Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 168 páginas
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Narrativas hispánicas

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«Muchas tardes vengo aquí, traspaso la cancela, atravieso el pequeño jardín y entro en el edificio de la residencia donde ahora vive mi madre, esa mujer que ya no recuerda que soy su hija. Suele alegrarse de verme: intuye que soy alguien querido, aunque no sepa con certeza quién. Me ha olvidado a mí, como ha olvidado la mayor parte de su propia vida. Parece ensimismada. Podría pensarse que cualquier comunicación es imposible. Pero en estas tardes en que nos sentamos juntas se ha ido desarrollando entre nosotras una nueva relación, otra forma de comunicarnos. Su sinrazón nos ha abierto la puerta a una vida nueva. En medio de su desmemoria, afloran fugazmente nombres antiguos, palabras que atraen la evocación de cosas que nos sucedieron, recuerdos compartidos. Y esas pequeñas ráfagas del pasado hacen que yo misma recupere muchas cosas que había olvidado. Nos une lo que olvidamos, porque su falta de memoria estimula mi memoria, me hace bucear en mi pasado y recobrar vivencias perdidas. Gracias a esta mujer que apenas recuerda nada de su vida empiezo a reconstruir mi historia y la de un país que ya no existe: el nuestro, hace unos años.»

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Información

Año
2016
ISBN
9788433937346
Categoría
Literature
1) Siempre que me voy me exigen besos.
La primera es Herminia, la mujer de los grandes ojos azules asustados; no me dice nada –casi no habla, y cuando lo hace, emite sólo unas pocas frases inconexas–, pero me agarra la mano, la lleva a su mejilla suave y frágil, mejilla de mujer que tuvo un cutis de porcelana; roza un poco el dorso de mi mano contra esa piel arrugada y sin embargo suave al tacto y estampa un beso en mi palma abierta. Yo sé lo que tengo que hacer entonces: me agacho hacia su silla de ruedas, pongo mi cara a la altura de la suya y beso las dos mejillas rosadas. Ella me mira con agradecimiento, esbozando una sonrisa que no llega a cuajar: ahora está contenta porque la he besado.
Pero los demás también quieren su parte. Lucía me llama a gritos desde el otro extremo de la sala. Lucía siempre habla a gritos, a veces a gritos incomprensibles, pero llenos de vigor. Sus gritos de ahora significan que no está dispuesta a dejarme marchar sin besarla; si he besado a Herminia, ¿cómo es que no voy a besarla a ella? Me acerco y ella se levanta –no está en silla de ruedas, al menos todavía– y se cuelga de mi cuello para estamparme un par de besos enérgicos, un par de besos que casi hacen daño. Huele a jabón y a colonia infantil; se conoce que la acaban de bañar. Me fijo mejor y, sí, tiene el pelo ligeramente húmedo y muy peinado para atrás, como se les ponía en tiempos a los niños cuando se quería que estuvieran guapos.
Ya voy a salir, pero no puedo irme así, viendo la cara de desamparo de Ángela y Carmen: tengo que besarlas a ellas también, o se quedarán desconsoladas, le dirán a la cuidadora: «Hoy ella no me besó»; no recordarán mi nombre ni sabrían decir quién soy, quién ha sido aquella que se marchó sin besarlas, pero sí que sabrán sentir eso que les falta: que hoy vino alguien que besó a otras y no las besó a ellas. De paso, beso también a esta otra señora sin nombre, la mujercilla de pelo blanco vestida de negro como una abuela antigua, la que está siempre inmóvil como un árbol, mirando al infinito con unos ojos que son, sin embargo, vivarachos y expresivos; vivarachos y expresivos, aunque no se sepa lo que quieren expresar. La beso también a ella, que ni lo espera ni me lo ha pedido ni es capaz de decir su nombre –por eso no sé cómo se llama–; la beso por si acaso, con un beso preventivo, podríamos decir.
2) A los hombres no los beso, no es ésa la costumbre. Puedo prodigar un cariño fingido a las mujeres, ofreciéndoles durante un instante el leve contacto de mi piel contra su piel. Pero con estos hombres recios y antiguos, de manos de dedos gruesos y duros, encallecidos, de labrador o de obrero –unos oficios que quizás han olvidado, pero que dejaron huella en sus cuerpos–, debo comportarme como si la piel no existiera. Ellos no están acostumbrados a que las mujeres les besen, como no sean sus hijas y sus nietas, esas hijas y nietas que sólo vienen de vez en cuando. A los hombres sólo hay que saludarles al salir con una frase amable y una sonrisa: «¿Qué tal, José? Estás hoy muy entretenido, Felipe. ¿Cómo andas, Andrés, ya te encuentras mejor?» Y Andrés me mira sorprendido por la pregunta: no recuerda haber estado mal, su leve enfermedad de la semana pasada ha desaparecido en el laberinto de su memoria, no existe ya; sólo existe para mí, que no he estado enferma pero que le he visto a él febril, tosiendo con una tos que parecía salir de muy hondo del pecho. Su breve sufrimiento se ha ido y de su malestar no le queda ya recuerdo, sólo me queda el recuerdo a mí. Qué raro esto de que su enfermedad no viva en su recuerdo y sí en el mío.
También saludo a Pedro, el de los puzles. Siempre está en el mismo lugar, en la mesita de ajedrez de la entrada, mesita inútil porque aquí no hay nadie capaz de jugar al ajedrez. Para jugar al ajedrez hace falta tener memoria, no sólo de las reglas del juego, sino también de los últimos movimientos; y también hace falta poder prever el futuro, establecer una estrategia para los movimientos que vendrán. Demasiado complejo para este pequeño mundo donde ya es un logro recordar el propio nombre o el número de los hijos, o saber reconocer la esfera del reloj. Por eso la mesita de ajedrez estaba arrumbada, inútil, destinada a oficios serviles como colocar la ropa blanca doblada o los cuencos de papilla de cereales de la merienda, hasta que Pedro llegó y se apropió de ella, porque era la que le venía mejor, por altura y por tamaño, para montar sus puzles. O, mejor dicho, su puzle, porque sólo tiene uno.
Pedro conserva bastante bien sus habilidades manuales y es capaz de prestar atención a algunas tareas mecánicas. Por eso puede manejar las pequeñas piezas de formas arriñonadas y tiene aún concentración para ir colocando esas piezas en su sitio y capacidad cognitiva para averiguar cómo encajan unas con otras y qué dibujo forman. El perfil de un triunfador en este pequeño mundo cerrado, abocado al olvido.
Hoy tiene una parte del puzle casi terminada y me lo muestra orgulloso; seguro que ha estado varios días trabajando en él incansablemente. «Ya está acabado», me dice, esperando que yo alabe el puzle, al que le falta más de la mitad por montar («Qué bonito»), a él («Qué difícil, qué paciencia tienes, Pedro»), y que por enésima vez le haga las mismas preguntas: «Esto ¿qué es?, ¿y esto?, ¿y aquello?», y él me va explicando con paciencia las cosas que no entiendo: que esto es Suiza y que aquello es una casa suiza, toda de madera («Un chalet», digo yo; «No, no, una casa suiza»), y que esto es una vaca y esto es un ternero y ésta es una chica vestida de suiza que está regando las flores, las flores que son geranios («Rosas», digo yo; «No, geranios, geranios», corrige él) y al fondo se ve la montaña más alta del mundo («¿Del mundo o de Europa?»; «Del mundo: las montañas más altas del mundo están en Suiza»). Y yo miro atentamente esta pequeña estampa de una Suiza convertida en Himalaya por obra del error, con este chalet que no es un chalet y estas rosas que son geranios y esta chica que en realidad no riega las flores (improbable es que las riegue, si les está dando la espalda), sino que parece llevar una cántara de leche recién ordeñada. No es difícil verlo, aunque con el tiempo se han ido perdiendo piezas del puzle, que tiene ya grandes huecos; la cara de la muchacha, por ejemplo, estaba en una pieza que se perdió y ahora es una muchacha sin rostro, como aquellas personas que conocimos hace mucho tiempo –o poco–, que quizás fueron parte importante de nuestras vidas, pero cuyos rasgos, pasado el tiempo, somos incapaces de configurar en nuestra imaginación. Al chalet que es sólo una casa le falta un buen pedazo, como si se le hubiera caído un trozo de muro, pero resulta reconocible como tal chalet; el valle verde salpicado de flores presenta oquedades como abismos por las que se atisba el damero blanco y negro de la mesa. Pero Pedro no parece advertir esas lagunas, esas piezas que faltan: para él, la imagen está completa. Cuando crea que ya ha acabado quizás la deshaga para reconstruirla de nuevo, laboriosamente, como cuando intentamos recordar y conseguimos ver casi completo el mosaico del tiempo que ya pasó, aunque falten algunas piezas que se perdieron irremisiblemente en lo más hondo de nuestra desmemoria.
3) No sabríamos decir cuándo empezó todo, ni dónde marcar la línea sutil que separa las intemperancias del carácter, las rarezas y manías propias de la edad, del momento en que empezó el olvido, el deterioro definitivo de la memoria, la pérdida del propio yo. El momento en que nuestra madre dejó de ser ella para convertirse en una extraña que nos desconoce, que se olvida de su propio nombre y que parece haber borrado todo su pasado, toda su historia. Fue un goteo de despropósitos en mitad de una vida cotidiana aparentemente normal.
Tampoco sabría precisar cuándo empezamos realmente a preocuparnos. Quizás fue aquel día en que nos invitó a comer a su casa –la casa que había sido también nuestra, en la que ella vivía ya sola– y, cuando llegamos, comprobamos que no había ninguna comida preparada, nada dispuesto para el supuesto agasajo que quería ofrecernos; hicimos un convite absurdo y disparejo, consistente en las cosas que nosotros mismos habíamos traído como obsequio: una botella de buen vino, unas aceitunas que debían servir de aperitivo y unos dulces. Tuvimos que ser nosotros quienes antes de comer lavásemos los platos que se acumulaban, sucios, en el agua turbia del fregadero de la cocina, quienes buscásemos un mantel limpio en los cajones revueltos y pusiésemos la mesa para un festín incongruente. Intentamos insinuarle que esperábamos que hubiese hecho algo de comida y ella se indignó, empezó a gritarnos con lágrimas en los ojos. ¿Cómo podíamos ser tan desagradecidos, encima de que nos invitaba a comer a su casa para reunirnos todos en torno a la mesa y pasarlo bien? Le estábamos amargando el día, con la ilusión que ella había puesto en organizarlo todo –¿organizar qué?: los platos sucios, el mantel arrugado que no aparecía, la comida inexistente–. E, intimidados, procuramos consolarla, comimos como convidados de piedra un banquete de nada y, en nuestro desconcierto, fingimos una alegría que no podíamos sentir. Cuando nos marchamos, nos despidió muy digna, con dos besos de reconciliación, como dándonos a entender que perdonaba nuestra ofensa: pasase lo que pasase, éramos sus hijos.
O tal vez empezamos a darnos cuenta a medida que íbamos deshilachando un entramado de mentiras, de cosas imposibles que decía que habían pasado: la vecina le había hablado de algo que no era posible que conociera; o se encontró por la calle con alguien que vive en algún lugar muy lejano o que creemos que ha muerto y le dio recuerdos para nosotros; o nosotros mismos hicimos algo que nunca hemos hecho, algo que la mayoría de las veces era ofensivo o desconsiderado, algo que ella estaba dispuesta a perdonarnos, pero que merecía sus reproches; y en vano protestábamos que no era así, que nosotros nunca hicimos o dijimos esto y aquello, que la supuesta ofensa o la falta de respeto o de cariño estaba sólo en su imaginación, que lo que decía era imposible. «Entonces, ¿qué quieres decir, que estoy mintiendo? O sea, que soy una mentirosa, que tu madre es una mentirosa.» Y afloraban de nuevo las lágrimas que nosotros, impotentes, procurábamos consolar, al carísimo precio de aceptar como verdades aquellas fantasías que iban abriendo un abismo entre nosotros y ella.
Pero otras veces la veíamos como siempre: alegre, locuaz, con su inteligencia y su sentido del humor habituales, con sus actitudes y palabras de siempre, con la lucidez y la penetración que toda la vida había tenido, y nos decíamos «es imposible que le pase nada: razona y habla como ha hecho toda su vida; está bien».
Así que nos movíamos entre la madre que habíamos conocido desde niños –aquella mujer inteligente y llena de encanto– y la desconocida que empezaba a emerger de las tinieblas. Cada vez que íbamos a verla o hablábamos con ella por teléfono temblábamos temiendo a cuál de las dos mujeres íbamos a encontrarnos, si a ella o a la otra, esa mujer nueva, siempre agraviada, con el reproche en los labios y las lágrimas en el borde de los párpados, aquella que nos recriminaba cosas que nunca habíamos hecho ni pensado hacer.
Siempre había sido buena conversadora, plena de humor e ingenio. Pero ahora las conversaciones se atascaban con frecuencia en preguntas repetidas que eran como un tormento, como una gota que cae sobre una piedra y la va horadando. O contaba mil veces la misma historia en el curso de una conversación, como en una cinta de Moebius sin principio ni fin; la narración de un hecho tal vez trivial –una anécdota de su infancia, un encuentro con un conocido, un recordatorio de una fecha o de una ocasión– repetido una y otra vez, de forma que el final se enlazaba de nuevo con el principio y, tras una pregunta retórica («¿Te he contado ya que...?»), volvía a iniciarse sin tolerar ninguna interrupción; cualquier intento de intercalar una palabra recibía como respuesta un dolido reproche («No me escuchas, nunca atiendes a lo que te digo») y cualquier pretensión de comunicarse chocaba contra aquella cortina de palabras inanes como contra una pared de cemento. Nada que decir, sólo escuchar el carrusel interminable de una narración que ya habíamos oído decenas de veces y que volveríamos a oír decenas de veces más, como en un viejo disco de vinilo rayado, mientras ella se iba ensimismando en aquellas repeticiones.
Hasta que empezamos a encontrar restos de una destrucción no ya moral, sino también física: el progresivo descuido en el vestir (ella, que había sido tan cuidadosa con su aspecto, tan arreglada); la suciedad de los suelos y el polvo acumulado sobre los muebles; un día, la cama sin hacer; otro, una montaña de platos y cacharros sucios en la cocina, en cantidad tal que era imposible que se hubieran acumulado en uno o dos días; el lavabo atascado para cuyo arreglo se negaba a llamar al fontanero; las galletas mordisqueadas abandonadas en todos los rincones; algo que se había podrido en la nevera que nos apresurábamos a tirar, pese a sus protestas: aquella comida estaba buena y mañana mismo pensaba comérsela, estábamos dejándole sin nada que comer al día siguiente; el reloj de pulsera de oro que ella había llevado en los últimos veinte años, tirado en cualquier parte con la cadena rota; la perla de un pendiente machacada de un pisotón en medio del pasillo; el desorden abismal de la cómoda de su dormitorio, de la mesa del salón; las espléndidas plantas de interior, antes mimadas, que de repente aparecían cortadas cruelmente en una poda extemporánea que tenía todas las características de una mutilación; la sospecha de que pasaba algunas noches sin dormir, sentada en un sillón ante el televisor encendido con el volumen de sonido bajado hasta el mínimo.
Pero todo esto no sucedía de seguido; eran accidentes observados en mitad de una vida cotidiana que por lo general parecía normal y pacífica: una mujer mayor, amable y encantadora con todos, perfectamente capaz de vivir sola desde hacía años, que recibía con frecuencia la visita de sus hijos (nadie sabía que los hijos iban siendo testigos horrorizados del proceso de destrucción) y que, por lo demás, tenía las rarezas propias de la edad, de los ancianos que viven solos e independientes y no toleran injerencias en su forma de vida, organizada a su manera.
Y empezaron a aparecer las bolsas de basura maloliente escondidas en los rincones del salón y debajo de la cama: un principio de síndrome de Diógenes, un coleccionismo de basura que ella no entendía como tal y que, junto a los trastos viejos y las cosas rotas, iba invadiendo poco a poco aquella casa que un día fue hermosa, que estuvo llena de luz y en la que de niños vivíamos felices. La destrucción de nuestra madre iba invadiendo, deteriorando y tornando inhabitables los recuerdos de nuestra infancia.
Entonces nos dimos cuenta, por fin, de que era inútil engañarse, de que teníamos que intervenir aunque ella no quisiese.
4) Nos dimos cuenta de que teníamos que intervenir, pero no sabíamos cómo. ¿Por dónde se empieza cuando te das cuenta de que has perdido a una persona que quieres, que la persona amada sigue ahí pero ya no es ella, que no ha muerto porque conserva su aliento y su voluntad pero de alguna manera ha empezado a marcharse hacia un mundo distinto al que hasta ahora compartíamos? Está aquí y al mismo tiempo está ausente, extraviada en un laberinto interior que nos resulta inaccesible.
La intimidad de los propios pensamientos, esa muralla infranqueable, que blinda nuestro interior y nos protege. Nuestra mente: ese lugar al que nadie puede entrar, ese lugar que es sólo nuestro, en el que nos sentimos a salvo de miradas ajenas. «Nadie puede leer mis pensamientos», pensábamos de niños con regocijo, especialmente cuando habíamos hecho mal. Porque desde pequeños nos decían no sólo lo que teníamos que hacer o no hacer, sino también lo que teníamos que pensar, los pensamientos permitidos y los prohibidos: prohibido maldecir, envidiar, odiar, alegrarse del mal ajeno, desear mal a alguien, prohibido recrearse en lo que hace daño a los demás, aunque sean meros deseos irrealizables, cosas que no existen; prohibido también pensar cosas obscenas y tener fantasías eróticas, pensamientos sucios, aunque éstos no hagan daño a nadie. Junto al recto obrar nos enseñaron el recto pensar.
Pero pronto descubrimos que si repetíamos para nuestros adentros palabras prohibidas, si deseábamos mal a alguien o nos alegrábamos del sufrimiento de otro, si nos recreábamos en fantasías censurables, nadie iba a enterarse. Con tal de que no hablásemos, si no verbalizábamos nuestros pensamientos, nadie era capaz de leer en el fondo de nuestro corazón. Podíamos ser buenos y malos a un tiempo, cumplir externamente las normas y transgredirlas en el fondo de nuestra alma. Ser niños modelo y malvados hipócritas. Nos protegía el secreto de nuestro fuero interno, y en ese espacio, irreal pero sólo nuestro, saboreábamos la verdadera libertad.
Sin embargo esa valla protectora se convertía en una distancia imposible de salvar ahora que lo que queríamos era, precisamente, saber qué pasaba en la mente de alguien querido. No bastaba con que nuestra intención fuera buena: la muralla infranqueable seguía allí, para bien y para mal, protegiendo, como siempre, nuestros pensamientos y los suyos. Sólo nos comunicamos los unos con los otros en la medida en que queremos hacerlo; y en la medida en que podemos, también.
Razonar con ella: esa cosa absurda fue la que intentamos. Razonar con quien ya no tenía razón para usarla; estábamos destinados al fracaso. Y los intentos de razonar acabaron en broncas monumentales, en lágrimas y otra vez en reproches: sus hijos no la querían, qué había hecho ella para que le pasase aquello.
5) Empezó entonces la peregrinación de consulta en consulta, las pruebas y exámenes efectuados por médicos que nunca encontraban nada. Los resultados de las pruebas siempre eran normales. Su salud física, mucho mejor de la esperable para su edad. El psiquiatra, tras entrevistarse largamente con ella, salió diciéndonos que todo estaba en orden, que los pequeños fallos de memoria eran los habituales en una persona de cierta edad y que por otra parte –creímos notar cierto reproche en su mirada, no en su voz– era muy natural que nuestra madre no quisiera vender la casa en la que había vivido desde niña.
–¿Vender la casa? –preguntamos nosotros estupefactos, porque nunca se había hablado de vender la casa, ni siquiera de que nuestra madre dejase de vivir en ella. Pero el psiquiatra no contestó, adoptó la actitud de quien se ha hecho una composición de lugar acerca de lo que pasa y no está dispuesto a aceptar excusas.
Nunca llegamos a saber qué fue lo que le contó, qué fábula de hijos desalmados que, en momentos de auge del mercado inmobiliario, quieren echar a su madre de su vivienda –un gran piso en el centro de la ciudad, que ya fue la casa familiar de los abuelospara repartirse los despojos.
Volvió muy digna a casa y a partir de aquel d...

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  1. Portada
  2. Lo que olvidamos
  3. Créditos