Glew
Vivo algo que no espero vivir. ¿Eso es la vida, finalmente? ¿Vivir lo inesperado, lo nunca soñado? Estoy sentada en un avión que se dirige hacia Londres y, cuando llegue allí, hay un segundo avión que me va a llevar a Buenos Aires. Estoy muy cómoda. Viajo en primera clase, no en turista como siempre antes. Mi abuelo paterno duerme en el asiento de al lado. Muy tranquilo. En paz con sus deseos de visitar la tumba de mi padre.
Yo no.
Ni estoy tranquila ni estoy en paz con mis propios deseos.
Hace unos cuantos días que no escribo en el cuaderno. Primero tengo la entrevista y luego el estudio de innumerables papeles repletos de palabras técnicas que tengo que pensar cómo traducir cuando llegue el momento de hacerlo. Mucho estudio. Mucha preparación para lo que viene.
Pero ya está.
Estoy lista para lo que sea.
Y con más de veinte horas por delante arriba de este avión y del próximo. Necesito volver al cuaderno. Volver a mí, en algún sentido, y olvidarme de los deseos ajenos: los de Lin An Bo y los de los señores que me contratan.
Releo y descubro que aquel domingo me duermo justo antes de terminar de escribir todo lo que quiero escribir acerca de mi padre y de los cuentos que me hace en el pasado acerca de viejos emperadores chinos. O acerca de las posibilidades que tiene la vida de ser después de la muerte.
La vida del emperador Qin Shi Huang.
Y la de Lin Jang Xian, también, se me ocurre ahora.
Los comentarios posteriores de la policía y de las clientas difieren, sobre todo, en cuanto a si Lin Jang Xian no tiene escapatoria en el momento de comenzar el incendio o si, por el contrario, mi padre decide por su propia cuenta morir entre las llamas que arrasan el supermercado. Una suerte de suicidio, dice la policía. Un cruel asesinato, según las vecinas.
Las botellas repletas de nafta se suceden: en total son más de cinco. Nos cuenta, a mi madre y a mí, un día más tarde el comisario.
Seguro más de cinco, afirma.
Caen hacia un lado y hacia el otro de donde está parado mi padre con su pistola en la mano. Sin embargo, reflexiona en voz alta el mismo comisario, nada le cuesta a mi padre abrir el enrejado y correr hacia la calle. Nada, repite. Hay una inquebrantable decisión, según él, de quedarse dentro y morir entre las llamas. En resumen, prefiere que esos tipos no le roben a continuar con vida; lo demuestra, también, el hecho de que elija utilizar el tiempo para disparar varias veces en dirección a la plaza y no para abrir el enrejado.
Las señoras, en cambio, están convencidas de que mi padre no puede salir.
El tiempo no le alcanza para abrir con algún éxito los tres gruesos candados con cadenas que clausuran el enrejado. No puede por más que quiera. No tiene tiempo: el local se incendia en pocos segundos y necesita minutos para abrir tantos candados. No hay manera de que corra y salve su vida, aseguran las señoras.
En aquel momento, yo no pienso nada al respecto.
Hoy, sí.
Hoy creo que no existen solamente blancos y negros. También hay colores. Y me inclino por algún matiz del rojo. O del azul.
Lin Jang Xian no desea morir. Como cualquier otro hombre, prefiere la vida a la muerte. Sin embargo, la muerte lo cerca en forma de llamas y entonces, de repente, se da cuenta de que va a morir, de que no tiene escapatoria, de que no le queda otra opción, de que no puede hacer nada para modificar ese destino que lo ataca con botellas repletas de nafta, y entonces decide morir con dignidad, entre lo que es suyo. No es lo mismo llegar a la otra vida con las manos vacías que con las manos llenas, se me ocurre pensar que piensa esa tarde mi padre. Igual que aquel anciano emperador de la ciudad que le da su segundo nombre.
Por las dudas, me parece.
Muere como muere.
Mi abuelo paterno continúa durmiendo en el asiento de al lado. Toma antes del viaje unas pastillas que le alcanza Lin Shi. Ocurre que así como le gustan tanto los botes y las lanchas y los barcos, le disgustan los aviones.
Les tiene miedo.
Me lo dice apenas sentarse y ajustar el cinturón para el despegue.
Sospecho que también él, así como antes lo hace mi padre o aquel emperador, de poder elegir, elige morir en el agua y no en el aire. Rodeado de ranas, sapos y culebras. Un asunto que tiene que ver con los gustos y con las esperanzas acerca de lo que hay o no hay después de la vida.
¿Y yo?
¿En qué lugar y bajo qué condiciones prefiero morir?
Antes, no me lo pregunto. Jamás. Ni siquiera pienso demasiado en la muerte. La muerte es el futuro. Un futuro que imagino lejano, que ni siquiera sé conjugar. Muy a pesar de que a partir de lo que le ocurre a mi padre, sé que existe.
Ocurre.
Un día. Cualquiera.
Puede pasar ahora mismo, incluso. Por eso Lin An Bo necesita tomar esas pastillas antes de viajar. Por el miedo a morir lejos del agua y de casi todo lo que ama.
¿Y yo?
Yo no sé todavía lo que quiero para mi muerte. Ni siquiera sé lo que soy. Ahora estoy aquí sentada en un avión y antes estoy sentada en el revés de una palangana de plástico en Suzhou y antes estoy sentada en un cajón de maderas en Glew. Tengo asientos diversos en cada sitio y en cada tiempo. Y poco más. Hago, hasta ahora, mucho de lo que otros quieren que haga.
Entonces.
Creo que me llevaría gente, al más allá. Mis abuelos, mis padres. Y cuando llego, busco en el cielo alguna cosa sobre la que sentarme a observar lo que tengo enfrente de mis ojos o a escribir en el cuaderno para no olvidar lo que acabo de dejar en el mundo.
La entrevista con los señores empresarios que ahora duermen, también, en otros asientos cercanos, resulta muy fácil. Al principio hay una señora que sabe algo de castellano que me hace tres o cuatro preguntas. Le contesto. Y ya no pregunta más. Les informa a los señores que estoy altamente capacitada para la tarea y entonces uno de ellos me alcanza unas carpetas, me cuenta que en ellas está escrito el proyecto para la construcción de un gasoducto, que debo estudiarlas con cuidado y manejar los términos técnicos que aparecen en ellas. Nada más. Los términos de mi contrato los arreglan luego con mi abuelo.
Y ya está.
Paso una semana entera leyendo sobre gasoductos. No hago otra cosa. Me aburro. Pero mi abuelo está feliz. Y mi abuela. También a mi madre, casi todas las noches, la escucho feliz por el celular.
Aquel lunes, cuando viajamos en el colectivo hacia la entrevista, Lin An Bo me dice que necesita ir a Glew, que por favor acepte el trabajo que me ofrecen los señores. Me explica que debe llegar hasta el sitio en el que está enterrado mi padre para quemar algunas de sus prendas de ropa y un par de zapatos, que es una antigua tradición de la región de la que provienen tanto él como Lin Shi, que si no lo hace, mi padre no está cómodo y sufre el frío en el más allá.
Es imprescindible que haga lo que tengo que hacer.
Soy su padre.
Me dice. Y yo no le respondo. Prefiero no responderle. Dejarlo con la duda de aquello que voy a hacer durante la entrevista. Está muy dulce, mi abuelo. Muy tierno. Hasta delicado conmigo, últimamente. No quiero apurarme a decirle que sí, que voy a aceptar, que no sufra más y perder todo lo que gano en esos días de intensas dudas. Miro hacia el piso. En silencio. Como hago siempre que no quiero responderle a un hombre. Y él me deja hacer. Tampoco tiene muchas opciones. Lo tengo a mi merced. Y me gusta.
No comprendo el asunto de quemar ropa y zapatos.
No comprendo sus tradiciones.
¿Soy china? O, en cualquier caso, ¿qué significa ser china? No lo sé. Todavía no lo sé. Y creo que ya es la enésima vez que me pregunto lo mismo. Demasiadas veces. Basta. Sólo el futuro lo sabe. El presente, evidentemente, todavía no.
Merced es una linda palabra. Antes de hoy creo que no la uso. Nunca. Tampoco la escucho, alguna vez, allá en Glew.
La leo.
Recuerdo que la leo en uno de los libros que nos da para leer la profesora de castellano. Aunque no recuerdo en cuál de esos libros la leo. Tiene que ver con la voluntad, con disponer del otro a nuestro antojo. Manejarlo. Hacer lo que queremos con ese otro. Dominarlo. Una forma o una manera de relacionarnos con alguien que no puede durar en el tiempo, me parece. Dura lo que dura. Un rato. A lo sumo unos días. Meses. Justo hasta que el otro se da cuenta y reacciona.
Me encanta, la palabra merced.
Y también me gusta antojo.
Quizás escribir sea eso. Una enorme máquina que funciona con recuerdos y que, dentro de su propio mecanismo interno, necesita recordar no sólo los hechos que suceden sino también palabras lindas, que la gente no utiliza demasiado.
La azafata, cansada de ofrecerme comidas o bebidas y escuchar que no deseo nada, ahora me ofrece una almohada y otra manta para que pueda dormir como lo hacen mis vecinos.
Quiero una copa de vino tinto.
Le digo.
Y ella se sorprende. Debe pensar que no tengo edad para tomar una bebida con alcohol. Mil cosas, debe pensar. Sin embargo, como viajo en primera clase y rodeada de señores tan importantes, no pone la menor objeción y me la trae.
Quiero probar.
Necesito saber del placer que siente mi padre, por las noches, antes de dormir.
El placer que siente, incluso, aquella última noche en Glew. Necesito descubrir si verdaderamente puede ayudarme a dormir. Pero lo pruebo y no siento ningún placer. Al contrario, me da mucho asco. Me repugna y casi escupo lo que me queda en la boca. Si no escupo es sólo porque puedo ensuciar a Lin An Bo. Y también porque la azafata, sonriente, se queda esperando mi reacción a escasos centímetros de distancia.
Me trago el resto.
Como si me encantara.
Claro que me queda un gusto rancio en el paladar. Un gusto horrible. Insoportable. Entonces, como ella todavía está cerca, le pido que por favor me traiga un vaso de agua y alguna cosa para comer. Se ríe, no para de reírse y me pregunta entre risas si es que no me agrada el vino, que puede traerme otro mejor. Le contesto que no, que sólo quiero un poco de agua. Y enseguida me desbarranco y también le cuento que nunca antes tomo vino tinto, que es la primera vez, que no me gusta, que tengo un sabor horrible en la boca.
Le cuento todo eso, supongo, sólo porque me encuentro a su merced.
Llegamos a Londres. Y tengo que reconocer que, aunque sabe horrible, mi padre tiene razón en el asunto del vino tinto: apenas tomo un trago y duermo de un tirón durante un montón de horas.
Hay que esperar acá para el otro vuelo.
Cuatro horas.
Lin An Bo y los señores que me contratan están afuera. Fuman. Y hablan. No me gusta cómo se comporta mi abuelo con ellos. Está pendiente de lo que dic...