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Kristen Roupenian, Lucía Barahona

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Kristen Roupenian, Lucía Barahona

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Un libro deslumbrante con doce cuentos sobre los roles de género y los misterios del deseo. Un debut arrollador.

En diciembre de 2017 Kristen Roupenian publicó en el New Yorker el relato «Cat Person». De inmediato se hizo viral y se convirtió en uno de los más comentados y que más revuelo han generado entre los publicados por la revista, junto con los ya clásicos «La lotería» de Shirley Jackson y «Brokeback Mountain» de Annie Proulx.

El cuento de Roupenian narra la historia de Margot, de veinte años, y Robert, de treinta y cuatro, que se conocen por internet, se citan en persona y mantienen un encuentro sexual que acaba de un modo tóxico y desastroso. La autora explicó que se inspiró «en un breve y desagradable encuentro que tuve con una persona a la que conocí online ». En pleno escándalo Harvey Weinstein y emergencia del movimiento #MeToo, «Cat Person» se hizo viral. Y es que el cuento de Roupenian tiene la prodigiosa capacidad de plasmar de forma muy fidedigna la actual confusión en las relaciones entre sexos y la dificultad de las mujeres para romper con la asunción del papel de mero objeto de deseo y decir no.

El relato está incluido, junto con otros once, en este volumen, en el que otra pieza, «The Good Boy», actúa en cierto modo como contrapunto, dando voz a un personaje masculino víctima de las perplejidades propias de su género en el siglo XXI. Roupenian despliega un registro vigoroso y cambiante, que va del realismo más crudo al toque sobrenatural, pasando por el humor perversamente negro, y nos ofrece historias como la de una pareja que incorpora a su vida sexual a una tercera persona como morboso testigo –primero para que los oiga hacer el amor, después para que los vea– hasta que el triángulo va adquiriendo derivas sadomasoquistas; la de una niña que el día de su cumpleaños formula un deseo de consecuencias terroríficas; la de una mujer que encuentra en una biblioteca un libro de conjuros y trata de hacer realidad su pretensión de que aparezca ante ella un hombre desnudo…

Un libro cautivador sobre los roles de género, los misterios del deseo y el desconcierto de los seres humanos contemporáneos. Un debut arrollador.

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Información

Año
2019
ISBN
9788433940346

UN BUEN TÍO

Con treinta y cinco años, la única forma de que a Ted se le pusiera dura y se le mantuviera así durante todo un polvo era fantasear con que su polla era un cuchillo y que la mujer a la que se follaba se apuñalaba con él.
No es que fuera una especie de asesino en serie ni nada parecido. Para él la sangre no tenía ninguna carga erótica, ni como fantasía ni en la vida real. Es más, lo fundamental del asunto radicaba en que eran ellas las que elegían apuñalarse: lo deseaban tanto, el deseo físico que sentían por su polla era tan obsesivo, que enloquecían hasta el punto de que eran ellas mismas las que se empalaban a pesar del tormento que les causaba. Eran ellas las que tomaban el papel activo. Mientras arremetían desde lo alto, él se quedaba tumbado y hacía todo lo posible por interpretar los gemidos y las muecas como señales de que un agonizante tira y afloja entre el placer y el dolor las estaba reventando.
Sabía que como fantasía no era gran cosa. La escena que imaginaba era a todas luces consensuada, pero no era posible ignorar la temática agresiva subyacente. Tampoco era muy tranquilizador que su dependencia de la fantasía hubiera ido en aumento a la par que la calidad de sus relaciones disminuía. Mientras Ted estuvo en la veintena, las rupturas habían sido razonablemente llevaderas. Ninguno de sus amoríos había durado más que unos cuantos meses y las mujeres con las que salía parecían creerle cuando les decía que no buscaba nada serio, o, al menos, entendía que el haberlo dicho significaba que no podían acusarlo de maldad cuando, en última instancia, resultaba ser cierto. Una vez que alcanzó la treintena, no obstante, esta estrategia dejó de funcionar. La mayoría de las veces tenía lo que él pensaba que sería la última conversación sobre la ruptura con una mujer, pero poco después ella le enviaba un mensaje diciéndole que lo echaba de menos, que seguía sin entender qué había pasado entre ellos y que quería hablar.
Así fue como, una noche de noviembre, dos semanas antes de su trigésimo sexto cumpleaños, Ted se encontró sentado frente a una mujer lacrimosa llamada Angela. Angela era una agente inmobiliaria, guapa y refinada, con brillantes aretes con forma de candelabro y mechas caras. Como todas las mujeres con las que había salido en los últimos años, Angela estaba, se mirara por donde se mirara, muy fuera de su alcance: le sacaba cinco centímetros; tenía casa propia; preparaba unos fettuccine increíbles con salsa de almejas; sabía dar masajes en la espalda con aceites esenciales que le juró que le cambiarían la vida, y así había sido... Había roto con ella hacía más de dos meses, pero desde entonces los mensajes y las llamadas telefónicas se habían vuelto tan insistentes que había accedido a un nuevo encuentro cara a cara con la esperanza de recuperar algo de paz.
Angela primero se puso a charlar alegremente sobre sus planes para las vacaciones, sus dramas laborales y sus aventuras con «las chicas», pero la felicidad que pretendía transmitir iba tan evidentemente encaminada a hacerle ver lo que se estaba perdiendo que a Ted le embargó un fuerte sentimiento de vergüenza ajena. Hasta que, pasados veinte minutos, Angela estalló en lágrimas.
–Es solo que no lo entiendo –gimoteó.
A esto siguió una conversación absurda e inútil en la que ella insistía en que él sentía algo por ella pero que lo escondía, mientras que él insistía, de la forma más amable posible, en que no era así. Entre sollozos, Angela fue reuniendo las pruebas de su afecto por ella: la vez que le había llevado el desayuno a la cama, la vez que había dicho: «Creo que mi hermana te caería muy bien», la delicadeza que había mostrado al cuidar de su perro, Nube, cuando se había puesto enfermo. El problema parecía residir en que, por mucho que Ted le hubiera dicho desde el principio de su relación que no buscaba nada serio, al mismo tiempo –y de forma totalmente desconcertante– también había sido amable, cuando lo que tendría que haber hecho, al parecer, era decirle que se podía preparar ella misma su puto desayuno, informarla de que era muy improbable que llegara a conocer a su hermana y portarse como un cabrón con Nube cuando Nube vomitara, y así tanto Nube como Angela hubieran sabido a qué atenerse.
–Lo siento –repetía una y otra vez.
Pero daba lo mismo. Como no iba a admitir que estaba secretamente enamorado de ella, Angela terminaría enfadándose. Lo acusaría de ser un narcisista inmaduro y emocionalmente atrofiado. Le diría cosas como: «Me haces mucho daño» y «La verdad es que me das pena». Anunciaría que «Me estaba enamorando de ti» y él se quedaría allí sentado, avergonzado, como si aquellas afirmaciones lo condenaran, a pesar de que era obvio que Angela no le quería, pues pensaba que era un inmaduro y que estaba emocionalmente atrofiado y en realidad ni siquiera le gustaba tanto. No era fácil sentirse del todo buena gente, por supuesto, sobre todo teniendo en cuenta que la razón por la que sabía todo lo que se le venía encima era que no era la primera vez que mantenía este tipo de conversación con una mujer. Ni siquiera era la tercera. Ni la quinta. Ni la décima.
Angela seguía llorando, era la viva imagen de la tristeza más absoluta: los ojos enrojecidos, el pecho que le subía y le bajaba, el rímel corrido... Mientras la observaba, Ted comprendió que no podía hacerlo más. No podía volver a disculparse, no podía seguir con aquel ritual de humillaciones. Iba a decirle la verdad.
En cuanto Angela se detuvo a coger aire, Ted la interrumpió:
–Sabes que nada de esto es mi culpa.
Se hizo una pausa.
–¿Perdona?
–Siempre he sido honesto contigo. Siempre. Te dije lo que quería de esta relación desde el principio. Podías haber confiado en mí, pero en vez de eso decidiste que sabías mejor que yo lo que sentía. Cuando te dije que quería algo informal, mentiste y dijiste que tú querías lo mismo, y luego inmediatamente empezaste a hacer todo lo posible para convertirlo en otra cosa. Y cuando no pudiste convertir lo que teníamos en una relación seria, que era lo que de verdad querías y yo no, te sentiste dolida. Y puedo entenderlo. Pero no soy yo la persona que te hace daño. Te lo haces tú, no yo. ¡Yo no soy más que la herramienta que estás usando para hacerte daño!
A Angela se le escapó una pequeña tos, como si hubiera recibido un puñetazo.
–Que te jodan, Ted –dijo.
Se echó el pelo hacia atrás preparándose para salir del restaurante echa una furia y al marcharse agarró un vaso de agua con hielo y se lo arrojó, no solo el agua, sino todo el vaso, que estaba lleno. El cristal –en realidad era un vaso más bien chato– se estrelló en la frente de Ted y luego le cayó sobre el regazo.
Ted bajó los ojos hacia el vaso roto. Vale. Tal vez debería haberlo visto venir, porque, ¿a quién quería engañar? No era posible que tantas mujeres lacrimosas estuvieran equivocadas, por muy injustas que le parecieran todas esas acusaciones. Se llevó la mano a la frente. Los dedos se le tiñeron de rojo. Estaba sangrando. Estupendo. A todo esto, su entrepierna estaba muy pero que muy fría. De hecho, a medida que el agua helada le iba empapando los pantalones, la polla empezó a dolerle todavía más que la cabeza. Tal vez debería haber un límite legal a lo fría que puede estar el agua en un restaurante, de la misma manera que hay un límite con respecto a lo caliente que puede estar el café en el McDonald’s. Tal vez la polla se le congelara, se le arrugara y se le cayera. Y entonces todas las chicas con las que había salido se juntarían y celebrarían una fiesta en honor de Angela, la intrépida heroína que había puesto fin a su reinado de terror entre las solteras de Nueva York.
Guau. Sangraba más de lo que en un principio había creído. De hecho, le chorreaba tanta sangre de la frente que el agua de la entrepierna se estaba volviendo rosa. La gente corría hacia él atropelladamente, pero el sonido le llegaba un tanto confuso y no entendía lo que decían. Probablemente algo del estilo de: Te lo mereces, gilipollas. Recordó lo que había dicho justo antes de que Angela le lanzara el vaso –Yo no soy más que la herramienta que estás usando para hacerte daño– y se preguntó si de alguna manera aquello estaría relacionado con la fantasía de la puñalada, pero estaba sangrando, congelándose y posiblemente sufría algún tipo de conmoción cerebral. No era el momento de ponerse a elucubrar sobre ello.
No siempre había sido así.
Mientras crecía, Ted había sido la clase de niño aficionado a la lectura al que las profesoras describían como «dulce». Y lo era, al menos respecto a las mujeres. Pasó su infancia y la adolescencia temprana fluctuando a través de una serie de enamoramientos de chicas mayores e inalcanzables: su prima, una niñera, la mejor amiga de su hermana mayor. Estos enamoramientos siempre eran el resultado de alguna pequeña atención –un cumplido de poca monta, una risa genuina tras soltar alguna de sus bromas, que se acordaran de su nombre– y no albergaban ningún tipo de agresión abierta ni sublimada. Todo lo contrario: al mirar atrás, eran sorprendentemente castos. En una ensoñación recurrente que tenía con su prima, por ejemplo, se imaginaba siendo su marido y dando vueltas por la cocina preparando el desayuno. Ataviado con un delantal, tarareaba mientras exprimía zumo de naranja en una jarra, batía la masa de las tortitas, freía los huevos y colocaba una margarita en un pequeño jarrón blanco. Subía las escaleras con la bandeja y se sentaba en el borde de la cama donde su prima dormía bajo una colcha cosida a mano. «¡Despierta y empieza el día con energía!», le decía. Su prima abría los ojos de golpe, le sonreía soñolienta y, a medida que se incorporaba, la colcha se deslizaba y dejaba al descubierto sus pechos desnudos.
¡Y ya está! Esa era toda la fantasía. Pero, aun así, la cultivó durante tanto tiempo planificando hasta el último detalle (¿Tenían trocitos de chocolate las tortitas? ¿De qué color debería ser la colcha? ¿Dónde debía colocar la bandeja para que no se resbalara de la cama?), que la casa de sus tíos quedó imbuida de un aura sexual incluso ya de adulto, a pesar de que su prima se había vuelto lesbiana hacía tiempo, había emigrado a los Países Bajos y llevaba años sin verla.
El joven Ted jamás, ni siquiera en sus fantasías más descabelladas, se había permitido creer que sus enamoramientos pudieran ser correspondidos. No era estúpido. Podía ser muchas cosas, pero estúpido nunca había sido. Lo único que siempre había querido era que tolerasen su amor, tal vez incluso que lo apreciasen: quería que se le permitiera estar cerca de sus amores, poder reverenciarlos, encontrarse con ellas de vez en cuando como quien no quiere la cosa, de la misma manera que una abeja puede rozar una flor.
En vez de eso, lo que ocurría era que en cuanto Ted se obsesionaba con un nuevo amor, empezaba a fantasear con ella y la miraba fijamente y le sonreía como un tonto e inventaba razones para tocarle el pelo, la mano. Y entonces, inevitablemente, la chica reculaba: porque por algún motivo impenetrable, la afectuosidad de Ted provocaba en sus destinatarias una reacción de asco intenso y visceral.
No eran crueles con él estos amores. Ted se sentía atraído por el tipo de chicas soñadoras que aborrecían la crueldad en cualquiera de sus manifestaciones. En lugar de eso, tal vez comprendiendo que sus pequeñas atenciones previas habían sido la puerta de entrada por la que Ted había accedido sin que nadie lo hubiera invitado, las chicas se apresuraban a echar el cerrojo. Instauraban algún protocolo de emergencia femenino universalmente implícito y se negaban a establecer contacto visual con él, le hablaban solo cuando era necesario y se apartaban de él tanto como era posible, al otro lado de la habitación. Se atrincheraban en fortalezas de fría amabilidad y se acomodaban allí dentro dispuestas a esperar todo el tiempo que fuese necesario hasta que él se marchara.
Dios, era espantoso. Décadas más tarde, el recuerdo de todos esos enamoramientos hacía que Ted quisiera morirse de la vergüenza. Porque la peor parte era que, incluso después de que fuera obvio que las chicas a las que adoraba no soportaban sus atenciones, aún deseaba desesperadamente estar cerca de ellas y hacerlas felices. Luchó por encontrar una solución a este dilema tratando de aplicar un autocontrol en forma de brutal castigo (frente a un espejo, de pie, desnudo, obligándose a contemplar las piernas delgadas, el pecho cóncavo, el pene pequeño: Te odia, Ted, acéptalo, todas las chicas te odian, eres feo, das asco, eres repugnante) y luego se le iba de las manos y se despertaba a las tres de la mañana llorando de f...

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