Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 304 páginas
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Narrativas hispánicas

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Información del libro

La heterogeneidad, la diversidad de estilos, el cambio de registro son rasgos que identifican el carácter personal de los textos seleccionados por Ricardo Piglia para esta antología. Escritos a lo largo de casi cincuenta años, son ficciones, ensayos, intervenciones públicas y relatos autobiográficos, varios de ellos inéditos, que elaboran o registran imaginariamente experiencias vividas. El conjunto dibuja esa forma inicial que constituye lo verdaderamente personal de la literatura y traza un nuevo itinerario para recorrer su obra, que encuentra en esta selección su momento más íntimo y enigmático.

En palabras de Piglia: «Habría una marca, un oscuro rastro autobiográfico cifrado en la obra y –ya que este libro me representa más fielmente que ningún otro que haya publicado– podríamos entonces imaginar a un futuro lector de este volumen que, convertido en un pacífico detective potencial, sería capaz de descubrir no sólo la forma inicial sino también el secreto tramado en el tejido de esta antología personal.»

En resumen, un libro indispensable para cualquier lector de gran literatura y desde luego para todo seguidor de Ricardo Piglia.

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Información

Año
2015
ISBN
9788433935625

IV. La forma inicial

EL SENADOR

1
«Puede llamarme senador», dijo el senador. «O ex senador. Puede llamarme ex senador», dijo el ex senador. «Ocupé el cargo entre 1912 y 1916 y fui elegido por la ley Sáenz Peña y en ese tiempo el cargo era casi vitalicio, de modo que en realidad tendría que llamarme senador», dijo el senador. «Pero vista la situación actual quizás sería preferible, y no sólo preferible sino incluso más ajustado a la verdad de los hechos y al sentido general de la historia argentina, que me llame usted ex senador», dijo el ex senador. «Porque, hablando con propiedad, ¿qué es un senador sino alguien que legisla y hace discursos? Pero ¿cuando no legisla? Cuando no legisla se convierte automáticamente en un ex senador. Ahora bien, si uno mantiene de ese cargo, o mejor, de esa función, la particularidad de hacer discursos, aunque nadie lo oiga y nadie lo contradiga, entonces, en un sentido, uno sigue siendo un senador. Por lo tanto, prefiero que me llame usted senador», dijo el senador.
«No vaya usted a pensar que existe en esto que le digo alguna carga maliciosa o irónica, alguna segunda intención conectada con la moda que en este país se inició en los años veinte, sobre todo con Leopoldo Lugones, con el poeta Leopoldo Lugones. Porque ¿en qué consiste esa moda o particularidad? Consiste en desestimar a quienes hacen discursos, a quienes utilizan el lenguaje. Consiste en construir discursos para negar y rechazar las virtudes de aquellos elegidos para expresar con palabras las verdades de su tiempo. Se dice entonces», dijo el senador, «que se trata solamente de palabras vacías, huecas, y que el único reinado respetable es el de los hechos. Yo estoy de acuerdo, en cierto sentido, siempre que consideremos de qué hechos se trata. Por ejemplo: existen millones de hombres que nunca tienen acceso a la palabra, es decir, que no tienen la posibilidad de expresar públicamente sus ideas en un discurso que sea oído y transcripto taquigráficamente. Por otro lado están los que actúan, ellos están antes que las palabras, porque el discurso de la acción es hablado con el cuerpo. El discurso de la acción», dijo el senador, «es hablado con el cuerpo. Como usted ve: soy un paralítico. Hace casi cincuenta años que estoy sentado en esta silla. Por lo tanto, en mi caso: ¿de quién podría ser yo considerado un representante? ¿De quién que no sea yo mismo? Y sin embargo», dijo, «no era del todo así. Es cierto», dijo, «que si hago discursos es porque estoy solo y me paseo por este cuarto, sobre esta máquina, hablando, porque eso se ha convertido para mí en el único modo posible de pensar. Las palabras son mi única posesión. Y diré más», dijo el senador, «las palabras son mi única actividad. Por lo tanto, en resumen, no debo ser considerado representativo, dado que tengo atrofiadas las otras funciones que podrían ayudarme a sostener con el cuerpo mis palabras.»
«Ahora bien», dijo después, «a Marcelo no me dejaron verlo cuando estuvo preso. Incluso, tengo la sospecha de que él mismo se negó a verme. Me mandó a decir que por el momento no veía razón para que lo tomaran por un mártir. Estudio y pienso y hago gimnasia, me mandó a decir», dijo el senador que le había dicho Marcelo. «Encontré a un piamontés, Cosme, anarquista de la primera hora, que me está enseñando a cocinar la bagna cauda. Por otro lado juego al tute con los muchachos del cuadro: organizamos un campeonato y no me va nada mal. No tengo motivos para tirármelas de mártir, me mandó a decir. Las mujeres escasean mucho, eso sí, pero en compensación hay mucho intercambio intelectual. Se metió de cabeza en la cárcel, se puede decir», dijo el senador. «Yo le dije», dijo, «hay que pasar la tormenta. Así como viene va para largo, le dije. Los conozco bien, le dije, a éstos los conozco bien: vinieron para quedarse. No creas una palabra de lo que dicen. Son cínicos: mienten. Son hijos y nietos y biznietos de asesinos. Están orgullosos de pertenecer a esa estirpe de criminales, y el que les crea una sola palabra, le dije», dijo el senador, «el que les crea una sola palabra está perdido. Pero él ¿qué hizo? Quiso ver las cosas de cerca y enseguida lo agarraron. ¿Qué mejor lugar que mi casa para esconderse?», dijo el senador. «Pero no. Salió a la calle y fue a la cárcel. Ahí se arruinó. Salió desencantado. ¿A usted no le parece que salió desencantado? Yo había llegado a la convicción, en esas noches, mientras el país se venía abajo, de que era preciso aprender a resistir.» Dijo que él no tenía nada de optimista, se trataba, más bien, dijo, de una convicción: era preciso aprender a resistir. «¿Él ha resistido?», dijo el senador. «¿Usted cree que él ha resistido? Yo sí», dijo. «Yo he resistido. Aquí me tiene», dijo, «reducido, casi un cadáver, pero resistiendo. ¿No seré el último? De afuera me llegan noticias, mensajes, pero a veces pienso: ¿no me habré quedado totalmente solo? Aquí no pueden entrar. Primero porque yo apenas duermo y los oiría llegar. Segundo porque he inventado un sistema de vigilancia sobre el cual no puedo entrar en detalles». Recibía, dijo, mensajes, cartas, telegramas. «Recibo mensajes. Cartas cifradas. Algunas son interceptadas. Otras llegan: son amenazas, anónimos. Cartas escritas por Arocena para aterrorizarme. Él, Arocena, es el único que me escribe: para amenazarme, insultarme, reírse de mí; sus cartas cruzan, saltan mi sistema de vigilancia. Las otras, es más difícil. Algunas son interceptadas. Estoy al tanto», dijo. «A pesar de todo estoy al tanto.» Cuando era senador, dijo, también las recibía. «¿Qué es un senador? Alguien que recibe e interpreta los mensajes del pueblo soberano.» No estaba seguro, ahora, de recibirlas o de imaginarlas. «¿Las imagino, las sueño? ¿Esas cartas? No me están dirigidas. No estoy seguro, a veces, de no ser yo mismo quien las dicta. Sin embargo», dijo, «están ahí, sobre ese mueble, ¿las ve? Ese manojo de cartas», ¿las veía yo?, sobre ese mueble. «No las toque», me dijo. «Hay alguien que intercepta esos mensajes que vienen a mí. Un técnico», dijo, «un hombre llamado Arocena. Francisco José Arocena. Lee cartas. Igual que yo. Lee cartas que no le están dirigidas. Trata, como yo, de descifrarlas. Trata», dijo, «como yo de descifrar el mensaje secreto de la historia.»
Después dijo que, desde el fondo de la fatiga que lo abrumaba, no dejaba de clamar a la Patria por esa idea de la cual le habían dicho siempre que no podría concebirla porque, «hablando con propiedad», dijo el senador, «no era una idea que pudiera concebirse individualmente. Ahora bien: yo estoy solo, estoy aislado y sin embargo intento concebirla, intento concebirla y cuando me acerco de qué se trata: es como una línea de continuidad, una especie de voz que viene desde la Colonia y el que la escuche, ése, el que la escuche y la descifre, podrá convertir este caos en un cristal traslúcido. Por otro lado hay algo que he comprendido: eso, digamos: la línea de continuidad, la razón que explica este desorden que tiene más de cien años, ese sentido», dijo el senador, «ese sentido podrá formularse en una sola frase. No en una sola palabra porque no se trata de ninguna cosa mágica, pero sí en una sola frase que, expresada, abriría para todos la verdad de este país. No puedo decirle cuántas palabras tendrá esa frase. No puedo decirlo. No lo sé. Pero sé», dijo el senador, «que se trata de una sola frase. Como si uno dijera: el movimiento infinito, el punto que todo lo excede, el momento de reposo: infinito sin cantidad, indivisible e infinito. No esa frase. Esa frase es sólo un ejemplo para hacerle ver que no se necesitarán muchas palabras. ¿Se da cuenta hasta dónde me he acercado, hasta qué punto sé de qué se trata? Pero no puedo, sin embargo, concebirla, a la idea, no puedo, sin embargo, concebirla, aunque estoy para eso y es por eso que duro, por eso no me extingo y permanezco. Pero tengo un solo temor», dijo el senador. «Un solo temor y es éste.» Que en la sucesiva atrofia que le iban dejando los años, en un momento determinado, pudiera llegar a perder el uso de la palabra. Ése, dijo, era su temor. «Llegar a concebirla», dijo, «y no poder expresarla.»
«¿Qué soy?», dijo después el senador. «¿Qué es lo que usted está viendo al verme a mí? Está usted viendo al sobreviviente inactivo de una vida bastante patriótica, un tullido paralítico de ambas piernas, que está durando. Un jockey me metió un tiro el 25 de mayo de 1931 para vengar una injusticia», dijo el senador. «Ahora sobrevivo y mi sueño está tan cerca de la vigilia que apenas si se puede llamar sueño. ¿No es todo en mí el signo de una brutal realización de la muerte? Y sin embargo», dijo. «Y sin embargo.» Se hamacaba en su silla de ruedas: su cara de buitre iluminada por el brillo sedoso de la droga. «Tengo esa misión, entre otras», dijo. «Esa misión. ¿Ve? Sobre el mueble. ¿Por qué debo ser yo? No necesariamente me están dirigidas. Llegan hasta mí. ¿Las sueño? Nunca he podido distinguir el sueño de la vigilia. Están ahí, sin embargo.» ¿Las veía yo? Que las tomara, dijo. «Ésas son las que he recibido hoy. Déjelas ahora.» Que las dejara. Ya podría leerlas. «Todos podrán leerlas», dijo, en el momento indicado. «Todos los lectores de la historia podrán leerlas en el momento indicado», dijo el senador. «Arocena», dijo después. «Lo veo: encerrado como yo; encerrado entre las palabras, entre las paredes de su oficina, alumbrado perpetuamente por los tubos fluorescentes: leyendo.» ¿Y en cuanto a él? «¿Y en cuanto a mí?» Dijo que el mundo se había convertido para él en un ámbito excesivamente estrecho. «No salgo de aquí. Reduje mis dominios a esta estancia. De vez en cuando miro por esa ventana. ¿Qué veo? Árboles. Veo árboles. ¿Los árboles son la realidad? Marcelo era para mí la compañía que siempre había buscado. Para mí él era el aire que me hacía vivir mientras estuvo. Se pasaba las noches conmigo, revisando papeles y hablando del pasado y del porvenir. Nunca del presente: del pasado y del porvenir. Fue un matrimonio ridículo, por supuesto», dijo el senador. «Probablemente no llegó a durar un mes, como matrimonio quiero decir. Ya ve», dijo, «le estoy contando los secretos de la familia. ¿Y entonces qué pasó? Él, bruscamente, se fue. Bruscamente, sin decirle nada a nadie, sin despedirse de mí. Andaba con otra mujer. ¿Y? Él me decía: don Luciano, su hija me pone melancólico. Esa mujer, me decía, refiriéndose a mi hija Esperancita, esa mujer es toda ella un error incomprensible. Y entonces, bruscamente, se fue», dijo el senador. «Y yo pienso en él», dijo. «Pienso en él. Nunca por ejemplo», dijo, «pienso en mi hija», aunque, dijo, era el ser que más lástima le había dado en la vida. Había pensado por qué no pensaba en ella y dijo: «Tampoco ya, desde hace años, sueño con mi hija. Sueño con unas fogatas que prendían en la orilla, entre los bajos de la laguna. Hacían fogatas sobre las barrancas para que nos orientáramos en el agua, cuando yo era chico, porque si uno nada de noche se extravía», dijo el senador. «Para mí el sueño», dijo, «para mí el sueño ha venido a ocupar el lugar de los recuerdos.» Dijo que ahora sobrevivía sin recuerdos y sin esperar la muerte. «Sin recuerdos», dijo, «porque nada es ya recuerdo para mí. Nada es ya recuerdo para mí: todo es presente, todo está aquí. Y sólo cuando sueño puedo recordar o tener remordimientos.» En cuanto a la espera, dijo, estaba convencido de que era una falacia decir que uno espera la muerte. «Es mentira que uno espere la muerte», dijo. «Es mentira.» Dijo que estaba convencido, que racionalmente eso era lo único que estábamos incapacitados para esperar. «Es una falacia», dijo el senador. «Nadie la espera, nadie la puede esperar. Incluso en mi caso. Sobre todo en mi caso», dijo. «Porque la muerte fluye, prolifera, se desborda a mi alrededor y yo soy un náufrago, aislado en este islote rocoso. ¿A cuántos he visto morir yo?», dijo el senador. «Inmóvil, seco, tratando de conservar mi lucidez y el uso de la palabra mientras la muerte navega a mi alrededor, ¿a cuántos he visto morir yo?» ¿Acaso se había convertido en el que debía dar testimonio de la proliferación incesante de la muerte, de su desborde?, y si era así, «¿cómo puede alguien decir que estoy esperando la muerte?», dijo el senador. «Cómo puede alguien decirlo si en verdad yo soy la muerte; soy su testigo, su memoria, soy su mejor encarnación.» En su mirada un suave fulgor, el senador alzó una mano: «Escuche», dijo y se quedó inmóvil, la cara hacia lo alto, como buscando en el aire. «Escuche», dijo el senador. «¿Ve? Ni un sonido. Nada. Ni un sonido. Todo está quieto, suspendido: en suspenso. La presencia de todos esos muertos me agobia. ¿Ellos me escriben? ¿Los muertos? ¿Soy el que recibe el mensaje de los muertos?»
«Mi padre», dijo después el senador. «Mi padre, por ejemplo, murió en un duelo.» Dos meses antes de que él naciera su padre había muerto en un duelo. «De modo», dijo el senador, «que soy lo que se llama un hijo póstumo. Pero fíjese usted que por una extraña coincidencia también mi padre fue lo que se podría llamar un hijo póstumo. Otro hijo póstumo. Es decir, los dos, mi padre y yo, cada cual a su manera, los dos, hemos sido un desdichado hijo póstumo. En el caso de él», dijo, de su padre, «no porque mi abuelo, Enrique Ossorio, hubiera muerto antes de nacer mi padre, sino porque se había desterrado y mi padre nunca pudo llegar a conocerlo. Y sin embargo fue por defender a ese hombre que no conocía, es decir, a su propio padre, que mi padre aceptó ese duelo, o mejor dicho, lo provocó. Provocó ese duelo para defender el honor de su padre, mi abuelo, al que nunca había visto, y que lo había, en un sentido, abandonado, que lo había concebido en un sótano, sobre un catre, podríamos decir que en las entrañas mismas de la tierra, luego de seducir a su propia prima, que le había dado refugio», dijo el senador. No se debía creer que con eso estaba tratando de desacreditar a nadie. Dijo el senador: «No trato de desacreditar a nadie. En realidad todos los hijos deberían ser abandonados, dejados en el portal de una iglesia, en un zaguán, en una cesta de mimbre. Todos deberíamos ser», dijo el senador, «hijos póstumos o hijos expósitos, porque eso es lo que somos en realidad. Eso es lo que somos. ¿Qué importa el sótano donde fuimos engendrados? Marcelo, por ejemplo», dijo de pronto el senador. «Marcelo, por ejemplo, es mi hijo. Entonces mi padre murió en un duelo. Por defender la memoria de su padre, agraviada por un escriba. Los lazos de sangre son lazos de sangre. Sobre todo lazos. De sangre. La familia es una institución sanguinolenta; una amputación siempre abyecta del espíritu. Marcelo, por ejemplo», dijo el senador, «Marcelo, por ejemplo, es mi hijo.»
«Entonces mi padre murió en un duelo, por defender el honor de su padre», dijo el senador. En el diario de los Varela, en La Tribuna, se había mancillado, dijo, la memoria de Enrique Ossorio diciendo que había sido desde siempre y hasta su muerte un espía al servicio de Rosas, un traidor, un loco y un salvaje. «Se vistió de negro y fue a batirse en una quinta cerca del río. Jamás había manejado una pistola, era mitrista, era pálido, lo habían engendrado en un sótano. Jamás en su vida le había visto la cara al hombre cuya cara sería la última que viera en su vida.» El padre del senador había dejado una nota que decía: «Son las cinco de la mañana. No me he movido en todo el día de mi casa. Todas las noticias que tengo del muy mandria ahijado de los señores que le sirven de padrinos en este lance», citó el senador lo que había escrito su padre, «me confirman en la certeza de que ése es para mí menos que nada, aunque estos caballeros hablen de él como si fuera gente, dejó dicho mi padre», dijo el senador. «M’hijita, le escribió a mi madre, si la desgracia es la que me está aguaitando en el campo de honor, sé que usted sabrá criar con decencia y en el amor a Dios, a la Patria y al general Mitre a ese hijo mío que lleva en las entrañas, o sea yo», dijo el senador. «Una madrugada clara de 1879 murió mi padre.» Una brisa helada llegaba del río, sólo...

Índice

  1. Portada
  2. PRÓLOGO
  3. I. Cuentos morales
  4. II. El laboratorio del escritor
  5. III. Los casos de Croce
  6. IV. La forma inicial
  7. SOBRE ESTA EDICIÓN
  8. Créditos
  9. Notas