Niveles de vida
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Niveles de vida

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«Juntas dos cosas que no se habían juntado antes. Y el mundo cambia. La gente quizá no lo advierta en el momento, pero no importa. El mundo ha cambiado, no obstante.» El libro arranca con esta reflexión y en efecto reúne tres historias aparentemente inconexas que acaban mostrando secretos y sutiles lazos.

Niveles de vida habla de la aventura de vivir, de los retos imposibles, del amor que todo lo desborda y del dolor de la pérdida. Y lo hace entretejiendo tres piezas independientes. La primera nos habla de los pioneros de la conquista del cielo con los globos aerostáticos y de las iniciales tentativas de fotografías aéreas realizadas por Nadar, aspirando a ser el ojo de Dios. La segunda historia retoma a un personaje de la anterior, el coronel británico Fred Burnaby –bohemio, aventurero y viajero, que murió en Jartum–, del que se relata su pasión por la legendaria actriz Sarah Bernhardt. La tercera parte salta en el tiempo del siglo XIX al XX y de las historias ajenas a la propia: la muerte de su esposa.

No es la primera vez que Julian Barnes experimenta con las formas literarias. En este caso la ruptura con la narrativa más tradicional está al servicio de una aventura literaria de gran calado: indagar, huyendo del sentimentalismo, en el dolor causado por la pérdida del ser amado, adentrarse con las armas de la gran literatura en el territorio de la aflicción.

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Información

Año
2017
ISBN
9788433935151
Categoría
Literatura

La pérdida de profundidad

Juntas a dos personas que nunca habían estado juntas. A veces es como aquel primer intento de acoplar un globo de hidrógeno a otro de aire caliente: ¿prefieres estrellarte y arder o arder y estrellarte? Pero a veces funciona y se crea algo nuevo y el mundo cambia. Después, tarde o temprano, en algún momento, por una razón u otra, una de las dos desaparece. Y lo que desaparece es mayor que la suma de lo que había. Esto es quizá matemáticamente imposible, pero es emocionalmente posible.
Tras la batalla de Abu Klea hubo «hordas inmensas de árabes muertos» que, «por necesidad, quedaron insepultos». Pero fueron examinados. Todos tenían alrededor de un brazo una banda de cuero que contenía una oración compuesta por el Mahdi en la que prometía a sus soldados que convertiría en agua las balas de los ingleses. El amor nos da una sensación similar de fe e invulnerabilidad. Y a veces, quizá a menudo, funciona. Esquivamos las balas del mismo modo que Sarah Bernhardt afirmaba que esquivaba las gotas de lluvia. Pero siempre llega el lanzazo súbito en el cuello. Porque toda historia de amor es una potencial historia de aflicción.
Muy pronto en la vida, el mundo separa crudamente a los que han conocido el sexo y a los que no lo han conocido. Más adelante, a los que han conocido el amor y a los que no lo han conocido. Más adelante aún –al menos, si tenemos suerte (o, por otra parte, si no la tenemos)–, separa a los que han sufrido aflicción y a los que no la han sufrido. Estas divisiones son absolutas; son trópicos que cruzamos.
Estuvimos juntos treinta años. Yo tenía treinta y dos cuando nos conocimos, sesenta y dos cuando murió. El alma de mi vida; la vida de mi alma. Y aunque ella odiaba la idea de envejecer –a los veinte años pensaba que no pasaría de los cuarenta–, yo confié felizmente en la continuidad de nuestra convivencia: en que las cosas se volverían más lentas y sosegadas, en la rememoración conjunta. Me imaginaba cuidándola; hasta habría podido –aunque no lo hice– imaginarme, al igual que Nadar, que le retiraba el pelo de las sienes afásicas, que aprendía la función de la enfermera tierna (y carece de importancia el hecho de que ella hubiera detestado esta dependencia). En cambio, desde un verano hasta el otoño siguiente hubo inquietud, alarma, miedo, terror. Pasaron treinta y siete días desde el diagnóstico hasta la muerte. En todo momento procuré no mirar a otro lado, siempre intenté afrontarlo; y de ello nació una especie de lucidez demente. Casi todas las noches, cuando salía del hospital, me sorprendía mirando con rencor a los pasajeros de un autobús que simplemente volvían a su casa al final de la jornada. ¿Cómo podían estar allí sentados ociosamente, ignorantes, con aquel perfil de indiferencia, cuando el mundo estaba a punto de cambiar?
Afrontamos mal la muerte, ese suceso banal y único; ya no la integramos como una parte de una pauta más amplia. Y, como dijo E. M. Forster: «Una muerte puede explicarse a sí misma, pero no arroja luz sobre otra.» De suerte que la aflicción, a su vez, se vuelve inimaginable: no sólo su longitud y su hondura, sino su tono y textura, sus engaños y sus amaneceres falsos, su recurrencia. Y también su conmoción inicial: de repente has caído en el gélido Mare Germanicum, provisto únicamente de una chaqueta salvavidas de corcho que en teoría te mantiene vivo.
Y nunca puedes prepararte para esta nueva realidad en la que te has sumergido. Conozco a una mujer que creía, o esperaba, que podría. Su marido llevaba largo tiempo agonizando de cáncer; pragmática, pidió de antemano una lista de lecturas y reunió los textos clásicos del duelo. No cambiaron nada cuando llegó el momento. «El momento»: esa sensación de meses que al examinarlos resultaba que sólo habían sido días.
Durante muchos años yo pensaba de vez en cuando en un relato que había leído de una novelista sobre la muerte de su marido, mayor que ella. En medio de su congoja, admitía ella, había una vocecita interior y veraz que le murmuraba: «Soy libre.» Lo recordé cuando me llegó el momento, temiendo ese susurro del apuntador que sonaría como una traición. Pero no oí esa voz, ni esas palabras. El dolor propio no arroja luz sobre el ajeno.
La aflicción, como la muerte, es banal y única. Es decir, una comparación trivial. Cuando cambias de coche, de pronto adviertes que hay muchos otros coches de la misma marca en la carretera. Se hacen notar como nunca antes. Cuando enviudas, de repente ves que todos los viudos y viudas se te acercan. Antes habían sido más o menos invisibles, y siguen siéndolo para otros conductores, para los que no son viudos.
Nuestro duelo se ajusta a nuestro carácter. Esto también parece obvio, pero estamos en un tiempo en el que nada parece o se considera obvio. Murió un amigo, dejando mujer y dos hijos. ¿Cómo reaccionaron? La viuda se dedicó a redecorar la casa; el hijo entró en el despacho de su padre y no salió hasta haber leído cada mensaje, cada documento, cada trazo escrito que había subsistido; la hija confeccionó faroles de papel para que flotaran en el lago donde iban a dispersar las cenizas de su padre.
Otro amigo murió de repente, catastróficamente, junto a la cinta de equipajes de un aeropuerto extranjero. Su mujer había ido a coger un carrito; cuando volvió había un corro de gente alrededor de algo. Quizá una maleta había reventado y se había abierto. Pero no, el que había reventado era su marido y ya estaba muerto. Uno o dos años después, cuando murió mi mujer, ella me escribió: «Lo cierto es que... la naturaleza es tan precisa, duele exactamente como el valor de la pérdida, así que en cierto modo disfrutas el dolor, creo. Si no tuvo importancia, poco importará.» Me sirvió de consuelo y conservé su carta en mi escritorio durante un largo tiempo, a pesar de que dudaba de que alguna vez llegase a disfrutar el dolor. Claro que entonces yo sólo estaba al comienzo del proceso.
Sabía ya que sólo las viejas palabras servían: muerte, congoja, tristeza, pesar, sufrimiento. Nada modernamente evasivo o medicinal. La aflicción es un estado humano, no médico, y aunque haya píldoras que nos ayuden a olvidarla –y todo lo demás–, no hay pastillas que la curen. Los afligidos no están deprimidos, sino sólo debida, adecuada, matemáticamente tristes («el dolor es directamente proporcional al valor de lo que hemos perdido»). Un verbo eufemístico que aborrecí especialmente era «dejarnos». «Me entristece saber que su mujer nos ha dejado» (¿como una herencia, una carga?). No tienes que imponer a los demás la palabra «morir», aunque la emplees tú mismo. Hay un punto intermedio. En un acto social al que mi mujer y yo solíamos asistir juntos, un conocido se me acercó y dijo simplemente: «Aquí falta alguien.» Me pareció correcto, en ambos sentidos.
Una aflicción no explica otra, pero pueden superponerse. Y por eso hay complicidad entre afligidos. Sólo tú sabes lo que sabes, aunque sólo sea que sabes cosas distintas. Has cruzado el espejo, como en una película de Cocteau, y te encuentras en un mundo donde reinan una lógica y una pauta nuevas. Un pequeño ejemplo. Tres años antes de que muriese mi mujer, un viejo amigo mío, el poeta Christopher Reid, se quedó viudo. Escribió sobre la muerte de su esposa y el período posterior. En un poema describía el rechazo de los vivos a los difuntos:
pero también he conocido la voluntad tribal
[que impone
tabúes y códigos, y he sido grosero
evocando a mi mujer fallecida en conversaciones
[de sobremesa.
Un compás de silencio, de miedo general
[y de susto mortal suena.
La primera vez que leí estos versos pensé: qué amigos más extraños debías de tener. También pensé: no creerías de verdad que fuiste grosero, ¿eh? Más tarde, cuando me llegó el turno, comprendí. Tomé la decisión temprana (o, lo más probable, en vista de la confusión en mi cerebro, la decisión me tomó a mí) de hablar de mi mujer siempre que me apeteciera o lo necesitara: evocarla sería una parte normal de cualquier conversación normal, aunque la «normalidad» hacía mucho tiempo que se había esfumado. Enseguida comprendí que la aflicción clasifica y reordena a quienes rodean al afligido; que pone a prueba a los amigos; que algunos la superan y otros fallan. Las viejas amistades pueden estrecharse gracias a una tristeza compartida; o bien parecer de pronto superficiales. Los jóvenes reaccionan mejor que las personas mayores; las mujeres, mejor que los hombres. No debería ser una sorpresa, pero lo es. Al fin y al cabo, cabría esperar que los más comprensivos sean los más próximos a ti en edad, sexo y estado civil. Qué ingenuidad. Recuerdo una «conversación de sobremesa» en un restaurante con tres amigos casados, de más o menos mi edad. Todos conocían a mi mujer desde hacía muchos años –quizá, sumados todos, ochenta o noventa–, y todos habrían dicho, si les hubieran preguntado, que la querían. Mencioné su nombre; nadie se dio por aludido. Volví a mencionarlo y ellos volvieron a prestar oídos sordos. Quizá la tercera vez traté de provocarles adrede, cabreado por lo que me pareció no tanto mala educación como cobardía. Temerosos de pronunciar su nombre, la negaron por tercera vez y yo les tuve en peor concepto.
Está la reacción del enfado. Algunos se enfadan con la persona fallecida, que les ha abandonado, les ha traicionado por perder la vida. ¿Qué puede ser más irracional que esto? Pocos mueren de buen grado, ni siquiera la mayoría de los suicidas. Algunos de los que guardan duelo se enfadan con Dios, pero si no existe, es también irracional. Otros se enfadan con el universo por permitir que haya sucedido, por haber sido algo inevitable, irreversible. Yo no sentía exactamente eso, pero durante aquel otoño de 2008 leí los periódicos y seguí la actualidad en la televisión con una indiferencia olímpica. Los noticiarios parecían sólo una versión más amplia y más insultante de aquellos autobuses llenos de pasajeros despreocupados, el combustible de su solipsismo e ignorancia ambulantes. Por alguna razón me interesé muchísimo por la elección de Obama, pero muy poco por cualquier otra cosa en el mundo. Decían que todo el sistema financiero quizá estuviese a punto de desplomarse y arder, pero no me inquietó. Si el dinero no había podido salvar a mi mujer, ¿para qué servía y qué sentido tenía salvarle el pellejo al sistema? Decían que el clima del planeta estaba alcanzando un punto sin retorno, pero si por mí fuese bien podía llegar a ese punto y sobrepasarlo. Al volver en mi coche del hospital, en cierto tramo del trayecto, justo antes de un puente ferroviario, me venían a la cabeza las palabras y las repetía en voz alta: «No es más que el universo cumpliendo su cometido.» Aquello era «su cometido», aquel enorme y tremendo «cometido». Las palabras no encerraban el menor consuelo; quizá fueran un modo de resistirse a los consuelos falsos, alternativos. Pero si el universo sólo estaba cumpliendo su cometido, también podía cumplirlo consigo mismo e irse al diablo. ¿Qué me importaba a mí salvar el mundo si el mundo no podía, no quería, salvar a mi mujer?
Una amiga cuyo marido murió casi en el acto de un ictus, a mediados de la cincuentena, me habló de su enfado no con él, sino con el hecho de que él no lo supiera. No sabía que iba a morir, no tuvo tiempo para prepararse, para despedirse de ella y de sus hijos. Esto es una forma de enfadarse con el universo. La ira contra la indiferencia; la indiferencia de la vida que se limita a continuar hasta que se acaba.
Así que el enfado puede dirigirse, en cambio, a los amigos. Por su incapacidad de decir o hacer lo que se debe, por su solicitud indeseada o su aparente froideur. Y puesto que los afligidos raramente saben lo que quieren o necesitan, sólo saben lo que no, es frecuente ofender y ofenderse. Algunos amigos tienen tanto miedo al luto ajeno como a la muerte; te rehúyen como si temieran contagiarse. Algunos, sin saberlo, esperan a medias que tú asumas su duelo en su lugar. Otros adoptan un pragmatismo inteligente. «Y ahora», pregunta una voz en el teléfono, una semana después de que yo hubiese enterrado a mi mujer, «¿a qué te dedicas? ¿Al senderismo?» Grito por teléfono un momento y luego cuelgo. No: el senderismo lo hacíamos juntos, cuando mi vida pisaba suelo firme.
Pero extrañamente, en retrospectiva, esta pregunta impertinente no iba tan descaminada. De vez en cuando, a lo largo de los años, había pensado en lo que haría si «algo malo» me ocurriese en la vida. No especificaba ese «algo malo», pero las posibilidades eran muy limitadas. Decidí de antemano que haría una cosa trivial y otra más seria. La primera era que finalmente me rendiría a Rupert Murdoch y me suscribiría a un abanico de cadenas deportivas. La segunda sería recorrer Francia a pie, yo solo; o, si no era factible, un rincón del país, concretamente la franja del Canal du Midi, desde el Mediterráneo hasta el Atlántico, con un cuaderno en la mochila donde anotaría mis tentativas de afrontar «algo malo». Pero cuando aconteció no tuve ganas de calzarme las botas. Y «senderismo» a duras penas sería el nombre de semejante itinerancia afligida.
Me propusieron otras distracciones, me dieron otros consejos. Algunos reaccionaron como si la muerte del ser querido fuese únicamente una forma extrema de divorcio. Me aconsejaron que me comprase un perro. Yo respondí sarcásticamente que no me parecía un buen sustituto de una esposa. Una viuda me advirtió que «procurara no fijarme en otras parejas»; pero la mayoría de mis amistades viven en pareja. Alguien me sugirió que alquilase un apartamento en París durante seis meses o, en su defecto, «un bungalow en una playa de Guadalupe». Ella y su marido me cuidarían la casa durante mi ausencia. A ellos les vendría bien y «así tendríamos un jardín para Freddie». La propuesta llegó por e-mail en el curso del último día de vida de mi mujer. Y Freddie era el perro del matrimonio.
Por supuesto, los que guardan silencio y los que te aconsejan estarán afligidos a su vez, y quizá también sienten un enfado que puede dirigirse a nosotros: a mí. Acaso quieran decir: «Tu duelo es un engorro. Sólo estamos esperando a que pase. Y, por cierto, eres menos interesante sin ella.» (Lo cual es verdad: me siento menos interesante sin ella. Cuando le hablo, a solas, vale la pena escucharme; cuando hablo conmigo mismo, no. «Oh, deja de aburrirme», me reprendo en voz alta, cuando me repito para mis adentros.) Un amigo norteamericano me dijo, a quemarropa: «Siempre pensé que ella te despediría a ti.» Entendí perfectamente: mi supervivencia le había parecido la posibilidad menos probable. Pero quizá también se refería a que habría preferido que sobreviviera ella. Y yo difícilmente podía discrepar a este respecto.
Tampoco sabes cómo te ven los demás. Lo que sientes y lo que aparentas puede ser o no lo mismo. Entonces, ¿cómo te sientes? Como si te hubieras caído desde una altura de sesenta metros, consciente en todo momento, y hubieras aterrizado con los pies por delante en un arriate de rosas, con un impacto tan fuerte que te ha clavado en la tierra hasta las rodillas, y una conmoción que te ha reventado los órganos internos y los ha proyectado fuera de tu cuerpo. Así se siente uno, ¿y por qué debería parecer otra cosa? No es de extrañar que algunos quieran desviar la conversación hacia un tema más seguro. Y quizá no estén esquivando a la muerte y a tu mujer; te están rehuyendo a ti.
No creo que volveré a verla. Nunca la veré, oiré, tocaré, abrazaré, escucharé, reiré con ella; nunca más aguardaré sus pasos, sonreiré al oír que se abre una puerta, acoplaré su cuerpo al mío, el mío al suyo. Tampoco creo que volveré a encontrarla en alguna forma desmaterializada. Creo que la muerte es la muerte. Hay quien cree que el duelo es una especie de autocompasión violenta pero justificable; otros piensan que es simplemente nuestro reflejo en la mirada de la muerte; otros dicen ...

Índice

  1. Portada
  2. El pecado de la altura
  3. En lo llano
  4. La pérdida de profundidad
  5. Créditos
  6. Notas