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Filosofía práctica del instante

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Filosofía práctica del instante

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FINALISTA DEL 44.º PREMIO ANAGRAMA DE ENSAYOVivimos en la era de la velocidad, hasta el punto de que el autor afirma en el arranque de este lúcido ensayo: «Si me viera obligado a señalar un rasgo que describiera la época actual en su totalidad, no lo dudaría un segundo: elegiría la aceleración. Este fenómeno explica en buena medida cómo funcionan hoy en día la economía, la política, las relaciones sociales, nuestros cuerpos y nuestra psique. El incremento de la velocidad es una mirilla por la cual, sin tener que recurrir a perspectivas reduccionistas, podemos ver?y acaso entender un poco mejor? el mundo contemporáneo y a quienes lo habitamos.» Luciano Concheiro no se limita a reivindicar la contemplación meditativa y la plácida celebración de lo aparentemente nimio: su mirada analítica va más allá, e indaga en el capitalismo obsesionado por el beneficio permanente, la política marcada por el cortoplacismo y las sociedades contemporáneas que generan individuos estresados y ansiosos.Éste es por tanto un libro que analiza la velocidad en su dimensión económica?la obsolescencia programada, el modelo de producción de Toyota y el de consumo frenético orquestado por Zara, la actualización permanente que impone la digitalización, los acelerados flujos del capitalismo especulativo...?, política?decisiones rápidas frente a deliberación, destrucción del contrincante en lugar de debate ideológico en lo que podríamos denominar el modelo House of Cards...? y social?el consumo de tranquilizantes y euforizantes, la volatilidad de las relaciones amorosas, la precariedad laboral...?, todo lo cual da como resultado un mundo cuya aceleración imposibilita hilvanar un relato coherente que nos ayude a vivir con equilibrio, porque la prisa despoja de sentido la existencia.Para romper con esta dictadura de la velocidad, el autor propone una revuelta íntima mediante una filosofía de vida basada en la experiencia de una temporalidad en la que el tiempo deja de transcurrir, que denomina «Filosofía práctica del instante». Esta propuesta de resistencia tangencial la construye a partir de las enseñanzas de pensadores y artistas como Bachelard, Suzuki, Duchamp, Cage, Furio Jensi y Gabriel Orozco: una serie de fotografías de este último, el artista vivo más importante de México, acompañan las páginas de este libro a manera de k?an visual. El resultado es un conciso ensayo que rebosa inteligencia crítica.

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Información

Año
2016
ISBN
9788433937520
Categoría
Literatura

1

Los capitalistas son como ratones en una rueda, que corren cada vez más deprisa a fin de correr aún más deprisa.
IMMANUEL WALLERSTEIN
Bajo la lógica capitalista, la velocidad se desea con fruición. Ir más rápido significa mayores ganancias. A la inversa, cada minuto desperdiciado conlleva pérdidas monetarias. Mientras que la rapidez, la eficiencia y la agilidad se santifican; la lentitud, la torpeza y la pereza resultan aberrantes. Téngase presente que la etimología de «negocio» es neg-otium, la negación del ocio y, así, del reposo. (En inglés el ejemplo permanece: business proviene del inglés medio bisy, ocupado, y nombra la condición de estar ocupado.)
El capitalismo, como sistema económico y social, está basado en un principio simple: el «apetito insaciable de ganar» (Marx). Su singularidad radica, más que en la búsqueda de ganancias, en que esta búsqueda es eterna. Un verdadero capitalista querrá incrementar su riqueza perpetuamente, jamás estará satisfecho y nada le será suficiente. Existieron sociedades en las cuales se obtenían ganancias monetarias por la compraventa de mercancías, pero el dinero conseguido era utilizado para adquirir otras mercancías. La meta no era enriquecerse, sino satisfacer necesidades. En el capitalismo, por el contrario, el dinero obtenido en los intercambios mercantiles es invertido para generar aún más dinero: la circulación del dinero es un fin en sí mismo.
Karl Marx explica este proceso rector del capitalismo mediante la «fórmula general del capital»: D-M-D’ (Dinero-Mercancía-Dinero’). El dinero es transformado en mercancías y, posteriormente, éstas son convertidas de nuevo en dinero. Sin embargo, el dinero obtenido al final es siempre mayor al existente en un inicio. El excedente logrado no es otra cosa que la plusvalía, objetivo último de cualquier transacción capitalista.
Lo valioso de la fórmula es que evidencia que el proceso de generación de ganancia es un proceso circular y no lineal. Tanto al principio como al final se tiene lo mismo: dinero. El término de un ciclo es, a su vez, el comienzo de otro. Jacques Derrida señaló con agudeza que «la ley de la economía es el retorno –circular– al punto de partida, al origen». El retorno circular es el deseo fundamental porque implica la cristalización de la ganancia, pero también porque permite perpetuar eternamente el ciclo de autorreproducción del dinero. El dinero estático produce resquemor, puesto que sólo mientras se mantenga en circulación puede irradiar ganancias. Esto, en sentido estricto, es el capital: no un objeto, sino un proceso: dinero puesto en movimiento con el anhelo de obtener aún más dinero.
La velocidad resulta esencial debido a esta circularidad: cuanto menor sea el tiempo en que se complete el ciclo del capital (Dinero-Mercancía-Dinero’), mayor será la ganancia. No es difícil comprender por qué. Supongamos que soy un productor de zapatos. Cada tres meses se completa la rotación del capital y, en cada ciclo, se obtiene una ganancia de mil pesos. Si logro acelerar el ciclo para que, en lugar de que se complete cada tres meses (cuatro veces al año), lo haga cada dos (seis veces al año), ganaré anualmente seis mil y no cuatro mil pesos. Además, como la ganancia será cada vez mayor, se podrá invertir una cantidad superior de capital y, por lo tanto, incrementar los mil pesos que en un principio se obtenían como ganancia.
Como señala Marx, «cuanto más ideales sean las metamorfosis circulatorias del capital, es decir, cuanto más se reduzca a 0 o se aproxime a 0 el tiempo de circulación del capital, tanto más funcionará éste, tanto mayor será su productividad y su autovalorización». Cualquier mínima dilación resulta inadmisible. Si se quiere hacer dinero, hay que deshacerse de aquello que cause fricción y, sobre todo, acelerar los procesos de circulación del capital invertido. Es ésta la simple pero poderosa razón por la cual una pulsión por incrementar la velocidad subyace en el devenir del capitalismo.
Desde hace casi tres siglos, la aceleración se ha afianzado como uno de los mejores mecanismos para maximizar las ganancias económicas. Ha permitido tanto incrementar exponencialmente la ganancia de los capitalistas individuales como paliar la voracidad insaciable del sistema en su conjunto. El afán por acelerar los tiempos de rotación del capital es un mandato personal y una necesidad sistémica –de ahí su potencia–. Más allá de cualquier acontecimiento, la obsesión permanece intacta: ganar más, aumentar la velocidad.
No existe una fórmula única para acelerar la rotación del capital, sino una pluralidad de maniobras que tienen efectos disímiles. Esto se debe a que el tiempo total de rotación del capital está compuesto por diferentes momentos, cada uno regido por principios y ritmos propios. Por un lado, está el tiempo de producción, durante el cual el dinero se transforma en mercancía. Desde luego, un aspecto elemental del tiempo de producción es el tiempo de trabajo. Pero en él también se incluyen otros intervalos temporales que exceden al trabajo, los relacionados con procesos naturales. Por ejemplo, la fermentación del vino, la maduración de un fruto o el crecimiento de un árbol. Por otro lado, está el tiempo de circulación, durante el cual la mercancía se convierte en dinero, el cual comprende dos momentos: el tiempo utilizado en transportar la mercancía del lugar de producción al punto de venta y el tiempo que tarda en venderse.
La historia del capitalismo puede ser leída como una sucesión permanente de innovaciones técnicas y tecnológicas, todas ellas encaminadas hacia la aceleración de los tiempos de producción o de circulación (lo que en otros términos quiere decir hacia la obtención de una ganancia cada vez mayor). El momento fundacional del capitalismo moderno, la Revolución Industrial, surge antes que nada como un intento de reducir el tiempo de rotación del capital. Los siglos posteriores son tan sólo la repetición incesante del mismo gesto.
Es cierto que, como Reinhart Koselleck ha probado, desde principios del siglo XVIII, en la era preindustrial del capitalismo, podemos encontrar experiencias de aceleración. No obstante, aunque los ejemplos son múltiples, tienen que ver casi en su totalidad con aumentos menores en la velocidad del transporte y las comunicaciones: la mejora de las calles en las ciudades permitió que los coches de caballos viajaran más rápido que antes, la construcción de canales se extendió logrando que la navegación fluvial incrementara su velocidad, las noticias comenzaron a llegar con una rapidez inusitada gracias al correo y a la prensa escrita.
En sentido estricto, el momento inaugural de la aceleración sobre la cual estamos montados es la incorporación de la máquina como elemento esencial dentro del sistema productivo, la suplantación del capitalismo mercantil por el capitalismo industrial. Paulatinamente, el trabajo manual (y animal) comenzó a ser sustituido por la producción mecanizada, permitiendo acelerar de manera exponencial los tiempos de producción de mercancías y, así, acortar el tiempo de rotación del capital e intensificar la ganancia. El tiempo fue desnaturalizado: dejó de depender de los límites biológicos del ser humano y de los demás animales que eran utilizados como fuente de energía productiva.
Se sabe: a principios del siglo XVIII, la industria textil ocupaba un lugar preponderante en la economía del Imperio británico. La demanda era enorme y crecía a pasos agigantados. La producción debía incrementarse, es decir, acelerarse. El principal impedimento era que los hilos, insumo necesario para elaborar los textiles, continuaban siendo fabricados como se hacía desde la Edad Media: uno a uno, trenzando fibras manualmente. Esta intolerable lentitud fue superada por la hiladora Jenny, considerada el primer invento significativo de la Revolución Industrial. Su logro fue mecanizar el proceso de trenzado y permitir que una misma persona pudiera trabajar en ocho hilos al unísono y, entonces, se produjera ocho veces más rápido.
El problema de la hiladora Jenny era que, aun cuando aumentaba notablemente los tiempos de producción, seguía dependiendo del trabajo humano y, por lo tanto, estaba sujeta a sus limitaciones. Esto empezó a cambiar cuando Richard Arkwright diseñó la Water Frame, una hiladora que para funcionar utilizaba la energía proveniente del movimiento del agua de los ríos. Sin embargo, el quiebre fundamental sucedió cuando se extendió el uso de la máquina de vapor. Aunque en términos teóricos había sido ideada un par de milenios atrás por Herón de Alejandría, no fue sino a partir de 1770, cuando James Watt realizó mejorías sustanciales a los inventos existentes en aquel momento, que la energía mecánica emanada del vapor del agua fue utilizada de manera generalizada en la elaboración de mercancías.
Como bien lo percibieron los ludistas y el capitán Swing, la máquina de vapor expulsó el trabajo de la esfera de lo humano. Desplazó al obrero y, al hacerlo, eliminó las barreras biológicas que antes resultaban insoslayables. Una de ellas, la más importante aquí, es la velocidad de movimientos: mientras que el hombre necesita descansar y el trabajo manual tiene un límite para ser acelerado, la máquina puede operar sin necesidad de parar y su funcionamiento no tiene un límite de velocidad preestablecido. La mecanización del trabajo abrió el camino a la aceleración sin fin.
La máquina no sólo modificó la cadena productiva. Los capitalistas no tardaron en descubrir su potencial aceleracionista y la utilizaron para acortar el resto de los procesos involucrados en el ciclo de generación de ganancia. Siguiendo este principio, la máquina de vapor fue adaptada para la creación de nuevos medios de transporte como la locomotora y el barco de vapor, los cuales permitieron acortar los tiempos de circulación de las mercancías y de las materias primas. Los beneficios económicos de estas disminuciones fueron descomunales: se redujeron costos de almacenamiento y transporte, logrando que el capital permaneciera una menor cantidad de tiempo en forma de mercancía y pudiera así ser reinvertido con prontitud.
Las transformaciones espaciales causadas por estos nuevos medios de transporte resultan todavía más sorprendentes que las ganancias obtenidas. Gracias a ellos, como nunca antes había sucedido en la historia de la humanidad, la gente comenzó a viajar de un lugar a otro. En 1700, ir de Londres a Manchester tomaba cuatro días; en 1880, cuatro horas. Esto desencadenó una serie de desplazamientos humanos inusitados. Con prontitud se inventaría lo que conocemos como turismo de masas (en 1841 Thomas Cook funda la primera agencia de viajes), permitiendo que una cantidad cada vez mayor de personas abandonase por temporadas su hogar, estableciendo flujos constantes y temporales de una zona a otra del globo.
El movimiento desencadenado fue doble: el mundo se expandió y, al mismo tiempo, se contrajo. Los individuos ampliaron su campo de movimiento, el cual se había restringido al lugar de nacimiento durante siglos, y en paralelo el mundo se volvió cada vez más compacto. Al pasar del tiempo, el mundo terminaría por volverse una aldea. Este proceso fue catalizado por los medios de comunicación. Primero el telégrafo, luego el teléfono y finalmente internet terminaron por propiciar la aniquilación total de las distancias espaciales. La información se movilizó a velocidades crecientes, hasta el punto de la simultaneidad, de la unión del aquí y el allá en una misma realidad virtual.
Debe subrayarse: la pulsión por acelerar los procesos de circulación del capital no sólo trastoca aspectos temporales, sino también espaciales. David Harvey ha señalado con precisión cómo el capital busca minimizar costos en el movimiento de mercancías y para lograrlo termina revolucionando las relaciones espaciales. Necesita reducir distancias mediante la mejora del transporte o el perfeccionamiento de la localización (ocupar puntos estratégicos, concentrar en un mismo lugar los puntos de producción y venta, etcétera). También necesita erradicar cualquier tipo de barrera física, social o política: erradicar los elementos que entorpezcan el libre flujo de mercancías (el neoliberalismo y su exigencia de apertura y desregularización de los mercados es el punto culminante de esta cruzada). Con otras palabras, el capital precisa de la aceleración del tiempo, pero también de la compresión del espacio –la cual, en última instancia, significa una compresión del tiempo.
Los inventos se fagocitan unos a otros velozmente: cualquiera, tarde o temprano, termina volviéndose obsoleto y reemplazable. Sin embargo, las progresivas mejoras tecnológicas han logrado que se mantenga una constante: la aceleración. Cada máquina es más potente y veloz que la anterior. Lo turbo y lo híper dominan la cadencia inventiva. La máquina de vapor primero fue reemplazada por los motores de combustión interna, luego por los de reacción y ahora por los propulsores iónicos. La locomotora ha cedido su lugar al Shinkansen japonés y al Hyperloop, y los barcos de vapor a las lanchas propulsadas por turborreactores. El telégrafo fue suplantado por la velocidad de la llamada telefónica, la cual poco a poco es desplazada por la mensajería instantánea vía internet. El avión de principios del siglo de los hermanos Wright, que volaba a once kilómetros por hora, se ha transformado en el Hypersonic Technology Vehicle 2, que alcanza los veintiún mil kilómetros por hora (de la Ciudad de México a Madrid en veinticinco minutos).
No resulta extraño que la máquina haya terminado por convertirse en sinónimo de velocidad y, como consecuencia, en objeto de devoción por todos aquellos engolosinados con las ganancias monetarias y el crecimiento. Las loas proferidas por Marinetti y el resto de los futuristas sintetizan bien este sentimiento: «Afirmamos que la magnificencia del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un automóvil de carreras con su capó adornado por gruesos tubos semejantes a serpientes de hálito explosivo..., un automóvil rugiente, que parece correr sobre la metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia» (Primer manifiesto futurista).
Sería erróneo pensar que las innovaciones tecnológicas son la única estrategia a la que el capitalismo ha recurrido para acelerar los ciclos de retorno de capital. A lo largo de su historia, han sido ideadas una multitud de técnicas que persiguen el mismo objetivo: ahorrar tiempo. La primera, y acaso la más importante de todas, fue el sistema fabril. La aparición de la Water Frame, hiladora que necesitaba estar cerca de un río para funcionar, hizo que los trabajadores tuvieran que establecerse en un solo lugar para elaborar las mercancías. Con esto, además de desarticular la producción gremial y aquella realizada desde los hogares, forzó a los individuos a dedicarse exclusivamente a la producción de mercancías y a dejar otras actividades que antes realizaban en paralelo (por ejemplo, el cultivo de huertos). La concentración de los obreros permitió establecer una división del trabajo que antes hubiera sido impensable por la dispersión de la mano de obra y posibilitó la gobernabilidad del tiempo (no solamente se comenzó a controlar cuántas horas se trabajaban, sino cuánto se producía en determinada cantidad de tiempo). Con el surgimiento de la fábrica, el tiempo del trabajador se convirtió en propiedad del capataz y el patrón, quienes –guiados por el afán de enriquecimiento– buscarán siempre que se produzca más rápido.
La siguiente gran transformación vino a principios del siglo XX, con la producción en serie: la fabricación de grandes cantidades de mercancías estandarizadas. Los principios teóricos que permitieron este nuevo sistema fueron concebidos por Frederick W. Taylor. Su planteamiento nodal era que la ciencia debía utilizarse para optimizar los procesos productivos y aumentar la eficacia: analizar sus tiempos y el movimiento de los trabajadores para reducirlos a su mínima expresión, cronometrar cada una de sus operaciones para acelerarlas, dividir y especializar las labores hasta que cada obrero se encargara exclusivamente de una. El taylorismo dictaba que se debía organizar el trabajo bajo criterios científicos; en resumen, convertir la administración en una ciencia.
Quien se encargó de implementar estos principios fue Henry Ford. Comenzó con la fabricación de automóviles que tienen como nombre su apellido. Lo que hizo fue dividir la producción en fases diferenciadas: las piezas giraban en una banda mecanizada y los obreros se encargaban de una tarea específica. Mediante este procedimiento, los tiempos de desplazamiento del obrero dentro de la fábrica fueron eliminados. La superespecialización del trabajo trajo una desacostumbrada agilidad de la mano de obra, se pudo regular el tiempo de cada fase de la cadena productiva y producir varios coches simultáneamente. Estas mejoras provocaron un incremento en la velocidad de la producción. Armar un chasis en 1913 tomaba doce horas y media. Un año después, tras los cambios impulsados por Ford, tomaba noventa y tres minutos.
Los japoneses, buscando salir del estancamiento económico causado por su derrota en la Segunda Guerra Mundial, inventaron otro método opuesto al modelo fordista, pero que también redundó en beneficio de la aceleración: el sistema de producción Toyota o «Justo a tiempo», con el cual se lograron eliminar los momentos de inacción y de desperdicio temporal existentes. Al contrario de la producción en masa, en la que el productor inunda el mercado de mercancías, en el «Justo a tiempo» la producción responde a las demandas del consumidor. Para esto, y de ahí surge su nombre, se precisa que la mercancía se entregue justo en el momento y en las cantidades exactas en que es requerida po...

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  9. EPÍLOGO
  10. NOTAS
  11. FICHAS DE LAS FOTOGRAFÍAS
  12. CRÉDITOS