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Los siete pasos que van de la democracia a la dictadura

  1. 264 páginas
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Los siete pasos que van de la democracia a la dictadura

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Un manual de resistencia contra fascismos, populismos, nacionalismos y tentaciones dictatoriales de los gobiernos.

Este libro arranca con aviones de combate sobrevolando Estambul, con bombas y disparos. Es el 15 de julio de 2016, y la autora contempla a través de la ventana el desarrollo del chapucero golpe de Estado que Erdogan sofocará en pocas horas, y que le proporcionará la excusa para activar un engranaje de detenciones y purgas. ¿Cómo llegó Turquía, que aspiraba a ser europea y moderna, a semejante situación?

Es tan claro como terrible: el populismo y el nacionalismo corroyeron el sistema y derivaron en tentación autoritaria. Pero eso no es exclusivo de Turquía. Lo vemos en Venezuela, y en Hungría, y hay señales de alarma en los Estados Unidos de Trump, en la Gran Bretaña del Brexit y en la Europa de la ultraderecha, que también ha llegado a España.

El volumen se organiza como un manual de instrucciones para llevar a un país de la democracia a la dictadura de facto en siete pasos, que la autora denuncia a modo de antídoto: crear un movimiento, trastocar la lógica y atentar contra el lenguaje, apostar por la posverdad, desmantelar los mecanismos judiciales y políticos, diseñar tu propio modelo de ciudadano, dejar que ese ciudadano se ría del horror y construir tu propio país a tu medida. Un texto imprescindible, que todos deberíamos leer antes de que sea demasiado tarde.

La vemos en Venezuela y en Hungría, y hay señales de alarma preocupantes en los Estados Unidos de Trump, en la Gran Bretaña del Brexit y en la Europa de la ultraderecha y los nacionalismos populistas, que también han llegado a España.

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Información

1. CREA UN MOVIMIENTO

«¡Tenemos que llevarnos al ciervo! ¡Tenemos que hacerlo!»
Son palabras de Leylosh, de cuatro años, que alza la voz para enfatizar el hecho de que debemos poner al ciervo imaginario en el asiento trasero, infinitamente grande, de nuestro coche igualmente imaginario, que ya está lleno de varios otros animales, incluido un dinosaurio que afortunadamente hemos logrado salvar de la congelación. Vamos de viaje desde Lewisburg, una pequeña y antaño próspera población agrícola situada unos cien kilómetros al norte de Harrisburg, Pensilvania, a casa de su abuela en Estambul, para darle el pato que hemos construido con Lego y luego asado en una cocina en miniatura. Leylosh entorna los ojos por el viento imaginario mientras pone una aterradora banda sonora invernal a nuestro arduo viaje: «¡Oouuuuvvoouuuv!» De vez en cuando echa un vistazo rápido para asegurarse de que le sigo la corriente. Satisfecha con mi capacidad de imaginación, vuelve la cabeza para tranquilizar a nuestros pasajeros: «No tengas miedo. Pronto estaremos con la abuela. Hoy no tenemos que ir al cole.»
En un universo paralelo menos emocionante, dentro de quince minutos ella tiene que ir al jardín de infancia, y dentro de una hora yo tengo que dar una conferencia en la Universidad Bucknell, una institución especializada en humanidades, sobre «el auge del populismo» y en torno a mi novela Devir (en inglés The Time of Mute Swans), que trata en parte de cómo Turquía se convirtió en el ejemplo perfecto del tema en cuestión. La madre de Leylosh, Sezi, una vieja amiga que da clases en Bucknell, me convenció de ello, puesto que en su opinión el mundo académico estadounidense tiene que saber de la experiencia turca y debe ser advertido sobre las últimas etapas de la administración Trump. De modo que ha llegado el momento de dejar de enseñar a Leylosh a «besar como un pez» y volver a desempeñar mi papel en la vida real: flotar como el ángel de la corneta del cuadro La caída de los ángeles rebeldes de Bruegel para alertar a las masas despistadas. Sezi no deja de mirar el reloj. Pero ni Leylosh ni yo tenemos ganas de bajar del coche imaginario, y, en cierto sentido, sus razones no son menos políticas que las mías.
Sezi toca el fortepiano y es experta en instrumentos musicales de los siglos XVIII y XIX. Leylosh probablemente cree que todas las madres tocan a Chopin en pianos antiguos para persuadir a sus hijas de que se tomen el desayuno. Seguramente tampoco le resulta inusual que su padre sea un antropólogo que periódicamente va a visitar a las tribus indígenas de la selva amazónica. Su escuela, un jardín de infancia para niños cuyos padres trabajan en la universidad –un reducto para hijos de académicos cosmopolitas en una pequeña población provinciana estadounidense–, está llena de niños como ella: hablan al menos dos idiomas, hacen regularmente viajes intercontinentales, y no tienen la menor idea de que lo que es normal para ellos está lejos de ser lo corriente.
«Antes le gustaba ir a la escuela», comenta Sezi. Pero últimamente las mañanas han empezado a llenarse de gritos de «¡No, mami! ¡No!». Mientras Leylosh se aferra a la puerta de nuestro coche imaginario resistiéndose a ir a la escuela, su madre me explica que esta nueva actitud –como muchos otros inconvenientes actuales de Estados Unidosse inició tras la llegada de Trump al poder. Ahí radican los problemas políticos de esta niña de cuatro años llamada Leylosh.
La mañana después de las elecciones, Leylosh llegó a la escuela acompañada de su madre. Las tres maestras estaban esperando en la puerta, con las manos en las caderas y exhibiendo una nueva sonrisa sardónica. «Era como si nos estuvieran diciendo: “¡Chúpate esa!”», cuenta Sezi. «Todas son partidarias de Trump que cuidan a los hijos de los votantes de Bernie o de Hillary. La tensión ha ido aumentando gradualmente desde entonces, y ahora afecta a los niños.» Sezi se detiene un momento para encontrar las palabras adecuadas. «Estas personas cambiaron de repente, es como si ahora fueran una especie distinta.»
Como reza un proverbio argentino, «Pueblo chico, infierno grande». Esto resulta especialmente cierto en el mundo actual, dado que el fenómeno del auge del populismo tiene mucho que ver con el provincianismo. Las poblaciones pequeñas son los lugares donde la gente acostumbra a toparse por primera vez con esta corriente política y social. Aun así, en general no suele describirla tan diligentemente como los analistas políticos, y aunque lo haga, sus inquietudes son en gran parte desoídas. El discurso movilizador de la nueva orientación política se alimenta de las percepciones provincianas de la vida y del mundo; unas percepciones que se juzgan demasiado arcaicas para que las entiendan los cosmopolitas. Los pequeños cambios desestabilizadores producidos en las provincias pueden parecer intrascendentes en las grandes ciudades, donde se ha perdido el hábito de controlar a los vecinos. En consecuencia, los analistas políticos y los grandes medios de comunicación solo son capaces de diagnosticar el populismo de derechas mucho después de que este haya sido percibido ya por los habitantes de provincias.
Sezi me proporciona más ejemplos de cómo ha cambiado la actitud general de la gente hacia el prójimo en su pequeña población a raíz de la victoria de Trump; son ejemplos que a los habitantes de las grandes ciudades podrían parecerles insignificantes: sonreír de manera ostentosa cuando los «académicos liberales» entran en los restaurantes locales; no quitar los letreros electorales de «Make America Great Again» de sus jardines meses después de haberse celebrado los comicios, y cosas por el estilo. A medida que los ejemplos se multiplican, parecería que intenta describir un olor extraño: «Es como si eso ya estuviera ahí, bullendo silenciosamente, y la victoria de Trump hubiera activado algo, como si se hubiera desatado un sombrío movimiento.»
Algo se ha desatado ciertamente en el mundo occidental. En varios países, un gas invisible e inodoro viaja de las provincias a las grandes ciudades: un gas hecho de rencores. Flota en el aire cierto olor a final. Se está corriendo la voz. Las personas reales se trasladan de las pequeñas poblaciones a las grandes ciudades para tener finalmente la oportunidad de ser los capitanes de sus almas. Nada permanecerá inalterado, afirman. Está surgiendo un nuevo nosotros. Un nosotros que probablemente no le incluya a usted, desasosegado lector de este libro. Recuerdo cómo fue antaño esa repentina exclusión.
«No, nosotros somos distintos. No somos un partido, sino un movimiento.»
Corre el otoño de 2002, y un nuevo partido denominado Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), con una ridícula bombilla como emblema, participa por primera vez en unas elecciones generales en Turquía. Como columnista política, viajo por todo el país, deteniéndome en ciudades remotas y pueblos pequeños, para tomarle el pulso a la nación antes del día de los comicios. Cuando me siento con varios representantes de otros partidos convencionales en una cafetería de una pequeña población del centro de Anatolia, tres hombres permanecen de pie fuera del círculo, con las cejas arqueadas en una actitud de arrogante impaciencia, esperando a que termine mi entrevista. Los invito a unirse a nosotros en la mesa, pero se niegan cortésmente, como si yo estuviera sentada en medio de un invisible cenagal en el que no quisieran entrar por temor a ensuciarse. Cuando los demás finalmente se disponen a irse, se acercan a mí con la máxima elegancia de la que son capaces los machos anatolios.
–Puede considerarnos un movimiento, el movimiento de los virtuosos –dice uno de los hombres–. Nosotros somos más que un partido. Vamos a cambiar por completo este sistema corrupto.
Se muestra ostentosamente orgulloso, y apenas me hace el honor de mirarme a los ojos.
Los otros dos hombres asienten con aprobación mientras su portavoz dispara con extremada calma expresiones como «sistema disfuncional», «nuevos representantes del pueblo no contaminados por la política» o «una nueva Turquía con dignidad». Su inquebrantable confianza, derivada de convicciones vagas pero fuertemente arraigadas, me recuerda a los jóvenes izquierdistas revolucionarios sobre los que he escrito durante varios años en diversos países. Emiten potentes vibraciones místicas, agitando el ambiente de la cafetería de esta pequeña y desesperada población. Son como discípulos visitantes de un plano moral superior, con la barbilla levantada como los jóvenes guardias rojos de los carteles de propaganda maoísta. Cuando los otros políticos provincianos se burlan de su insistencia en distinguir su «movimiento» de otros partidos, los tres hombres parecen crecerse con los comentarios condescendientes, como miembros de un culto religioso que aceptan la humillación para estrechar los lazos de su círculo íntimo.
Su portavoz golpea la mesa con el puño, con suavidad pero con resolución, para terminar su discurso:
–Nosotros somos el pueblo de Turquía. Y cuando digo pueblo, me refiero al pueblo real.
Es la primera vez que oigo utilizar la expresión «pueblo real» en ese sentido. Los otros políticos, tanto de izquierdas como de derechas, se sienten irritados por la frase y protestan burlonamente:
–¿Que se supone que significa eso? También nosotros somos el pueblo real de Turquía.
Pero ya es tarde: los tres hombres están disfrutando del placer de ser los propietarios legítimos de la expresión. Ahora les pertenece.
Después de ver repetirse la misma escena sin apenas variación en otras ciudades, escribo en mi columna: «Ganarán». Mis colegas se burlan de mí, pero en noviembre de 2002 el partido de la bombilla ridícula de los tres hombres de la cafetería se convertiría en el nuevo partido gobernante de Turquía. Hoy aquel movimiento que fue acumulando poder en las pequeñas poblaciones de todo el país lleva diecisiete años gobernando Turquía de manera ininterrumpida, y cambiándolo todo exactamente como prometieron.
«Aquí sucede lo mismo. ¡Exactamente igual! Pero ¿quién es ese pueblo real?»
Corre el mes de mayo de 2017, y viajo a Londres, y luego a Varsovia, para hablar de mi libro, ya mencionado, Turkey: The Insane and the Melancholy, explicando a dos audiencias distintas la historia de cómo el pueblo real se apoderó política y socialmente de mi país, reprimiendo a todo el resto de la población, a la que consideraba irreal. El público asiente con preocupación, y todas las sesiones de «ruegos y preguntas» se inician siempre con la misma cuestión: «¿De dónde demonios ha salido ese pueblo real?»
Los asistentes reconocen el léxico debido a que ese rencor provinciano politizado y movilizado ha anunciado su gran entrada en la escena mundial repitiendo básicamente la misma declaración en distintos países: «Este es un movimiento, un nuevo movimiento del pueblo real situado más allá y por encima de todas las facciones políticas.» Y ahora muchos quieren saber quién es ese pueblo real, y por qué ese movimiento ha invadido las altas esferas de la política. Hablan de ello como si se tratara de un desastre natural, predecible solo después de su inesperado advenimiento. Me recuerda a quienes cada verano se sorprenden por la ola de calor en Escandinavia, y solo entonces se acuerdan de las noticias sobre el cambio climático que leyeron el invierno anterior. Yo les digo que este «nuevo» fenómeno en realidad lleva ya bastante tiempo con nosotros en ebullición.
En julio de 2017 se desprendió un enorme iceberg de la Antártida. Durante varios días los informativos mostraron al monstruo blanco como la nieve flotando a la deriva. Era el majestuoso buque insignia de nuestra época, susurrando desde las pantallas de todo el mundo en el crujiente lenguaje del hielo: «Esta es la última fase de la era de la desintegración. Todo lo que se mantiene firme se romperá, todo se hará pedazos.» No era un espectro, sino un monstruo sólido narrando la historia de nuestra época: desde el ente más grande hasta el más pequeño del planeta Tierra, no quedará nada tal como lo conocemos. Las Naciones Unidas, ese cuerpo enorme e impotente creado para fomentar la paz mundial, se está desmoronando, mientras que la unidad más pequeña, el alma, se está descomponiendo como nunca antes. Un solo segundo puede dividirse en siglos durante los cuales unos pocos ricos se preparan espacios vitales no contaminados para vivir más tiempo mientras decenas de miles de niños en Yemen mueren de cólera, una enfermedad que corresponde a una época anterior al siglo XX. El iceberg gritaba silenciosamente: El centro no puede resistir.
Diversos movimientos progresistas surgidos en todo el mundo, desde las protestas en la conferencia de Seattle de la Organización Mundial del Comercio, en 1999, hasta la revuelta de la plaza Tahrir de El Cairo, en 2011, constituían en muchos aspectos una respuesta a estos tiempos fracturados. En un mundo donde hablan cada vez más personas pero se escucha cada vez a menos, querían decirle al resto de la humanidad, a través de sus cuerpos, que independientemente de nuestras diferencias podemos, y de hecho debemos, aunar esfuerzos para encontrar respuestas colectivas a esta nuestra era de desintegración, ya que de lo contrario todo se desmoronará. Exigían justicia y dignidad. Exigían que el mundo se diera cuenta de que hace falta un contramovimiento para revertir el curso global de los acontecimientos. Nos mostraban que replegarse no es la única respuesta a la pérdida de esperanza a escala mundial. Fueron ellos quienes resistieron la tentación de «ceder ante el proceso de mera desintegración» y rechazaron la idea de que se trataba de «una necesidad histórica».* Su respuesta a la desintegración fue crear minimodelos nuevos, vigorizantes y transitorios de colectivos dispersos en las plazas de ciudades de todo el mundo. Respondieron en varios idiomas distintos a las célebres palabras de W. B. Yeats con el mensaje de que, si las personas se unen, el centro puede resistir.
Sin embargo, con el paso del tiempo muchos de aquellos movimientos progresistas terminaron siendo suprimidos, marginados o engullidos por el sistema político convencional. Por diversas razones –todas ellas comprensibles– no pudieron terminar lo que habían comenzado; aún no. Sin embargo, su voz se escuchó con claridad cuando anunciaron a escala global que la democracia representativa (maltratada por las instituciones financieras y despojada de la justicia social) estaba sufriendo su mayor crisis desde la Segunda Guerra Mundial.
Hoy estamos presenciando la respuesta a unos temores similares por parte de una masa de personas completamente distinta; una con un vocabulario más limitado, sueños menos ambiciosos para el mundo y menos fe en la supervivencia colectiva de la humanidad. También ellos dicen que quieren cambiar el statu quo, pero quieren hacerlo para construir un mundo en el que se cuenten entre los pocos afortunados que sobrevivirán bajo el liderazgo de un hombre fuerte. No es casualidad que el «muro», ya sea literal o virtual, se haya convertido en la consigna entre los crecientes movimientos políticos de derechas. «Sí, el mundo se está desintegrando», dicen, «y nosotros, el pueblo real, queremos asegurarnos de que estamos en el lado bueno del muro divisorio.» No es que quieran quedarse quietos viendo morir a los bebés en el Mediterráneo, es que no quieren morir también ellos. Lo que estamos escuchando, tal como se transmite de las provincias a las grandes ciudades, es el grito de supervivencia de aquellos cuyo miedo a ahogarse en el creciente mar de desintegración supera a su interés en la supervivencia del prójimo. Y así, inexorablemente, se mueven.
Los movimientos políticos son promesas de transición de la realidad a la potencialidad, a diferencia de los partidos políti...

Índice

  1. Portada
  2. Introducción. ¿Qué puedo hacer yo por ustedes?
  3. 1. Crea un movimiento
  4. 2. Trastoca la lógica y atenta contra el lenguaje
  5. 3. Elimina la vergüenza: en el mundo de la posverdad...
  6. 4. Desmantela los mecanismos judiciales y políticos
  7. 5. Diseña tu propio ciudadano
  8. 6. Deja que se rían ante el horror
  9. 7. Construye tu propio país
  10. Agradecimientos
  11. Créditos
  12. Notas