Al oeste de Roma
eBook - ePub

Al oeste de Roma

  1. Spanish
  2. ePUB (apto para móviles)
  3. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

«John Fante puede ser todavía un desconocido para muchos, pero, si llega a leer una sola de sus obras, es imposible olvidarlo y no seguir con todas las demás» (Manuel Hidalgo, El Mundo).

La vida no sonríe a Henry Molise en California, muy al oeste de la alegre Roma con que fantasea en los momentos más depresivos. Escribió de joven novelas prometedoras y luego entró con buen pie en Hollywood. Pero tiene ya cincuenta y cinco años y el negocio del cine anda mal; quiere escribir algo decente y no puede, y mantiene a una familia que sólo le da disgustos. Para colmo, se cuela en su casa un perro repelente y peligroso, al que bautizan Idiota, que acaba cambiando la vida de la familia. «Mi perro Idiota» complementa las otras dos novelas sobre Molise, La hermandad de la uva (1977) y Un año pésimo (inédita hasta 1985). No revuelve, como las otras, los temas de la autoridad paterna, el fracaso personal y los lazos familiares. La figura paterna es aquí el propio Molise y la historia se cierra con dos metáforas del amor. Al oeste de Roma se completa con «La orgía», sobre la iniciación a la vida de un niño que es testigo de las picardías de dos albañiles.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Al oeste de Roma de John Fante, Antonio-Prometeo Moya Valle en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Desarrollo personal y Superación personal. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2010
ISBN
9788433932556
MARCA PDF="0"

Mi perro Idiota

CORTE MARCA PDF="1"
1
Transcurría el mes de enero, frío, oscuro y lluvioso, me sentía cansado e infeliz, los limpiaparabrisas no funcionaban y estaba mareado después de una larga velada vespertina en la que había estado bebiendo y hablando con un director de cine millonario que quería que escribiera un guión sobre la muerte de Sharon Tate y los demás «a la manera de Bonnie y Clyde, con ingenio y estilo». No había dinero por medio. «Seremos socios, mitad y mitad.» Era la tercera oferta de esta clase que recibía en los últimos seis meses, todo un símbolo desalentador de la época.
A paso de tortuga por la autopista de la costa, a veinte por hora, con la cabeza fuera de la ventanilla, con la cara chorreando agua, con los ojos entornados para distinguir la raya blanca, con la capota de vinilo del Porsche de 1967 (cuatro letras devueltas, el banco ya con el grito en el cielo) casi rota a causa del diluvio, finalmente abandoné la autopista en dirección a la playa.
Vivíamos en Point Dume, un cabezo que sale del mar como una teta en una película pornográfica y que es la punta septentrional de la media luna que forma la bahía de Santa Mónica. Point Dume es una comunidad sin señales de tráfico, una caótica yuxtaposición de urbanizaciones periféricas tan intrincadamente atravesadas por calles serpeantes y callejones sin salida que, después de veinte años de vivir allí, todavía me pierdo cuando hay niebla o lluvia, y a menudo doy vueltas sin rumbo por calles que no están ni a dos manzanas de mi casa.
Y como era obligatorio aquella tormentosa noche, doblé por Bonsall y no por Fernhill y di comienzo a la lenta y desesperante aventura de encontrar mi domicilio, sabiendo que al final, siempre que no me quedara sin gasolina, acabaría otra vez en la autopista de la costa y bajo la débil luz de la cabina telefónica de la parada del autobús, desde donde llamaría a Harriet para que acudiera y me indicase por dónde se iba a mi casa.
A los diez minutos apareció Harriet en lo alto de la cuesta, con las luces del cinco puertas agujereando la tempestad, y se acercó a la cabina junto a la que estaba yo estacionado. Tocó el claxon, bajó del coche y corrió hacia mí con un impermeable blanco. Tenía los ojos dilatados por la preocupación.
–Necesitarás esto. –Sacó de debajo del impermeable mi pistola calibre 22 y me la alargó por la ventanilla–. Hay algo terrible en el patio.
–¿Qué es?
–Nadie lo sabe.
Yo no quería la maldita pistola. No la cogí. Harriet dio una patada en el suelo.
–¡Cógela, Henry! Puede que te salve la vida –dijo, poniéndomela debajo de la nariz.
–Pero ¿de qué se trata?
–Creo que es un oso.
–¿Dónde?
–En el césped. Bajo la ventana de la cocina.
CORTE
–Quizá sea uno de los niños.
–¿Con pelo?
–¿Qué clase de pelo?
–Pelo de oso.
–Puede que esté muerto.
–Respira.
Empujé la pistola hacia ella.
–Escucha, no pienso disparar a un oso dormido con una pistola calibre 22. Sólo conseguiría despertarle. Llamaré al sheriff.
Abrí la portezuela, pero Harriet la cerró de un empujón.
–No. Échale antes un vistazo. Quizá no sea nada. Puede que sólo sea un asno.
–Ay, joder. Ahora es un asno. ¿Tiene las orejas grandes?
–No me fijé.
Suspiré y encendí el motor del coche. Harriet volvió corriendo al cinco puertas y salió a la carretera. No había raya blanca en el centro y fui pegado a sus luces traseras mientras avanzaba lentamente bajo las cataratas de lluvia.
Vivíamos en una parcela de media hectárea que se encontraba a unos noventa metros del acantilado y el rugiente océano. Nominalmente era un rancho, tenía forma de Y y alrededor de la parcela había un muro de hormigón. Junto al muro crecían ciento cincuenta pinos y era como vivir en un bosque, y en conjunto parecía lo que no era, el domicilio de un escritor de éxito.
Pero habíamos pagado hasta el último aspersor y por dentro me devoraba el deseo de deshacerme de la parcela e irme del país. Antes pasarás por encima de mi cadáver, decía siempre Harriet con actitud desafiante, y a menudo me entretenía imaginando que la veía tendida en un charco de sangre en el suelo de la cocina mientras yo cavaba una tumba en el cercado de los animales, me iba a Roma en un vuelo de Alitalia con setenta mil dólares en el bolsillo y una nueva vida en la Piazza Navona, con una morena para variar.
Pero mi Harriet era extraordinaria, llevaba pegada a mí veinticinco años y me había dado tres hijos y una hija que yo habría cambiado gustosamente, cualquiera de los cuatro o los cuatro, por un Porsche nuevo, incluso por un MG GT del 70.
2
Harriet dobló por el sendero de la propiedad y aparqué junto a ella en el garaje. Nos llevamos una sorpresa al ver otro coche allí, un Packard de 1940, una auténtica pieza de anticuario que pertenecía a Dominic, nuestro hijo mayor, el más chiflado de la familia. No lo veíamos desde hacía dos semanas. Que hubiera reaparecido en una noche tan pasada por agua significaba que tenía problemas o que se había quedado sin camisas limpias. Abrí la portezuela trasera del Packard. El interior apestaba a maría. Harriet palpó con la mano en el asiento e hizo una mueca al ver que había pescado unas bragas azules. Las soltó con un bufido de asco.
Salimos del garaje. La casa estaba iluminada como el patio de un vendedor de coches usados, había luz en todas las ventanas y los focos de la puerta trasera y el garaje bañaban el césped con una claridad que resultaba desoladora bajo la lluvia.
–Todavía está ahí.
Harriet se detuvo, mirando hacia la puerta trasera. Entonces lo vi, un bulto negro, inmóvil y tirado como un felpudo. Le dije a mi mujer que estuviera tranquila.
CORTE
–La pistola.
–La he dejado en el coche.
Fue a buscarla y me la puso en la mano.
–Relájate, por el amor de Dios –dije.
Había veinte metros entre el garaje y la puerta trasera, y el tramo estaba resguardado de la lluvia por el alero de un techo bajo que sobresalía formando una especie de porche. Harriet se asió con firmeza a los faldones de mi frac y, con la pistola preparada, avancé de puntillas, asustado, forzando la vista para ver bien a aquella criatura ennegrecida por el diluvio.
Mis ojos, poco a poco, percibieron una imagen. Era una oveja. No le veía la testuz, pero la lana del culo y la tripa se veían con toda claridad. De repente, el viento cambió el sentido de la lluvia y la imagen se modificó. Contuve la respiración. No era una oveja. Incluso tenía crin.
–Es un león –dije retrocediendo.
Pero la vista de Harriet era perfecta.
–De eso nada. –Ya no había miedo en su voz–. Es sólo un perro –dijo, avanzando con seguridad.
Y era un perro, un perro muy grande, de espeso pelaje marrón y negro, de cabeza gorda y nariz corta y aplastada, un animal triste con ensombrecida cara de oso. Si no hubiera sido por el acompasado movimiento del pecho habría inferido que estaba muerto, dado que tenía los ojos cerrados. En su negra boca había una agitación casi imperceptible cada vez que inhalaba y expulsaba el aire. Saltaba a la vista que estaba inconsciente, ya que la lluvia le golpeaba con fuerza.
Mientras trataba de comunicarme con él, Harriet entró corriendo en casa y volvió con un paraguas. Nos pusimos debajo y nos inclinamos sobre el animal. Harriet le acarició la mojada nariz.
CORTE
–Pobrecillo. ¿Qué le habrá pasado?
Le froté las orejas, gruesas, duras y negras.
–Está muy mal –dije, y mis dedos tropezaron con una garrapata del tamaño de una alubia, tan hinchada que rodó por la palma de mi mano como una canica. La tiré al suelo.
–¿Y qué hace aquí?
–Es un perro vagabundo –dije–. Un animal socialmente irresponsable, un fugitivo.
–Sólo está enfermo.
–No está enfermo. Es demasiado vago para buscar refugio. –Le di con la punta del zapato–. Sigue tu camino, vagabundo. –El perro no se movió ni abrió los ojos.
–¡Oh, Dios mío! –exclamó Harriet, retrocediendo y tirando de mí–. No lo toques. ¡Podría tener la rabia!
Aquello enfrió mis sentimientos. No quería tener nada que ver con un perro rabioso. Entramos en casa a toda prisa y cerramos la puerta. Estaba empapado y chorreaba tanta agua que encharcaba el suelo de la cocina. Mientras me quitaba la ropa mojada, Harriet fue al dormitorio en busca de mi bata. Volvió con ella y con un bourbon con hielo, y nos sentamos a la mesa para considerar el problema.
–No podemos dejarlo ahí fuera, sin más ni más –dijo–. Se morirá.
–Todos tenemos que morir –dije, apurando el segundo vaso.
Harriet perdió la paciencia.
–Haz algo. Llama a alguien. Averigua qué hay que hacer con un perro rabioso.
Eran las nueve y media en el reloj del horno cuando llamé a Lamson, el veterinario de Malibú. Malcarado y corrupto, médico de los perros de las estrellas, Lamson era como la garrapata que había arrancado de la oreja del perro; durante años había estado chupándole la sangre a esta indefensa víctima que habla, ya que dirigía la única clínica canina que había en el norte de Santa Mónica.
Contestó su ama de llaves. El doctor Lamson y señora no estaban en casa. Se habían ido a Isla Catalina con el yate. Colgué mientras rezaba en silencio a San Jenaro, el patrón de Nápoles, para que hundiera a los Lamson y su yate hasta el fondo del mar.
Luego llamé a la oficina del sheriff, sabiendo exactamente lo que me iba a responder el agente de guardia, y no me equivoqué: que llamara a la perrera del condado. Me empezó a invadir la desesperanza mientras marcaba el número. Sabía que respondería una grabación, y así fue. No abrían hasta las nueve de la mañana siguiente.
El redoblar de la lluvia se convirtió en susurro y luego enmudeció. Harriet echó una ojeada al perro por la ventana.
–Creo que está muerto.
Apaciguado por la calma que había seguido a la tempestad, me tomé otro vaso de bourbon. En el ala norte de mi casa en forma de Y, donde estaban la habitación de Dominic y su equipo de música, tronaban los insensatos ritmos de Mothers of Invention. Había acabado por odiar el indecible analfabetismo ...

Índice

  1. Portada
  2. Mi perro Idiota
  3. La orgía
  4. Créditos