Argumentos
  1. 232 páginas
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Estos tres ensayos de Hans Magnus Enzensberger, escritos entre 1992 y 2006 y acompañados por una coda en forma de parábola escrita en 2015, nos ofrecen una clarificadora perspectiva sobre nuestra época a partir del recuento de la compleja experiencia alemana con las migraciones y la xenofobia; la constatación de que las esperanzas depositadas en los «dividendos de la paz» al final de la Guerra Fría eran vanas; el análisis de las características de un nuevo terrorismo megalómano, vengativo y adorador de la muerte, y el repaso de las brutales guerras civiles que han asolado la historia contemporánea.

¿Por qué actualizar unos textos ya publicados y reunirlos en un solo volumen? La razón es bien sencilla: los conflictos de los que tratan se han acentuado tanto a lo largo de los últimos veinticinco años que cualquier intento de minimizarlos o negarlos se ha revelado irresponsable. Es de todo punto necesario seguir hablando de estas cuestiones. Con optimismo, pero sin negar las evidencias. Hans Magnus Enzensberger inauguró con Detalles la colección Argumentos. Cuarenta y siete años después, llegamos al número 500 con este ensayo ejemplar, insoslayable, del mismo autor; cuatro textos brillantes desde el punto de vista del análisis y del pronóstico a cargo de uno de los pensadores indispensables de nuestro tiempo.

«En todos sus textos subyace un sentimiento de cólera por lo mal hecho que está el mundo y la convicción de que es posible mejorarlo. Pocos intelectuales han seguido siendo tan leales a esta idea del "compromiso"» (Mario Vargas Llosa, Letras Libres).

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Información

Año
2016
ISBN
9788433937216
Categoría
Literatura

Perspectivas de guerra civil

Sólo los bárbaros pueden defenderse.
NIETZSCHE

FUENTES Y JUSTIFICACIONES

Las cifras correspondientes a las tasas del comercio mundial y a las exportaciones de armas han sido extraídas de las estadísticas del GATT y del SIPRI. A Hannah Arendt la he citado según la tercera parte de su obra The Origins of Totalitarism (Nueva York, 1951; Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 2006). El relato del trabajador social francés fue publicado por Stephan Wehowsky en el diario Süddeutsche Zeitung de fecha 21/22 de noviembre de 1992 bajo el título «Ganas de alboroto». La expresión reductio ad insanitatem se debe a Robert Hughes. Mayores detalles acerca de la pregunta «¿A costa del Tercer Mundo?» los ofrece Siegfried Kohlhammer en su ensayo Auf Kosten der Dritten Welt? (Gotinga, 1993). El libro injustamente olvidado de Frantz Fanon lleva por título Les damnés de la terre (París, 1961; Los condenados de la tierra, Tafalla, Txalaparta, 2011). La principal interpretación moderna de la dialéctica del amo y el esclavo la encontramos en Alexandre Kojève, Introduction à la lecture de Hegel (París, 1947; Introducción a la lectura de Hegel, Madrid, Trotta, 2013). La cita correspondiente al Leviatán de Thomas Hobbes es del capítulo 21. Sobre la ideología de la bunquerización y el nuevo Limes existe un buen libro debido a Jean-Christophe Rufin: L’empire et les nouveaux barbares (París, 1991; El imperio y los nuevos bárbaros, Madrid, Rialp, 1993). El reportaje de Bill Buford Among the Thugs (Entre los vándalos, Anagrama, 1992) ha sido publicado en Londres (1991). La apología que André Breton hace del pistolero puede verse en Second manifeste du surréalisme (París, 1930; Manifiestos del Surrealismo, Madrid, Visor, 2009). El tratado de Kurt Gödel «Sobre proposiciones formalmente indecidibles de los Principia Mathematica» fue publicado por primera vez en el volumen 38 de Monatshefte für Mathematik und Physik (1931). Últimamente se habla incluso de «matemáticas locales» (véase J. L. Bell, «From Absolute to Local Mathematics», en Synthese, vol. 69, 1968).
A Robert Nozick (Harvard), así como a Gabriele Goettle y Karl Schlögel (Berlín), les debo importantes informaciones y reflexiones.
H. M. E.
(Traducción de Michael Faber-Kaiser)

I

ABOMINABLE EXCEPCIÓN, ABOMINABLE REGLA

Los animales luchan entre sí, pero no hacen la guerra. El ser humano es el único primate que se dedica a matar a sus congéneres de forma sistemática, a gran escala y con entusiasmo. Una de sus principales invenciones es la guerra; la capacidad de hacer la paz probablemente sea una conquista posterior. Las más remotas tradiciones de la humanidad, sus mitos y leyendas de héroes, suelen girar en torno a homicidios y asesinatos. Pero la simplicidad del armamento no fue el único motivo que condujo a combatir cuerpo a cuerpo; también desde el punto de vista psíquico resulta más satisfactorio descargar el odio contra un individuo conocido, es decir, contra el vecino más próximo. Todo ello permite concluir que la guerra civil no sólo es una costumbre ancestral, sino la forma primaria de todo conflicto colectivo. Su descripción clásica, la Historia de la guerra del Peloponeso, se remonta a unos dos mil quinientos años y todavía no ha podido ser superada.
Por el contrario, la guerra «fomentada» por un Estado y dirigida contra otro Estado –el enemigo exterior– constituye un fenómeno relativamente tardío. Presupone la existencia de una casta guerrera profesionalizada, la creación de ejércitos permanentes, así como la distinción entre militares y civiles; por otra parte, conduce a la institución de complicados rituales, que abarcan desde la declaración de guerra hasta la capitulación. Durante el siglo XIX se llegó a racionalizar hasta cierto punto las masacres: aunque por un lado proliferaron como nunca debido a la implantación del servicio militar obligatorio y a los progresos técnicos, por el otro los Estados intentaron someter las guerras a regulaciones de derecho internacional, que en 1907 quedaron al fin fijadas documentalmente en la Regulación de la Guerra en Tierra de La Haya. En dicho contexto la guerra civil aparecía como excepción a la regla, como manifestación irregular de un conflicto. El manual clásico de Clausewitz sobre el arte de la guerra, por ejemplo, no le llega a dedicar ni una sola línea, y hasta el presente todavía no contamos con ninguna teoría seria sobre el tema.
El nuevo orden mundial marcado hoy por la guerra civil no sólo desbarata las definiciones formales de los juristas; el caos bélico también hace fracasar los esquemas de todos los estados mayores. Por añadidura, tal situación sin precedentes deja entrever unas conexiones explosivas con el atavismo, lo cual obliga a replantear viejos interrogantes antropológicos. ¿Qué resulta más chocante: matar a individuos conocidos o aniquilar a un enemigo del cual no se tiene ninguna idea, posiblemente ni siquiera una equivocada? Para las dotaciones de los bombarderos de la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, el enemigo era una pura abstracción. Y quienes hoy en día todavía aguardan en las rampas de misiles la orden de intervenir ignoran desde su aislamiento hermético las consecuencias que comportaría pulsar el fatídico botón. A la vista de una situación tan perversa, la más absurda de las guerras civiles podría parecernos casi normal. Así, el hecho de que el hombre destruya aquello que odia –y eso suele ser el enemigo dentro de su propio territorio– quizá no sea la excepción, sino la regla. Se constata una inexplicable relación entre el odio al más próximo, al convecino, y la xenofobia u odio al forastero. Probablemente, en un principio el odiado «otro» siempre sea el vecino; sólo después de constituida una comunidad con una identidad propia se llega a declarar enemigo al forastero allende la frontera.5

II

VIEJAS CUENTAS PENDIENTES,

POPULACHO NUEVO

Terminada la Guerra Fría, ha desaparecido el angustioso equilibrio de la «paz atómica», con lo que también les ha llegado la hora a los idílicos remansos de paz de Occidente, que habían estado amparados militarmente. Hasta 1989 permanecían irreconciliablemente enfrentadas dos superpotencias nucleares, cuya línea de sutura era la Alemania dividida. Los temores derivados de tan frágil situación ya han caído en el olvido para ser sustituidos por otros. El signo más visible de que dicho orden bipolar del mundo ha quedado finiquitado lo constituyen esta treintena o cuarentena de guerras civiles que hoy azotan al mundo. Ni siquiera resulta posible determinar su número exacto, puesto que el caos no es computable. Y todo parece indicar que en el futuro no disminuirán, sino que irán en aumento.
Nadie estaba preparado para una transformación tan radical. Nadie es capaz de poner remedio. Puede que en política nos encontremos ante una especie de estado de agregación. Para entenderlo, se impone echar una ojeada retrospectiva sobre las guerras civiles del pasado. Probablemente, Alemania nunca se haya recuperado plenamente de la más pertinaz y violenta que la asoló, y que supuso el exterminio de dos tercios de su población. Y eso que la Guerra de los Treinta Años había sido desencadenada y desarrollada por poderes estatales. Claro que lo mismo cabe decir de la mayor parte de las principales guerras civiles de los tiempos modernos: el alzamiento de confederados contra unionistas en los Estados Unidos, de blancos contra rojos en Rusia, de falangistas contra republicanos en España. En todos estos casos hubo ejércitos y fronteras; desde los respectivos cuarteles generales, las instancias del mando central procuraban controlar rígidamente a las tropas y llevar a la práctica sus planes estratégicos. Junto a la dirección militar solía existir una dirección política, guiada por unos objetivos claramente definidos y que actuaba como interlocutor en las negociaciones.
Ahora bien: mientras la guerra clásica entre Estados suele tender a la monopolización del poder y a la excesiva consolidación del aparato estatal, la guerra civil siempre comporta el peligro de un relajamiento de la disciplina y de la desmembración de las milicias en bandas armadas que luego operan por su cuenta.
En tales situaciones surgen «señores de la guerra» que actúan de forma aislada y autónoma, impidiendo que el estado mayor pueda ejercer el control militar y el gobierno el control político sobre las bandas armadas. Sin embargo, el curso de las guerras intestinas en Estados Unidos, México, Rusia y China demostró que ambos bandos en conflicto conservaron la capacidad de negociar, vencer o capitular. En todo caso, dichas contiendas desembocaron en la consolidación de un nuevo régimen, de un poder estatal centralizado, que acabó por controlar el territorio objeto de disputa.
En tiempos del imperialismo no hubo ningún conflicto interno que no adquiriera de inmediato dimensiones internacionales. La llamada realpolitik procuraba que toda guerra civil fuera atizada e instrumentalizada por potencias extranjeras. Los bandos contendientes tan sólo eran piezas de un juego más amplio por medio del cual las grandes potencias buscaban ampliar sus respectivos ámbitos de influencia y sus imperios coloniales. Basta recordar las repetidas intervenciones europeas y norteamericanas en China, las injerencias que siguieron a la revolución bolchevique, o bien la Guerra Civil española, considerada con razón un ensayo general de cara a la Segunda Guerra Mundial.
Todavía durante los años setenta las superpotencias se aferraron a dicha lógica. Ya fuera en África, en Asia o en Latinoamérica, desencadenaron una larga serie de guerras vicarias y estuvieron presentes en todo conflicto interno que pudiera reportarles ventajas. Llevaron la escalada de tensión hasta extremos que en ocasiones auguraban el estallido de la Tercera Guerra Mundial.
Esta forma de política exterior sólo ha dejado de existir con el término de la Guerra Fría y el desmoronamiento de la Unión Soviética. No sólo Moscú y Pekín, también Washington sabe que la ayuda fraternal supone más gastos que beneficios. Durante las últimas décadas sólo salieron favorecidas económicamente aquellas naciones que no habían participado en dicho juego. La anacrónica realpolitik se encuentra hoy ante las ruinas de un pensamiento imperial que pertenece al siglo XIX y que ya no permite conquistar más parcelas en el mercado mundial.
La guerra, antaño el método más simple de enriquecimiento, se ha convertido en un negocio deficitario. El capitalismo ha tomado buena nota de que las masacres organizadas por el Estado no reportan suficientes beneficios. Como es de suponer, este cambio de actitud por parte del capitalismo no se debe a una repentina conversión moral, sino al frío razonamiento de que los gobiernos de los países industrializados están mostrando cada vez mayor entusiasmo por la política de paz. Y el capital como fuente de paz resulta una imagen desacostumbrada. Claro que muchos todavía siguen prometiéndose enormes tasas de crecimiento gracias a las guerras, a pesar de que las exportaciones de armamento ya sólo suponen el 0,006 % del comercio mundial. En este sentido, el tráfico de armas ha pasado a ser una fuente de ingresos secundaria, que en caso necesario puede ser sometida a ciertas limitaciones. A la larga, los países inmersos en guerras civiles no reportan beneficios; se les castiga retirando todas las inversiones. La manifestación política de esta reconversión tardía la encontramos en las misiones de paz de Naciones Unidas.6
Las guerras civiles de nuestros días estallan de forma espontánea, desde dentro. Ya no precisan de potencias extranjeras para que el conflicto se intensifique. Mientras hasta hace poco todavía adoptaban la máscara de la lucha de liberación o del levantamiento revolucionario, desde el fin de la Guerra Fría muestran su verdadero rostro.
Un buen ejemplo nos lo ofreció la guerra civil de Afganistán. Mientras el país estuvo ocupado por tropas soviéticas, cabía interpretar la confrontación según el esquema del mundo bipolarizado. El conflicto lo instrumentalizaron ambos bandos: Moscú apoyaba a sus lugartenientes, Occidente a los muyahidines anticomunistas. Todo parecía indicar que se trataba de una guerra de liberación nacional, de una lucha de resistencia contra los extranjeros, los opresores, los infieles. Pero, apenas expulsadas las fuerzas de ocupación, estalló la verdadera guerra civil. Ya no quedaba ni rastro del envoltorio ideológico: la intervención extranjera, la integridad de la nación, la fe verdadera resultaron haber sido simples pretextos. Fue el comienzo de la guerra de todos contra todos.
Por doquier podemos contemplar fenómenos parecidos: en África, en la India, en el Sureste asiático, en Latinoamérica. Ya no queda el menor vestigio de la aureola heroica de los guerrilleros, partisanos y rebeldes. Antaño pertrechadas con un bagaje ideológico y respaldadas por aliados extranjeros, hoy la guerrilla y la antiguerrilla han acabado independizándose. Lo que queda es el populacho armado. Todos estos autoproclamados ejércitos, movimientos y frentes populares de liberación han degenerado en bandas merodeadoras que apenas se diferencian de sus contrincantes. Ni siquiera el variopinto bosque de siglas con el cual se adornan –FNLA o ANLF, MPLA o MNLF– consigue ocultar que no poseen objetivo, proyecto ni ideal alguno que los mantenga cohesionados; tan sólo una estrategia que apenas merece ese nombre, pues se reduce al asesinato y al saqueo.

III

GUERRA CIVIL MOLECULAR, PÉRDIDA DE CONVICCIÓN

Contemplamos el mapamundi. Localizamos las guerras en regiones distantes, preferiblemente en el Tercer Mundo. Hablamos de subdesarrollo, crecimiento a dos velocidades, fundamentalismo. Creemos que los para nosotros inexplicables combates se desarrollan en las antípodas. He aquí el error, el autoengaño. Porque, de hecho, la guerra civil ya está presente en las metrópolis. Sus metástasis forman parte de la vida cotidiana de las grandes urbes, pero no sólo en Lima o Johannesburgo, en Bombay o Río, sino también en París y Berlín, en Detroit y Birmingham, en Milán y Hamburgo. Y sus dirigentes no son únicamente terroristas y servicios secretos, mafiosos y skinheads, traficantes de drogas y escuadrones de la muerte, neonazis y sheriffs negros, sino también ciudadanos normales y corrientes que de la noche a la mañana se convierten en hooligans, incendiarios, locos homicidas y asesinos en serie. Al igual que en las guerras africanas, estos mutantes son cada vez más jóvenes. Nos estamos engañando a nosotros mismos al creer que impera la paz sólo porque todavía podemos salir a comprar el pan sin que nos acribille un tirador emboscado.
La guerra civil no procede de fuera, no es un virus importado; se trata de un proceso endógeno. Siempre lo inicia una minoría; probablemente baste con que sólo uno de cada cien lo quiera para que resulte imposible cualquier convivencia civilizada. En los países industrializados todavía existe una gran mayoría de personas que prefieren la paz. Hasta el momento, nuestras guerras civiles no se han adueñado de las masas; siguen siendo moleculares. Pero, tal como demuestra el ejemplo de Los Ángeles, en cualquier momento se puede producir la escalada que extienda la deflagración.
Ahora bien, ¿podemos establecer una comparación? ¿Podemos comparar al chetnik con el vendedor de coches usados de Texas que desde lo alto de una torre dispara con un arma automática contra la multitud? ¿Al cabecilla de Liberia con el skin que rompe una botella de cerveza contra la cabeza de un anciano indefenso? ¿A los autónomos berlineses con los guerrilleros de la selva camboyana? ¿A la mafia chechena con Sendero Luminoso? ¿Y todo lo anterior con la normalidad de una ciudad de provincias alemana, sueca o francesa? ¿Acaso todo cuanto se dice acerca de la guerra civil son simples generalizaciones o mera atemorización?
Me temo que, más allá de todas las diferencias, existe un denominador común. Lo que sorprende tanto en uno como en otro caso es por un lado el carácter autista de los criminales, y por el otro su incapacidad para distinguir entre destrucción y autodestrucción. En las actuales guerras civiles ha desaparecido todo vestigio de legitimación. La violencia se ha desligado totalmente de las justificaciones ideológicas.
A diferencia de los criminales de nuestros días, los de tiempos pasados eran personas creyentes. Querían dejar bien sentado que mataban y morían en nombre de algún ideal. Acataban «férreamente», «fanáticamente», «inquebrantablemente», etcétera, lo que antes se daba en llamar ideología, por muy abominable que ésta fuese. Los partidarios de Hitler y Stalin acataban extasiados los evangelios de sus caudillos, y ningún crimen les parecía lo bastante abominable cuando se trataba de defender la causa.
Los guerrilleros y terroristas de los años sesenta y setenta todavía creían necesario justificar sus acciones. Por medio de octavillas y ...

Índice

  1. Portada
  2. Ensayos sobre las discordias una nota preliminar
  3. La gran migración
  4. Perspectivas de guerra civil
  5. El perdedor radical ensayo sobre los hombres del terror
  6. Coda: la teocracia olvidada una parábola
  7. Algunas fuentes bibliográficas
  8. Notas
  9. Créditos