Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

  1. 504 páginas
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En octubre de 1940, el apuesto David Sparsholt llega como estudiante a la elitista universidad de Oxford. Él no pertenece a la clase alta, pero trabará amistad con un grupo de jóvenes de posición más elevada que han montado un club literario al que pretenden invitar a reputados escritores como Orwell, Stephen Spender, Rebecca West o el padre de uno de ellos, A. V. Dax. Su hijo, Evert Dax, será uno de los amigos que se sentirán atraídos por el magnetismo de Sparsholt, en una época en que la homosexualidad debía vivirse de un modo clandestino. Mientras Londres sufre el infierno del Blitz y el futuro del país resulta incierto, Oxford es una suerte de limbo donde los jóvenes exploran los placeres de la cultura, la amistad y el deseo, sabedores de que en cualquier momento los pueden llamar a filas.

Pero este es solo el arranque de esta vasta y ambiciosísima novela, que recorre más de medio siglo de vida británica y llega hasta nuestros días a través de tres generaciones, componiendo un deslumbrante fresco histórico. Porque Sparsholt se casará y tendrá un hijo, Johnny, que se convertirá en un prestigioso pintor especializado en retratos, mantendrá una relación amorosa con un joven francés y después tendrá una hija llamada Lucy… Y junto a ellos irá apareciendo un amplio abanico de personajes que reflejan los cambios de actitudes, costumbres, estructuras sociales y moral sexual de una sociedad.

Escrita con una prosa elegante y envolvente, y una perspicaz capacidad de observación de las actitudes humanas y la intimidad de las personas, esta novela vuelve a demostrar el inmenso talento literario de Alan Hollinghurst, uno de los escritores imprescindibles de la actual narrativa británica.

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Información

III. Pequeños óleos

1
–Hola. ¡Eres nuevo!
Johnny sonrió con cautela.
–¿Ah, sí?
–¿Has venido a traernos eso? ¿Qué es?
–Bueno, en realidad es para el señor Dax. –Mostró el paquete, plano, envuelto con papel de embalaje, con una etiqueta pegada: «Evert Dax Esq., Cranley Gardens»–. Es un cuadro.
–Claro, ya me lo imaginaba. –El hombre lo escudriñó con gesto risueño, ladeando su enjuta y angulosa cabeza. Llevaba una pajarita, una americana de terciopelo marrón y unos pantalones de tweed acampanados bastante sorprendentes en un hombre de sesenta años. La mujer que iba con él, más joven, vestía una blusa con volantes rojos bajo un abrigo también rojo, y, con tono desafiante, dijo:
–Bueno, nosotros vamos a coger el ascensor. –Cruzaron el vestíbulo hasta la jaula del ascensor, que ascendía por el hueco de la escalera en un estrecho abrazo–. Yo soy Clover, por cierto.
–Ah, me llamo Johnny –dijo Johnny–, Johnny Sparsholt.
La mujer se volvió un poco y lo miró un momento con más detenimiento.
–Ah, sí. No sé si conoces a mi marido.
–Hola. Freddie Green –dijo el hombre–. Hola. –Sonrió de nuevo y Johnny se preguntó si lo conocía de algo, pues parecía que el otro así lo esperara–. A lo mejor no funciona, cariño.
Clover pulsó un gastado botón del latón; se oyó una sucesión de repiqueteos y chasquidos y, tras una pausa bastante larga, durante la cual los tres miraron hacia arriba, apareció lentamente la curva que dibujaba el cable colgante y, a continuación, la diminuta cabina, una jaula dentro de otra jaula.
–No voy a preguntarte qué es ese cuadro –dijo Freddie al detenerse el ascensor. Abrió la rejilla plegadiza y dejó pasar a Clover, bastante más corpulenta que él.
–Si quiere se lo puedo decir –dijo Johnny, preguntándose si Freddie habría oído hablar del pintor. En realidad, en el ascensor solo cabían dos personas y, si se iba la luz, lo que ocurría casi a diario, quedarían atrapados allí y pondrían a prueba la sinceridad de su reciente amistad durante una hora o más. Freddie, caballeroso, hizo un ademán y Johnny fue a dar un paso, pero en el último momento se echó hacia atrás.
–Ah, no se preocupe, ya subo por la escalera. –Sujetó mejor el cuadro envuelto.
–Podemos apretarnos –dijo Clover.
–Es el segundo piso, ya lo sabes –dijo Freddie antes de meterse, encorvándose, con cómica sumisión.
Mientras Johnny subía la escalera, el ascensor ascendía chirriando a su lado y, cada vez que torcía, veía a Freddie y a Clover desde otro ángulo, apretujados y hablando en voz baja, en un tono a medio camino entre lo público y lo privado. Freddie miró hacia fuera tras hacer ella algún comentario y, al cruzarse su mirada con la de Johnny, le hizo una inclinación de cabeza. Johnny sonrió, bajó la vista y se fijó en la gastada alfombra de la escalera, luego volvió a mirar hacia arriba y vio los cuadros con marcos dorados que ascendían a su lado en la penumbra. No era ninguna carrera, pero Johnny llegó antes al segundo piso y les abrió la rejilla. Se oían voces apagadas no muy lejos.
–El padre de Evert hizo instalar el ascensor –explicó Freddie al salir–. Como solo tenía una pierna...
–Yo no conozco al señor Dax –aclaró Johnny, pese a no saber si el padre todavía vivía y, mucho menos, si todavía vivía allí. Calculaba que Evert Dax ya debía de ser bastante mayor.
–¿Ah, no?
–Solo conozco a su secretario.
–¿Su secretario? –Freddie cerró la puerta y se aseguró de que el cierre encajaba bien en su sitio.
–¿Denis Drury?
Clover soltó una risotada.
–Ah, conoces a Denis –dijo y, tras echar a andar por el pasillo, torció la cabeza y volvió a mirar a Johnny–. Bueno, supongo que podemos llamar a Denis su «secretario». –Esbozó una sonrisa que por una parte parecía acusarlo y por otra le lanzaba una traviesa indirecta.
Dejaron los abrigos en un pequeño dormitorio.
–Solo me puedo quedar un momento –dijo Johnny al verse atrapado para añadir al instante–: Bueno, digo que conozco al señor Drury porque fue él quien me trajo el cuadro para que lo limpiara. –Recordaba el día que había ido a la tienda: su exasperante silencio y sus ojos oscuros que no pestañeaban.
El señor Drury no se encontraba en la habitación donde entraron a continuación, en la que un reducido grupo de gente hablaba en voz baja, como si aquello fuera un funeral: había un grupo de mujeres sentadas en un sofá bajo un gran espejo y unas cuantas personas más de pie junto a la chimenea. El anochecer, por lo visto, los había pillado desprevenidos. Desde una gran ventana orientada al oeste se contemplaban chimeneas y el campanario de una iglesia sobre el último rosa claro del cielo. «Es el deterioro del dinero en general», decía una voz solemne pero aflautada; todos saludaron a Freddie y a Clover y los incluyeron en el grupo de los que estaban de pie. Johnny se quedó apartado, observando con timidez los cuadros que tenía más cerca; ya le habían advertido que la colección era digna de verse. Había un pequeño relieve de Ben Nicholson, de un blanco roto, enmarcado tras un cristal, y otro gran cuadro abstracto con un marco negro muy sencillo, con grandes franjas de pintura blanca, sucia, en las que, si te acercabas y mirabas bien, descubrías grietas y grumos que recordaban a la película que se forma en un cazo de leche hervida. A su lado había un grabado de una vaca azul voladora, con una inscripción a lápiz: «À mon ami Dax – Chagall». Los cuadros parecían conferir prestigio a las personas que se hallaban en aquella estancia y ellas, a su vez, parecían demasiado familiarizadas con ellos para molestarse en mirarlos. En la mesa dispuesta detrás del sofá había una escultura que debía de ser de Barbara Hepworth: una esfera hueca de madera de color caoba, con una abertura pintada de blanco sobre la que se entrecruzaban unos alambres también blancos. Johnny vio la curva de la parte de atrás en el espejo y se vio a sí mismo pasando discretamente y mirándose para calmarse.
–¿Quieres sentarte con nosotras? –le preguntó una de las mujeres que estaban en el sofá.
Johnny la miró y sonrió. Pensó que allí tampoco iba a caber a menos que se apretujaran mucho.
–¿Qué es esto? ¿Una fiesta? –preguntó.
–Bueno, no es exactamente una fiesta. –La mujer sacudió la cabeza, cuadrada y de pelo cano. Johnny se fijó en que nadie estaba bebiendo nada; tal vez se tratase de una especie de reunión: debía de estar a punto de empezar, así que lo mejor que podía hacer era marcharse cuanto antes. Volvió a mirar la ventana; desde donde él estaba, el reflejo de la estancia ya ocultaba, aunque no por completo, la oscura masa de la parte trasera de las casas de enfrente y la lámpara que tenía a su lado se convirtió, durante un minuto, a la luz que se había encendido, en un dormitorio del otro lado de la calle.
–Tú debes de ser un amigo de Denis –dijo otra mujer.
–Sí, claro –dijo la tercera.
–Bueno, no exactamente. –Johnny, que no soltaba su paquete, miró alrededor. Allí solo había gente de mediana y avanzada edad, él era mucho más joven; de pronto se sentía como un niño sometido al escrutinio ligeramente irónico de un trío de tías–. Trabajo para Cyril Hendy, el marchante. –Cuando decía eso, todavía le sonaba a novedad, aunque sabía que no podía hablar en nombre del gran Cyril, quien, por cierto, apenas abría la boca.
–Ah –dijo la primera mujer–, eres de artes plásticas. Creíamos que nos ibas a leer.
–¿Leerles? –se extrañó Johnny soltando una risita.
–Bueno, esta noche va a leer Evert –dijo la segunda mujer antes de mirar a su alrededor–. Ya sabes que está escribiendo un libro sobre su padre.
–Ah, no, no lo sabía –admitió Johnny.
–Pero al menos habrás oído hablar del padre de Evert –dijo la mujer de pelo cano, con una severidad un tanto pícara, como dando a entender que Johnny se sentiría ridículo cuando se enterara de quién era ella.
–Solo tenía una pierna, ¿verdad? –dijo Johnny.
–Hombre, aparte de eso tenía otras cosas –dijo la segunda.
–Ya lo creo –intervino la tercera, que llevaba rato observando embobada a Johnny. Lentamente, compuso una sonrisa–. Permíteme decirte que te envidio tremendamente por tu pelo.
–Ah, gracias... –Johnny intentó no fijarse demasiado en el de ella, fino y teñido de un rojo óxido extraño; volvió a mirar hacia el espejo.
–Pero ¿no te da muchísimo trabajo? –preguntó la segunda mujer con sincera curiosidad; parecía alegrarse de que el tema hubiera salido a colación.
–No nos han dicho cómo te llamas –dijo la primera mujer.
Johnny se presentó y, al menos en una de las caras, vio aquella sospecha pasajera con la que ya estaba familiarizado, así como el tacto con que la controlaban y la posterior curiosidad, mezcla de malicia y compasión. Como si desaprobara todo eso, la tercera mujer dijo:
–Me llamo Iffy, por cierto.
–Perdón, ¿cómo...?
–Iphigenia –explicó la segunda.
–Soy una vieja amiga de Evert. De hace muchos años.
–Sí, os conocéis hace mucho, ¿verdad? –dijo la segunda mujer.
–Pero dime, ¿tú conoces a Freddie Green? –Iffy se inclinó hacia delante, como si fuera a presentarle a alguien.
–No conoce a nadie –dijo una voz de hombre detrás de Johnny; al volver la cabeza vio la cara de Denis Drury en el espejo y notó una mano liviana en la parte baja de su espalda–. Es nuevo, nuevo.
–¡Hola! –lo saludó Johnny y le tendió la mano que tenía libre; Denis se la cogió sin mirar, pero la sujetó y se la estrechó mientras continuaba:
–Espero que hayáis sido amables con él.
–Claro que sí –coincidieron ellas. El secretario de Evert Dax tenía el mismo aspecto que el día que había entrado en la tienda: formal y anticuado, ataviado con traje oscuro de tres piezas y corbata a rayas; hablaba sin mover la cabeza y con la mínima expresión de una sonrisa en sus labios, pequeños y carnosos. Tenía el pelo negro y lacio, muy corto, y unos ojos grandes, oscuros y desafiantes. Su edad, sin embargo, se había convertido en un misterio: en la tienda le había parecido un delegado de clase arrogante, pero más de cerca, bajo la luz tenue de la lámpara, Johnny vio que podía tener cuarenta años. Denis le soltó la mano de cualquier manera, pero la presión en la parte baja de la espalda parecía insinuar algún futuro entendimiento entre ellos. A Johnny le preocupaba lo que pudieran pensar las mujeres.
–Mire, le he traído su cuadro –dijo con firmeza.
–Ya lo veo –dijo Denis, y durante un largo segundo examinó el paquete y los pantalones de pana de Johnny y, por supuesto, su pelo–. Le podemos echar un vistazo más tarde. Me consta que Evert quiere conocerte.
–Es que... –dijo Johnny, y de pronto se apagaron las luces.
Se oyó un suspiro general de fastidio y diversión cansina y Denis, subiendo la voz, dijo «Tranquilos, no pasa nada», dejando caer una mano con la que rozó, acaso sin darse cuenta, el trasero de Johnny al apartarse de él. Alguien encendió un mechero y lo sostuvo en alto por encima de aquel grupo algo alterado. «Ay, queridos, esto parece la guerra», comentó una mujer. «Pero no es ni la mitad de divertido», dijo alguien más. «Bueno, todos somos bastante más viejos», añadió la mujer de pelo cano con seriedad, cuyo comentario hizo reír a los demás. Al cabo de un momento, Iffy dijo: «Pero ¿la guerra fue divertida? Creo que yo me perdí la diversión», y cuando un hombre de voz aguda terció: «Gordon, ¿no puedes hablar con el primer ministro y decirle que haga el favor de solucionar esto?», todos rieron y, desde el pasillo, una voz más grave dijo: «Me temo que para eso ya es demasiado tarde», y luego: «¡Que nadie se asuste!» El haz de una linterna entró oscilando por la puerta: «Lo tenemos todo controlado.» La linterna apuntó un segundo para mostrar la cara de la persona que acababa de hablar: el rostro fantasmal de un hombre de pelo cano con gafas que, sonriente pero absorto, se volvió para alumbrar el camino a la persona que iba detrás de él.
–Ya está aquí Herta... –añadió antes de que una mujer menuda de pelo blanco que llevaba una bandeja entrara detrás de él. En la bandeja había una colección de velas usadas.
–¡Ah, Herta...! –dijeron dos o tres invitados con cautela.
–Tenemos las velas –dijo Herta, concentrada en su tarea y ajena a las formalidades sociales–. Aparten los libros, por favor. –Entró, alumbrada por la linterna, como una figura de un ritual primitivo y la gente se apartó para dejarla pasar. Johnny no entendía por qué el hombre no llevaba aquella pesada bandeja, y Herta, la linterna, pero daba la impresión de que sus respectivos papeles habían quedado fijados de forma inalterable hacía mucho tiempo. Herta dejó la bandeja encima de una mesa y el hombre, que debía de ser Evert Dax, la observó con cierta impaciencia mientras él prendía una cerilla y luego otra y encendía todas las velas. Una vez hecho eso, Dax encendió los dos candelabros que había encima de la repisa de la chimenea, con sus enroscados brazos de plata y sus gotitas de cera roja. Al poco rato, la estancia resplandecía y la luz producía un efecto que a Johnny le pareció hermoso. Parecía un pequeño experimento de historia, como la lámpara de aceite del taller de Cyril o las calles iluminadas solo a medias, y las otras consecuencias, lamentables pero...

Índice

  1. Portada
  2. I. El nuevo
  3. II. La Atalaya
  4. III. Pequeños óleos
  5. IV. Pérdidas
  6. V. Consuelos
  7. Créditos