Panorama de narrativas
eBook - ePub

Panorama de narrativas

  1. 288 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Panorama de narrativas

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Chappy amaba a los niños, los amaba tanto?especialmente a Alice, una enigmática niña de doce años? y de maneras tan prohibidas que lleva veintitrés años en la cárcel. Vive allí en un infierno de cuerpos maduros y homosexualidad hasta que recibe las cartas de una joven universitaria que planea seducir a un niño de doce años, fascinada ella también por la terrible y excitante inocencia. ¿Y quién puede saber de esto más que Chappy? Poco a poco irá surgiendo la atroz verdad del prisionero, que se presenta como un doliente Humbert Humbert, y también la verdad de su joven corresponsal y cómplice, perdida en la desolación de la madurez, en la soledad de una tierra de nadie de la sexualidad y de la vida.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Panorama de narrativas de A. M. Homes, Jaime Zulaika, Jaime Zulaika en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
1999
ISBN
9788433935366
Categoría
Literatura

1

¿Quién es ella, afligida por esta adicción, ese gusto extrañamente adquirido por la carne más tierna, para contar una historia que a algunos os provocará sonrisas y sonrisitas, pero que a otros les suscitará la ardiente determinación de poner término a este horror, a esta pesadilla? ¿Quién es ella? Lo que más os asustará es saber que ella eres tú o yo, uno de nosotros. Sorpresa. Sorpresa.
Y quizá os preguntéis quién soy yo para interferir, para actuar de traductor entre ella y vosotras. Poseo el habla, el ritmo y la rima de un hombre viejo y singular que ha estado encerrado demasiado tiempo, castigado por satisfacer sus apetitos.
Justo es decir que veo en ella las semillas de mi juventud y el recuerdo de otra chica a quien no pude evitar conocer.
Alice, os digo su nombre suavemente, y os sugiero que si lo sostenéis con tanto cuidado como yo, apretado fuerte contra el corazón, quizá al final llegaréis a entender lo confuso que puede ser el latido de dos corazones tan similares, y el que uno de ellos, finalmente, tuviera que detenerse.
Y ahora, por poca cosa que seáis, sabéis quién soy... y mi disfraz os parece la tonta senilidad pueril del que ha pasado largo tiempo entre rejas, de la buena cabeza que se ha echado a perder. Pero también sabéis que mientras digo esto me siento como un concursante de Mi materia; tengo delante al tribunal, a sus tres miembros, con los ojos vendados: este detalle debería causar cierta excitación en algunas de vosotras. Me hacen preguntas sobre mi profesión. El auditorio me mira directamente y al reconocerme en las reproducciones a media tinta de mi rostro sueltan una risita sofocada. Soy el primer pervertido, el primer amante de muchachitas que han tenido en el programa. Me honra. Me conmueve. Cuando creo que nadie mira, me toco.
Y quede dicho que profeso la mayor admiración y respeto por la joven de quien hablamos; en general por todas las jóvenes, mejor cuanto más jóvenes. Cumpliendo mi condena, me he convertido en el corresponsal principal, el experto máximo, en estas cuestiones. Desde cerca y desde lejos, la juventud y la belleza, y otras que no tienen la fortuna de poseerlas, solicitan mi opinión, mi análisis de estas situaciones.
Al principio me retenían a menudo las cartas, me las entregaban abiertas y marcadas con largos pasajes negros, la celosa tinta de la mano dura de mis carceleros. Les molestaba que yo tuviese admiradoras –todavía las tengo–, pero en un momento dado llegaron a entender, cosa que las investigaciones corroboran, que no somos de una especie que obre en grupos, tribus o manadas. No somos una organización, una maquinaria política, no poseemos un objetivo común y por lo tanto se nos considera demasiado difusos, patéticos y egocéntricos como para causar una revolución. De modo que mi correo empezó a llegarme sin tropiezos y me lo entregaban sin abrir, carecía de interés. También, en el curso del tiempo, me han cambiado de guardianes dos, tres y cuatro veces, según los distintos gobiernos, según la temperatura del clima social, etc. Y aunque mis carceleros me han olvidado en gran medida o me descuidan –sin duda debido a mi avanzada edad–, el correo continúa llegando con asombrosa regularidad.
No soy, por desgracia, el corresponsal que fui. Lo leo todo, pero, muy a menudo quizá para algunas de vosotras, no contesto. Ya no pienso que cada pregunta merece una respuesta y ya no me puedo permitir gastarme el dinero de bolsillo en sellos.
Sin embargo, hay excepciones. Lo que me atrajo de aquella ofrenda concreta, de aquel sobre grande y plano –concedo importancia a la página que no está doblada, al documento tan valioso que no se puede manosear o alterar para que entre por la angosta ranura de un buzón, y cuyo contenido es de tal trascendencia que debe entregarse en mano al jefe de la estafeta de correos para que él se ocupe de hacerlo llegar a su destino lo antes posible–, lo que me interesó de aquel volumen bien mecanografiado fue la voluntad de su autora de trascender, de flirtear, al margen de la categoría o grupo que había elegido.
Entre los de mi género, lo que más me disgusta es la reluctancia a explorar, e incluso a reconocer, una atracción distinta de la propia. Nosotros –como los «sanos»– actuamos como si nuestro palacio de placer fuese superior, como si no existieran otros. Esta falta de aprecio por un mundo de actividades más vasto me causa una tristeza que casi, maldita sea, lo estropea todo. ¿Por qué no festejar la gama completa? Que ella también plantease esta pregunta constituye quizá la raíz de su atractivo: eso y el hecho de su atracción por él, su atracción por contármelo, el modo en que me recordó a mi querida Alice. Y, para ser sincero, no recibo mucho correo de chicas. Inmediatamente les contesto con una breve nota introductoria: «Muy interesante. Por favor, envíame una foto tuya que me ayude a comprender mejor.»
Ella contesta con una nota suya: «A la mierda las fotos. ¿Qué eres, un pervertido?»
Otra vez me han pillado. Me han devuelto a la humildad, a mi sitio.
«Sí, querida», anoto en una simple tarjeta blanca.
Había albergado la esperanza de captar en una foto suya una porción que me gustase, una parte todavía infantil: muchas veces subsiste un pedacito hasta que uno está bien adentrado en el segundo o tercer decenio. En ocasiones es sólo la barbilla, un trozo del cuello o el lóbulo de la oreja. A veces es una esquirla que todavía no ostenta ninguna marca. A partir de ahí puedo proseguir, concentrándome en ese lugar, ese segmento de juventud, rellenando el resto, en la medida en que haga falta, de mi recuerdo de cómo fue antaño. Pero ahora me estoy adelantando.
Soy anticuado en el hecho de que mi concentración en este aspecto forma parte de un orden que según muchos de mis iguales ha pasado de moda hace mucho tiempo. Mis colegas estetas en esta gran colonia de filias insisten en que soy un clásico. Me interesan los acoplamientos que a lo largo de la historia han propagado la especie humana. Comprendo que para muchos el interés auténtico, la corriente contemporánea, radica en lo que algunos consideran el máximo refinamiento, la conexión de partes relacionadas ya sea por matrimonio, lazos familiares o la cercanía y la querencia del mismo sexo: los ajustes endiablados, las alteraciones fascinantes y las gesticulaciones asociadas con el emparejamiento de dos objetos similares. Pero os pido que tengáis paciencia conmigo, que permitáis esta reconsideración de la más tradicional de nuestras especies. Todo no se perderá.
Ella me escribe: Tienes una forma de hablar tan especial..., ¿estudiaste en escuelas inglesas? ¿O es un defecto del habla? A una amiga mía tuvieron que ponerle un «tutor de dicción» durante todos los años de instituto.
Respondo: Licenciado en Letras en 1961 por la Universidad de Virginia. El defecto de habla es afectado.
Oh.
Antes de continuar tengo que pediros también que disculpéis las idiosincrasias de mi sonido, de mi pensamiento, porque hablo tan poco en estos tiempos que todo lo que digo parece que se proyecta hacia delante y acopia referencias y vínculos con el pasado y el presente según pasa. Mi acceso a la sociedad es tan limitado que lo que se filtra me resulta mucho más querido, rebosa de trascendencia y significado. Con frecuencia me conmuevo hasta las lágrimas, o peor, o aún más. Aquí también podría explayarme, y lo hago, pero más vale que nos ciñamos a la historia en cuestión, que es la de ella, no la mía. La mía es demasiado familiar; sólo consiste ahora en altas horas de la noche en mi celda, el catre contra la pared, un televisor en color –regalo de una admiradora anónima– sobre una silla alejada, la rueda de luz de color espectral irradiando a través de las paredes blancas, arrojando sombras sobre la quietud nocturna. A solas, miro la televisión con el tapón del auricular apretado contra el oído, y a veces tengo compañía: comparto el televisor con Clayton, un joven asesino de Princeton, bien adaptado, que se ha tomado a pecho la fantasía de la cárcel. Tenemos cable, robado de un alambre de la pared, que funciona bien cuando sopla un viento propicio. Ponemos el volumen bajo para que los guardianes no oigan nuestros gruñidos, nuestros aullidos, nuestras lágrimas, y se lleven el juguete. Sentados en el borde del catre, vemos Visiones de un mirón, Entrevistas al desnudo, Robyn Byrd, anuncios de compra por teléfono, llame al 970-Pipií (la i de más significa un pis suplementario), Tías con polla. Y, para no parecer un hipócrita, estoy horrorizado, sin aliento. Por primera vez noto mi edad, en los huesos débiles y en la congoja. Pero me atraen esas cosas, ésa es la naturaleza de mi dolencia, que me atraigan demasiadas cosas. Y me horroriza y me entristece.
Cárcel. Suena el timbre. Norte de Nueva York: la piedra angular dice 1897. Mi celda, en un ala denominada únicamente Oeste, no ha sido reamueblada en noventa y siete años, llevo horas levantado. No hay descanso. Tomo notas: empiezo a sentir que el reloj corre más deprisa, no me queda mucho tiempo. Los timbres son los signos de puntuación del día. Suena el timbre y de repente he vuelto. Estoy aquí, en la cárcel, justo cuando empezaba a evadirme.
Recuento matutino. Plantado ante la puerta, la entrada de mi celda. A mitad de pasillo comienzo a oír los nombres: hay días en que oigo hasta Wilson, pero lo más frecuente es que capte hasta Stole o Kleinman. Oigo sus nombres, conozco sus delitos. Algunos días pienso que a Kleinman deberían haberle caído de quince a veinte años, y otros, de cinco a diez. ¿Por qué cambio de idea?
–Jerusalem Stole –llama el sargento, a cuatro puertas de la mía.
–Es un error..., llámeme Jerry –responde Jerusalem.
Me remango la camisa en un intento de recomponerme.
–Frazier –llama el sargento, y Frazier, mi vecino de al lado, responde:
–Sí, ¿qué pasa?
Me mantengo alerta. Cuando pronuncian mi nombre, me reviso a mí mismo, repaso mis delitos y guardo un extraño silencio.
El sargento repite mi nombre. Aprieta la cara contra los barrotes de mi celda y pregunta:
–¿Todo bien?
Asiento.
–¿Entonces por qué no contestas?
Me encojo de hombros.
–¿No tienes nada que decir?
Sus llaves tintinean. Aquí hay puertas, cerrojos, que creo que no sirven absolutamente para nada. Puertas de broma. Puertas falsas, corredores que son caminos a ninguna parte.
–¿Qué hora es? –pregunto al sargento.
Sobre la entrada de este lugar, y lo vi solamente una vez, cuando entraba, hace veintitrés años, sobre la entrada hay un reloj de pared gigantesco con una sola manecilla.
–¿Qué hora es?
–Una pena ¿no? –dice el sargento, insertando las llaves en el cerrojo para abrirme–. Es la hora del desayuno.
Huevos mojados. Tostadas secas. Cuenquitos de cereales. Leche.
La chica. Ha vuelto a casa en las vacaciones de verano, ha regresado con su familia después del segundo año en una destacada universidad femenina cuyo nombre mantendré en secreto, para ahorrar a la institución la vergüenza o quizá el orgullo, según el administrador al que uno se dirija. Y aun cuando se admitan las ventajas de una educación no mixta, los altos logros que obtienen las pocas universidades que quedan de ese género, rara vez se habla de los reveses, de la exigencia de que el cuerpo suspenda su desarrollo y sus inclinaciones mientras se estimula el crecimiento del intelecto. Este desequilibrio provoca dificultades, un trastorno específicamente femenino en el que la mayoría de síntomas físicos se manifiestan en posturas extrañas (políticas, sociales y sexuales), en una letargia malsana y hostil, una atractiva perplejidad del ojo y, como se ha analizado, una especie de sensación de hormigueo no del todo desagradable en los puntos más complacientes del cuerpo.
Su carta evidencia que lleva años buscando, descubriendo lugares donde enseñan toda la variedad y las versiones de su elección, donde se puede curiosear y donde es fácil hacer compras pasando inadvertida. Va a los parques públicos que puntean todas las ciudades de América, a los campos de béisbol y de fútbol donde ellos juguetean vistiendo los uniformes de la juventud y la liga. Se zurran y se pisotean, saltan los unos sobre los otros, arrojando su carne liviana contra la de sus amigos, y se abofetean y se pegan como si fuera lo único importante, como si nadie mirara o a nadie le importase.
Se sienta en las bandas y aplaude alegremente. «Vamos, vamos, vamos», grita cuando un equipo marca, cuando el bate golpea la pelota y el jugador pisa la tercera base y corre hacia la suya.
Frecuenta esos lugares donde se congregan las familias –zoos, funciones de circo, teatrillos de marionetas– y observa a cada familiar entre los suyos, les ve pelearse por tentempiés y souvenirs, envolver sus labios y manos regordetas en las espirales esponjosas de algodón de azúcar de colores artificiales, cajas de Ases, globos de helio, banderines de fieltro comprados para las niñas y los niños buenos. La puedes encontrar en salones de juegos recreativos y en galerías comerciales donde los padres frustrados y hartos de esas criaturas depositan a su progenie como si esas modernas estructuras, esa arquitectura mercantil y de intercambios, ese edificio mismo, fuera un canguro con experiencia.
En un caso como este del que hablamos, en el que alguien ha estado buscando tan ansiosamente y durante tanto tiempo, cabe dentro de lo posible que una acumulación de fantaseos oculares exacerbe la atracción corriente y que, en consecuencia, la presión real dentro del ojo causada por la frecuente dilatación de la pupila provoque una turbación no muy distinta de la que se produce en otras zonas. En su apogeo provoca una especie de ceguera –casi clásicamente histérica– en el curso de la cual ella no ve lo que está haciendo, dando a luz, por así decirlo, la idea de que aferrar la carne masculina constituye simplemente una mano que se extiende en busca de un rumbo.
Quizá, de un modo totalmente distinto de como previamente se ha expuesto, quizá en verdad ese chico es su guía más que su demonio. Hace mucho que sospecho que la juventud sabe mucho más de lo que le permite articular la sima de azúcar glaseado que separa el cuerpo de la mente.
El semestre de primavera una cagada, dos pendientes para julio, por lo demás... ¡libertad condicional académica! ¿Una redacción que hacer, de veinte a treinta páginas sobre «La personalidad delictiva»? ¿Me atrevo a presentar mi propio diario?
Algo me corroe, no sé qué. Migrañas. Aaaggg.
¿Cómo hace para divertirse en ese sitio?
Al sexto día después de su regreso, transcurridos los cinco anteriores en un estado de sedación profunda, un período cuasicomatoso, de reacción en cadena, de reajuste vinculado con la bioquímica, repleto de jaquecas lo bastante fuertes como para aconsejar el uso de medicamentos, la combinación flipante-alucinante de Fiorinal y Percocet –pasa el frasco, cielo– y el desarrollo de toda una serie de síntomas plenamente relacionados con la vida de una chica de diecinueve años –anorexia seguida de atracones de la buena cocina de mamá, un sentimiento de hinchazón, cuatro rabietas como réplica a declaraciones de amor, náuseas, sueños extraños sepultados en el sueño profundo de la cama propia, diarrea–, limpieza y reorganización del ropero, aún más restos de la inacabable provisión de residuos de infancia metidos en bolsas de plástico al final de la entrada para que se los lleve el Ejército de Salvación, purgas.
–Es el agua. El cambio de agua nunca te sienta bien –dice su madre.
El séptimo día se levanta como nueva y se lava y se viste con esmero: en el ritual matutino ha usado un gel de baño y ducha de componentes florales, además de un dentífrico fresco de menta, un desodorante de talco adecuado a la acidez del sudor femenino –pronto transpirará, la maldita–, y también un toque del Chanel de su madre aplicado en la columna justo encima del arranque de la raya del culo. Las minucias de sus abluciones no son tanto descritas como deducidas por mi propia interpretación, mi conocimiento más personal de ella. También añadiré que por supuesto que ha usado una cuchilla encontrada en la ducha, cuidando previamente de aplicarse espuma del jabón hidratante de su madre, para afeitarse las piernas, las axilas y, como un obsequio para mí, los pocos vellos púbicos dispersos en la cara interna de los muslos. Gracias sean dadas a Dios por la exactitud, el trazo limpio de la doble hoja. Luego se ha puesto su disfraz –un par de shorts anticuados, varias tallas grandes, y una camisa desechada por su padre–, ha bajado a tomar el refrigerio matinal y luego, ataviada para la oscuridad, ha salido a buscar a su hombre.
La intensidad nerviosa generada por estos preámbulos, estos pensamientos a punto de convertirse en actos, fue enorme. Cuando su madre le preguntó «¿Adónde vas?», con una voz encantadora y cadenciosa, rompiendo la concentración, turbando la frecuencia de los pensamientos de su hija, la naturaleza obsesiva y compulsiva de su plan, sus movimientos mismos, la niña pareció parpadear y, durante una fracción de segundo, perder por completo los estribos.
–Cariño –repitió su madre, siguiendo a la todavía jovencita ...

Índice

  1. Portada
  2. 1
  3. 2
  4. 3
  5. 4
  6. 5
  7. 6
  8. 7
  9. 8
  10. 9
  11. 10
  12. 11
  13. 12
  14. 13
  15. 14
  16. 15
  17. 16
  18. Agradecimientos
  19. Notas
  20. Créditos