, «nacionales», un epíteto que les llenaba la boca.
Zuloaga tuvo el mejor expediente de su generación combatiendo contra los apaches tal vez solo porque su interés de cazador lo distanciaba del tópico tan vulgar de la justicia: no entendía su oficio como el de un vengador de la entelequia rapaz que es el Estado, sino como un juego.
Salió de Buenaventura al despunte del día siguiente, sin rurales: en el pueblo ya todas las esposas estaban hartas de sus expediciones, tan onerosas para las familias locales porque implicaban que los hombres dejaran sus ranchos por periodos que se podían prolongar durante semanas, además de que había que mandarlos con insumos, siempre escasos en la región. Salió, entonces, acompañado solamente por su padre, militar retirado, que se le unió más bien porque le daba tristeza verlo irse sin compañía rumbo a Casas Grandes. El viejo le dijo, para no herir su vanidad de huellero con un puesto más bien imaginario en el ejército de la flamante República Mexicana, que lo acompañaba por un par de días y así podía pasar a La Tinaja a ver a los parientes que se habían quedado ahí y que tenían el encanto de ya ser medio indios de tanto comerciar con los janeros.
El teniente coronel José María Zuloaga había leído en el despacho que le llegó de la ciudad de Chihuahua que el asalto había sucedido varios meses antes y entendía que la persecución era, en realidad, inútil: para cuando encontrara a los perpetradores del robo esas vacas ya iban a estar, literalmente, hechas mierda –cortadas, cocinadas, comidas y trituradas por los estómagos imposibles de satisfacer de los apaches–. ¿Pus que no hay presidio en Janos?, preguntó su padre mientras se ponía su chaqueta negra de dragón del ejército imperial. Aunque la prenda tenía faldón plisado, botonadura dorada y cordones en el peto, estaba ya tan descolorida que parecía nomás un abrigo de señorito venido a menos. Ha de estar vacío, como el de aquí, respondió su hijo. ¿Y los nacionales de allá? Zuloaga se alzó de hombros, considerando que el tema no daba para gastar saliva. Como el recorrido era de poco más de veinticinco millas, se detuvieron al mediodía en un médano sombreado del río Santa María a cazar torcazas y cocinarlas. A los caballos no les gustaba avanzar bajo el sol de esa hora aunque estuviera comenzando el invierno e hiciera frío.
Llegaron a Casas Grandes poco antes de que oscureciera, cargando los restos de tres berrendos jóvenes que se les cruzaron por la tarde. La idea era hacerlos barbacoa al día siguiente. Compramos mezcal y ofrecemos tacos, dijo el viejo mientras los ataban a los caballos,. Con eso ya enlistaste a diez tarados y yo me voy sin culpa a La Tinaja.
Vista así, desde el siglo XXI y corriendo ligera de ropa por el llano como una endemoniada, Camila, viuda de Ezguerra, es una mujer atlética y dueña de su cuerpo, aunque para los hombres de su tiempo era solo enjuta.
Había tenido una infancia más o menos triste, pero no solitaria, en el rancho de sus tíos, en el que su rol de prima huérfana y arrimada la había dejado un poco del lado de las goteras, separada con fineza de la familia y más cerca de la servidumbre. Dormía en la casa de los señores y comía en su mesa, pero jugaba con los niños jicarilla y concho de los peones y criadas, de ahí que supiera correr como un guepardo y tuviera un oído fino para las lenguas del chaparral. Siempre fue muscular e independiente, como si en realidad hubiera pasado toda su vida sabiendo que su hora clave se iba a jugar en una carrera desesperada por el llano.
Camila se había casado con Leopoldo Ezguerra cuando ya todos daban por sentado que se iba a quedar a vestir santos. Se habían casado en la parroquia de la Soledad de Janos –un nombre apenas adecuado para ese manchón de casas que era el pueblo en los años treinta del siglo XIX.
No era el más prometedor de los matrimonios: Ezguerra tenía para entonces sesenta y siete años y sus nupcias con Camila eran las terceras. Necesito que alguien me cuide, le había dicho él en las mesas de tablones que se ponían los domingos en el espacio que hubiera sido la plaza central del pueblo si el pueblo hubiera sido lo suficientemente grande para tener un centro diferenciado y que, por su falta, se ponían sobre la avenida en que estaba el templo y que se llamaba Primera aunque no hubiera una Segunda. La cruzaban tres calles que no terminaban en otras avenidas sino en el llano. Ezguerra necesitaba una mujer que llevara el rancho que ya no tenía fuerzas para administrar él mismo en lo que alguno de sus hijos se animaba a volver a Janos para heredarlo.
Nadie supo, hasta que tuvo treinta y cuatro años, que Camila no era flaca sino recia. Nadie nunca mostró curiosidad por su cuerpo ni en el mundo con notarios y doctores de su natal Casas Grandes, ni en el internado del Sagrado Corazón de Tepic en que se hizo mujer entre mujeres, ni en Guadalajara, donde llevó la contabilidad de un colegio de teresianas, ni en Janos, adonde llegó a trabajar de preceptora de una familia pudiente cuando todavía estaba en edad de merecer. Tampoco sucedió en la casona del rancho Ezguerra, donde nunca cogió con su marido aun si la batalla de ambos contra lo diario era tan conmovedora y desgastante como un matrimonio de verdad.
A don Leopoldo le había gustado desde que la notó atareada en su trabajo de institutriz, tratando de meter al orden a los niños insoportables del joven heredero de la botica del pueblo en los tablones de la Primera Avenida. La encontró interesante, pero para notarlo había que ser ya una tortuga: haberlo visto todo, portar caparacho, ir sin prisa, ver ya de lejos la raya que separa la curiosidad de la experiencia. Camila tenía veintiocho, tardísimo para un tiempo en que las mujeres codiciables se solían morir de parto y mal clima durante la adolescencia.
Era una mujer alta, los hombros se le habían hecho vastos nadando en los ojos de agua con los niños de los peones indios –un placer que se seguía dando cuando podía–, y tenía una espalda larga que se abría en unas caderas que desmentían los vigores un tanto viriles de sus piernas y brazos. Tenía las tetas chicas y despiertas, los ojos marrones, la boca pronunciada de los que tuvieron una abuela que se resbaló con un esclavo y vivió para contarlo porque la tómbola de la genética le trajo un niño que podía pasar por andaluz. El cálculo de don Leopoldo era que una mujer de brazos fuertes debía poder con su propio cuerpo en decadencia y el rancho que lo sostenía y le daba sentido.
Tenía razón, a Camila desde chica le habían gustado los sembrados y se le habían complicado los niños ricos, así que la boda le pareció un buen precio a pagar por librarse de los hijos inmamables del boticario. Siempre había hecho lo mismo: desde los años en el internado de las hermanas del Sagrado Corazón de Tepic prefirió repetir el modelo de vida que había llevado en la casa de sus tíos en Chihuahua. Iba a la pizca de las frutas y las legumbres en el huerto del convento con las criadas a la hora en que las otras internas aprendían a hacer brocados y dulces de jamoncillo. Nadie la reclamaba: su tío de Casas Grandes había hecho un depósito sólido cuando la ingresó, pero no volvió a pagar anualidades. Las hermanas pensaban que estaba bien que se ganara el sustento con las sirvientas aunque durmiera con las niñas.
Venía de una estirpe de criollos sin honra que seguían pasando por blancos aunque era claro que lo habían dejado de ser hacía quién sabe cuántas generaciones. Familias que si se habían asentado en los peladeros del norte era porque de verdad no tenían nada más que la sensación de ser dueños del derecho a una mejor vida por las razones equivocadas: no eran indios. El emborronamiento del desierto disolvía las categorías, más rígidas hacia el sur del país nuevo: todos, salvo los pobladores originales del llano, podían ser colonos. A Chihuahua, después de todo, nadie llegaba si no iba perseguido por las deudas o una sentencia.
Camila nunca se gustó ni tuvo nada. Contaba desde chica con la conciencia de que si quería ser competitiva en las lides del cortejo tendría que trabajarse una oportunidad que no le caería del cielo: ganársela como se había ganado el sustento en el internado, con las manos. Eran unas manos largas, óseas, más prietas que el resto de su cuerpo. Les untaba aceite de oliva con hierbas todas las mañanas y todas las noches: podían pelar un jitomate maduro sin cuchillo.
El viejo Ezguerra la adquirió como esposa uno de los últimos domingos en que pudo asistir a los tablones. Se imaginó esas manos untándole pomada en los abscesos que le salían en las piernas y la espalda tras los periodos prolongados de permanencia en cama y encontró la imagen entre edificante y sucia: los años del convento y el colegio teresiano le habían dejado a Camila un aire, también, de monja. Eran unas manos de esposa de Jesús.
Y usaron esas manos curtidas entre las huertas y los hábitos de las monjas jóvenes, que resolvían las demandas de sus cuerpos todavía hirviendo de hormonas auxiliándose unas a otras para evitar pecados mayores. Don Leopoldo nunca tuvo la fuerza que se necesitaba para montar, de entre todas las mujeres, a la vigorosa Camila, pero le pudo sacar algún lustre a esas palmas, que empuñaban cada tanto su sexo relegado desde hacía tantos años a cubrir puras funciones de tubería. Algo hubo, entonces, de placer en ese matrimonio, pero fue excepcional y no correspondido.
Dame la mano, le decía el viejo cuando lo atenazaba el miedo al tránsito definitivo al mundo de los espantos. Tócame la cara, le decía cuando se quería sentir vivo. Fue lo último que le dijo: Tócame la cara. Se lo dijo como con un silbido que ya venía del otro lado la mañana en que se despertó seguro de que su nombre ya no salía en la hoja del calendario del día siguiente. Cuando sintió el tacto fresco de la mujer en la mejilla, él mismo agarró esa mano como para no seguirse resbalando por el agujero que terminaba en la sonrisa de elote de la pelona. Camila no sintió el respingo de la muerte, pero sí le costó quitarse de encima los dedos que se engarrotaron entre los suyos con una fuerza que no tenían cuando estaban vivos.
José María Zuloaga y su padre encontraron Casas Grandes en paz absoluta a pesar de que un poco más al norte se había registrado un ataque apache hacía unos meses. El teniente coronel pensó que tal vez todo estuviera tan tranquilo simplemente porque la gente de Chihuahua prefiere no transpirar. Se lo dijo a su padre, que meneó la cabeza con impaciencia como había hecho siempre cuando le parecía que su hijo había dicho una burrada. Es porque lo que pase en Janos ya no le interesa a nadie, dijo: allá ellos si habían decidido quedarse en un valle al que ya se había tragado la Apachería.
Los recibió el juez de paz de la ciudad, que no les pidió copia de sus órdenes y los autorizó a cocinar dos de los tres berrendos en la plaza de armas. ¿Por qué solo dos?, preguntó don José María. Porque el tercero es para la autoridad, muchachos. El teniente coronel Zuloaga, que hasta ese momento había actuado con gentileza, se levantó de su silla y apoyó las dos manos en el escritorio de su interlocutor, que se echó para atrás en su silla. Su gesto apacible se había transformado en la cara de piedra de quien en realidad era: el comandante militar de una de las zonas más rasposas del país.
Mire, licenciado, le dijo, usted no lo sabe porque es un pendejo, pero la República está en guerra contra medio mundo y los apaches. Acercó su cara a la del juez de paz, que se había puesto verde y se seguía tirando hacia atrás. Estamos en toque de queda y ley marcial todo el tiempo y mientras los presidios sigan vacíos, yo represento al gobierno federal, ¿usted a quién? Era chiste, mi comandante, dijo el jefe político, haciendo la cara a un lado. Zuloaga le dio una cachetada para que la volviera y lo mirara directamente a los ojos. ¿Y cómo nos va a ayudar? No puedo dejar mi cargo para ir a perseguir salvajes, además de que soy abogado y de Guanajuato. Pero puede poner la cerveza para el convivio. Como diga, mi general. Lo soltó. Soy teniente coronel, le dijo.
Zuloaga ya no volvió a su silla y su padre se alzó de la suya. Ambos se tocaron la punta del sombrero a manera de despedida. Ya alcanzaban la puerta de salida de la alcaldía cuando el juez de paz dijo: Hay una familia que los está esperando. El teniente coronel se volvió a mirarlo. No son de dinero, pero tienen buena casa, seguro se pueden quedar ahí y estarían más cómodos que en la comandancia de policía. ¿Hay policía?, preguntó el mayor de los Zuloaga, sorprendido con los progresos que la independencia había traído a la región. Hay comandancia, respondió el jefe político, cuando me llegue el presupuesto, le ponemos policías.
La idea es escribir un libro sobre un país borrado. Un país que funcionó tan bien y mal como funcionan todos los países y que desapareció frente a nuestros ojos como desaparecieron los casetes o la crema de vaca en triángulo de cartón. Donde hoy están Sonora, Chihuahua, Arizona y Nuevo Méx...

Índice

  1. Portada
  2. Libro I. Janos, 1836
  3. Libro II. Álbum
  4. Libro III. Aria
  5. Créditos