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Información del libro

Adrian Healey nunca fue igual a los otros chicos. Para empezar, siempre sostuvo que «si nadie dice la verdad, las mentiras no son mentiras sino la norma, es decir, la verdad». Y mintió alegremente todos los años que pasó en un exclusivo colegio privado –donde su amor imposible era el deseado Hugo Cartwright–, siguió mintiendo cuando lo expulsaron del colegio y se movió por los bajos fondos como chapero y camello y sus mentiras se volvieron grandiosas cuando ingresó en Cambridge.

Y es que allí se reencontró con Hugo Cartwright, conoció a su futura esposa y topó con el insólito profesor Donald Trefusis, filólogo, políglota y admirador de Elvis Costello, que lo haría pasear por toda Europa en una frenética, laberíntica aventura de espionaje y asesinatos que ni siquiera Adrian hubiera podido concebir. ¿O quizá sí? Porque es el propio Adrian quien por fin nos desvela toda la verdad, y ya sabemos que en boca del mentiroso...

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Información

Año
2019
ISBN
9788433940834

CAPÍTULO NOVENO

I
Se pasó las tres horas del primer examen mirando al papel, incapaz de escribir una palabra. Una chica se le acercó después.
–¡Te he estado mirando, Adrian Healey! No has contestado ni una sola pregunta, ¿eh?
Dos años en aquel estúpido instituto que llamaba «estudiantes» a los alumnos y «lecciones» a las clases. ¿Cómo lo había aguantado? No debía haber cedido.
–Me parece lo más acertado, cariño. Tendrás mucha más independencia que en un colegio. Tu padre está de acuerdo. Puedes coger el autobús en Gloucester y estar en casa conmigo por la noche. Y luego, cuando termines la enseñanza media, podrás presentarte al examen de ingreso en Cambridge. Todo el mundo dice que es un instituto fenomenal. Ese Fawcett, David, ¿verdad?, fue allí después de que... después de marcharse de Harrow, así que tengo la seguridad de que es bueno.
–Lo que quieres decir es que es el único sitio en kilómetros a la redonda que admite a chicos expulsados del colegio.
–Cariño, eso no es...
–De todas formas ni quiero terminar la enseñanza media ni me apetece ir a Cambridge.
–¡Pues claro que sí, Ade! Piensa en cómo lo lamentarías si desaprovecharas la oportunidad.
Había desaprovechado la oportunidad, y las lecciones. En cambio, había frecuentado el cine ABC y el café Star, donde jugaba a los flipper y al póquer.
Exponga el uso que hace Lawrence del paisaje exterior en relación con el drama interior de Hijos y amantes.
Solo la relación... ¿Cómo se relacionan los Schlegel y los Wilcox en Howards End?
Compare y contraste los diferentes usos del paisaje y la naturaleza en la poesía de Seamus Heaney y Ted Hughes.
De pronto no le servía su brillante ingenio. El mundo era de repente aburrido, difícil y desagradable. El futuro quedaba atrás y por delante solo tenía el pasado.
Adiós, Gloucester, adiós Stroud. Al menos seguía un ejemplo literario: cuando Laurie Lee se marchó de casa una mañana de verano, iba con una guitarra y las bendiciones de su familia. Adrian llevaba una edición de bolsillo de la Antigone de Anouilh, que tenía la intención de leer a la hora de comer como una especie de deficiente preparación para el examen de literatura francesa de por la tarde, y quince libras procedentes del bolsillo de su madre.
Al final le llevó un camionero que iba hasta Stanmore.
–Puedo dejarte en el periférico norte, si quieres.
–Gracias.
Periférico norte... Periférico norte. Eso era como una carretera, ¿no?
–Hmm... ¿está el periférico norte cerca de Highgate?
–Puedes coger un autobús en Golder’s Green, queda muy cerca.
Bolas vivía en Highgate. Podría pasar unos días en su casa mientras encontraba algo.
–A propósito, me llamo Jack –dijo el camionero.
–Hmm... Bullock, Hugo Bullock.
–¿Bullock? Qué divertido.
–Una vez conocí una chica llamada Heffer. Deberíamos habernos casado.
–¿Sí? ¿Qué pasó?
–No, me refiero a su apellido. Heffer es la hembra del bullock, del buey castrado.
–Ah, claro, claro.
Siguieron circulando en silencio. Adrian ofreció un cigarrillo a Jack.
–No gracias, amigo. Intento dejarlo. No es nada bueno en este oficio.
–No, supongo que no.
–O qué, te estás fugando, ¿verdad?
–¿Fugándome?
–Sí. ¿Cuántos años tienes?
–Dieciocho.
–¡Venga ya!
–Bueno, los voy a cumplir.
La madre de Bullock abrió la puerta y lo miró con recelo. Adrian supuso que llevaba el pelo demasiado largo.
–Soy un amigo de William. Del colegio.
–Está en Australia. Es su año libre antes de ir a Oxford.
–Ah, sí, claro. Solo... tenía curiosidad, ¿sabe? No se preocupe. Es que pasaba por aquí.
–Si llama, le diré que has venido. ¿Vives en Londres?
–Sí, en Piccadilly.
–¿En Piccadilly?
¿Qué tenía de malo eso?
–Bueno, cerca; ya sabe.
Los flipper de Piccadilly tenían un mecanismo de falta más sensible que los de Gloucester, y no sacaba muchas partidas gratis. A ese paso, no podría quedarse allí más de una hora.
Un hombre vestido con un traje azul se puso detrás de él y depositó en la mesa una moneda de cincuenta peniques.
–Suya es –dijo Adrian, accionando con aire de frustración los botones de los flipper cuando se le terminaron las bolas plateadas–. Era la última. Parece que no llego a dominar este puñetero trasto.
–No no no –repuso el hombre del traje azul–. Los cincuenta son para ti. Juega otra vez.
Adrian se volvió sorprendido.
–Es usted muy amable, pero... ¿está seguro?
–Sí, claro.
Los cincuenta centavos se acabaron enseguida.
–Ven a tomar una copa –le invitó el hombre–. Conozco un bar justo a la vuelta de la esquina.
Dejaron el campanilleo, los zumbidos, la obsesionada e intensa concentración del salón de juegos y, tras caminar por Old Compton Street, torcieron por una calle y entraron en un pub. El camarero no puso en duda la edad de Adrian, lo que era un alivio poco corriente.
–No te he visto antes. Siempre es bueno conocer una cara nueva. Sí, señor.
–Yo pensaba que en Londres todo el mundo era extranjero –comentó Adrian–. Quiero decir que por aquí lo que más se ve son turistas, ¿no?
–Pues no sé –contestó el hombre–. Te sorprenderías. En realidad es como un pueblo.
–¿Juega a menudo a los flipper?
–¿Yo? No. Tengo la oficina en Charing Cross Road. Pero me gusta echar una mirada ahí dentro cuando vuelvo a casa por la tarde. Sí, señor.
–Ah.
–Al principio creí que eras una chica, con el pelo y... lo demás.
Adrian se ruborizó. No le gustaba que le recordasen cuánto le tardaba en salir barba.
–No te ofendas. Me gusta..., te va bien.
–Gracias.
–Sí, señor. Sí sí, señor.
En un recoveco de la mente, Adrian tomó nota de que debía cortarse el pelo al día siguiente.
–Tengo la impresión de que vienes de un colegio privado. ¿Me equivoco?
Adrian asintió.
–De Harrow –precisó, pensando que eso no le comprometería.
–¿De Harrow, dices? ¡Harrow! ¡Ay, Dios, me parece que vas a dar la campanada! Sí, señor. ¿Tienes donde alojarte?
–Pues...
–Puedes venirte a mi casa, si quieres. No es más que un pequeño apartamento en Brewer Street, pero está en el barrio.
–Es muy amable... Estoy buscando trabajo, ¿sabe?
Así de fácil había sido. Hoy colegial perezoso, mañana prostituto atareado.
–El caso es, Hugo –le explicó Don–, que en cuanto te eché la vista encima pensé: «No es chapero, sino aficionado.» Hace quince años que rondo por el Dilly y conozco el percal, sí sí señor, ya lo creo. Pero lamento decirte que dentro de una semana no me gustarás. Mi especialidad son las novicias sin profesar, y el jueves estaré de ti hasta las narices. Hasta el culo, mejor, ¡Jua, jua! Pero si te cortas un poco el pelo, no mucho, y cuidas tu acento de Harrow sacarás dos montones a la semana. Sí, señor.
–¿Dos montones?
–Doscientas libras, pimpollo.
–Pero ¿qué tengo que hacer?
Y Don se lo dijo. Había dos salones de juego principales, el Meat Rack, que era un pasadizo enrejado frente a Playland, el de mayor actividad, y el del metro de Piccadilly.
–Pero tendrás que andar con cuidado. Ojo con la ley.
Don no era un chulo. Trabajaba en una empresa editora de música, perfectamente respetable, en Denmark Street. Adrian le pagaba treinta libras semanales por su alojamiento y por utilizar el piso durante el día para las chapas. Por la noche el sitio variaba en función de los clientes.
–No empieces a mascar chicle, picarte caballo ni a tener aspecto de hacer la calle, eso es todo.
Al principio los días pasaban despacio, cada trato le parecía insólito y angustioso, pero la tranquila cadencia de la rutina fue pronto acelerando la jornada. Las nalgas jóvenes se acostumbran a los trabajos más pesados, como la recolección de patatas o las tareas escolares, con asombrosa prontitud. La prostitución tenía al menos la ventaja de la variedad.
Adrian se llevaba bastante bien con los demás chaperos. La mayoría de ellos eran más resabiados y fornidos que él, cabezas rapadas con tatuajes, tirantes y aspecto agresivo. No le consideraban como competidor directo y a veces hasta le recomendaban.
–¿Conocéis a alguien con menos... carne? –preguntaba un cliente.
–Pruebe con Hugo, a esta hora de la mañana estará con el crucigrama del Times en el Bar Italia. Chaqueta azul y pantalones anchos de pana. Es inconfundible.
A Adrian le intrigaba el hecho de que los clientes más acomodados, con sus trajes de rayas finas, se inclinaban por los tipos duros, mientras los más violentos y menos respetables querían chicos menos musculosos como él. La atracción de los polos opuestos. Los Jacob los querían velludos y los Esaú lampiños. Lo que suponía que, más que los otros, debía aprender a distinguir a los sádicos y chalados que buscaban un esclavo sexual. Una de las c...

Índice

  1. Portada
  2. Capítulo primero
  3. Capítulo segundo
  4. Capítulo tercero
  5. Capítulo cuarto
  6. Capítulo quinto
  7. Capítulo sexto
  8. Capítulo séptimo
  9. Capítulo octavo
  10. Capítulo noveno
  11. Capítulo décimo
  12. Capítulo undécimo
  13. Capítulo duodécimo
  14. Capítulo decimotercero
  15. Capítulo decimocuarto
  16. Agradecimientos
  17. Créditos
  18. Notas