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Rituales, placeres y política de cooperación

  1. 440 páginas
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Rituales, placeres y política de cooperación

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El presente volumen es el segundo de la trilogía del Homo faber proyectada por Sennett. El primero, El artesano, versaba sobre el trabajo manual, y el tercero abordará el tema de la vida en las ciudades. Juntos se ocupa de la natu­raleza de la cooperación, explica sus características y estudia sus problemas, desde los rituales de las iglesias y los gremios medievales hasta las aparentes formas de cooperación en internet, pasando por las primeras formas de urbanidad cortesana, los nuevos estilos de la diplomacia de la edad moderna, las comunidades de ex esclavos norteamericanos, los conflictos étnicos, etc., para terminar denunciando el carácter poco cooperativo de la sociedad de nuestros días, producto de las transformaciones que el capitalismo contemporáneo ha producido en el triángulo social constituido por la autoridad ganada, el respeto mutuo y la cooperación durante una crisis.

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Información

Año
2012
ISBN
9788433934109
Categoría
Sociología

Primera parte

La cooperación toma forma

1. «LA CUESTIÓN SOCIAL»

En París, los reformistas exploran un rompecabezas
Ardua búsqueda sería sin duda la de quien quisiera señalar qué era lo más impresionante de la Exposición Universal de París de 1900. La Exposición se extendía ostensiblemente por el gran recinto ferial del Champ de Mars a la sombra de la Torre Eiffel, pintada de un llamativo amarillo brillante; bajo la torre, los puestos exhibían lo último de lo último en inodoros, ametralladoras y telares industriales de algodón. A cielo abierto se celebraba oficialmente «El Triunfo de la Industria y el Imperio», pero oculto en una callejuela lateral, un apretado conjunto de espacios se dedicaba a dar cuenta de los problemas humanos que ese triunfo implicaba. Los organizadores de la feria bautizaron este espacio secundario como musée social, museo social, un Louvre del trabajo que se proponía mostrar cómo hace su trabajo el capitalismo. Los expositores describieron sus salas de muy diferente manera, pues llamaron a ese espacio La Question sociale, «La cuestión social».1
Ningún curador de un museo moderno montaría una muestra como la de aquellos expositores. Un curador moderno pagará una fortuna por una tela de sangre humana seca, objeto «transgresor» que se presentará como si de alguna manera estuviera formulando una «declaración» social. Las declaraciones que se realizaron en las salas de París adoptaron en su mayoría la forma de documentos y mapas fijados a las paredes. Una pared mostraba los mapas de la pobreza de Londres de Charles Booth, «las relaciones de clase de la ciudad señaladas, calle por calle, con brillantes aguadas de riqueza y oscuras manchas de pobreza».2 Los alemanes enviaron documentos sobre la histórica coalición de sindicatos y partidos políticos representada por la Allgemeiner Deutscher Arbeiterverein (Asociación general de trabajadores alemanes, que incluía tanto trabajadores cualificados como semicualificados), de Ferdinand Lasalle; los franceses presentaron diversos panfletos sobre política social; mezclado entre los informes gubernamentales se hallaba el testimonio de varias asociaciones voluntarias de comunidades locales, en particular documentos del naciente Movimiento de Trabajadores Católicos.
La exposición de los Estados Unidos era la más pequeña. Gran parte de ella se centraba en la raza, lo que para los europeos, a quienes interesaba más la clase social, era toda una novedad. En un rincón de la exposición, los visitantes veían clavado con chinchetas un abrumador estudio estadístico de W. E. B. Dubois sobre el destino de los afroamericanos en el estado de Georgia desde el final de la esclavitud. En otro rincón, la sala contenía una muestra material de trabajos manuales de los institutos Hampton y Tuskegee, instituciones que impartían formación a antiguos esclavos afroamericanos para que se hicieran artesanos (artesanos a los que ya no se forzaba a trabajar juntos bajo el látigo de un amo).3
Aunque con un lenguaje escueto, todas las muestras de estos espacios tenían el propósito de resultar provocadoras, cosa que conseguían, al menos a juzgar por el número de visitantes que acudían. Tras la inauguración, los turistas que habían ido a la Exposición Universal paseaban sin objetivo preciso entre inodoros y taladros industriales; pero cuando la asistencia decreció en el Champ de Mars, los espacios alternativos seguían rebosantes de gente apiñada y enfrascada en discusiones.
Los colaboradores de las salas de «La cuestión social» y sus polémicos visitantes tenían un enemigo común: el capitalismo emergente, con sus desigualdades y sus opresiones. Estaban convencidos de que el capitalismo salvaje no podía producir una buena calidad de vida para las masas. Sin embargo, las exposiciones aledañas al Champ de Mars no reducían su interés a este enemigo en sí mismo; en efecto, se trataba de un foro más adulto que la exposición transgresora de un curador moderno, concebida para provocar alaridos de horror y de rabia. Con todo acierto, los parisinos habían denominado a su proyecto «La cuestión social». ¿Cómo había que cambiar la sociedad? En sus respuestas no entraba la cursilona imagen socialista de trabajadores felices cantando mientras trabajan por la revolución, ni tampoco las propuestas de reforma degradadas a meras etiquetas, tales como «justicia» o «la gran sociedad» (como la izquierda y la derecha británicas han calificado recientemente a sus respectivas políticas).
Los expositores estaban de acuerdo en un tema común. La palabra que más se oía en estas salas era «solidaridad»; la gente discutía sobre su significado. «Solidaridad» designaba en general la conexión entre los vínculos sociales cotidianos y las organizaciones políticas. Lo que daba sentido a esta conexión era la cooperación; el sindicato unido de los alemanes, la organización voluntaria de católicos franceses y el taller norteamericano mostraban tres maneras de practicar la cooperación cara a cara con el fin de producir solidaridad. El más radical de los expositores parisinos tomó estos ejemplos de actividad cooperativa como una invitación a pensar en lo social del socialismo.
Hemos de detenernos un momento en la palabra «social», pues en aquel momento se estaba produciendo un enorme cambio en el pensamiento social.
A finales del siglo XIX, las ciudades europeas se inundaron de inmigrantes, al tiempo que los emigrantes europeos a Estados Unidos abandonaban el Continente. Allí donde se impuso, la industrialización creó una geografía de aislamiento, de modo que un amplísimo número de trabajadores, encerrados en la fábrica o en sus casas, sabía poco de gente que no fuera como ellos. Las ciudades industriales se iban haciendo más densas y las clases sociales, aisladas, resultaban cada vez más compactas. ¿Qué podía estimular el entendimiento mutuo en estas personas, que no se conocían siquiera entre sí a pesar de estar obligadas a vivir juntas?
Dar respuesta a esta pregunta era algo que preocupaba a Georg Simmel (1858-1918), quien no asistió al musée social, pero siguió con sumo interés los debates en torno a la cuestión social. Su obra fue una empresa radical que puso en conexión la historia, la sociología y la filosofía; su vida ejemplificó una lucha particular con la cuestión de la relación social. Su origen judío lo mantuvo al margen de la vida académica alemana hasta bien entrado en la mediana edad; por otro lado, el matrimonio con una luterana lo alienó de sus raíces judías. Tenía buenas razones para considerarse un burgués marginal, si bien gracias a su condición de burgués alemán esa marginalidad no constituía una amenaza para su vida. Pero esa calidad de extraño no le supuso sufrimiento; por el contrario, veía en ella la condición del hombre moderno y estaba convencido de que contenía una promesa.
La vida social moderna trascendía el puro placer que experimentaban los individuos en compañía de otros, lo que los alemanes llaman Geselligkeit. En una charla que dio Simmel en 1910 en Frankfurt, sostuvo que este placer es universal, que tiene lugar en todo desarrollo humano a medida que la mera actividad física y el alboroto infantil van dando paso a las palabras amistosamente compartidas en un bar o un café.4 Cuando contemplaba la llegada de inmigrantes étnicos, muchos de ellos judíos paupérrimos de la Europa del Este, al corazón mismo de Alemania, se preguntaba qué efectos produciría la intrusión de extraños sobre este placer social y alegre. Si vivir entre extraños aplana la Geselligkeit, la presencia de estos extraños, pensaba Simmel, también podía profundizar la conciencia social; la llegada de un extraño puede llevar a los otros a asumir conscientemente valores que daban por supuestos.5
Simmel constató que la mayor conmoción que producía la presencia de extranjeros se daba en ciudades grandes y en expansión, como Berlín. Los nuevos estímulos son constantes en las calles de una ciudad, sobre todo en lugares como la Potsdamer Platz de aquella época, donde las calles volcaban todo su variado contenido humano en un centro concentrado. Panegirista de la diferencia, Simmel creía que su contemporáneo Ferdinand Tönnies –para quien «lo social» se equiparaba a la comunidad en pequeña escala, reducida a la intimidad (Gemeinschaft)– tenía anteojeras; la vida de los otros es más significativa, más rica.6
Sin embargo, la conciencia de los demás se da en la cabeza del habitante de la ciudad. En público, decía Simmel, el hombre o la mujer de la ciudad lleva puesta una fría máscara racional para protegerse de las olas de estímulos que le llegan de fuera; si la presencia de los otros se hace sentir, rara vez el habitante de la ciudad mostrará lo que siente. El hombre moderno forma parte de una densa multitud con los extraños, a los que ve, pero con los que no habla; enmascarado, ha hecho en la ciudad un viaje desde los placeres universales y sociales de la Geselligkeit a una condición subjetiva que Simmel llamó «socialidad».
Aunque sociality no es un término de uso común en inglés –como tampoco lo es «socialidad» en español–, en francés hace ya mucho tiempo que existe la voz socialité. Tal como se la usa en esta lengua, la socialité comprende la seguridad en el manejo de situaciones difíciles u hostiles, como, por ejemplo, la de diplomáticos sentados en torno a una mesa de negociaciones; los diplomáticos llevan una máscara imperturbable, abierta a lo que dicen los demás, pero fría y serena, que no responde instantáneamente. En esto, la socialité es pariente cercana de la empatía, tal como se la ha descrito en la introducción de este libro.* También ella requiere habilidad; el francés asocia la conducta experta en situaciones difíciles con el savoir faire, expresión cuyo significado trasciende en mucho al mero saber qué vino se debe pedir en un restaurante. Para Simmel, la virtud de la socialidad reside en que puede calar hondo y no limitarse a las impresiones ocasionales. Para explicarlo, el autor opone socialidad a Verbindung, palabra alemana que significa «conexión, unión, curación». La socialidad puede tener un alcance trágico cuando reconoce las heridas no cerradas de la experiencia mutua. Comprendí la idea de Simmel cuando oí las palabras de un taxista de Vietnam a unos pasajeros norteamericanos que regresaban a Hanoi veinte años después de la nefasta guerra de Estados Unidos: «No nos hemos olvidado de ustedes.» No dijo nada más ni nada menos; en lugar de palabras reparadoras, se limitó a ofrecer el reconocimiento de una dolorosa asociación. Mis compañeros, admirablemente, no respondieron nada.
Por todo esto, la socialidad no es el acto de tender la mano a los otros; es conciencia mutua, no acción conjunta. La socialidad es otra cosa que solidaridad. En París, los radicales que discutían la «cuestión social» adoptaban un curso opuesto al pensamiento de Simmel: deseaban cerrar las grietas y las brechas de la sociedad mediante la acción concertada, aspiraban a la Verbindung. Un llamamiento particular a la lucha se produjo como consecuencia del caso Dreyfus en Francia, que comenzó en 1894 con las falsas acusaciones por traición a un oficial judío del ejército y la elección del antisemita Karl Luegar como alcalde de Viena en 1895. En ambos lugares, muchos trabajadores normales y corrientes se volvieron tanto contra sus vecinos judíos pobres como contra los judíos de estratos sociales más elevados. Algunos radicales abordaron esta irrupción de la violencia recomendando tolerancia, que es una virtud muy simmeliana; la socialidad pide la aceptación del extraño como una presencia valiosa en el medio propio. Otros dijeron que la simple tolerancia no era suficiente, que para superar la brecha étnica las clases trabajadoras necesitaban una experiencia más comprometida, más vinculante, como la de ir juntos a una huelga por mejores salarios.
Pese a que los participantes y los visitantes del musée social daban un significado más rotundo a «lo social», eso no sirvió para unificarlos. Sus discusiones sobre la solidaridad planteaban dos grandes cuestiones. La izquierda se dividía entre los que trataban de establecer la solidaridad desde arriba y los que intentaban crearla de abajo hacia arriba. El sindicato alemán centralizado representaba la primera posición; el taller norteamericano local, la segunda. Esta división llevó a plantearse el tema de la cooperación. Los activistas partidarios de la primera actitud concebían la cooperación como un instrumento, un medio, para la obtención de metas políticas; a fin de alcanzar fines políticos, debía imponerse la disciplina en los intercambios cara a cara. A los activistas locales que trabajaban desde abajo les interesaban los juegos del poder en el seno de sus pequeñas organizaciones: ¿quién dirigía el grupo, quién era aceptado o excluido? Los activistas locales aspiraban a la participación más libre posible, tanto en la sala parroquial como en la calle, aunque esto implicara una pérdida de disciplina.
Por tanto, en estas discusiones había dos versiones de la solidaridad, una de la cuales ponía el acento en la unidad, mientras que la otra enfatizaba la integración. Estos contrastes no eran exclusivos de la izquierda, ni pertenecen exclusivamente al pasado. Todos los movimientos políticos, sean del color que fueren, tienen que decidir si cargar el acento sobre la unidad o sobre una inclusión más diversificada, vérselas con políticas intragrupales y definir el tipo de solidaridad que desean. En el curso del siglo XX, estas dos versiones de la solidaridad han dejado su sello en lo que podríamos llamar la izquierda política y la izquierda social.
LA SENDA BIFURCADA
En París, los activistas de la izquierda política sostenían que para enfrentarse a un gran poder hacía falta otro gran poder; los grandes partidos políticos y los grandes sindicatos eran para ellos la única vía de transformación de la bestia capitalista.
La organización militar servía como modelo de esta política radical. La propia palabra «militante» se ha utilizado, desde el siglo XII, como sinónimo de cualquier tipo de soldados; durante la Contrarreforma, la Iglesia católica empezó a referirse a sí misma como organización militante en guerra con los protestantes; a comienzos del siglo XX, tanto en Inglaterra como en Francia, la palabra pasó al uso coloquial para aplicarse específicamente a la política radical. Las Instituciones de Saint-Just y el ¿Qué hacer? de Lenin son tratados radicales igualmente sedientos de sangre, pero mientras que a finales del siglo XVIII SaintJust equipara las más de las veces al revolucionario con el policía, a comienzos del siglo XX el lenguaje de Lenin discurre sin fisuras entre la políti...

Índice

  1. Portada
  2. Prefacio
  3. Introducción. El marco mental de la cooperación
  4. Primera parte. La cooperación toma forma
  5. Segunda parte El debilitamiento de la cooperación
  6. Tercera parte. El fortalecimiento de la cooperación
  7. Coda. La gata de Montaigne
  8. Notas
  9. Créditos