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Cómo deberían ser las ciudades del futuro? ¿Cómo ha evolucionado su planificación a lo largo de la historia? ¿Cómo afecta a nuestra vida el entorno urbano en el que vivimos? ¿Qué valores urbanísticos se deberían potenciar? ¿Qué lastres se deberían desterrar?

Repensar la ciudad es el objetivo último de este libro, que hace un recorrido por su evolución partiendo de los dos ámbitos en los que trabaja el autor, el de la sociología y el del urbanismo, y tomando como base tanto reflexiones de arquitectos y urbanistas como de filósofos.

Construir y habitar recorre la historia de las ciudades desde el ágora griega hasta las urbes del siglo XXI como Shanghái. Repasa las propuestas de los grandes innovadores de la planificación urbana en el siglo XIX –Haussmann y Cerdà–, la creación de la ciudad del siglo XX en Europa y Estados Unidos de la mano de arquitectos como Le Corbusier y su evolución en el XXI en países emergentes como China, India, Brasil, México o algunos africanos. Y aborda ejemplos concretos, que van del diseño de Central Park en Nueva York a la sede de Google, el Googleplex, pasando por las bibliotecas de Medellín, el desarrollo urbanístico de Delhi…

Este libro cierra la trilogía del Homo faber de Richard Sennett, cuyas dos entregas anteriores, El artesano y Juntos, también están publicadas en esta colección. Son tres obras independientes, pero que, leídas en conjunto, proporcionan una de las reflexiones más lúcidas y estimulantes sobre la sociedad contemporánea.

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Información

Año
2019
ISBN
9788433940063

1. INTRODUCCIÓN: DEFECTUOSA, ABIERTA,

MODESTA
I. DEFECTUOSA
En las primeras épocas del cristianismo, el término «ciudad» aludía a dos ciudades: la Ciudad de Dios y la Ciudad del Hombre. San Agustín empleó la ciudad como metáfora del plan divino de la fe, pero el lector antiguo de San Agustín que deambulaba por callejuelas, mercados y foros de Roma no tenía ninguna señal de cómo era Dios en calidad de planificador urbano. Pero aun cuando esta metáfora había perdido vigor, persistió la idea de que «ciudad» tenía dos significados muy distintos: por un lado, el de un lugar físico; por otro, el de una mentalidad compuesta de percepciones, comportamientos y creencias. El francés fue la primera lengua que hizo patente esta distinción mediante dos palabras diferentes, ville y cité.1
En un comienzo, estos términos nombraban lo grande y lo pequeño: ville se refería a la ciudad en su conjunto, mientras que cité designaba un lugar en particular. En algún momento del siglo XVI, cité vino a significar la naturaleza de la vida de un barrio, los sentimientos que la gente albergaba acerca de los vecinos y los extraños, así como su apego al lugar. Esta antigua distinción se ha perdido, al menos en Francia. En nuestros días, cité alude casi siempre a esos lúgubres espacios que dan cobijo a los pobres en las afueras de las ciudades. Sin embargo, vale la pena rescatar el empleo más antiguo del término, porque describe una distinción básica: una cosa es el medio construido y otra cómo vive en él la gente. Hoy, en Nueva York, los atascos de tráfico en los túneles defectuosamente diseñados pertenecen a la ville, mientras que la carrera de locos que impulsa a muchos neoyorquinos a los túneles al amanecer pertenece a la cité.
En la medida en que describe la antropología de la cité, el término remite a un tipo de conciencia. De las percepciones que sus personajes tienen de las diversas tiendas, pisos, calles y lugares en los que viven, Proust extrae un cuadro de París como un todo, con lo que crea una especie de conciencia colectiva de lugar. Esto contrasta con Balzac, quien nos cuenta lo que sucede realmente en la ciudad sin importarle lo que piensan sus personajes. La conciencia de cité también puede representar la manera en que la gente desea que sea su vida colectiva, como ocurrió durante los levantamientos del siglo XIX en París, en los que los sublevados reivindicaban demandas más generales que específicas sobre los impuestos o el precio del pan; defendían una nueva cité, esto es, una nueva mentalidad política. En efecto, cité se aproxima a citoyenneté, que es el término francés para ciudadanía.
La expresión inglesa que significa «medio construido», built environment, no hace justicia a la idea de la ville si el término «medio» se entiende como la concha de caracol que cubre el cuerpo urbano que vive en su interior. Raramente los edificios son hechos aislados. Las formas urbanas tienen su propia dinámica interior, como es la relación que los edificios tienen entre sí, con espacios abiertos, con estructuras subterráneas o con la naturaleza. Por ejemplo, cuando se proyectó la Torre Eiffel, los documentos de planificación de la década de 1880 examinaron lugares del este de París muy alejados de la torre antes de su construcción, tratando de evaluar sus efectos urbanos más amplios. Además, la financiación de la Torre Eiffel no explicaría por sí misma su diseño; la misma ingente cantidad de dinero se habría podido invertir en otro tipo de monumento, como una iglesia triunfal, que era el preferido de los colegas conservadores de Eiffel. Sin embargo, una vez escogida la torre, su forma, lejos de ser la simple respuesta a las circunstancias, implicaba asumir la adopción de ciertos criterios. Así, las riostras rectas serían mucho más baratas que las curvas, pero la eficiencia por sí misma no era para Eiffel el factor más importante. Y esto es cierto en el sentido más amplio de que el medio construido es más que un mero reflejo de la economía o la política, pues más allá de estas condiciones, sus formas son el resultado de la voluntad de su creador.
Podría parecer que cité y ville deberían acoplarse sin fisura, que la manera en que la gente desea vivir debería expresarse en la manera en que se construyen las ciudades. Pero precisamente a este respecto se plantea un gran problema. La experiencia en una ciudad, al igual que en el dormitorio o en el campo de batalla, raramente es simple, homogénea, sino que en general está llena de contradicciones y aristas.
En un ensayo sobre la vida cosmopolita, Immanuel Kant observaba en 1784 que «de la madera torcida de la humanidad, nada recto puede hacerse». Una ciudad es defectuosa (torcida) por su diversidad, con multitud de inmigrantes que hablan decenas de lenguas; por lo chocante de sus desigualdades, con elegantes señoras comiendo a unas pocas calles de exhaustos trabajadores de la limpieza del transporte público; por sus tensiones, como en la excesiva concentración de jóvenes graduados a la caza de puestos de trabajo demasiado escasos... ¿Puede la ville física solucionar esas dificultades? ¿Qué lograrán en relación con la crisis habitacional los planes de peatonalización de una calle? ¿Aumentará la tolerancia a los inmigrantes gracias al uso del cristal de borosilicato en los edificios? La ciudad parece defectuosa porque la asimetría afecta tanto a su cité como a su ville.2
A veces es bueno que haya un desajuste entre los valores del constructor y los del público. Este sería el caso si los vecinos se negaran a vivir con gente que no fuera como ellos. Muchos europeos consideran inaceptables a los inmigrantes musulmanes, amplias franjas de angloamericanos sienten que los inmigrantes mexicanos deberían ser deportados, y, de Jerusalén a Bombay, quienes rezan a dioses distintos consideran difícil vivir todos en el mismo lugar. Una consecuencia de este rechazo son las urbanizaciones cerradas que hoy representan en todo el mundo la forma más extendida de desarrollo residencial. El urbanista debería oponerse a la voluntad de la gente y negarse a construir urbanizaciones cerradas. Debería rechazarse el prejuicio en nombre de la justicia. Pero no hay manera directa de plasmar la justicia en una forma física, como muy pronto descubrí en un trabajo de planificación.
Al comienzo de la década de 1960 se pensó en una nueva escuela para una zona de clase trabajadora en Boston. ¿Sería una escuela con integración racial o segregada, como lo eran casi todas las zonas de clase trabajadora de la ciudad en aquellos días? En el primer caso, los planificadores debíamos disponer grandes aparcamientos para los autobuses que llevaran a los niños negros a la escuela y de regreso a su casa. Los padres blancos se resistieron de manera encubierta a la integración con la excusa de que la comunidad necesitaba más espacio verde, no zonas de aparcamiento para autobuses. La obligación de los planificadores es servir a la comunidad antes que imponer un conjunto extraño de valores. ¿Qué derecho tenía gente como yo –educada en Harvard, pertrechada de estadísticas sobre segregación y proyectos impecablemente realizados– a decir a los conductores de autobús, los obreros industriales o los trabajadores de la limpieza del sur de Boston cómo tenían que vivir? Me complace decir que mis jefes mantuvieron su posición, que no se conformaron con la mala conciencia de clase. Sin embargo, las asperezas entre lo vivido y lo construido no se resuelven con la simple exhibición de rectitud ética del planificador. En nuestro caso, esto solo sirvió para empeorar las cosas, pues nuestra demostración de moralidad provocó más ira en la población blanca.
Este es el problema ético de las ciudades de nuestros días. ¿Debe el urbanismo representar a la sociedad tal como es o tratar de cambiarla? Si Kant tiene razón, ville y cité nunca se soldarán sin fisura. Por tanto, ¿qué hacer?
II. ABIERTA
Creí haber encontrado una respuesta a este interrogante cuando enseñaba planificación en el MIT, hace veinte años. El Media Lab estaba cerca de mi despacho y era para mi generación un brillante foco de innovación en nueva tecnología digital, pues convertía sus ideas innovadoras en resultados prácticos. Fundado por Nicholas Negroponte en 1985, estos proyectos iban desde un baratísimo ordenador para niños pobres hasta prótesis médicas, como la rodilla robótica, y «centros digitales urbanos» para que la gente que vivía en zonas alejadas pudiera conectarse con las actividades del centro de la ciudad. La atención especial a los objetos construidos convirtió al Media Lab en el paraíso del artesano; esta espléndida operación implicó muchos y feroces debates, la inmersión en verdaderas madrigueras tecnológicas y un enorme volumen de despilfarro.
Sus investigadores, de aspecto descuidado y que al parecer nunca dormían, explicaban la diferencia entre un proyecto de «nivel Microsoft» y uno de «nivel MIT» de esta manera: el primero empaqueta conocimientos ya existentes, mientras que el MIT los desempaqueta. Un entretenimiento favorito del Lab consistía en engañar a los programas de Microsoft para que fallaran o se malograran. Fuera justo o no, los investigadores del Media Lab, que en conjunto formaban un grupo audaz, tendían a menospreciar la ciencia normal como rutinaria y perseguían en cambio la innovación puntera. Según sus criterios, Microsoft piensa «de manera cerrada», mientras que Media Lab piensa «de manera abierta» y esta «apertura» hace posible la innovación.
En términos generales, cuando realizan un experimento para confirmar o rechazar una hipótesis, los investigadores trabajan en un medio trillado, la proposición original domina los procedimientos y las observaciones, y la finalidad del experimento consiste en determinar si la hipótesis es correcta o incorrecta. En otro tipo de experimentación, los investigadores se tomarán muy en serio la aparición de datos imprevistos que puedan moverlos a salirse de las vías y pensar de forma creativa. Ponderarán contradicciones y ambigüedades, demorándose un tiempo en estas dificultades en lugar de tratar de resolverlas o descartarlas de inmediato. El primer tipo de experimento es cerrado en el sentido de que responde a una pregunta preestablecida: sí o no. Los investigadores del segundo tipo de experimento trabajan de modo más abierto en la medida en que formulan preguntas a las que no se puede responder de esa manera.
Aunque con una actitud más moderada que la del Media Lab, Jerome Groopman, médico de Harvard, ha explicado el procedimiento abierto en pruebas clínicas de nuevos medicamentos. En un «ensayo clínico flexible», los términos de la prueba cambian a medida que el experimento se desarrolla. Este no responde al vaticinio personal del investigador. Puesto que los medicamentos experimentales pueden ser peligrosos, el investigador ha de proceder con mucha precaución en la exploración de terrenos desconocidos, pero en un experimento flexible el investigador tiene más interés en encontrar sentido a cosas sorprendentes o intrigantes que en confirmar lo predecible de antemano.3
En un laboratorio, por supuesto, la aventura es indisociable de la tediosa y fatigante criba propia de la modalidad de sí o no. Francis Crick, descubridor de la estructura de doble hélice del ADN, destacó que su descubrimiento derivó del estudio de pequeñas «anomalías» en el trabajo rutinario del laboratorio. El investigador necesita orientación, que es lo que el procedimiento prefijado le proporciona. Solo entonces puede comenzar el trabajo autocrítico de exploración del resultado extraño, el efecto curioso. El desafío estriba en el compromiso con esas posibilidades.4
La «apertura» lleva implícito un sistema de encaje recíproco de lo extraño, lo curioso y lo posible. La matemática Melanie Mitchell ha descrito concisamente un sistema abierto como «aquel en el que grandes redes de componentes sin control central y sencillas reglas operativas dan origen a un comportamiento colectivo complejo, un sofisticado procesamiento complejo de la información y una adaptación mediante aprendizaje o evolución». Esto significa que la complejidad es resultado de la inmersión en un proceso de evolución y que, más que estar ya presente en las condiciones previas como en un telos preordenado y programado desde el comienzo, surge de la retroalimentación y la criba de información.5
Lo mismo ocurre con la idea de sistemas abiertos en lo relativo a la interactuación de estas partes. «Las ecuaciones lineales», observa el matemático Steven Strogatz, «pueden dividirse en piezas. Es posible analizar y resolver por separado cada pieza y finalmente recombinar todas las respuestas aisladas [...]. En un sistema lineal, el todo es exactamente igual a la suma de las partes.» Por el contrario, las partes de un sistema no lineal, abierto, no pueden separarse de esa manera, sino que «ha de examinarse la totalidad del sistema a la vez, como una entidad coherente». Su idea resulta fácil de captar si se piensa en la interacción química para formar un compuesto, que se convierte en una sustancia nueva por sí misma.6
Estos puntos de vista tenían sólidos fundamentos en el MIT. El Media Lab se había erigido sobre los fundamentos intelectuales del Electronic Systems Laboratory, que Norbert Wiener, probablemente el mejor analista de sistemas del siglo XX, fundó en el MIT en la década de 1940. Wiener estaba en la cúspide de una era en la que las máquinas podían asimilar grandes volúmenes de información y exploró diferentes maneras de organizar ese proceso de asimilación. Le intrigaba en particular la retroalimentación electrónica, que, lejos de ser clara y directa, es por naturaleza compleja, ambigua o contradictoria. Si lo que él llamaba «máquina de conocimiento» pudiera hablar, diría: «No espero la aparición de X, Y o Z. Lo que ahora necesito es entender por qué y cómo reorganizarlo todo.» Esto representa un medio de fin abierto, aunque habitado por semiconductores y no por personas.7
¿Cómo podría relacionarse el ethos del laboratorio abierto con una ciudad? El arquitecto Robert Venturi declaró en una ocasión: «Me gustan la complejidad y la contradicción en arquitectura [...]. Prefiero la riqueza del significado a su claridad.» Aunque cuestionaba gran parte de la arquitectura moderna por sus edificios funcionalistas de extremada sencillez, sus palabras calaron hondo. A él pertenece la proyección del Media Lab a una ciudad, es decir, la idea de que la ciudad es un lugar complejo, lo que significa que está lleno de contradicciones y ambigüedades. La complejidad enriquece la experiencia; la claridad la empobrece.8
Mi amigo William Mitchell, arquitecto que finalmente se hizo cargo del Media Lab, fue quien tendió concretamente el puente entre sistema y ciudad. Bon vivant que frecuentaba los locales de moda de la vida nocturna de Cambridge, Massachusetts (tal como eran en aquellos días), declaró: «El teclado es mi café.» Su City of Bits fue el primer libro sobre ciudades inteligentes. Publicado en 1996, es decir, antes de la era de los portátiles, los programas interactivos Web 2.0 y la nanotecnología, el libro de Mitchell deseaba dar la bienvenida a cualquier cosa que el futuro pudiera deparar. Imaginaba que la ciudad inteligente sería un lugar complejo, en el cual el hecho de compartir la información daría a los ciudadanos más oportunidades de elegir y de tener, por tanto, cada vez más liberta...

Índice

  1. PORTADA
  2. 1. INTRODUCCIÓN: DEFECTUOSA, ABIERTA, MODESTA
  3. I. LAS DOS CIUDADES
  4. II. LA DIFICULTAD DE HABITAR
  5. III. CÓMO ABRIR LA CIUDAD
  6. IV. ÉTICA PARA LA CIUDAD
  7. CONCLUSIÓN: UNO ENTRE MUCHOS
  8. LISTA DE ILUSTRACIONES
  9. AGRADECIMIENTOS
  10. NOTAS
  11. CRÉDITOS