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Una trayectoria vital imprevista lleva a Patrícia Soley-Beltran de ejercer como maniquí a estudiar su primera profesión desde el punto de vista sociológico. El resultado es esta osada investigación académica, personal y política que se lee como una novela de formación y que radiografía la figura de las modelos mediante un análisis interdisciplinario riguroso pero no exento de sentido del humor. ¿Ser Rita Hayworth o ser un intelectual francés?, se plantea la autora. A través del estudio del cuerpo, se desentrañan los mecanismos de la construcción social de la identidad y de los estereotipos que determinan las relaciones de poder no sólo entre hombres y mujeres y entre grupos de mujeres, sino también entre etnias y naciones. Oscilando entre la divinización y el automatismo, la estética «modelo» es una identidad normativa «de diseño», embajadora del neocolonialismo visual y de otras formas de poder «blando» ejercidas desde la seducción. Planteado como un juego de espejos que refleja los testimonios de modelos internacionales ante la mirada de una insider en una industria hermética, ¡Divinas! evidencia el contraste entre el auténtico backstage de la moda y sus atractivas imágenes. El glamour se revela así como la liturgia del capitalismo, que se apropia de la iconografía y la retórica religiosas para desplegar formas espectaculares de dominación mediante la ordenación de la creatividad, la belleza y la trascendencia al servicio del consumo. Lejos del puritanismo y sin ánimo de condena, este ensayo investiga cómo se fabrica el deseo con el fin de ofrecer claves que informen de nuestro consentimiento y nuestra participación en el show. Posibles interrogantes: ¿por qué una estética acorde con los cánones resulta ventajosa en unos entornos y sospechosa en otros? ¿Están culturalmente reñidas la belleza física y la inteligencia? ¿Es la mente a la masculinidad lo que la feminidad al cuerpo? ¿Por qué las industrias de la moda y el lujo se consideran frívolas cuando movilizan a millones de personas y de dólares en todo el mundo? ¿Es el culto al cuerpo el ritual más conspicuo de un sistema pseudorreligioso de creencias? La alfabetización visual que propone Soley-Beltran ahonda en el inconsciente óptico y conlleva un desafío a lugares comunes relacionados con la ética y la estética, la transgresión y la norma, el cuerpo y el conocimiento, el amor, la sexualidad y los afectos. El desencanto de la magia fashion transforma nuestra percepción y nos insta a revisar los patrones que gobiernan nuestros modos de ver, sentir y pensar.

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Información

Año
2015
ISBN
9788433936059
Categoría
Literatura

1. LA BELLA Y LA BESTIA (FEMINISTA)

En sueños, una tablilla de escribir representa a una mujer puesto que éstas reciben la imprenta de toda clase de letras.
ARTEMIDORO
A la remota Universidad de Aberdeen llegué con una magra beca Erasmus, en pleno invierno, anémica y con ropa inadecuada para unas condiciones climáticas nunca experimentadas por una chica mediterránea como yo. A pesar de los sabañones, la pobreza y la dureza de los trabajos como doncella, camarera y limpiadora con los que pagué mi subsistencia, sentí que me crecían las alas. Aprendí mucho en estos empleos, a menudo muy desazonadores, pero cosas diferentes a las de la universidad. La biblioteca universitaria se convirtió en mi faro de luz en la profunda oscuridad invernal; las clases, en un espacio para una camaradería muy alejada de la competitividad de las pasarelas; las amistades, en una fuente honesta de dignidad. Fue maravilloso. Lamenté tanto no haber vivido en ese ambiente en mi primera juventud, que decidí pedir a los Reyes un abrigo decente y unas buenas botas, solicitar la admisión a la universidad, y quedarme allí para terminar mi licenciatura.
Si Aberdeen fue el alma máter que me acogió y propició mi curiosidad investigadora, mi aproximación inicial a la antropología en la Universidad de Barcelona debió de actuar como una suerte de inseminación artificial. Mi descontento con la división entre disciplinas académicas me impulsó a emprender los estudios interdisciplinarios de Historia Cultural en Aberdeen con gran entusiasmo. Esos estudios se aproximaban a la historia partiendo del concepto de cultura de la antropología con el objetivo de comprender la mentalidad de una época. Este amplio concepto de la cultura abarca materias tan variadas como la filosofía, el cine, la música, la danza, la literatura, el arte, la ciencia y la tecnología, la política y la organización social. Todo lo poníamos patas arriba, la «alta» y la «baja» cultura. La perspectiva de Aberdeen me resultaba familiar, porque estaba en la misma línea de mi colegio progre. Algunos de mis compañeros de clase se inquietaron porque sintieron temblar los cimientos de sus certezas culturales y, por consiguiente, de su identidad. En ese momento, a mí no me ocurrió, supongo que porque había crecido entre la crítica cultural y los engaños. Mi terremoto personal llegaría más adelante.
Lo que hacíamos en Aberdeen era explorar la construcción colectiva de la realidad social. A través del estudio de la cultura, recomponíamos la mentalidad (o mentalidades) de una época pasada. Era divertido: se parecía un poco a montar un puzle sin la foto de referencia. Mediante el estudio de sus manifestaciones culturales, observábamos cómo diferentes sociedades y grupos sociales, históricos y actuales, desarrollaban conocimiento y construían normas y relatos para dotar de sentido a la realidad. Analizábamos estas diferentes piezas de significado, o unidades retóricas, como si fueran los ladrillos para la construcción de nuestra realidad compartida, los módulos básicos para la edificación del llamado sentido común. Nos introdujimos en el construccionismo tratando de entender cómo se constituye socialmente nuestro pensamiento y nuestra identidad. A mí me resultó interesante porque, al cuestionar lo que es –supuestamente– obvio, permite repensarlo. Permite, asimismo, acercarse al pasado (y al presente) como a un país extranjero, con nuevos ojos. Nos formaban como si fuéramos una especie de viajeros mentales que deconstruían –para usar un concurrido término de un intelectual francés– lo que dábamos por sentado. En ese viaje aspirábamos a llevar a cabo una revisión creativa de lo establecido. Disfruté enormemente de la libertad de pensamiento y de los medios para la investigación que tuve a mi alcance. Estoy eternamente agradecida a los contribuyentes del Reino Unido que financiaron el entonces sistema de educación gratuito con sus impuestos.
En una ocasión, el célebre antropólogo Jack Goody, ya en edad avanzada, visitó Aberdeen y dio una charla a la asociación de estudiantes de historia cultural que yo presidía. Me preguntó acerca de mi experiencia como modelo. Estábamos a principios de la década de los noventa, la fama de las supermodelos empezaba a llamar también la atención de los observadores académicos. Exclamé sin dudar que la imagen que se tenía de ellas era un gran engaño. Nunca antes me había oído decir esto a mí misma con tanta claridad y vehemencia. Con la generosidad de un auténtico maestro, sin cuestionarme, Goody me preguntó por qué lo decía. Me sentí honrada por su interés pero, súbitamente, me quedé muda y sorprendida: no tenía palabras para contestarle. La exclamación había salido con toda la certeza de mis entrañas, pero no sabía explicar el porqué de mi afirmación. Creo que la exquisita historieta de los peces del escritor David Foster Wallace ilustra perfectamente mi sentir:
Había una vez dos peces jóvenes que iban nadando y se encontraron por casualidad con un pez más viejo que nadaba en dirección contraria; el pez mayor los saludó con la cabeza y les dijo: «Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?» Los dos peces jóvenes siguieron nadando un trecho; por fin uno de ellos miró al otro y le dijo: «¿Qué demonios es el agua?»1
Como los peces jóvenes, yo había estado tan inmersa en el agua que no la vi, pero, como el pez más viejo, empezaba a nadar a contracorriente y a tomar conciencia de ella. Comenzaba también a advertir cuán difícil, y en ocasiones solitario, resulta tratar de explicar las realidades más obvias, ya que éstas son, como el agua, transparentes a nuestros ojos. Ayudarnos a hacerlas visibles es el papel y la función de la educación y la cultura, y yo recién empezaba a abrir los ojos.
Cuando tuve que elegir un tema para mi trabajo de fin de carrera, propuse analizar a las modelos como un fenómeno cultural. La pregunta que formulé inicialmente era: si yo fuera una antropóloga extranjera de visita en mi propia cultura, ¿qué me diría la adoración de las modelos de moda de la sociedad en la que surgen? Parecía un buen punto de partida, pero tenía mis dudas: ¿era un fenómeno relevante? ¿Se había estudiado antes? ¿Cómo iba a analizarlo? Mis profesores me tranquilizaron: era un tema significativo de nuestra cultura audiovisual contemporánea. Por aquel entonces, las maniquís ya eran el estandarte de un destacado fenómeno cultural que podía estudiar desde la perspectiva de la historia cultural y la sociología del cuerpo. Nunca había oído hablar de la sociología del cuerpo, pero sonaba interesante, sexy incluso. Me puse a investigar.
Primero descubrí a Mary Douglas, la antropóloga británica, y su concepto del cuerpo como un símbolo natural. En un fascinante estudio, Douglas observa cómo culturas diversas convierten el cuerpo en una metáfora social y personal, en la unidad simbólica básica. Todas las sociedades humanas buscan una respuesta ante el desorden que plantea el mundo mediante la clasificación sistemática de la realidad. Nos sabemos vulnerables: crecemos y vivimos inmersos en un entorno físico y social que a menudo es caótico y peligroso. Esta pionera intelectual afirma que, ante el riesgo, la incertidumbre y la contradicción, los humanos tratamos de componer un orden simbólico que nos oriente y nos regule. En dicha búsqueda, el cuerpo se convierte en el principal medio clasificatorio, en lo que Douglas denomina un símbolo natural. Dicho de otro modo, los colectivos humanos convertimos el cuerpo en un símbolo del orden social mediante el cual se representan y comunican reglas y límites. Un ejemplo de estas reglas lo constituye la separación simbólica entre lo puro e impuro que da lugar a un conjunto de normas y tabús que regulan prácticas tan variadas como el consumo de alimentos, la disposición de los productos corporales (como excrementos, sangre, semen, etc.) y la conducta sexual.2 El carácter simbólico del cuerpo es tan fundamental que puede llegar a resultar transparente y pasar desapercibido.
Así fue como comprendí que dominar nuestra corporeidad y su aspecto es la primera escuela de conducta de todos los miembros de cualquier colectivo. Nos socializamos mediante nuestro cuerpo y a través de él incorporamos –literalmente, hacemos cuerpo (como la misma palabra «incorporar» indica)las normas que estructuran una determinada cultura. Domesticamos así nuestros hábitos corporales. Desde el aprendizaje de las «buenas formas» hasta el control de los esfínteres, pasando por el desarrollo de la presentación estética que nos haya sido asignada, nuestro cuerpo es un espacio para la construcción de la identidad sociopersonal con el fin de obtener la aceptación que todos, en mayor o menor grado, necesitamos para nuestro desarrollo y supervivencia. Desde este punto de vista, cultura también es controlar los esfínteres y amoldarse a prototipos convencionales. El cuerpo se convierte así en un medio de comunicación mediante el cual mostramos obediencia o rebeldía a las normas sociales.3
La superficie corporal muestra marcadores sociales, como por ejemplo la posición en el sistema de parentesco, el estatus social, la filiación tribal, el género, el poder adquisitivo, el estilo de vida, etc. Por lo tanto, las prácticas corporales y las imágenes del cuerpo que se generan en un entorno social determinado son fundamentales para comprender las reglas que rigen los procesos de construcción de la identidad y de la autopercepción corporal. Esto explica, entre otras muchas cosas, por qué cuando los humanos nos confrontamos con el caos y el horror de la guerra o un cataclismo, tratamos de no descuidar nuestro aspecto físico en la medida de lo posible. Éste refleja nuestra adhesión a las reglas de la civilización y constituye una fuente de dignidad personal, además de una declaración de compromiso con el restablecimiento del orden compartido, ese edificio de reglas construido colectivamente que nos hace sentirnos más seguros.
El pensamiento de Douglas resultó ser de lo más jugoso, porque como ejemplos de cuerpos metafóricos citaba el cuerpo de Jesucristo, hijo de Dios encarnado y hecho hombre, muerto y resucitado; o la Virgen María, metáfora de entrega y pureza. Dos muestras irrefutables de cómo una figura y su corporeidad pueden acarrear una potentísima carga de significado simbólico, social, ideológico, espiritual. ¿Podía yo también considerar a las modelos la encarnación metafórica de un determinado modo de entender un orden complejo? No sólo parecía posible, sino también prometedor, puesto que me permitiría analizar su evolución histórica y los mensajes que transmitían codificados en su corporeidad. Esta perspectiva me planteó todavía más preguntas, porque, a diferencia de las figuras religiosas citadas por Douglas, los cuerpos de las modelos transmiten contenidos de un modo más visual que doctrinario. ¿Eran las modelos un reflejo de nuestro tiempo y del hincapié de lo visible? Lo cierto es que durante la segunda mitad del siglo XX en Occidente se había incrementado tanto la importancia social y personal del cuerpo, particularmente de su imagen, que se ha llegado a hablar de culto al cuerpo.
Nacer en una cultura mediterránea en el seno de una familia en la que abundaban los deportistas, concretamente nadadores y jugadores de waterpolo, y habitar en localidades de la costa, me familiarizó con la visión de cuerpos humanos de todo tipo y edad. Mi padre practicaba yoga diariamente y, en ocasiones, nudismo playero. Yo estaba enamorada del ballet clásico y los cien metros vallas. Mis vivencias corporales se desarrollaron entre el placer del mar, el sol, las paellas bajo un pino, y el esfuerzo del adiestramiento físico. En ese entorno, el cuerpo se cuidada y se cultivaba, pero siempre con una alegre y modesta desenvoltura; no parecía vivirse ni como fuente de pecado, ni de satisfacción narcisista, sino de un modo sano e integrado, sin prejuicios estéticos. Con la excepción de los maternos dictados de salón, no percibí en mi entorno más inmediato el físico como algo especialmente importante, ni como un espacio privilegiado para la expresión de la identidad ni para el ejercicio del autocontrol. En los años sesenta una actitud normalizada ante la diversidad corporal era común en amplios sectores de la sociedad. ¿Cómo se había pasado de un sano cultivo del cuerpo a rendirle culto?
De nuevo, hallé respuestas en la investigación sociológica. Averigüé que esta evolución se debía a diversas causas. La primera de ellas fue la disminución de las fuentes tradicionales de identidad. En las sociedades agrarias preindustriales con economías de trueque, no consumistas, la identidad personal venía marcada por la posición dentro de la estructura familiar y la pertenencia a un gremio profesional, que se señalaba con una determinada indumentaria. Sin embargo, a medida que la población fue migrando a núcleos urbanos en los que prevalece el anonimato y la economía de salario, la identidad personal pasó a significarse en gran medida mediante la apariencia física y el estilo de vida. Como resultado de la revolución industrial y la urbanización que conllevó, en la era moderna la identidad se afianzó progresivamente en las elecciones de consumo, ocio, indumentaria y apariencia física de una persona o un grupo, como modo de reflejar actitudes y valores sociales y personales.
A partir del final de la Segunda Guerra Mundial surgieron otras tendencias que abundaron en la percepción generalizada del cuerpo como eje central para el desarrollo personal. La intensificación del consumo durante la segunda mitad del siglo XX incidió en la importancia del físico para señalar la pertenencia social y conllevó un interés creciente en la elección de los productos de consumo como formas de identificación personal. Asimismo, se incrementó la valoración del deporte y el ocio, se desvalorizó la ética del trabajo, se integraron las culturas transgresoras en el consumo de masas y se comercializaron la rebeldía y el erotismo. Además, la aparición de nuevas tecnologías de representación visual, como el cine, la impresión de fotografía, la televisión, los vídeos, la digitalización e internet, ha permitido progresivamente una difusión masiva de imágenes en la que se funda el desarrollo de la cultura visual contemporánea. En este régimen visual, el cuerpo se convierte en el principal medio de comunicación y en el centro del proyecto de vida personal.
Todavía hay más. Otra de las causas que han contribuido a aumentar la importancia del cuerpo como proyecto es la sensación generalizada de «riesgo»: atómico, viral, alimentario, etc. Las amenazas que nos rodean se centran en la integridad corporal, con el consiguiente aumento de la sensación de vulnerabilidad y la conversión del cuerpo en una responsabilidad individual, nuestra responsabilidad. A este arriesgado estado de cosas hay que sumar el incremento de la capacidad de racionalizar la corporeidad y visibilizar su interior, gracias al continuo desarrollo del conocimiento científico que, desde los primeros tratados de anatomía de Vesalio en el siglo XVI, posibilita su abstracción como algo separado de nuestro ser. Los recientes avances tecnológicos en biotecnología, ingeniería genética o medicina deportiva originan una serie de cuestiones éticas que giran también alrededor de la corporeidad y que forman parte de preocupaciones colectivas que sitúan de nuevo el cuerpo en el centro de la reflexión social, personal y política.
Como resultado de todos estos cambios sociales, políticos, económicos y científicos, actualmente la identidad personal ha dejado de ser algo heredado y estático y se ha convertido en un proyecto, en una actividad en la que constantemente nos esforzamos y en la cual el cuerpo y la autorreflexión juegan un importante papel. En definitiva, nuestra noción del yo ha mudado: de basarse en el rol que se ejerce en la comunidad y el lugar que ocupa en la estructura de parentesco, a concebirse como circunscrita a la superficie del cuerpo en una cultura visual en la que se privilegia la mirada. Dada la importancia del cuerpo para manifestar la identidad individual, éste se convierte en el espacio privilegiado para mostrar el proyecto vital, de forma que nos sentimos responsables de desarrollar nuestra propia identidad y comunicarla visualmente mediante nuestra apariencia. Realities televisivos, como Extreme Make-over (programado en España con el título de Cambio radical), o los concursos televisivos de modelos, ejemplifican la extendida equiparación entre cuerpo y proyecto personal al prometer una transformación vital mediante la alteración quirúrgica del físico y la reforma del estilo indumentario.
A consecuencia de la identificación del yo con el cuerpo, éste deviene el espacio clave para mostrar un estilo de vida prediseñado y asequible.4 Con el fin de servir a una necesidad de expresión personal y transformación mediante la superficie corporal, las identidades se mercantilizan y se comercializan como tipos de vida mediante la construcción de complejas fantasías asociadas a mercancías. De este modo, nuestro cuerpo, el de cada persona, se convierte en una metáfora con el consiguiente mandato cultural de cultivarlo. Lo convertimos así en una percha donde colgar los signos de la propia identidad. Por esta razón, actualmente se habla de sociedades somáticas, volcadas en la corporeidad, en las que el llamado «culto al cuerpo» no es una actividad banal o superficial, sino un requisito social que indica la obediencia a los patrones corporales imperantes. Mis pesquisas iban avanzando: podía concebir el cuerpo como una metáfora y había averiguado las causas históricas del actual culto al cuerpo.
Apoyándome en las herramientas de análisis que aprendía a utilizar, me dispuse a aproximarme al estudio de las modelos de moda como símbolo natural, aunque proseguían mis titubeos. Había un tema, en particular, que me inquietaba profundamente: ¿podía actuar como una suerte de observadora extranjera en un terreno que me era propio? En otras palabras, haber sido modelo y tener un conocimiento desde dentro de la profesión, ¿me impediría analizarla? Mis pacientes tutores me tranquilizaron: aunque no fuera una extraña sino una insider, la información que tenía sobre una profesión cerrada a observadores externos era un activo más que un problema. Me hicieron comprender que tener un conocimiento experiencial, no sólo teórico, del objeto de estudio debía jugar a favor de mi investigación. Lentamente, fui asumiendo que mi intimidad cultural con la moda y la belleza no invalidaba mi investigación sino que le daba autoridad.
También me ayudó a superar mis miedos una investigación en la que se demostraba que las ex modelos ex...

Índice

  1. Portada
  2. INTRODUCCIÓN: ENTRE CEJAS
  3. 1. LA BELLA Y LA BESTIA (FEMINISTA)
  4. 2. DIOSAS DE PAPEL: DE MUÑECAS DE CERA A LA «ÜBERMODELO»
  5. 3. UNA SUPERFICIE PROFUNDA
  6. 4. ¿VIVA LA DIFERENCIA?
  7. 5. GLAMOUR, PODER Y SILENCIO
  8. EPÍLOGO BAJO HIGUERA
  9. AGRADECIMIENTOS
  10. Créditos
  11. Notas