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No hay homosexualidad sino homosexualidades, dice Pombo en esta no­vela, que refleja un discurso independiente, brutal a veces y políticamente incorrecto, y que queda tan lejos de las condenas de la Iglesia católica como del edulcorado matrimonio gay. La existencia del brillante editor jubilado Javier Salazar transcurre apacible y confortablemente en su ele­gante piso de Madrid. Tiene la sensación de hallarse por fin equilibrado y apaciguado, compensado en cierto modo por la vida... Hasta que una tarde de lectura interrumpida le conduce a un parque y al encuentro con un muchacho malagueño, Ramón Durán. El inicio de una relación entre ambos disparará antiguos resortes de la conciencia: atormentada, reser­vada, cargada de brillantez y encanto, pero también de desprecio, vani­dad, soberbia y afán de destrucción. La aparición de Juanjo Garnacho, un antiguo profesor de Ramón, convertirá la relación en un peligroso campo de minas y todo saltará por los aires. Chipri, Paco Allende, Emilia... com­pletarán esta frenética y contemporánea trama donde no faltan suicidios, asesinatos e investigaciones policiales.

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Información

Año
2007
ISBN
9788433932402
Categoría
Literature
MARCA PDF="0"

1

Javier Salazar se dio claramente cuenta aquella tarde de finales de noviembre de que, por primera vez en su vida, se encontraba realmente hallado y cómodo en la sala de estar de su propio piso. Y esto le hizo sonreír, porque ese sentimiento, para un hombre que, como él, se tenía por casero –sus amigos, además del propio Salazar, siempre le habían tenido por un hombre interior y de interiores, casi agorafóbico–, resultaba ser una paradoja incomprensible. Hasta entonces, durante casi toda su vida adulta, este hombre de interiores había vivido en oficinas, salas de reuniones, clubes, incluso selectas tertulias en hoteles de lujo de Barcelona o de Madrid o de Nueva York, pero rara vez se había quedado a pasar las tardes en casa, ni siquiera los fines de semana. Tenía, sin embargo, fama de hombre introvertido. Y lo era. Esta paradoja –que Salazar reconocía, pero en cuyo examen no solía detenerse– le dejaba, en ocasiones, mal sabor de boca. Llevaba toda aquella tarde ya instalado en su sillón de orejas situado junto a la puerta-ventana que daba a la terraza. Dos lámparas iluminaban la habitación, la mayor de las cuales, de latón y cristal, iluminaba ahora una novela de Antonia Byatt y un jarrón rojo de tulipanes rojos abiertos todavía, no obstante haber durado toda una semana, que resplandecían aún entre sus ondulantes tallos verdes y carnosos y sus anchas hojas aún aparentemente frescas. Había Salazar interrumpido la lectura sólo una vez, a las seis y media, durante una hora, con idea de darse un rápido paseo por Rosales. La tarde se iba enfriando deprisa. Las temperaturas nocturnas alcanzaban esos días los cero grados. Sentirse cómodo consigo mismo y en su casa a los sesenta y cuatro años hacía que Salazar no sólo se sintiera sino que también pareciera más joven, casi diez años más joven. Salazar arrastraba en invierno el sillón de siempre hasta la puerta-ventana de su sala abierta de par en par, para aspirar el olor del otoño primero, a mediados de noviembre, y luego el olor escarchado y neblinoso del invierno, el olor a hoguera del invierno, durante todo diciembre y enero y febrero, hasta finales de marzo. Todo hacía de Javier Salazar un príncipe de este mundo. Su principado no era fastuoso, pero tenía la firmeza y la flexibilidad de un bienestar económico de toda la vida que, unido a sus trabajos como investigador, y durante algunos años editor de una colección de textos de filosofía e historia, le mantenían muy por encima de la media, en ese agradable estrato de los ilustrados que han vivido siempre como quisieron vivir y que se sienten, al rondar la jubilación, profesionalmente satisfechos. De hecho, la jubilación era una mera referencia nominal para Salazar, que seguía trabajando a su aire en diversos temas de su interés. (¿Qué hacía Salazar durante todo el día, una vez jubilado? Ninguno de sus amigos es íntimo. Así que nadie, realmente, salvo por una curiosidad momentánea, se haría esta pregunta. Pero es una pregunta adecuada, es una pregunta, a estas alturas, que queda pendiente y en su barrio ningún quiosquero o propietario de ultramarinos, o ferretero o pescadero que tenga a Salazar entre sus más distinguidos clientes se ha atrevido a hacerle: ¿Qué hace usted durante todo el santo día aparte de leer los periódicos nacionales y extranjeros que suele llevar bajo el brazo mientras hace sus compras a media mañana?) Le gustaba sentarse al calor de la camilla y contemplar su terraza encharcada y su nuevo árbol-jazmín goteando agua, la lluvia cayendo estrepitosamente en el suelo rosado de la terraza, el tamborileo papirofléxico de la lluvia cuando deja de llover y se hace una pausa airosa y luego vuelve a llover.
En Madrid, los otoños, la hora de merendar es las seis, o de tomar, por supuesto, el té, o un chocolatito a la francesa, o un perfecto gin fizz más bien dulce: a esa hora los chicos parecen más altos, menos cenizos y muchísimo más guapos, piensa Salazar. Y la niebla es dulce a esas horas y no es grávida, sino ligera: una asonancia neblinosa entre los olmos dorados y las caídas hojas de los paseos en el Parque del Oeste, en Rosales y a lo largo de todo el Viaducto y los Jardines del Moro y el Palacio Real que nadie ocupa, por fortuna, excepto a veces el Dios de los hallazgos y de los encuentros: fue con un tiempo así, por estas fechas, cuando se encontraron Salazar y Ramón Durán, en una vaguada del Parque del Oeste: estaban ellos dos, ellos solos, a ratos lloviznaba, a ratos escampaba, y Salazar dijo:
–Nos vamos a mojar.
Y Ramón Durán dijo:
–Esto lo arreglo yo con un buen cóctel.
–¿Y qué cóctel tomarías tú ahora?
–Un mismo Bloody Mary muy sencillo.
–¿Conque un Bloody Mary, eh?
–¿Y por qué no? Petiot y yo empezamos a servirlos en el bar del Sheraton de Nueva York, como usted sabrá.
–Un poquito joven me pareces para los Bloody Marys del Sheraton.
CORTE
–Puede que parezca y puede que no parezca yo tan joven. Puedo parecer lo que yo quiera –declaró con seguridad Ramón Durán.
Habían ido avanzando hasta el Paseo de Camoens. Y Salazar, tras pensarlo unos segundos, comentó, con un tono de voz muy reducido, casi neutral, que reflejaba un punto de indecisión por su parte y un esfuerzo por vencer su indecisión y retener al muchacho:
–Podríamos tomarnos un cóctel, si tú quieres, ahora.
–Estoy canino.
–¿Qué significa eso?, ¿que tienes hambre? ¿Hambre canina?
–Es carcelario. Significa estar sin chapa.
–Seguro que esto lo aprendiste en Alcatraz.
–Sí. He estado en varias cárceles.
–Pues pareces un estudiante de informática ahora.
–Yo no soy un estudiante, ni lo soy ni quiero serlo. Soy barman, aquí donde me ve.
–Es decir, que entre el Sheraton y Alcalá Meco has estado haciendo muchas barras.
–Sí, a ambos lados de la barra: detrás cócteles y delante chapas.
Habían ido subiendo a buen paso, porque el sirimiri los iba calando y los dos iban a cuerpo.
–Podemos acercarnos al Charing Cross, si quieres, si tienes tiempo –dijo Salazar–. Nos hacen unos Bloody Marys, y hay muy buena tortilla de patatas.
Esta escena inicial, en la memoria de Salazar, no contiene apenas nada. En todo caso, un cierto aire anticuado, una seducción demodé, más característica de los años oscuros de la juventud de Salazar que de los años posmodernos de homosexualidades liberadas del nuevo siglo. Naturalmente, al recordarla, Salazar modifica esta escena: ahí, en esa primera escena, aparece Durán de improviso, en un parque otoñal, el Parque del Oeste. Durán habla inmediatamente de sí mismo, pero no como quien proporciona información, sino como quien, contando con su atractivo físico, omite toda información positiva, para sugerir, como en broma, una tras otra, varias interpretaciones de sí mismo, unas anacrónicas, como lo de barman en el Sheraton, otras agresivas o chulescas, como lo de chapero, otras, por fin, casi metafísicas, como decir: «Puedo parecer lo que yo quiera.» Que un joven guapo, que no contaría a la sazón ni treinta años, asegurara que podía parecer lo que quisiese, le pareció a Salazar fascinante: una declaración de alma gemela.
Aquella primera escena, fuese o no tan completa como Salazar la recordaba, tuvo una continuación sumamente precisa, que no sólo Salazar sino también Durán recordaba y era aficionado a repetir con gran frecuencia: después de los Bloody Marys y un paseo hasta el Palacio Real y otro par de whiskys por la zona de las Vistillas, Salazar y Durán se acostaron juntos esa noche. Y he aquí que la estructura comunicativa de esta primera noche fue notable, aunque también muy confusa. A Salazar le pareció que Durán, desnudo, en pie delante de él, era hermosísimo. Y la belleza del muchacho, su erección, su ternura al menos momentánea, cohibió a Salazar, que sólo se atrevía a acariciarle el pene con la cara y llevar la punta a los labios sin decidirse a hacerle correrse o a correrse él mismo.
–¿Qué te pasa? –preguntó Durán–. ¿No te gusto?
Salazar tragó saliva:
–Me gustas mucho –contestó–. No sé qué me pasa.
Y era verdad que en aquel momento de turbación, que era a la vez delicioso, no sabía bien qué le pasaba. Salazar estaba sentado en el sofá junto a la chimenea, que habían encendido, y Durán se arrodilló frente a él y le acarició las piernas y el pene. Salazar conservaba todavía la camisa. Se sentía sudoroso, se sentía incompetente, se sentía cohibido. Pensó, velozmente y con vergüenza, que ni siquiera era capaz de dejarse invadir por su propio deseo, que, por supuesto, sentía. Pensó que era en el fondo un pobre hombre vulgar, medio impotente. Todos estos pensamientos entorpecedores y negativos aumentaron su turbación. Esta turbación había de congelarse más tarde y, congelada, hincarse peligrosamente en el abstracto corazón de Javier Salazar, pero esto vendría bastante después.
–Mejor lo dejamos –dijo por fin Salazar.
–¿Quieres que te dé por el culo? –preguntó Durán.
–Mejor no. No estoy acostumbrado.
–Yo te lo hago bien –declaró Durán con un tono de voz que no era en sí mismo erótico, sino más bien informativo, como quien refiere que es capaz de limpiar un delco o fijar una estantería a una pared sin causar ningún destrozo.
–Perdona. He perdido la costumbre.
–Igual no eres gay –comentó el muchacho–. A mí me da igual lo que tú seas. No te preocupes.
–Sí soy. Claro que soy gay. Sólo que estoy viejo y eres muy guapo y te deseo tanto que no me atrevo a tocarte.
Estas frases le parecieron a Javier Salazar, de pronto, líquidas, no suyas, ajenas a su carácter, metidas y sacadas de la boca como una barrita de vaselina recto adentro: tenían su deliciosidad repugnante, su sentimentalidad intestinal propia, una baba o saliva dulce, inauténtica, circunstancial, de la cual se arrepintió nada más sentirla, pronunciarla, paladearla. Máxime, viendo que, desde un punto estrictamente estratégico, habían resultado adecuadas para conmover o dulcificar a aquel buen chico que a ratos parecía procaz y a veces infantil, a ratos profundo y a ratos banal. Como por lo demás acaba pareciendo toda situación erótica, intensa, entre adultos. Y Javier Salazar, que durante toda su vida ha odiado sentirse ridículo, sintió por un instante el puntazo amargo del ridículo: lo que no prescribe, lo que los hombres como Salazar nunca perdonan.
Acabaron sentados juntos, el uno al lado del otro frente al fuego. Finalmente Ramón Durán se masturbó y se corrió copiosamente, porque Salazar dijo que le gustaría verle correrse. Pero la escena acabó con brusquedad y Durán se fue sobre la una de la madrugada. Entonces Salazar se masturbó pensando en el muchacho y después se sintió ridículo. Deseó que lo sucedido no hubiera sucedido. Tardó mucho tiempo en dormirse. Le despertó a las doce de la mañana del día siguiente el timbre de la puerta de entrada. Era Ramón Durán.

2

Javier Salazar no se desconocía a sí mismo. Había regresado a sí mismo muchas veces y había logrado, si no encontrar una verdad estabilizada por completo, sí una especie de mapa de sí mismo: disponía de un esquema de sí mismo por lados: así, un lado era el gusto por la soledad, por su soledad, con sus largos paseos por los parques vecinos (que incluían el Campo del Moro, el Parque del Oeste, la Casa de Campo, por supuesto el Retiro, y algunas veces también el parque de la Fuente del Berro, pero no los nuevos parques del extrarradio, el Juan Carlos I o el Tierno Galván). Este gusto por la soledad incluía largas tardes de lectura, entreveradas de un ligero tedio que asomaba a su cara guasona cada vez que Salazar bostezaba o se quedaba ligeramente traspuesto. Esta soledad contenía a ratos una compañía casi siempre masculina, organizada de tal suerte que no pudiese producir, ni a la larga ni a la corta, responsabilidad o apego: «Que estés en condiciones –solía decirse Salazar a sí mismo cuando reflexionaba sobre este tramo final de su existencia– de aceptar que cualquiera deje de verte o dejes tú de verle de un día para otro, sin el menor pesar o nostalgia o recuerdo.» Y satisfecho de esta radicalidad, que tenía un punto de pose, añadía Salazar: «No se trata de olvidar a nadie: nada tan malsonante como el olvido. Pero tampoco se trata de algo tan preciso como los recuerdos o las remembranzas, por modificadas o amansadas que estén. ¿De qué se trata entonces? Pues se trata de una simple presencia muy múltiple, de un muy intermitente y flotante sistema de presencias que se unifican en mi vida: ellas existen porque yo existo, pero que son indoloras, sin aristas o, como mucho, destellos placenteros.» Nada de esto tenía, como visión del mundo, excesiva grandeza o novedad, pero Salazar encontraba reconfortantes estos pensamientos, que formaban parte de esa apología pro vita sua que todos los hombres de su edad tienden a construir a partir del momento de las jubilaciones.
Ramón Durán no tenía, en cambio, ni tanto ni tan elaborada narración que decirse acerca de sí mismo. A diferencia de Salazar, la vida de Ramón Durán cuando se conocieron estaba en expansión y en el camino de ida. Por lo tanto no estaba sometida a tanta reflexividad. A diferencia de Salazar, que nunca había cuidado a nadie, Ramón Durán había cuidado desde muy crío a su madre y aún hablaba por teléfono con ella cada noche. Ramón Durán había cuidado de su madre con una vaga idea de finalidad, la idea de que había que encontrar, y encontrarían, alguien adecuado a quien aquel gran cuidado pudiera traspasarse: tenía que ser alguien que ofreciese garantías. Esta idea había llegado a ser muy poderosa en la conciencia de Durán, una ocurrencia implosiva. «Tiene que ser alguien que ofrezca garantías»: ésta era la frase que Durán empleaba para contarse a sí mismo su proyecto, aunque no se tratara en realidad de un proyecto, sino de algo parecido a una vocación: como esos niños que desde muy chicos ya declaran solemnemente que de mayores serán médicos o aviadores o electricistas, a imitación de su padre o de algún personaje mayor admirado. Esa frase le parecía a Durán perfectamente comprensible en sí misma y no necesitada de ninguna aclaración ulterior. De haberle exigido alguien enumerar alguna de esas garantías, Ramón Durán se hubiera quizá encontrado en dificultades. Pero su madre era muy bella. El propio Ramón Durán introducía esta salvedad que no se oponía gramaticalmente a nada que él mismo u otra persona hubiese podido decir o pensar: era una adversativa absoluta, poética, que introducía la belleza bruscamente como el sol platónico, voraz e indiscutible: el bien puro. Ninguna mujer le había parecido nunca a Ramón Durán tan bella, tan llena de sentido común, tan verdadera, tan resplandeciente y tranquilizadora como su madre. Recordaba siempre su olor, que no era propiamente el olor del perfume que usaba sino el de su perfume combinado con su olor corporal, por explicarlo de una manera simplista.
En realidad Salazar no deseaba ningún compromiso amoroso. Ni siquiera con carácter temporal. El encuentro con Ramón Durán aquella tarde en el Parque del Oeste y la consiguiente escena de erotismo incompleto que siguió esa noche, le hizo sentirse detestable y ridículo, y también le hizo detestar las logísticas o las estrategias del erotismo. Naturalmente, no hay encuentro con otras personas que pueda sostenerse en términos de pura casualidad salvo por un momento. Tan pronto como la relación dura más de una noche, se inicia una planificación que, por somera que sea, oprime un poco, obliga un poco. Y Salazar, al irse aquella noche Durán y al masturbarse –sosteniendo su imagen como una flor de la papiroflexia, causal porque le provocaba el deseo e inane también, porque no tenía dimensiones, sólo aparecía al compás de los sacudones de la mano y se desvanecía con la eyaculación–, no esperaba volver a ver más a aquel muchacho. Ramón Durán se volvió aquella misma noche parte de la imaginería onanista del imaginario de Salazar. Así que Salazar deseó, una vez agotado el deseo en la imaginación, que Durán no volviera, y cuando éste regresó a la mañana siguiente se sintió incómodo. Y, sin embargo, en compañía del muchacho la mañana siguiente y la semana siguiente –que se vieron un par de veces, y la siguiente otro par de veces– no podía Salazar no desear tocarle o acariciarle: se producía así un circuito de ansiedad, consistente en que no podía no querer tocarle: al tocarle no se sentía satisfecho, tenía pues que dejar de tocarle y entonces se sentía insatisfecho, tenía que volver a tocarle para sentirse satisfecho, pero volvía a sentirse insatisfecho. La estructura inicial de la relación de Salazar con Durán fue unidireccional: de Salazar a Durán sin aparente vuelta y onanista. La pregunta, como el propio Salazar se dio cuenta de inmediato, dándose a la vez cuenta de que no podía contestarla era: ¿Y cómo se siente Ramón Durán? La única contestación adecuada es trivial: se siente hombre objeto. Y Durán llegó a decírselo:
–Casi te daría igual verme en fotos.
CORTE
Y Salazar contestó abruptamente:
–Si quieres que te diga la verdad, sí: preferiría verte en fotos. Evitarme esta pesadez poscoital, parecida a la pesadez pospandrial.
Era una contestación idiota –y pedante–, que sin embargo reflejaba bien una situación anómala: de encerramiento de Salazar en sí mismo: una misantropía antigua, que se servía de aquella ocasión erótica fácil para desplegarse con toda su virulencia. En aquel momento aún no estaba claro que Ramón Durán entendiese del todo lo que le ocurría a su compañero, pero su contestación tuvo un matiz de nobleza y de ternura:
–No tiene por qué haber nada poscoital, o pospandrial como dices, que no sé qué significa, entre nosotros. Con dejar de hacerlo estamos al cabo de la calle.
–¿Con eso quieres decir que mejor dejarlo?
–No. Con esto quiero decir que mejor dejar lo que te irrita y quedarnos con lo que te gusta, con nuestra relación, con nuestra amistad. ¿O es que no somos amigos?
Salazar no quiso decirle en ese momento que lo de la amistad era casi lo que menos le gustaba de todo. En cierta manera le había conmovido la buena fe del chico, pero aborrecía sentirse conmovido casi tanto como sentirse ridículo. Por lo tanto, Salazar, durante un rato, se quedó en silencio. Hasta que por fin declaró, súbitamente, con el tono determinado de quien pretende zanjar una cuestión de una vez por todas, dejar de una vez por todas claro, que ser incapaz de mantener satisfactorias relaciones sexuales no le hacía automáticamente ni capaz ni deseoso de mantener relaciones simplemente amistosas. ¿Qué es lo que sentía Salazar en ese momento? A Ramón Durán le resultaba imposible saberlo, y no supo contestar a la frase que Salazar escupió de golpe:
CORTE
–A mi edad ya no se pueden proyectar parejas, relaciones o amistades. ¿Qué más quisiera yo? Sería un desahogo sentimental pavisoso, pero simpático, y yo ya no deseo ser simpático, ni deseo ser tratado con cariño, ni por ti ni por nadie. He regresado a la bendita inmadurez, ahora soy de verdad el hijo pródigo de Rilke, ya sé que no sabes de qué hablo, pero quédate con el cante. Yo soy el hombre que no quiere ser amado. No quise serlo nunca, y ahora menos todavía. Y esto es lo que nos separa, además de tu fogosidad sexual, tan vulgar en el fondo: que yo ya estoy aquí, yo ya he llegado, y tú sólo empiezas a venir y ni siquiera muy seguro.
Toda esta conversación transcurría una vez más en el Charing Cross. Se estaba bien al fondo, sobre todo si, como hoy, había poca gente, mejor nadie. Y la silueta de los abetos negros de ese lado del Par...

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  3. EPÍLOGO
  4. Créditos