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«Cualquiera cuya mente es lo bastante orgullosa como para no formarse en la disciplina lleva oculta, secreta, una bomba en el fondo del cerebro», reveló alguna vez Vladimir Nabokov ante sus alumnos; «yo sugiero, aunque solo sea por diversión, que coja esa bomba particular y la deje caer con cautela sobre la ciudad moderna del sentido común». Esta ética literaria, que atraviesa toda la obra del autor de Pálido fuego, aparece en Una belleza rusa para convertirlo en una de las bombas más refinadas y encantadoras de Nabokov.

Escrito entre 1924 y 1940, mientras huía de Rusia y vagaba por una Europa ya bajo la sombra de la barbarie nazi, este volumen de cuentos muestra la serena e inspirada madurez narrativa de un escritor brillante, capaz de deslumbrar por igual en sus percepciones, en un final impredecible o en inolvidables miniaturas. Aquí, en un mágico desfile que se pasea por el confundido universo de los exiliados rusos, vemos a la melancólica Olga, bonita y aburrida gracias al cósmico aburrimiento de sus pretendientes; al manojo de nervios llamado Romantovski, quien no es culpable de nada pero invita al castigo; al pésimo escritor Ilyá Borísovich Tal, cuya pasión literaria lo hace víctima de la ingenuidad; al súbito duelista Antón Petróvich, cautivo de su honor y también de la deriva... Personajes fascinantes propios de una mirada que combina piedad con osadía, y que hacen de Una belleza rusa un texto insoslayable de Nabokov, siempre fiel a una altísima elegancia poética solo presente en ciertas bombas o, como se sugiere en estas páginas, en el vuelo de la única e imposible flecha que no deja nunca de volar.

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Información

Año
2020
ISBN
9788433941565
Categoría
Literatura

Ultima Thule

Fue en el invierno de 1939-1940 cuando escribí mi última prosa en ruso. En la primavera me fui a América, donde iba a pasar veinte años seguidos escribiendo obras de ficción únicamente en inglés. Entre los escritos de esos últimos meses en París había una novela que no terminé antes de marcharme y a la que nunca volví. Salvo dos capítulos y unas cuantas notas, destruí todo lo que había escrito. El capítulo primero, titulado «Ultima Thule», se publicó en 1942 (Novyy Zhurnal, I, Nueva York), pero el capítulo segundo, «Solus Rex», se había publicado ya a comienzos de 1940 (Sovremenye Zapiski, LXX, París). La traducción al inglés que hizo mi hijo en febrero de 1971 con mi colaboración es escrupulosamente fiel al texto original, incluida la restauración de una escena que en Sovremenye Zapiski había sido sustituida por puntos suspensivos.
Tal vez si hubiera terminado mi libro, los lectores no tendrían que preguntarse cosas como las siguientes: ¿era Falter un charlatán? ¿Era, por el contrario, un verdadero vidente? ¿O era tal vez un médium a través del cual la esposa muerta del narrador había intentado hacer llegar a su marido el esbozo indistinto de un mensaje que este pudo o no reconocer? En cualquier caso, hay algo que está suficientemente claro. Al evocar un país imaginario (lo cual al principio le sirve simplemente para distraerle de su aflicción pero luego se convierte en una auténtica obsesión artística), el viudo llega a enfrascarse tanto en Thule que este empieza a cobrar su propia realidad. Sineúsov menciona en el capítulo primero que se va a marchar de la Riviera para volver a su piso de París. A donde va en realidad es a un palacio desolado en una remota isla del norte. Su arte le ayuda a resucitar a su esposa en la persona de la reina Belinda, un acto patético que no le permite triunfar sobre la muerte ni siquiera en el mundo de la libre fantasía. En el capítulo tercero ella debía morir otra vez en el nuevo puente sobre el Egel, a consecuencia de una bomba destinada a su marido, unos minutos después de regresar de la Riviera. Eso es más o menos todo lo que me es posible distinguir ahora entre el polvo y los escombros de mis viejas fantasías.
En cuanto al título del segundo fragmento, citaré aquí a Blackburne en Terms & Themes of Chess Problems (Londres, 1907): «Si el rey es la única pieza negra en el tablero, se trata de un problema de la categoría “Solus Rex”.»
El príncipe Adulf, al cual imaginé, no sé por qué razón, con un aspecto físico parecido al de S. P. Diáguilev (1872-1929), sigue siendo uno de mis personajes favoritos del museo particular de gente disecada que todo escritor agradecido conserva en algún lugar. No recuerdo los detalles de la muerte del pobre Adulf, salvo que Sien y sus compinches acabaron con él de manera horrible y desmañada exactamente cinco años antes de la inauguración del puente sobre el Egel.
Entiendo que ya no existen los freudianos, así que no es necesario que les advierta que no toquen mis círculos con sus símbolos. El buen lector, por otra parte, sin duda hallará ecos desfigurados de esta última novela que escribí en ruso en Bend Sinister (1947) y, sobre todo, en Pálido fuego (1962); esos ecos me molestan un poco, pero lo que realmente me hace lamentar no haberla terminado es que parecía que iba a diferir radicalmente, por la calidad de su coloración, por la amplitud de su estilo, por algo indefinible que había en su corriente subterránea, de todas mis demás obras en ruso. La versión inglesa de «Ultima Thule» apareció en The New Yorker el 7 de abril de 1973.
¿Recuerdas el día en que tú y yo estábamos almorzando (compartiendo el nutrimento), un par de años antes de tu muerte? Suponiendo, claro, que la memoria pueda vivir sin su tocado. Imaginemos –es solo una idea que se me ha ocurrido «a propósito»– un manual totalmente nuevo de muestras epistolares. A una dama que ha perdido la mano derecha: Beso su elipsis. A un difunto: Le saluda respectrosamente. Pero basta ya de tímidas viñetas. Si tú no te acuerdas, yo me acuerdo por ti: la memoria tuya puede pasar, por lo menos desde el punto de vista gramatical, por tu memoria y estoy totalmente dispuesto a reconocer, aunque solo sea por construir una frase florida, que si después de tu muerte yo y el mundo perduramos, es únicamente porque tú te acuerdas del mundo y de mí. Me dirijo ahora a ti por la razón siguiente. Me dirijo ahora a ti con ocasión de lo siguiente. Me dirijo ahora a ti simplemente para charlar contigo de Falter. ¡Qué destino el suyo! ¡Qué misterio! ¡Qué letra! Cuando me canso de tratar de persuadirme a mí mismo de que es un mentecato o un kvak (como tú solías rusianizar la palabra inglesa que significa charlatán), se me ocurre que es una persona que... que, como sobrevivió a la bomba de la verdad que explotó en él..., ¡se convirtió en un dios! A su lado, ¡qué mezquinos parecen todos los videntes del pasado!: el polvo levantado por el rebaño al atardecer, el sueño dentro de un sueño (cuando uno sueña que se ha despertado), los excelentes alumnos de este instituto nuestro del saber herméticamente cerrado a los de fuera. Pues Falter está fuera de nuestro mundo, en la verdadera realidad. ¡La realidad! Esa es la garganta de paloma buchona de la serpiente que me fascina. ¿Recuerdas la vez que almorzamos en el hotel que dirigía Falter cerca de la frondosa frontera con Italia, con sus numerosas terrazas, donde las glicinas enaltecen el asfalto hasta el infinito y el aire huele a goma y a paraíso? Adam Falter era todavía como nosotros y, aunque no hubiera nada en él que presagiara su..., ¿cómo lo diría?, su videncia, digamos, de todos modos, ahora que pienso en ello, la materia robusta de la que estaba hecho (la coordinación de carambola de sus movimientos corporales, como si tuviera cojinetes de bolas en lugar de cartílagos, su precisión, su indiferencia aquilina) puede explicar por qué sobrevivió al impacto: la cifra inicial era lo suficientemente grande para soportar la sustracción.
Ay, amor mío, cómo sonríe tu presencia desde esa mítica bahía –¡y nunca más!–, ay, me muerdo los nudillos para no ponerme a sollozar convulsivamente, pero no hay forma de contener los sollozos. Me deslizo pendiente abajo con los frenos inmovilizados, llorando ruidosamente, y todo es un disparate físico tan humillante: el parpadeo febril, la sensación de ahogo, el pañuelo sucio, los bostezos convulsivos alternando con las lágrimas... No puedo vivir sin ti, no puedo. Me sueno, trago saliva y luego trato una vez más de persuadir a la silla a la que me agarro, al escritorio que aporreo, que no puedo desahogarme llorando sin ti. ¿Puedes oírme? Eso es parte de un cuestionario banal, al cual no contestan los fantasmas, pero de qué buen grado responden por ellos nuestros compañeros de la celda de los condenados a muerte: «¡Lo sé!» (apuntando al azar hacia el cielo) «¡Tendré mucho gusto en decírtelo!» Tu adorable cabeza, el hueco de tu sien, el gris nomeolvides de un ojo que mira de soslayo un beso incipiente, la plácida expresión de tus orejas cuando te levantabas el pelo..., ¿cómo puedo resignarme a tu desaparición, a ese profundo agujero en el que se cuela todo –mi vida entera, grava húmeda, objetos y hábitos–, y qué verjas sepulcrales pueden impedirme que caiga, con callado deleite, en ese abismo? Vértigo del alma. Recuerda cómo, justo después de que murieras, salí precipitadamente del sanatorio, no andando sino más bien pisoteando el suelo e incluso bailando de dolor (al haberse pillado la vida en la puerta como un dedo), solo en aquel camino tortuoso entre los pinos exageradamente escamosos y los escudos espinosos de las pitas, en un mundo de verde coraza que retiraba los pies calladamente para que no le contagiara mi enfermedad. Pues sí: todo lo que había en torno a mí guardaba un silencio precavido y atento, y solo cuando yo miraba algo, ese algo se sobresaltaba y empezaba a moverse, a crujir o a zumbar ostentosamente haciendo como que no había notado mi presencia. «Naturaleza indiferente», dice Pushkin. ¡Tonterías! Un respingo constante sería una descripción más exacta.
Qué pena, pese a todo. Eras tan encantadora. Y agarrado a ti desde dentro por un pequeño botón, nuestro hijo se fue contigo. Pero, señor mío, no se le hace un hijo a una mujer que tiene tuberculosis de la garganta. Traducción involuntaria del francés al idioma de Hades. Te moriste en tu sexto mes y te llevaste contigo las doce semanas restantes, con lo que no pagaste tu deuda íntegramente, por así decirlo. Cuánto deseaba que tuviera un hijo mío, informó a las paredes el viudo de la nariz colorada. Êtes-vous tout à fait certain, docteur, que la science ne connaît pas de ces cas exceptionnels où l’enfant naît dans la tombe? Y el sueño que tuve: que aquel médico que olía a ajo (que al mismo tiempo era Falter, ¿o era Alexandr Vasílievich?) contestaba con excepcional prontitud que sí, que por supuesto que algunas veces ocurría y que a esos niños (es decir, a los nacidos póstumamente) se les llamaba cadaverinos.
En cuanto a ti, ni una sola vez desde que moriste has aparecido en mis sueños. A lo mejor te lo impiden las autoridades, o tú misma evitas en mi caso esa clase de visitas a la cárcel. Al principio, como era un vil ignorante, temía –con un temor supersticioso, humillante– los pequeños crujidos que una habitación emite siempre por la noche, pero que dentro de mí se convertían en ráfagas aterradoras que aceleraban los latidos de mi corazón y lo hacían huir precipitadamente con las alas gachas. Con todo, aún era peor la espera de cada noche, cuando, echado en la cama, trataba de no pensar en que de repente podrías dar un golpe para responderme si pensaba en ello, lo cual solo suponía complicar el proceso mental parentético, colocar corchetes dentro de los paréntesis (pensar en tratar de no pensar), y el miedo que había dentro de ellos crecía más y más. Oh, qué horrible era el golpecito seco de la uña fantasmal bajo el tablero de la mesa y qué poco tenía que ver, claro, con la entonación de tu alma, de tu vida. ¡Un espectro vulgar con trucos de pájaro carpintero, un humorista incorpóreo, un duende cursi que se aprovechaba de mi extrema pena! Durante el día, sin embargo, no tenía miedo, y, sentado sobre los guijarros de la playa, donde antaño extendías tus piernas doradas, te desafiaba a que manifestaras tu capacidad de respuesta de la manera que quisieras; y al igual que antes llegaba una ola, completamente sin aliento, pero, como si no tuviera nada que comunicar, se dispersaba haciendo zalemas de disculpa. Guijarros como huevos de cuclillo, un trozo de losa que tenía forma de cargador de pistola, un fragmento de cristal de color de topacio, algo muy seco que parecía una escobilla de líber, mis lágrimas, una gota microscópica, un paquete de cigarrillos vacío en el que estaba dibujado un marinero de barba amarilla en el centro de un cinturón salvavidas, una piedra como un pie pompeyano, el huesecito de algún animal o una espátula, una lata de queroseno, un pedazo de vidrio granate, una cáscara de nuez, un chisme oxidado de aspecto indefinido que no guardaba relación con nada, un casco de porcelana cuyos otros fragmentos de los que se había separado debían existir inevitablemente en alguna parte; y me imaginé un tormento eterno, un trabajo de presidiario que sirviera de castigo óptimo para aquellos que, como yo, habían dejado errar sus pensamientos demasiado lejos en el curso de su vida: a saber, encontrar y juntar todos aquellos fragmentos a fin de reconstruir aquella salsera o sopera; una peregrinación con la espalda encorvada por playas salvajes y brumosas. Y, al fin y al cabo, si uno tuviera una suerte inmensa podría restaurar el plato en la primera mañana en lugar de en la trillonésima: ahí está el busilis, en la sumamente angustiosa cuestión de la suerte, de la diosa Fortuna, del billete de lotería ganador sin el cual se le puede negar a cualquier alma la felicidad eterna en el más allá.
En estos días de comienzos de primavera la angosta franja de guijarros está desprovista de ornamentos y abandonada, pero hay gente que pasea por la explanada de arriba y, sin duda, alguna persona, al observar mis omoplatos, habrá dicho: «Ahí está Sineúsov, el artista. Perdió a su mujer el otro día.» Y probablemente me habría estado así sentado toda la vida, escarbando los desechos resecos, contemplando la espuma vacilante, observando la falsa ternura de las nubecillas alargadas que se extendían una tras otra por todo el horizonte y los flujos de calor oscuros como el vino en el verdiazul frígido del mar, si no hubiera sido porque alguien me reconoció desde el paseo.
No obstante (mientras me abro paso torpemente entre las sedas rasgadas del lenguaje), permíteme que vuelva a Falter. Como debes haber recordado ya, fuimos allá una vez, en un día tórrido, arrastrándonos como dos hormigas por la cinta de un cesto de flores, porque tenía curiosidad por volver a ver a mi antiguo preceptor (cuyas clases se limitaban a agudas polémicas con los compiladores de mis manuales), un hombre de aspecto sólido, siempre acicalado, de nariz grande y blanca y con una raya en el pelo muy bien trazada, que, siguiendo ese camino suyo tan recto, pasó a triunfar más tarde en los negocios, mientras que su padre, Ilyá Falter, no era más que el jefe de cocina de Ménard’s en San Petersburgo: il y a pauvre Ilyá, convertido en povar, que quiere decir «cocinero» en ruso. Oh, ángel mío, ángel mío, tal vez toda nuestra existencia terrenal no sea ahora para ti más que un juego de palabras, o una rima grotesca, algo así como «dental» y «trascendental» (¿recuerdas?), y el verdadero sentido de la realidad, de esa expresión penetrante, limpio ya de todas nuestras interpretaciones extrañas, fantásticas y enmascaradoras, suene ahora tan puro y grato a tus oídos que a ti, ángel mío, te parezca divertido que nos pudiéramos tomar el sueño en serio (aunque tú y yo sí teníamos una vaga noción de por qué todo se desintegraba al primer contacto furtivo –las palabras, las convenciones de cada día, los sistemas, las personas–, así que creo que la risa es una especie de monito de la verdad extraviado accidentalmente en nuestro mundo).
Le iba a ver tras un intervalo de veinte años. ¡Qué acertado había estado, cuando me acercaba al hotel, al interpretar todos sus ornamentos clásicos –el cedro del Líbano, el eucalipto, el plátano, la pista de tenis de terracota, el espacio para guardar los coches al otro lado del césped– como un ritual propiciatorio, como un símbolo de las correcciones que la antigua imagen de Falter requería ahora! Durante nuestros años de separación (bastante indolora para ambos), el estudiante pobre y nervudo de ojos vivos y oscuros como la noche y letra hermosa y firme que se inclinaba a la izquierda se había convertido en un señor bastante corpulento de aspecto respetable, aunque la viveza de su mirada y la belleza de sus manos grandes seguían intactas; solo que no le habría podido reconocer de espaldas, porque, en lugar del pelo tupido y lustroso y la nuca afeitada, había ahora un halo de pelusa negra en torno a una calva bronceada por el sol que parecía una tonsura. Con su camisa de seda que era del color de un nabo guisado, su corbata a cuadros, sus pantalones anchos color gris perla y sus zapatos de varios colores me dio la impresión de que se había vestido para ir a un baile de disfraces; pero su nariz grande era la misma de siempre, y con ella infaliblemente captó el ligero aroma del pasado cuando me acerqué, le di una palmada en el hombro musculoso y le planteé mi enigma. Tú estabas un poco alejada, con tus tobillos desnudos apretados uno contra el otro en los tacones altos azul cobalto, y examinabas con interés contenido pero malicioso la decoración de la enorme sala, vacía a aquella hora: la piel de hipopótamo de los sillones, el bar austero, las revistas inglesas en la mesa con tablero de cristal, los frescos, de una sencillez estudiada, en los que figuraban contra un fondo dorado unas muchachas bronceadas muy ligeras de ropa, una de las cuales, a la que le caían por la mejilla hebras paralelas de pelo estilizado, por alguna razón había apoyado una rodilla en el suelo. ¿Se podía concebir que el dueño de todo aquel esplendor fuera a dejar alguna vez de verlo? Ángel mío... Entretanto, agarrándome las manos, apretándolas, arrugando el entrecejo y mirándome fijamente con los ojos oscuros entornados, observaba esa pausa que deja la vida en suspenso y que observan los que están a punto de estornudar pero no están seguros del todo de lograrlo..., pero él lo logró: el pasado se iluminó súbitamente y pronunció mi apodo en voz alta. Te besó la mano sin doblar la cabeza y luego, armando un pequeño revuelo para agasajarnos, pues evidentemente estaba disfrutando del hecho de que yo, una persona que había conocido días mejores, lo encontraba ahora a él en todo el esplendor de una vida que se había creado por sí solo con la fuerza de su voluntad esculpidora, nos hizo sentar en la terraza, mandó que nos trajeran cócteles y un almuerzo y nos presentó a su cuñado, el señor L., un hombre culto con un terno oscuro que hacía un extraño contraste con el atuendo de lechuguino exótico de Falter. Bebimos, comimos, hablamos del pasado como de alguien gravemente enfermo, yo conseguí balancear un cuchillo en la parte posterior de un tenedor, tú acariciaste al perro maravilloso y nervioso que le tenía miedo a su amo y, después de un minuto de silencio, en medio del cual Falter soltó de pronto un claro «Sí», como si tras deliberar hubiera logrado finalmente hacer un diagnóstico, nos separamos haciéndonos mutuamente promesas que ni él ni yo teníamos la menor intención de cumplir.
A ti no te pareció que tuviera nada de extraordinario, ¿no es cierto? Y a decir verdad, el suyo era un caso repetido hasta la saciedad: durante toda su juventud gris mantuvo a su padre alcohólico dando clases y luego, lenta, obstinada, boyantemente, logró prosperar; pues además del hotel, que no era muy rentable, tenía intereses florecientes en la industria vinícola. Pero, como comprendí más tarde, te equivocaste al decir que todo carecía más bien de interés y que los tipos enérgicos que triunfan como él siempre apestan a sudor. En realidad, ahora me da una envidia tremenda aquella característica básica del Falter joven: la precisión y el poder de su «esencia volitiva», como –¿recuerdas?– dijo el pobre Adolf en otro contexto totalmente distinto. Ya estuviera sentado en una trinchera o en una oficina, cogiendo un tren o levantándose una mañana oscura en una habitación fría, estableciendo contactos comerciales o persiguiendo a alguien como amigo o enemigo, Adam Falter no solo estaba siempre en posesión de todas sus facultades, no solo vivía cada instante amartillado como una pistola, sino que estaba siempre seguro de alcanzar indefectiblemente la meta de hoy, y la de mañana, y todas las que progresiva y gradualmente se iba fijando y a las que al mismo tiempo procuraba llegar con gran economía de medios, pues no ambicionaba demasiado y sabía exactamente cuáles eran sus limitaciones. El mayor servicio que se hacía a sí mismo era que a sabiendas hacía caso omiso de las dotes que poseía y confiaba en lo ordinario, en lo común; pues estaba dotado de facultades extrañas, misteriosamente fascinantes, que otra persona menos circunspecta tal vez habría tratado de utilizar para la vida práctica. Quizá tan solo al comienzo mismo de su vida no había podido a veces dominarse y había entremezclado la instrucción rutinaria a un colegial en una materia rutinaria con manifestaciones extraordinariamente elegantes de pensamiento matemático, con lo cual dejaba flotando en el ambiente de mi sala de clases cierto escalofrío poético que perduraba después de que se hubiera ido a toda prisa a dar su siguiente clase. Pienso con envidia que si mis nervios fueran tan fuertes como los suyos, mi alma tan resistente, mi fuerza de voluntad tan concentrada, ahora me habría comunicado la esencia del descubrimiento sobrehumano que hizo recientemente, es decir, no habría temido que la información me dejase anonadado; yo, por otra parte, habría sido lo bastante persistente para obligarle a contármelo todo hasta el final.
Una voz ligeramente ronca me saludó con discrección desde el paseo, pero, como había pasado más de un año desde nuestro almuerzo con Falter, no reconocí inmediatamente a su humilde cuñado en la persona cuya sombra se proyectaba ahora sobre mis piedras. Por cortesía mecánica fui a encontrarme con él en la acera, y me expresó su más profundo etcétera: había ido por casualidad de visita a mi pensión, dijo, y la buena gente de allí no solo le había informado de tu muerte, sino que también le había señalado de lejos mi figura en la playa desierta, una figura que se había convertido en una especie de curiosidad local (por un momento sentí vergüenza de que la espalda redonda de mi aflicción fuera visible desde cada terraza).
–Nos conocimos en casa de Adam Ilych –dijo, mostrando los raigones de sus incisivos y ocupando su lugar en mi conciencia laxa. Debí pasar a preguntarle algo de Falter.
–Ah, ¿es que no lo sabe? –dijo sorprendido el parlanchín. Y fue entonces cuando me enteré de toda la historia.
Resulta que la primavera pasada Falter fue en viaje de negocios a una ciudad de la Riviera especialmente rica en viñas y, como de costumbre, se alojó en un hotelito tranquilo cuyo propietario le debía dinero desde hacía mucho tiempo. Hay que imaginarse ese hotel, arropado en la axila plumosa de una colina cubierta de mimosas, y la callecita, no completamente edificada todavía, con su media do...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo
  3. Una belleza rusa
  4. El leonardo
  5. Humo aletargado
  6. La mala noticia
  7. Labios contra labios
  8. La visita al museo
  9. Un lance de honor
  10. Terra incognita
  11. El seductor
  12. Ultima Thule
  13. El Elfo Patata
  14. El círculo
  15. Créditos