Las vírgenes suicidas
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Las vírgenes suicidas

Jeffrey Eugenides, Roser Costa Berdagué

  1. 232 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Las vírgenes suicidas

Jeffrey Eugenides, Roser Costa Berdagué

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Información del libro

En menos de un año y medio, cinco hermanas adolescentes hijas de una católica ferviente que no las dejaba salir con chicos, se suicidaron. Veinte años después, varios hombres que fueron sus vecinos intentan desentrañar el enigma de esas muertes relacionadas con los misterios de la feminidad y el deseo. Una espléndida primera novela que ha sido llevada al cine con gran éxito por Sophia Coppola.

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Información

Año
2006
ISBN
9788433940490
Categoría
Literatura
1
La mañana en que a la última hija de los Lisbon le tocó el turno de suicidarse –esta vez fue Mary y con somníferos, como Therese–, los dos sanitarios llegaron a su casa sabiendo exactamente dónde estaba el cajón de los cuchillos y el horno de gas y dónde la viga del sótano en la que podía atarse una cuerda. A nosotros nos pareció que, como siempre, salían demasiado lentamente de la ambulancia, mientras el gordo decía en voz baja:
–Que no es la tele, tíos, aquí no hay que correr.
Cargado con el pesado respirador y la unidad cardiaca, pasó entre los arbustos, que habían crecido monstruosamente, y cruzó el descuidado césped que trece meses atrás, cuando empezó todo, estaba pulcro e inmaculado.
Cecilia, la pequeña –no tenía más que trece años–, fue la primera en hacer el viaje: se cortó las venas, como los estoicos, mientras tomaba un baño, y cuando la encontraron flotando en el agua teñida de color de rosa, con los ojos amarillos de los posesos y aquel cuerpecito que exhalaba olor a mujer madura, los sanitarios se llevaron un susto tan grande al verla en aquel estado de sosiego, que se quedaron clavados en el sitio, como mesmerizados. Pero de pronto irrumpió la señora Lisbon dando gritos y la realidad de la habitación se hizo patente: sangre en la estera del baño, la navaja de afeitar del señor Lisbon en el lavabo, jaspeando el agua. Los sanitarios sacaron el cuerpo de Cecilia del agua caliente, que acelera la hemorragia, y le aplicaron un torniquete en los brazos. El cabello mojado le colgaba por la espalda y ya tenía las extremidades azules. No dijo ni una palabra pero, cuando le separaron las manos, encontraron una estampa plastificada de la Virgen María apretada contra los pimpollos de sus pechos.
Esto ocurría en junio, en la época de la mosca del pescado, cuando, como todos los años, la ciudad se cubre de tan efímeros insectos. Se levantan entonces nubes de moscas de las algas que cubren el lago contaminado, y oscurecen las ventanas, cubren los coches y las farolas, cubren las dársenas municipales y cuelgan como guirnaldas de las jarcias de los veleros, siempre con la misma parda ubicuidad de la escoria voladora. La señora Scheer, que vive calle abajo, nos dijo que había visto a Cecilia el día anterior al intento de suicidio. Estaba junto al bordillo, con el antiguo traje de novia del que había cortado el dobladillo y que nunca se quitaba de encima, observando un Thunderbird envuelto en moscas del pescado.
–Sería mejor que cogieras la escoba, cariño –le aconsejó la señora Scheer.
Pero Cecilia le dirigió una mirada mística y dijo:
–Están muertas, solo viven veinticuatro horas. Salen del huevo, se reproducen y la palman. Ni siquiera comen. –Y tras estas palabras metió la mano en la espumosa capa de bichos y trazó sus iniciales: C. L.
Queríamos disponer las fotos cronológicamente, pero habían pasado tantos años que resultaba difícil. Algunas están borrosas, y aun así son reveladoras. El documento número uno muestra la casa de los Lisbon poco antes del intento de suicidio de Cecilia. La hizo una agente inmobiliaria, Carmina D’Angelo, a la que el señor Lisbon había acudido para que se encargara de vender aquella casa que se había quedado pequeña para su numerosa familia. Tal como dejaba ver la instantánea, el tejado de pizarra todavía no había empezado a dejar la ripia al descubierto, el porche era aún visible por encima de los arbustos y las ventanas todavía no estaban sujetas con tiras de cinta adhesiva. Era una confortable casa suburbana. En la ventana superior derecha del segundo piso se ve un contorno borroso que la señora Lisbon identificó como Mary Lisbon.
–Solía cepillarse mucho el pelo porque creía que lo tenía débil –diría años más tarde, recordando cómo había sido su hija durante su breve estancia en la tierra.
En la fotografía Mary aparece sorprendida en el momento de secarse el cabello con el secador y parece que le salgan llamas de la cabeza, aunque se trata solamente de un efecto de luz. Era el 13 de junio, veintiocho grados en la calle y sol en el cielo.
Cuando los sanitarios tuvieron la satisfacción de conseguir que la hemorragia se redujese a un goteo, pusieron a Cecilia en una camilla y la sacaron de la casa para meterla en la ambulancia que esperaba en la carretera. Parecía una Cleopatra pequeñita en una litera imperial. El primero en salir fue el sanitario delgaducho que lucía un bigote a lo Wyatt Earp –a quien llamamos el sheriff cuando ya lo conocimos mejor después de tantas tragedias domésticas–, y luego apareció el gordo, que sostenía la camilla por detrás y caminaba melindrosamente por el césped, mirándose los zapatos reglamentarios de policía como si tratara de no pisar mierda de perro, aunque con el tiempo, cuando estuvimos más familiarizados con los aparatos, supimos que vigilaba la presión sanguínea. Sudorosos y moviéndose torpemente, los hombres se dirigieron a la ambulancia, que continuaba estremeciéndose y emitiendo destellos de luz. El gordo tropezó con un aro de croquet y, como venganza, le pegó un puntapié. El aro se desprendió, levantó una nube de polvo y cayó con un sonido metálico sobre el sendero de entrada. Mientras tanto la señora Lisbon irrumpió en el porche llevando a rastras la bata de franela de Cecilia, y profirió un largo gemido con el que detuvo el tiempo. Bajo los árboles ondulantes y sobre la hierba restallante y agostada las cuatro figuras posaron como en un cuadro: dos esclavos ofrecían la víctima al altar (levantaban la camilla para meterla en la ambulancia), la sacerdotisa blandía la antorcha (agitaba la bata de franela) y la virgen, narcotizada, se incorporaba apoyándose en los codos con una sonrisa ultraterrena en los descoloridos labios.
La señora Lisbon viajó en la ambulancia, pero el señor Lisbon la siguió con la furgoneta, aunque respetando el límite de velocidad. Dos de las hermanas Lisbon no estaban en casa: Therese se encontraba en Pittsburgh, asistiendo a un congreso científico, y Bonnie en un campamento musical, intentando aprender a tocar la flauta después de haber abandonado el piano (tenía las manos demasiado pequeñas), el violín (le dolía la barbilla), la guitarra (le sangraban los dedos) y la trompeta (se le deformaba el labio inferior). Al oír la sirena, Mary y Lux habían salido corriendo de la clase de canto, que tomaban en casa del señor Jessup, al otro lado de la calle. Al entrar en el cuarto de baño atestado de gente y ver a Cecilia, con los antebrazos ensangrentados y aquella pagana desnudez, se llevaron un susto tan grande como el de sus padres. Ya fuera, se detuvieron sobre una pequeña extensión de césped que Butch, el chico musculoso que venía a cortarlo todos los sábados, se había olvidado de segar y se abrazaron muy fuerte. Al otro lado de la calle había un camión del Departamento de Parques con unos hombres que atendían algunos de nuestros olmos moribundos. La sirena lanzó un alarido y tanto el botánico como su equipo pararon las bombas de insecticida para observar la ambulancia, que se ponía en marcha. Perdida ya de vista, volvieron a su labor. Hace mucho tiempo que el majestuoso olmo que aparece en primer plano en el documento número uno sucumbió al hongo del escarabajo holandés y hubo que cortarlo.
Los sanitarios llevaron a Cecilia al hospital del Bon Secours, en Kercheval y Maumee. En la sala de urgencias Cecilia contemplaba, con un distanciamiento no exento de pavor, los intentos que hacían por salvarle la vida. Sus ojos amarillos no parpadearon ni tampoco se arredró cuando le clavaron la aguja en el brazo. El doctor Armonson le cosió los cortes de las muñecas y a los cinco minutos de la transfusión la declaró fuera de peligro. Tras acariciarle la barbilla, le dijo:
–¿Qué haces aquí, guapa? Si todavía no tienes edad para saber lo mala que es la vida...
Fue entonces cuando Cecilia dijo en voz alta lo que habría podido considerarse su nota póstuma, aunque en este caso totalmente inútil puesto que seguía con vida.
–Está muy claro, doctor, que usted nunca ha sido una niña de trece años –dijo.
Las hermanas Lisbon tenían trece años (Cecilia), catorce (Lux), quince (Bonnie), dieciséis (Mary) y diecisiete (Therese). Eran bajas, de nalgas rotundas bajo el tejido de algodón y con unas mejillas redondas que recordaban la morbidez dorsal anteriormente citada. A primera vista, sus rostros parecían impúdicos, como si quien las contemplaba tuviese la costumbre de ver mujeres cubiertas con velo. Nadie entendía que el señor y la señora Lisbon hubiesen engendrado unas hijas tan guapas. El señor Lisbon, que enseñaba matemáticas en el instituto, era delgado, de aspecto juvenil, y parecía sorprendido por su propio cabello gris. Su voz era atiplada, y cuando Joe Larson nos explicó que el señor Lisbon había llorado cuando trasladaron a Lux al hospital tras su intento de suicidio, no nos resultó difícil imaginar el tono de su llanto afeminado.
Cuando uno observaba a la señora Lisbon, en vano buscaba en ella algún signo de la belleza que pudo constituir uno de sus atributos. Sus brazos regordetes, su cabello semejante a alambre de acero mal cortado y sus gafas de bibliotecaria frustraban el menor intento. La veíamos raras veces, por las mañanas, vestida elegantemente antes de que saliera el sol, asomándose a la puerta para recoger los cartones de leche cubiertos de rocío, o los domingos, cuando toda la familia salía en la furgoneta camino de la iglesia católica de San Pablo, a orillas del lago. En esas ocasiones la señora Lisbon adoptaba una frialdad regia. Con el bolso fuertemente agarrado en la mano, comprobaba que ninguna de sus hijas llevara ni sombra de pintura en la cara antes de dejarlas subir al coche, y no era raro que ordenara a Lux que volviera a meterse dentro y se pusiera otra blusa menos llamativa. Como nosotros no íbamos a la iglesia, teníamos tiempo de sobra para observarlos: los padres lixiviados, como negativos fotográficos, y las cinco despampanantes hijas luciendo sus esplendorosas carnes, con aquellos vestidos de confección casera, cargados de puntillas y volantes.
Solo un chico había entrado en la casa: Peter Sissen, que había ayudado al señor Lisbon a instalar la maqueta del sistema solar en la clase, a cambio de lo cual una noche fue invitado a cenar. Peter contó que las muchachas le habían estado pegando continuamente puntapiés por debajo de la mesa y que, como estos le llegaban de todas direcciones, le habría sido imposible decir quién se los propinaba. Lo escrutaban con sus ojos azules y enfebrecidos y le sonreían con aquellos dientes suyos tan juntos, que constituían el único rasgo de las niñas Lisbon que no alcanzaba la perfección total. Bonnie fue la única que no dedicó a Peter Sissen miradas furtivas ni puntapiés. Se limitó a bendecir la mesa y a comer en silencio, sumida en el religioso fervor de los quince años. Al levantarse de la mesa, Peter Sissen pidió permiso para ir al cuarto de baño y como Therese y Mary estaban en el de la planta baja y de él salían risitas y comentarios en voz baja, tuvo que ir al de la planta superior. Después nos contaría que los dormitorios estaban llenos de bragas arrugadas, de animales de peluche apañuscados por los apasionados abrazos de las chicas; nos dijo también que había visto un crucifijo del que colgaba un sostén, habitaciones brumosas y camas con dosel, y que había percibido los efluvios de tantas chicas juntas en trance de convertirse en mujeres confinadas en un espacio exiguo. Ya en el cuarto de baño, mientras dejaba correr el agua del grifo para enmascarar los ruidos de su registro, Peter Sissen dio con el secreto escondrijo en el que Mary Lisbon guardaba sus cosméticos, metidos en un calcetín atado debajo del lavabo: barras de carmín y aquella segunda piel que constituían el colorete y los polvos, aparte de la cera para depilar, que sirvió para informarnos de que la chica tenía bozo aunque nunca se lo hubiéramos visto. En realidad, ignoramos a quién pertenecían los cosméticos que vio Peter Sissen hasta que dos semanas más tarde encontramos a Mary Lisbon en el malecón con los labios con una tonalidad carmesí que encajaba exactamente con la que nos había descrito Peter.
El muchacho hizo un inventario de desodorantes, perfumes y esponjas ásperas para eliminar pieles muertas, pero lo que más nos sorprendió fue que no descubriera ninguna ducha en toda la casa, porque nos figurábamos que las chicas se duchaban todas las noches, con la misma regularidad con que alguien se lava los dientes. Con todo, nos recuperamos enseguida de nuestra decepción cuando Sissen nos habló de un descubrimiento que había hecho y que superaba con creces nuestras más locas fantasías. En la papelera había encontrado un Tampax manchado con los jugos interiores todavía frescos de alguna de las hermanas Lisbon. Sissen añadió que casi había estado tentado de traérnoslo, que no era una cosa asquerosa sino bella, que había que verlo porque parecía una pintura moderna o algo así, e incluso dijo que había contado doce cajas de Tampax en el armario. Pero en aquel momento Lux llamó a la puerta y preguntó que si se había muerto o qué y entonces él había tenido que ir corriendo a abrirle. Los cabellos de Lux, que durante la cena llevaba recogidos con un pasador, le caían ahora sueltos sobre los hombros. Pero la chica no entró enseguida en el cuarto de baño, sino que miró a Peter a los ojos, después se echó a reír con su risa de hiena y pasó junto a él diciendo:
–¿Tienes acaparado el baño o qué? Necesito una cosa. –Fue directamente al armario, pero se paró enseguida y enlazó las manos a la espalda–. En privado, si no te importa –le dijo, mientras Peter Sissen bajaba a toda prisa los escalones, rojo como un pimiento y, después de dar las gracias al señor y a la señora Lisbon, se lanzaba corriendo a la calle para poder contarnos enseguida que a Lux Lisbon le estaba saliendo sangre de entre las piernas en aquel mismísimo momento. Era cuando las moscas del pescado cubrían el cielo y ya se estaban encendiendo las farolas.
Cuando Paul Baldino oyó lo que contó Peter Sissen, juró que se metería en casa de los Lisbon y vería cosas aún más impensables que las que había visto Sissen.
–Veré a las chicas duchándose –aseguró.
A los catorce años, Paul Baldino ya tenía las agallas de un gángster y la pinta de matón de su padre, Sammy el Tiburón Baldino, y de todos los que entraban y salían de la enorme casa de Baldino, con sus dos leones esculpidos en piedra a ambos lados de la escalera de entrada. Se movía con el contoneo indolente de los depredadores urbanos que huelen a colonia y se hacen la manicura. Le teníamos miedo, a él y a sus ricos e imponentes primos, Rico Manollo y Vince Fusilli, no solo porque su casa aparecía a menudo en los periódicos, o por las limusinas negras blindadas que se deslizaban por el camino circular de entrada bordeado de laureles importados de Italia, sino también por aquellos círculos oscuros que tenía debajo de los ojos, por sus flancos de mamut y por aquellos relucientes zapatos negros que no se quitaba ni siquiera para jugar a béisbol. Ya había metido la nariz en sitios prohibidos y, aunque no siempre era fiable lo que contaba después, no por ello dejaba de impresionarnos la osadía de sus exploraciones. En sexto, el día que llevaron a todas las niñas al auditorio para que vieran una película solo para chicas, Paul Baldino se coló en la sala y se escondió en la antigua cabina de las votaciones para poder contarnos de qué iba la cosa. Lo esperamos en el patio, jugando a pegar puntapiés a la grava para matar el tiempo hasta que apareció mascando un palillo y jugando con el anillo de oro que llevaba en el dedo. Estábamos sobre ascuas.
–He visto la peli –dijo– y sé de qué va la cosa. Escuchad, a eso de los doce años o así, a las chicas... –Se inclinó hacia nosotrosles sale sangre de las tetas.
Pese a que ya estábamos mejor informados, Paul Baldino seguía inspirándonos miedo y respeto. Se le habían puesto flancos de rinoceronte y aquellos círculos que tenía debajo de los ojos ahora tenían un color ceniciento que hacía pensar en la muerte. Fue en esa época cuando comenzaron a correr los rumores acerca del túnel. Una mañana, hacía ya algunos años, había aparecido un grupo de trabajadores en el jardín de su casa, detrás de la valla coronada de púas y guardada por dos perros pastores alemanes blancos idénticos. Para ocultar lo que se llevaban entre manos colgaron unas telas de hule de unas escaleras de mano y, tres días después, cuando las quitaron, en medio del césped había aparecido un tronco de árbol artificial. Era de cemento, con la corteza y los nudos del tronco pintados e incluso con dos ramas podadas que apuntaban al cielo con el fervor de muñones amputados. En medio del tronco una cuña abierta con una sierra de cadena contenía una parrilla metálica.
Paul Baldino dijo que era una barbacoa y nos lo creímos. Pero iba pasando el tiempo y vimos que no la utilizaba nadie. Según los periódicos, la barbacoa había costado cincuenta mil dólares, si bien en ella jamás se asó una hamburguesa, ni siquiera un perrito caliente. No tardó en circular el rumor de que el tronco era la entrada de un túnel para poder escapar y que conducía a un escondrijo junto al río donde Sammy el Tiburón tenía una lancha rápida, y que los trabajadores habían colgado hules para que nadie viese que estaban excavando. Pocos meses después de que empezaran a circular los rumores, Paul Baldino comenzó a aparecer en los sótanos de diferentes casas, a los que llegaba a través de las cloacas. Apareció un día en casa de Chase Buell, cubierto de un polvillo grisáceo que olía claramente a mierda; se metió como con calzador en la bodega de Danny Zinn, y esta vez se presentó con una linterna, un bate de béisbol y una bolsa con dos ratas muertas; finalmente asomó al otro lado de la caldera de Tom Faheem, a la que pegó tres golpes.
Siempre daba la misma explicación: que estaba explorando las cloacas debajo de su casa y que se había perdido. Pero empezamos a sospechar que lo que estaba explorando en realidad era el túnel que su padre había mandado construir. Cuando había fanfarroneado diciendo que vería a las chicas Lisbon mientras se duchaban todos creímos que iba a entrar en la casa de los Lisbon igual que había entrado en las otras. Nunca llegamos a saber exactamente qué había ocurrido, pero la policía lo estuvo interrogando más de una hora. Él les dijo que se había metido a gatas en el conducto de la cloaca de su casa y que después había seguido avanzando poco a poco; les describió las enormes dimensiones de los conductos, les dijo que había encontrado tazas de café y colillas dejadas por los trabajadores y dibujos al carbón de mujeres desnudas en las paredes, similares a pinturas rupestres. D...

Índice

  1. Portada
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  3. 2
  4. 3
  5. 4
  6. 5
  7. Créditos
  8. Notas
Estilos de citas para Las vírgenes suicidas

APA 6 Citation

Eugenides, J. (2006). Las vírgenes suicidas ([edition unavailable]). Editorial Anagrama. Retrieved from https://www.perlego.com/book/3174688/las-vrgenes-suicidas-pdf (Original work published 2006)

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Eugenides, Jeffrey. (2006) 2006. Las Vírgenes Suicidas. [Edition unavailable]. Editorial Anagrama. https://www.perlego.com/book/3174688/las-vrgenes-suicidas-pdf.

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Eugenides, J. (2006) Las vírgenes suicidas. [edition unavailable]. Editorial Anagrama. Available at: https://www.perlego.com/book/3174688/las-vrgenes-suicidas-pdf (Accessed: 15 October 2022).

MLA 7 Citation

Eugenides, Jeffrey. Las Vírgenes Suicidas. [edition unavailable]. Editorial Anagrama, 2006. Web. 15 Oct. 2022.