VII
Después de varios días sin vernos, Elsa vino a visitarme una noche. Era ya muy tarde y entró sin llamar a la puerta. Se sentó a mi lado balbuceando algún saludo y, en seguida, empezó a hablar como si no hubiera existido intervalo alguno entre nuestro último encuentro y éste. Ella continuaba una conversación, siempre la misma, como si no hubieran transcurrido cuatro días, como si yo, mientras tanto, no hubiese tratado de esconderme, evitando bajar por su barrio e incluso ausentándome de mi propia casa por si se le ocurría visitarme. No quería prestarme de nuevo a aquel simulacro de hipnosis. No deseaba seguir engañándola y, por otra parte, no contemplaba la posibilidad de realizar el experimento en serio, pues estaba segura de mi ineptitud para sumir a alguien en un trance semejante. Y, sin embargo, terminé bajando a Órgiva, un pueblo no muy cercano, pero más importante que el nuestro. Me acerqué hasta allí con la intención de comprar en su única librería un manual de hipnosis. «Uno cualquiera, el que sea», recuerdo que dije. Pero no tenían ninguno.
Elsa hablaba esta vez dirigiéndose a mí, haciendo pausas para pedirme con su silencio algún comentario a sus palabras.
–A veces –decía–, cierro los ojos y percibo en mi interior algo sin fondo, sin límites, algo a lo que podría llamar misterioso. Pienso que es de ahí de donde surgen todos estos sueños con Agustín Valdés y también las emociones que me despiertan.
Cuando dejó de hablar, bajé los ojos evitando su mirada. Escuchaba su voz como un sonido singular, con poder para detener el tiempo y para crear a nuestro alrededor una atmósfera en la que nada parecía existir fuera de las realidades que iba convocando con sus palabras. La vi tan sumida en aquella historia, creando para ella tanta realidad que, de pronto, mis preocupaciones me parecieron intrascendentes y me sorprendí representando una vez más el papel que ella me imponía. Esta vez incluso fui yo quien recordó nuestro proyecto de hipnosis. Hasta llegué a excusarme cordialmente por no haber ido antes a visitarla. Claro que mi actitud contaba muy poco. Ella venía decidida a que intentáramos de nuevo el experimento. Y, no obstante, me dijo:
–Ya sé que no quieres hipnotizarme. Lo he notado. Puede que te parezca un juego ridículo entre nosotras.
Y pensé entonces, sin responderle nada, que quizás fuera precisamente eso: un juego ridículo entre nosotras dos. Elsa y yo éramos dos excepciones en la aldea y eso nos unía. Nuestro aislamiento me hacía sentir por ella algo cercano a la solidaridad. Ambas habitábamos en los márgenes de aquel reducido grupo. Ellos, a pesar de su aparente sencillez, vivían encerrados en una continua ceremonia, sus días transcurrían en una sucesión de ritos inaccesibles para nosotras. Y pensé también que, de alguna manera, estaba abocada a jugar con ella nuestra propia ceremonia.
–Lo intentaremos de nuevo –asentí finalmente.
–¿Ahora? –preguntó ella.
–Es que así... de pronto... –murmuré excusándome.
–¿Por qué no? –dijo mientras me mostraba la sortija de diamantes que acababa de sacar de su bolso.
Ya la traía preparada: había ajustado los cabos de un hilo a cada lado de la filigrana. Entonces, por primera vez, aquel sentimiento que yo tildaba, sin decírselo, de quimera adolescente, en el peor de sus sentidos, excitó mi curiosidad. Y deseé asomarme a aquella tiniebla suya de la que parecían brotar insistentes imágenes de amor y de muerte.
Elsa, adquiriendo de golpe la quietud de un mineral, se esforzaba en no parpadear, concentrada en el movimiento pendular de la sortija que yo sostenía ante sus ojos humedecidos. Escuché mi propia voz, esta vez decidida, ordenándole que se sumergiera, poco a poco, en una profundidad que ambas desconocíamos. Cuando al fin comprobé que estaba hipnotizada, deseé despertarla bruscamente o escapar de alguien que, en aquellos momentos, no sabía bien qué era. Traté de recuperar la serenidad y comencé a formular preguntas tan concretas que resultaban perfectamente insípidas, como si con ellas pretendiera conjurar los temores que me asaltaban.
–Frente a ti hay una pantalla de color negro –le dije–. Mírala fijamente. ¿Ves algo?
Elsa no me respondía. Tuve que repetir una y otra vez las mismas palabras, tratando de crear con ella una pantalla real en el interior de sus párpados cerrados. Al fin dijo:
–Veo a Agustín.
–Descríbelo –le ordené.
–Sus ojos son negros, su piel pálida. Su pelo es oscuro y su bigote también. Ha bajado los ojos. Mira hacia el suelo. Por detrás de él, a lo lejos, veo unas torres muy afiladas.
–¿Cómo está vestido?
–Lleva una chaqueta marrón oscuro, parece de terciopelo, unos pantalones del mismo color y una camisa blanca con volantes y encajes. Su traje no es de este siglo.
–¿Qué hace?
–Empieza a andar. Va hacia las torres. Nunca he visto esas torres.
–¿Está en una ciudad?
–Sí.
–¿La conoces?
–No.
–¿A qué país pertenece?
–A Alemania.
–¿Cómo se llama?
Elsa no respondió. Esperé unos minutos e insistí de nuevo:
–¿En qué zona de Alemania se encuentra?
–En el Sur.
–¿En qué año la estás viendo?
No dijo nada. Parecía que ni siquiera me había escuchado.
–¿Ves a Agustín? –le pregunté entonces.
–Veo a Eduardo.
–¿Eduardo?
–Sí. Eduardo va hacia las torres.
–¿Quién es Eduardo? ¿Es Agustín?
Transcurrieron más de diez minutos y Elsa, imperturbable, me pareció que se había quedado parada o perdida en algún recoveco de esa extraña memoria que yo misma iba evocando con mis preguntas. Ni siquiera me preguntaba si aquellas imágenes habían pertenecido a alguna realidad. Sólo sabía que fragmentos de una historia flotaban en torno a ella y que yo deseaba recomponerla.
–Ahora la pantalla está vacía, frente a ti –susurré de nuevo–, vas a ver una fecha escrita en ella. ¿Me la puedes decir?
–1864. –Esta vez me respondió inmediatamente.
–¿Ves algo más?
Ante su silencio, pregunté:
–¿Quién es Eduardo? ¿Le conoces?
–Sí, sí le conozco –dijo con decisión.
–Ahora es de noche –le sugerí–. Vas caminando sola junto a una tapia. Estás en el campo. Un hombre salta desde ella y te impide el paso. Te sobresaltas. ¿Quién es?
–¡Eduardo!
Y al pronunciar este nombre su rostro se contrajo como poseído por un miedo real.
–¿Qué ocurre? –insistí varias veces.
En vez de contestar a mi pregunta, dijo:
–Pregúntame qué me dice él.
–¡Pero, bueno...! –protesté contrariada–. ¿Me estás tomando el pelo?
Aquello desbarató, de golpe, la escena en la que yo estaba ya participando tanto como ella. Sospeché que quizá su trance fuera sólo un simulacro que se destinaba a sí misma.
–Entonces –añadí–, ¿estás despierta?
Ante mi pregunta ni siquiera se inmutó. Me dispuse a averiguar si de verdad se hallaba sumida en desconocidas profundidades, pero, de repente, una bocanada de aire helado se coló en la sala impidiendo cualquier interrogatorio. Alguien apareció de pronto, sin avisar. Era Matilde. Abrió la puerta sigilosamente y se quedó muy quieta, enmarcada en el vano, con los brazos cruzados y los pies juntos, como si ya se hubiera instalado allí, igual que lo hacía en el umbral de su casa para entregarse a prolongadas charlas con otras mujeres tan viejas como ella. Un gato callejero se coló también con el frío y, de un salto, se subió al poyete de la cocina. Ella dio unos golpecitos en los cristales de la puerta, anunciando innecesariamente su presencia. Yo corrí hacia el gato mientras la saludaba y lo arrojé a la intemperie. Entonces la invité a pasar con voz indecisa y esperando que rehusara.
–Elsa está dormida –murmuré a su lado.
Matilde alzó decidida un sillón de mimbre y lo aproximó al calor de la chimenea. Se había quedado algo más retirada del fuego que nosotras y, estirando sus brazos, acercó las palmas abiertas a la lumbre.
–¡Hace un frío de fenecer! –dijo mientras nos observaba con una curiosidad no disimulada. Después, cruzó los brazos y esperó como lo haría cualquier espectadora. Poseía una extraordinaria habilidad para sentirse invisible y para esconderse tras prolongados silencios, como si no fuera necesario decir algo por el mero hecho de encontrarse junto a otras personas, como si bastara con mirar de la manera que lo hacía en aquellos momentos: igual que si se hallara sola, al otro lado de una pantalla.
Naturalmente, no creyó que Elsa, en aquella posición tan rígida, estuviera dormida. Tampoco la expresión de su rostro pertenecía a un profundo sueño, sino a alguien que vigilaba alerta, con sus ojos muy abiertos, por detrás de unos párpados cerrados.
–Ahora haga usted el favor de no decir nada durante unos minutos –le pedí con sequedad–. Voy a despertarla.
No le di más explicaciones. Consideré que no era necesario aclararle de dónde la iba a despertar, pues Matilde, estaba segura, sabía ya lo que nosotras dos estábamos haciendo.
–¡Espere! –me dijo con cierta ansiedad–. Pregúntele si él tenía gafas.
–¿Él? ¿Quién?
–Ese hombre, el de Barcelona.
–Para eso no hace falta que esté hipnotizada. Pregúnteselo usted después.
Era evidente que Elsa la había informado de la sesión que ella había decidido realizar aquella misma noche, antes de consultármelo. ¿Qué más podía haberle contado?, me pregunté contrariada por la intromisión de Matilde en aquella singular historia. Y, sobre todo, ¿qué podía haber comprendido ella del marasmo amoroso en el que Elsa se había ido sumiendo?
–Bueno, pregúntele entonces otra cosa –me pidió con un entusiasmo infantil y que a mí me pareció perfectamente inoportuno. En realidad no sabía bien qué hacer desde ese desconcierto que, entre las dos, me habían creado.
–Usted piensa siempre en el mal de ojo, ¿no? –le dije a destiempo y con una antipatía deliberada. Pues ya, en otra ocasión, le había oído comentar que el cristal de unas gafas frenaba la maldad de los que tenían ese poder en su mirada. Ella, como única respuesta, se encogió de hombros y arqueó las cejas en un gesto apacible de resignación.
Me levanté para aproximarme a Elsa y zarandearla suavemente.
–Despierta, ya hemos terminado –le dije secamente, sospechando que su rigidez podía haber sido fingida.
Pero me equivoqué. Se movía entre mis manos igual que lo haría una muñeca sin vida. Ante el temor de no saber devolverla a este mundo, al no haber ...