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En Ver y maquinar, Pablo Nacach recurre a la sociología de la vida cotidiana para diseccionar la emergencia de una nueva sensibilidad, entendiendo el término «emergencia» en su doble acepción: como acción y efecto de emerger y como accidente o situación de peligro que requiere una acción inmediata. ¿No representa Google una prótesis de memoria externa que, al estilo del Aleph borgiano, vomita bulímicamente una serie infinita de famélicos recuerdos? ¿No son transparencia y cristal un matrimonio de conveniencia que ha dado magníficos resultados en las funciones de control y dominación social? ¿No resulta la Nube el arcón de mayor capacidad e ingravidez de la historia civilizatoria, paradigma de la tendencia simbólica a la desaparición de los objetos técnicos? ¿No apuestan juegos, jugadores y juguetes en una ruleta rusa de la que siempre sale disparada la misma bala perdida, esa que acierta en el corazón del puer ludens que todos llevamos dentro?

Pero quizá la cuestión más urgente que plantea este libro es la que da cuenta de la mutación del capitalismo gaseoso, que bullía en la fiesta de la burbuja de Lehman Brothers y que tan solo una década después se ha consolidado como un capitalismo de cristal siempre pronto a partirse o resquebrajarse, pero nunca a romperse, dando muestras de una capacidad adaptativa digna de la especie más feroz de la cadena alimentaria.

Arañando en la anécdota el dato sociológico, organizando una microscopía metodológica que viaja de la teoría a la praxis (y viceversa), empleando un estilo propio y desenfadado «que para sí ya quisieran los galanteadores del siglo XVII», según lo elogiaba Vicente Verdú en el prólogo a su libro Máscaras sociales, Pablo Nacach responde a estas cuestiones con una radicalidad teórica de excepción, y detecta los puntos cardinales que (des)orientan la vida en el capitalismo de cristal: los particulares ángulos de visión que asumen memoria y mirada a la hora de organizar el mapa de la sensibilidad actual; las técnicas particularizantes que emplea la transparencia como herramienta de control y dominación social; las marcas made in Capitalismo de ayer, hoy y siempre que dejan en los cuerpos la máquina y los mecanismos de producción, acumulación, intercambio y consumo de mercancías; y el formato infantil e infantilizador que está en la base de nuestras prácticas relacionales cotidianas.

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Información

Año
2019
ISBN
9788433940179

«INSTRUMENTUM VOCALE»: MÁQUINAS DE MARCAR

El mundo fue inventado antiguo.
M. FERNÁNDEZ,
Museo de la novela de la Eterna
«Made in» Capitalismo
Desde que vino al mundo «chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies»,1 el modo de producción, acumulación, consumo e intercambio de mercancías capitalista ha ido creciendo y perfeccionándose a sí mismo con la maestría de los que saben de esto: dejándose ver en su dimensión productiva más gigantesca cuando era preciso dar un golpe de autoridad sobre la mesa para desterrar de una vez y para siempre las trabas feudales que amenazaban con atraparlo; ocultándose tras la fachada de un capitalismo de ficción amable y responsable cuando las inocentes voces humanistas pregonaban la necesidad de un sistema más justo y solidario; haciendo malabares por los semáforos de la sociudad para extraer plusvalía relativa a la absoluta y plusvalía absoluta a la relativa cuando su fase consumista proclamaba a todos los vientos que lo suyo no era un capitalismo de producción sino de productos; metamorfoseándose en el instante en que la dimensión gaseosa de su perfil identitario no consiguió bastarle para llenar cada rincón y todos los minutos del mundo y cristalizó en un proceso de firme fragilidad y transparencia como el que ha conseguido imponerse.
A cielo abierto y a sol candente tiene lugar una yerra multitudinaria que separa claramente a marcadores de marcados. Y si los primeros se van de rositas montando sus altivos alazanes y calzándose sus sombreros de ala ancha, los segundos corren en cambio a buscar povidona yodada para curar sus almas mientras observan aterrados la trade mark capitalista tatuada en sus nalgas, en una leyenda tan estigmatizante como indeleble: instrumentum vocale.2
Cada época posee una serie de particularizantes marcas características y objetos fetiche privilegiados, de variaciones cromáticas y humores mejor o peor llevados, de idearios de colección personal y obsesiones de imaginario colectivo, de formatos subliminales y formas de hecho, que de múltiples maneras se relacionan entre sí y con los acontecimientos de la historia que los han hecho nacer y los dejarán morir. También cada época adhiere al cuerpo social en el que vive un catastro de ruidos y un sistema de pesos y medidas que se le ajustan con firmeza y decisión. El par memoria/olvido se vincula en cada momento histórico de un modo específico, y la mirada adquiere a cada paso una dirección obligatoria diferencial que la encierra entre las cuatro paredes de la realidad. Drogas muy distintas conviven mejor o peor con las épocas: el Pervitin hitleriano permitía a las tropas nazis lanzarse a la guerra relámpago con la furia del rayo y el ánimo huracanado, al tiempo que alejaba al pueblo alemán de sus depresiones vitales; sin el concurso de la heroína, en la Argentina menemista la cocaína fue reina de las drogas, insuflando rayas de poder a los irresponsables más mequetrefes; la marihuana resultó icono del movimiento hippie, cuyos protagonistas ponían flores en los fusiles de los soldados estadounidenses que marchaban a combatir a Vietnam o en los cascos de la policía antidisturbios, mientras William Burroughs protestaba diciendo que el único modo en que él le ofrecería una flor a un policía sería plantada en una maceta y arrojada desde un quinto piso; el crystal meth o metanfetamina de toda la vida tiene en la exitosa serie Breaking Bad el prestigioso galardón de haber conseguido imponerse como droga dominante en nuestro capitalismo de cristal.
Cada forma del mundo capitalista posee, pues, un cuerpo general de signos a los que se aferra para estimularse y reproducirse, y de cada una de ellas emerge una sensibilidad particular.
Ya viajemos de la mano de Lewis Mumford y de su admirado Patrick Geddes llevando en la maleta sus fases eotécnica, paleotécnica y neotécnica, ya nos posmodernicemos colocando allí donde se abra una rendija teórica y comercial los adjetivos «consumo», «ficción», «líquido», «gaseoso» o «de cristal» como quien coloca en un apetecible puesto de trabajo al sobrino preferido, lo cierto es que en la praxis las diferentes fases mencionadas se superponen e interpenetran, se mezclan y combinan, se cruzan, multiplican y desmultiplican.
Hagamos un refresh al ejemplo de las plumas de escribir que con su habitual agudeza describe Lewis Mumford en Técnica y civilización. Si la pluma de ave tallada por su propietario es un producto típico de la era industrial artesana, vinculada aún estrechamente a la agricultura, que es casi continuación de la mano del que escribe, la pesada pluma de acero que la sucede en el tiempo nos acerca a ese útero de donde todo nace que es la mina, a la producción en masa y a la duración ya incuestionable del capitalismo: es la mano que debe adaptarse a la pluma y no es la pluma una continuación de la mano. La pluma estilográfica es fiel representante de un tiempo que linda con el nuestro: cuenta con un tubo de caucho o de plástico que incorpora un cartucho de tinta interno capaz de prescindir del afuera del tintero, con su versión en bolígrafo automático que caracteriza la economía temporal y libidinal de mediados del siglo XX. Mano y pluma no se vinculan continuándose ni adaptándose: todas las manos son ya aptas para todas las plumas.
¿Cuál será entonces la pluma de escribir dominante o que está por convertirse en dominante? ¿Acaso será sencillamente el dedo del usuario que pulsa sus opciones en la gigantesca pantalla táctil del mundo? ¿O será más bien el viento que su mano produce para vincularse con los objetos técnicos gracias al control gestual que llevan incorporados? Aunque todo parece indicar que la mirada prensil que sale del sistema smart scroll visual será la encargada definitiva de tocar a conciencia las teclas del desafinado piano universal...
Es la tendencia imaginaria a la desaparición general de los objetos técnicos la gran revolución que ha comenzado a gestarse, presionando la fantasía personal y colectiva de la actualidad. Y no solo la pluma y la cámara de fotos, el teléfono móvil y WhatsApp han pasado a formar parte, cada uno a su manera, de nuestro propio cuerpo, sino que también la escritura que la pluma traza, el marco visual que la fotografía establece, la angustia oral que la comunicación introyecta y la ansiedad táctil que el mensaje impone se interiorizan mecánicamente, jugando a trabajar sobre un escenario transparente y cristalino en el que la realidad se imprime en streaming desde el pensamiento global.
Y, en el límite, la tendencia a la desaparición simbólica del ser humano, que será sustituida por esa nueva raza de autómatas que crece en la barriguita del capitalismo de cristal.
Polución, divino tesoro
«La primera marca de la industria paleotécnica fue la polución del aire»,3 nos cuenta Lewis Mumford con la contundencia en la idea y la dura poética en el estilo que lo caracterizaban. Y ello ocurría en ciudades con edificaciones «de ladrillos rojos, o de ladrillos que hubieran sido rojos si el humo y las cenizas lo hubieran consentido»,4 para decirlo con trazos de lírica dickensiana no menos definitivos. En esa época de efervescencia industrial, los propietarios de los altos hornos de las fábricas que quemaban carbón para producir su energía desatendieron por ejemplo las sugerencias de todo un Benjamin Franklin, empeñado en promover algo así como una campaña de ahorro energético, basada en la doble utilización del carbón de quemar. Y ello debido a que, según sus propios cálculos, en el proceso de combustión solo se utilizaba verdaderamente el 10 % de la energía procedente del carbón, mientras que el 90 % restante se perdía en forma de radiación y de humo. Tan petulante derroche energético, pensaría Franklin, no ayudaba ni mucho menos a convertir el tiempo en oro. Muy por el contrario, a esta fase de organización capitalista irracional parecía sobrarle el tiempo y el dinero, capaz como era de quemarlo y expulsarlo por las chimeneas de sus fábricas. Una ilusión de superioridad civilizatoria parece, pues, encontrarse en el fondo del uso y abuso de recursos energéticos desperdiciados a granel.
¿No son las crisis cíclicas de sobreproducción capitalistas, tan acertadamente ilustradas por esas fotografías de la Enciclopedia Salvat de mi infancia en las que podían observarse buques de carga en alta mar desde cuyas bordas se tiraban ingentes cantidades de litros de leche, suficiente motivo para justificar esa «tragedia del derroche», tal como performativamente la llamaba el economista norteamericano Stuart Chase en los años treinta del siglo XX?
A tal punto esta (supuestamente) anómala situación de la producción en el seno de la segunda revolución industrial preocupó al siempre puntilloso todo-cientista-social Lewis Mumford como dato sociológico, que se encargó de establecer el coste anual de las labores de limpieza ocasionadas por la polución del smog –combinación léxica de smoke y fog– que tuvo que encarar la ciudad de Pittsburgh por aquellos tiempos. Y entre otras cifras exorbitantes acumuladas incluyó 360.000 dólares por «limpieza extraordinaria de cortinas», si bien la dificultad de la tarea de estimar las grandes pérdidas económicas ocasionadas «por la disminución de la salud y la vitalidad provocadas por la interferencia del humo en los rayos del sol»5 le impidió pronunciarse financieramente al respecto. Prácticas de despilfarro energético semejantes podían verificarse en los más recónditos parajes del orbe, según constató el Gran Puntilloso Karl Marx, que desde las páginas de El Capital señalaba que en los estados del Plata «se sacrifica un animal entero para arrebatarle el cuero o el sebo».6
La polución del aire pudo ser, en efecto, la primera marca capitalista conocida y reconocida por la segunda revolución industrial, pero fue el derroche indiscriminado de energías la actividad humana que le otorgó fundamento: si la primera se convirtió en el símbolo, en el logotipo de la marca «Capitalismo», el segundo se enquistó en el imaginario colectivo como práctica aceptada de riqueza y poder, enraizándose como su eslogan publicitario. En esta dirección apunta el suave puñal de Thorstein Veblen cuando confirma que «para que el gasto sea prestigioso ha de ser derrochador: la riqueza y el poder deben ser exhibidos, pues la estima solo se concede a cosas que se ven».7 Los claroscuros que al final de cada ejercicio contable se ciernen sobre las cuentas de resultados de las grandes empresas, que buscan pavonearse ante sus accionistas y acicalarse frente a la publicidad, son testigo de cargo más que pertinente para el caso que nos ocupa.
También el inefable Werner Sombart hace gala de su daga intelectual más afilada al mantener una agria discusión con el mismísimo Diderot, a quien acusa de equivocarse citando al criado enriquecido Bonnier como el primero de esta clase ascendente de comerciantes y prestamistas en ostentar lujo y caudales, entre otras cuestiones porque ya en el siglo XV había vivido en Francia Jacques Cœur, prestamista enriquecido que poseía palacios en París y Lyon, mientras que en el siglo XVI el «ricacho» Thomas Bohier construyó Chenonceaux, habida cuenta de que en el siglo XVII nada menos que Luis XIV se quejaba del lujo desvergonzado que llevaba la «canalla enriquecida» que lo rodeaba en la Corte. Añade Sombart en su escrito –cuya materia prima son el lujo derrochador y el gasto suntuario entendidos como generadores del espíritu y la materialidad capitalista–, que «ya en la época de Dante encontramos tipos de esta clase, como Giacomo de San Andrea, que arroja al río objetos de oro y plata, y prende fuego a un edificio para aumentar el regocijo de una fiesta».8 A tal punto el despilfarro de lujo y riquezas es una práctica habitual en estos tiempos preindustriales, que se forman sociedades de derrochadores, como la conocida brigata godericcia o spendericcia, mientras el propio Dante las llora en las páginas de la Divina comedia:
Las nuevas gentes y las ganancias súbitas,
han generado orgullo y demasía,
en ti, Florencia, y de ello te lamentas.9
El derroche y la ostentación de riqueza y poder como práctica pecuniaria y sello de distinción de pertenencia a la clase ociosa constituyen, inevitablemente, un gran éxito de ayer, de hoy y de siempre.
La niebla del smog y las tonalidades grises y negras que ocultaban la sórdida realidad de la ciudad industrial en la que nos estamos situando, con sus gigantescas montañas de basuras, sus fétidos regueros de excrementos y los cuerpos de perros, gatos, ratas y seres humanos deambulando por las calles con sus novedosas deformidades orgánicas made in Capitalismo, resultaron una inspiración significativa para muchos de los más afamados pintores de la época, con Turner a la cabeza. Sin embargo, no es de extrañar que en cuestión de un par de años las escenas rurales y los temas paisajísticos adquirieran una mayor relevancia en el espacio pictórico: la pintura es luz, y el capitalismo, muerte. Cuentan los expertos que los Monet, Manet, Pissarro, Renoir, Degas, Van Gogh y tantos otros genios de la pintura de aquel período tuvieron que marcharse a buscar a la campiña el aire puro que entra suavemente en los pulmones y la luz del sol que rauda se aloja en la epidermis, del mismo modo que Melville se marchó a los mares del Sur, Thoreau a los bosques de Walden o Tolstói al ambiente campesino. Estas pinturas plenas de colores y luces resultaban inversamente proporcionales a las estaciones de tren encerradas en smog que también ellos habían retratado.
En cierta medida, diríase por un lado que, a no ser para la industria del lujo que producía individuos lujosos, el aire limpio y la luz del sol carecían de valor de cambio efectivo para el mercado capitalista de entonces. Y por otro lado, confirmamos que el valor de uso beneficioso de los efectos del aire y el sol en la salud de las personas era constantemente refutado por sesudas investigaciones de la Gran Sociología Naciente, uno de cuyos miembros más destacados era el desaforado escocés Andrew Ure, que promocionaba las ventajas de las ...

Índice

  1. PORTADA
  2. PUNTOS CARDINALES: LA VIDA EN EL CAPITALISMO DE CRISTAL
  3. «ANIMAL OBLIVISCENS»: MEMORIA, MIRADA Y VISTA
  4. «PERSPICUITAS UNIVERSALIS»: CRISTAL Y TRANSPARENCIA(S)
  5. «INSTRUMENTUM VOCALE»: MÁQUINAS DE MARCAR
  6. «PUER LUDENS»: JUEGOS, JUGADORES Y JUGUETES
  7. BIBLIOGRAFÍA ESCOGIDA
  8. NOTAS
  9. CRÉDITOS