Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

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La familia Godley se ha reunido en Arden, su finca, en medio de una verde campiña, cerca de un antiguo lugar sagrado y de las vías del tren. Han venido porque el vie­jo Adam Godley, un respetado y exaltado matemático, se está muriendo. Le acompañan Ursula, su segunda es­posa, madre de Adam y de su hermana Petra, y Helen, la mujer del joven Adam, bella como la homérica Helena. Y también están Ivy Blount, la última aristócrata del lu­gar, que ahora es la criada de la familia, y Duffy, un campesino que se ocupa de la poca ganadería de la fin­ca. Y más tarde vendrán Roddy Wagstaff, un modernillo que corteja a la angustiada Petra. Y Benny Grace, quizá un colega de Adam Godley o el dios Pan, que junto a otras deidades es uno de los personajes de esta luminosa y numinosa historia sobre los mortales; y sobre la dolo­rosa inmortalidad de los dioses, que interfieren en las vi­das de los hombres sólo para intentar experimentar esa mortalidad que anhelan. Porque las últimas ecuaciones de Adam Godley constituyen la combinación que abrió el «cerrado aposento del tiempo», la condición necesa­ria de esta literaria convivencia de dioses y hombres. «John Banville es un maestro, y su escritura un placer sensual sin interrupciones» (Martin Amis).

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Información

Año
2010
ISBN
9788433935021
Categoría
Literature

I

Entre las cosas que creamos para que les sirvieran de consuelo, el amanecer da buen resultado. Cuando la oscuridad se desmenuza en el aire como terso y blando hollín y la luz se extiende despacio por el Este todo el género humano, menos sus miembros más desdichados, vuelve a vivir. Los inmortales solemos disfrutar del espectáculo, esa diaria resurrección menor, reunidos en los parapetos de las nubes con la mirada puesta en ellos, nuestras queridas criaturas, mientras se remueven para recibir al nuevo día. Qué mutismo cae entonces sobre nosotros, el triste silencio de nuestra envidia. Muchos siguen durmiendo, desde luego, indiferentes al encantador artificio matutino de nuestra prima Aurora, pero siempre están los insomnes, los inquietos enfermos, los perdidamente enamorados dando vueltas en su cama solitaria, o simplemente los madrugadores, los ajetreados, con sus flexiones de piernas y sus duchas frías y sus maniáticas tacitas de negra ambrosía. Sí, todos los que presencian el alba la saludan con alegría, más o menos, salvo los condenados, por supuesto, para quienes la primera luz será la última sobre la tierra.
Ahí tenemos a uno, de pie frente a la ventana en casa de su padre, viendo cómo el temprano resplandor del día tiñe el cielo sobre la masa de árboles detrás de las vías del tren. No está condenado a muerte, todavía no, sino a una vida en la que cree no encajar bien. Está descalzo, y lleva un pijama que su madre le encontró anoche en algún sitio tras su llegada a la casa, de algodón raído, azul claro con franjas de un azul más intenso: ¿de quién es, de quién era? ¿Podría ser suyo, de tiempo atrás? En ese caso, sería de hace mucho, porque ya es mayor y le está pequeño, le aprieta en la sisa y el fondillo. Pero es lo que ocurre siempre en esta casa, todo oprime y roza y hace que se sienta como si fuera un niño otra vez. Eso le recuerda que cuando era pequeño su abuela lo vestía de punta en blanco en Navidad, y en su cumpleaños, o en cualquier otra celebración, dándole tirones por un lado y otro y aplastándole algún rizo rebelde con el dedo untado de saliva, y que él se sentía en evidencia, peor que desnudo, con aquellos ásperos pantalones cortos de los trajes de tweed del color de copos de avena y ya pasados de moda que la anciana le hacía llevar, las camisas blancas de cuello almidonado y, aún peor, las pajaritas postizas a cuadros que le procuraban un tenue y vengativo placer al tirar de ellas hasta el límite del elástico y soltarlas con un chasquido agradablemente sonoro cuando alguien pronunciaba un discurso o cantaba una canción o el cura alzaba la oblea de la comunión con el mismo gesto, pensaba siempre, que las enfermeras al mostrar en alto los números ganadores de la lotería para los hospitales. Así son las cosas: la vida, la vida bien abrochada, no le queda bien, forzándolo a ser demasiado crítico consigo mismo y con lo que sombríamente considera su inalterable pequeñez de espíritu.
Oye por algún sitio invisible el tenue y apagado tamborileo de cascos menudos; será el madrugador cartero montado en su poni, con su librea de Thurn und Taxis, su tricornio y su trompa enganchada al hombro.
El hombre de la ventana se llama Adam. Sin cumplir aún los treinta, es hijo de un padre ya entrado en años y por dos veces casado, «producto», tal como una vez le oyó decir con una cínica carcajada, «de mi segunda coyunda». Admira distraídamente la sombra lívida que se adensa como fango bajo los árboles. Una especie de humo asciende por la hierba grisácea a la altura de los tobillos. Todo es diferente a esta hora. Un mirlo mañanero viene volando rápidamente de alguna parte y cruza en diagonal hacia otro sitio, sus lustrosas alas lanzando un destello a la sesgada luz, y con una punzada de inquietud piensa Adam en la lombriz tempranera. Imagina oír débilmente la aflautada nota pánica de la criatura de veloces alas.
Ahora va percibiendo poco a poco algo que no alcanza a reconocer, un temblor en el ambiente, como si el aire mismo trepidara. Se hace más intenso. Alarmado, da un paso atrás, hacia la protectora penumbra de la habitación. Oye claramente el sordo latir de su corazón. En el fondo sabe lo que está ocurriendo pero no llega a representárselo en la mente. Todo tiembla ahora. Algún pequeño mecanismo a su espalda dentro de la habitación –no mira, pero debe de ser un reloj– inicia en sus entrañas un urgente y plateado tintineo. Las tablas del piso crujen trémulamente. Entonces aparece la máquina a la izquierda, enorme, de cabeza roma, abriéndose paso ciegamente, circulando hasta detenerse con un estremecimiento frente a los árboles, jadeando entre nubes de vapor. Las luces siguen encendidas en los vagones; hacen que el amanecer retroceda un poco. Hay cabezas inclinadas, como de focas, sobre las alargadas ventanillas –¿duermen todos?–, y el revisor avanza por un pasillo con su herramienta para los billetes, apoyándose con una mano tras otra en el respaldo de los asientos como si estuviera escalando una empinada pendiente. El silencio circundante es amplio y parece un tanto ofendido. La locomotora suelta un irritado resoplido, como piafando. Por qué se detiene en ese sitio todas las mañanas es algo que no aciertan a decir los de la casa. No hay otra vivienda en kilómetros a la redonda, la línea está despejada en ambas direcciones, pero ahí es donde para. Su madre se ha quejado repetidamente a la compañía ferroviaria, y una vez incluso se decidió a escribir a alguien del gobierno, pero no recibió respuesta, a pesar del bien conocido nombre de su marido.
–Si hiciera mucho ruido al pasar –dirá ella en un tono de leve disgusto–, no me importaría: al fin y al cabo, tu padre tomó la sabia decisión de que nos instaláramos en una casa que está prácticamente en la vía del tren; pero cuando para me despierta.
Le vuelve un sueño que ha tenido por la noche, un fragmento. Avanzaba presuroso entre el polvo de una batalla inmemorial llevando algo en brazos, grande pero no pesado, una carga preciosa pero incómoda –¿qué sería?–, y a todo su alrededor la masa de guerreros bramando con el estrépito metálico de espadas y lanzas, el silbido de las flechas, el crujir y chirriar de las ruedas de las carretas. Un solar venerable, una guerra antigua.
Pensando en su madre, espera oír sus pasos arriba, porque sabe que está despierta. Aunque la casa es grande y laberíntica, los suelos se componen en su mayor parte de tablones encerados y los ruidos se propagan fácilmente y a gran distancia. No quiere ver a su madre, ahora no. En realidad, siempre le resulta incómodo tratar con ella. No es que la odie ni que lo moleste, como sucede con tantos hijos de los mortales que parecen aborrecer o despreciar a sus madres –deberían tratar con nuestras frenéticas y vengativas progenitoras aquí, en el nebuloso Monte Olimpo–, sólo que no piensa en ella como si fuera su madre. Es absurdamente joven, apenas veinte años mayor que él, y es como si se hiciera cada vez más joven, o en cualquier caso no más vieja, de modo que tiene la inquietante sensación de ir alcanzándola poco a poco. Ella también parece ser consciente de ese fenómeno, y no lo encuentra extraño en absoluto. En realidad, desde que él fue lo bastante mayor para percibir la juventud de su madre, ha advertido de tanto en tanto, o se lo imagina, cierta callada brusquedad en su actitud, como si estuviera impaciente por que él alcance una imposible mayoría con objeto de que, coetáneos al fin, puedan cogerse del brazo y dirigirse juntos a un futuro que sería..., ¿cómo? Para él, ya sin padre, o para ella, sin marido. Porque su padre se está muriendo. Por eso está él ahí, ridículo con ese pijama estrecho, contemplando el amanecer de este día de verano.
Atribulado por pensamientos de muerte y agonía, se obliga a fijar de nuevo la atención en el tren. Una de las cabezas de foca se ha vuelto y un niño pálido y de ojos enormes, con mala cara, lo está mirando a través de la brumosa extensión del jardín. La fijeza con que el niño observa la casa, la avidez de su escrutinio: ¿qué anda buscando, qué secreto conocimiento, qué revelación? El joven está convencido de que el niño lo ve, ahí de pie, aunque sin duda no puede ser: desde fuera la ventana es seguramente un espacio oscuro y vacío o, al contrario, cegadoramente encendido con el limpio y dorado resplandor de un sol que parecía tardar mucho en salir pero que ahora trepa con energía por el lado oriental del cielo. Aparte de esos ojos ávidamente inquisitivos los rasgos del niño son poco interesantes, o al menos los que alcanzan a distinguirse a esa distancia. Pero ¿qué es lo que está buscando, que le hace mirar así? Ahora la máquina reflexiona, da una especie de sacudida, arrancando un repetido estruendo metálico a los enganches de los vagones, y con un gruñido el brutal armatoste se pone en marcha, y mientras avanza, el sol ya alto va entrando sucesivamente por las ventanillas de los vagones, desquitándose de las luces aún encendidas, avergonzándolas con su irresistible y crudo fulgor. El niño, estirando el cuello, mira fijamente hasta el final.
Adam tiene frío, y las plantas de sus pies descalzos se adhieren desagradablemente a las heladas y pegajosas tablas del entarimado. Aún no se ha despertado del todo y se encuentra en ese estado entre el sueño y la vigilia en que todo parece irrealmente real. Al volverse de la ventana observa las primeras luces que caen en insólitos rincones, en ángulos extraños, y el canto de una estantería parece tan afilado como la hoja de una guillotina. Desde el fondo de la habitación el cristal convexo que cubre el reloj de la repisa de la chimenea, reflejando la luz de la ventana, le lanza una inexpresiva mirada monocular. Piensa de nuevo en el niño del tren y como tantas veces le sobrecoge el misterio de la otredad. ¿Cómo puede ser él un yo y los demás otros yoes puesto que los demás también lo son en sí mismos? Es consciente, desde luego, de que no es ningún misterio sino una simple cuestión de perspectiva. La mirada, dice para sí, la mirada crea el horizonte. Es algo que ha oído decir muchas veces a su padre, copiando a alguien, supone. El niño del tren constituía para él una especie de horizonte y él era una especie de horizonte para el niño sólo porque ambos creían encontrarse en el centro de algo –pensaban ser, en realidad, el centro mismo–, y ésa es la sencilla solución del presunto misterio. Y sin embargo...
Avanza sin ruido por el entarimado –al pasar frente al atareado reloj de la chimenea oye una tenue y solitaria campanada de reproche–, abre la puerta que da al vestíbulo y se detiene bruscamente con un gemido de susto, el corazón reanudando su apagado clamor, como un perro alborotado agitando las patas para que lo dejen salir.
Enseguida ve que la silueta del vestíbulo no es más que su hermana. Está en cuclillas frente a una de las portezuelas sesgadas del panel blanco que cubre el hueco de la escalera.
–¡Por Dios santo! –exclama–. ¿Qué estás haciendo?
Ella vuelve hacia él su rostro de pálida miniatura y Adam ve otra vez en su imaginación la cara del niño asomada a la ventanilla del tren.
–Ratones –dice ella.
Él suspira. Su hermana está con una de sus manías.
–¡Por Dios santo! –repite él, cansinamente esta vez.
Ella vuelve a hurgar en el armario y él se cruza de brazos y se apoya con el hombro en la pared y la observa, sacudiendo la cabeza. Aunque sólo tiene diecinueve años y muchos menos de edad mental, está habitada por una espantosa antigüedad. «Ésa», solía decir oscuramente de ella la abuela Godley, «ésa ha estado aquí antes.» Le pregunta cómo sabe que hay ratones en el armario y ella ríe con displicencia.
–En el armario no, idiota –le replica con un estremecimiento de desdén en la nuca, lisa y oscura: ¡otra foca!–. En mi habitación.
Se levanta, limpiándose las manos en los escuálidos costados. No lo mira a la cara sino que, mordiéndose el labio, tuerce la cabeza y frunce el ceño; nunca mira a nadie a los ojos, si puede evitarlo.
–¿Qué es eso que llevas puesto? –pregunta él.
Otro pijama que no sienta bien, éste de seda, de un azul desvaído, cayendo flojamente sobre su descarnado cuerpo, las mangas y las perneras ridículamente largas; las piernas de su hermana son largas, las suyas cortas, como subrayando algo tristemente cómico de los dos.
–Es de Pa –contesta ella, malhumorada.
Él suspira otra vez.
–Oh, Pete.
Pero ¿quién es él para hablar? ¿De quién es la vieja prenda que lleva él?
Petra es el nombre de su hermana, a quien él llama Pete. Es delgada y menuda, de rostro en forma de corazón y ojos angustiados. Durante mucho tiempo ha llevado la cabeza rasurada pero ahora le está volviendo a crecer el pelo, una pelusilla entre pajiza y morena que le cubre el cráneo de manera uniforme y total. Sus manos son como las rosadas garras con que escarba un roedor. Los ratones, piensa su hermano, deben de considerarla un miembro de su especie.
–¿Cómo lo sabes? –le pregunta.
–¿Cómo sé qué? –Una voz quejumbrosa e irritable.
–Lo de los ratones.
–Los he visto. Corretean por el suelo a oscuras.
–A oscuras. Y tú los ves.
Ella parpadea despacio y traga saliva, como si estuviera a punto de llorar, pero sólo es un tic, uno entre los muchos que padece.
–Déjame en paz –dice entre dientes.
Él es mucho más alto que ella.
De niña caminaba dormida y aparecía en lo alto de la escalera con los ojos vueltos sobre las órbitas y sus garras de ratón alzadas frente al pecho. Al recordarlo se le erizan a Adam los finos pelos de la nuca. Su chiflada hermana oyendo voces, viendo visiones.
Cierra la puerta del armario empujándola con el dedo gordo del pie. Ella hace un gesto hacia el hueco, levantando con una rígida sacudida el brazo izquierdo del costado para señalar infantilmente con el dedo y dejarlo caer de nuevo al costado.
–Creía que había cepos –dice, enfurruñada–. Antes ponían trampas ahí dentro.
Cuando hizo el movimiento con el brazo le llegó a él una vaharada de su olor, mustio y ceniciento, como el de la habitación de un inválido. No se baña mucho. Su madre dice que la tiene desesperada. Como si no los hubiera tenido así a todos, desde tiempo atrás, salvo a Pa, claro, que afirma que es su inspiración, su musa hecha carne, la cifra invariable en todas sus ecuaciones. Pero Pa afirma muchas cosas. O afirmaba: porque de Pa hay que hablar en tiempo pasado ya.
Aquí, en el pasillo, la luz sigue siendo tenue aunque el sol brilla chillonamente en las vidrieras de la puerta principal como si, piensa Adam, su hermana y él estuvieran confinados en el interior de la casa mientras fuera hay una alegre fiesta en plena animación. Con sus pijamas que tan ridículamente les sientan se quedan uno frente al otro en silencio, el joven alto y la muchacha menuda, sin saber qué hacer, ambos pensando inconscientemente en lo que les obliga a estar así: el hecho de su padre moribundo, cuya presencia dormida e insomne llena la casa como una niebla. En estos últimos días nadie se atreve a elevar la voz más allá de un murmullo, aunque los médicos insisten afablemente en que ya nada traspasa el umbral de la audición de Pa; pero ¿cómo pueden estar tan seguros, quisiera saber Adam, de dónde sacan tanta certeza? Su padre se encuentra ya en otra esfera, muy lejana desde luego, pero ¿no puede ser que le sigan llegando noticias de ésta?
–¿Por qué te has levantado tan temprano? –inquiere Petra en tono acusador–. Nunca madrugas tanto.
–En esta época del año –contesta Adam–, con las noches tan cortas..., no puedo dormir.
La respuesta se recibe en silencio, con resentimiento. Es ella quien tiene que ser la insomne. Esa condición suya, como la de gradual moribundo de su padre, es un influjo dominante que adensa la atmósfera de la casa como el aire en un globo.
–¿Viene hoy el Caballo Muerto? –pregunta él.
Ella se encoge de hombros con un gesto que parece un tic nervioso.
–Ha dicho que sí. Supongo que vendrá.
Con eso agotan el tema y guardan silencio de nuevo. Él siente esa enfermiza exasperación que tan a menudo le produce su hermana. Está en su postura habitual, medio girada, a la vez expectante y encogida, como deseando que la abracen y temiéndolo al mismo tiempo. De pequeña no tenía cosquillas y se apartaba de él con cara de pocos amigos pero luego volvía a acercarse, desmadejada, incapaz de resistirse, sus hombros estrechos y puntiagudos echados hacia delante como alas plegadas y la cabeza ladeada, como invitándolo pobremente a intentarlo de nuevo y hacerla chillar. Qué delgada era, qué flaca y huesuda, como un saco medio lleno de astillas, y eso sigue pareciendo. Ahora levanta una mano y se rasca vigorosamente el cráneo, haciendo un ruido como de papel de lija.
Adam se siente mareado, ingrávido, le parece que flota unos centímetros sobre el suelo. Supone que se debe al flujo de oxígeno en el cerebro, o a su falta. Su hermana está en lo cierto, no tiene costumbre de andar levantado a esas horas –todo es diferente– en que el mundo parece una imitación de sí mismo, de ingeniosa factura aunque discrepante en pequeños pero esenciales detalles. Piensa en Helen, su mujer, que duerme arriba, en el cuarto que él ocupaba de niño. Acostado a su lado, rígido y despierto en la penumbra de antes de amanecer, ha sentido deseos de despertarla pero no se ha atrevido, tan profundo era su sueño. Podría subir ahora y tumbarse de nuevo en la estrecha cama y tenerla muy cerca, pero algo que puede ser timidez, una especie de miedo, incluso, se lo impide.
Qué suerte, a propósito, que ese joven marido no sepa lo que mi gallardo papá, la esencia divina en persona, estaba haciendo con su querida esposa en esa habitación no hace ni una hora en lo que ella imagina que es un sueño.
Hablando de padres: Adam no ha visto al suyo todavía. Cuando Helen y él llegaron anoche dijo que se irían derechos a la cama alegando lo cansados que estaban del viaje. Pensó que la visita al anciano habría resultado truculenta; se habría sentido como un ladrón de cadáveres evaluando a un nuevo espécimen, o un cazador de vampiros irrumpiendo en una cripta. Aunque no se lo ha dicho, piensa que su madre no debía haber insistido en sacar a su padre del hospital. Traerlo para que muera en casa es un atraso que la abuela Godley habría aprobado. Pero esta mañana lamenta no haber ido inmediatamente a ver, al menos un momento, a su derrumbado padre, y cada hora que pase le resultará más difícil decidirse a subir las escaleras hasta la habitación del enfermo. No sabe cómo comportarse ante lo que todo el mundo, sin decirlo, considera el lecho de muerte de su padre. Nunca ha visto morir a nadie y espera no tener que hacerlo ahora.
Petra sigue rascándose, aunque cada vez con menos ímpetu, distraídamente, como un gato que va perdiendo poco a poco el interés por sus picores. Adam quisiera poder ayudarla, curarle aunque sólo fuera una de sus irritadas e inflamadas espinillas. Pero tiene celos de ella, también, siempre los ha tenido, desde antes de que naciera, incluso, la usurpadora. Tiene de pronto un claro recuerdo de cuando estaba en la cuna, bien a...

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