LA PEQUEÑA BANDA
We few, we happy few, we band of brothers.7
SHAKESPEARE
Doce apóstoles se reúnen en torno a Tina Modotti. Es en el seno de esta pequeña banda donde se juega todo. Se juegan la vida y la muerte del proscrito. El porvenir del Arte y también el de la Revolución. Es una casa blanca con una azotea soleada. Hay una máquina de escribir, un gramófono, flores en los jarrones. La luz juega a pintar lunares en los muros blancos encalados. Sobre una mesa, un ejemplar de El Machete, con la hoz y el martillo en la cabecera.
Resulta asombroso que todos ellos hayan estado ahí, llenos de vida, sentados en la misma habitación de la casa de Tina Modotti, fumando cigarrillos. No se tomó ninguna fotografía de esa pequeña banda de los trece, entre cuyos miembros se contaban los mejores fotógrafos; tampoco se bosquejó ningún cuadro de esa pequeña banda de los trece, entre cuyos miembros se contaban los más grandes pintores. Hay que imaginárselos reunidos un día, o más bien una noche. Estamos en Ciudad de México, a mediados de los años veinte, en esa década durante la que se inventa todo; el mundo es nuevo en medio del caos regenerador. Han pasado diez años desde la entrada a caballo en la ciudad del mestizo de Chihuahua y el indio de Morelos. Villa & Zapata. Los campesinos campando por el Zócalo de Ciudad de México con sus sarapes y armados con machetes.
Estamos en un ambiente de exiliados cuyos amigos mexicanos son gente de ciudad. Esos años veinte verán mezclarse en sus obras el amor y la muerte y la danza macabra de los traidores y los héroes. Ya se dijo que no existe ninguna fotografía de los trece, hay que imaginársela. Pongámoslos delante de nuestro objetivo, un viejo aparato sobre un trípode, con su cortinilla negra. Coloquemos en el centro del grupo a la masa más imponente, aquella en torno a la que todo gravita, el elefantiásico Diego Rivera, el ogro devorador de mujeres, el genio encarnizado, homérico, el artista criado en el bosque, según su propia leyenda, por una nodriza india y amamantado también por las cabras, el gigante de apetito insaciable, salvaje, de fuerza monstruosa. El mastodonte lleva en su cuerpo la cicatriz de la puñalada parisina que le dio una amante abandonada.
En la pequeña banda, él es quien une la pasión mexicana con la de Montparnasse. Ha pasado catorce años de su vida entre París, España e Italia, conoce al dedillo el Quattrocento y el cubismo y los frescos del Templo del Jaguar en Chichén Itzá, en Yucatán. Conoce los secretos de los barnices del Renacimiento y del azul del manto de la Virgen de Philippe de Champaigne. Los fondos con lechada de cal y los pigmentos de los mayas. La pintura con resina de copal que fija la savia del nopal. Rivera está en la cima de su poderío, pinta siete días por semana y quince horas por día, vive en los andamios, cubre México con los cientos de metros cuadrados de sus murales multicolores; acaba de terminar los del palacio de Cortés, en Cuernavaca, esos que Lowry verá diez años después e introducirá en el Volcán. Esboza con trazos grandes las violentas imágenes de la historia del pueblo, los himnos narrativos que los campesinos iletrados entienden y comentan en el mercado, arroja contra los muros, a baldazos de color, su fe en la vida, en la hermosura de la Naturaleza y de los cuerpos, senos grandes de pezones oscuros, el ritmo de las estaciones y de los trabajos en el campo, el violeta de la tormenta sobre la cosecha, los sacerdotes guerreros dentro de sus pieles de felino erizadas de plumas, los sacrificios rojos, los porteadores humillados bajo las balas de algodón y los racimos de bananas, las fábricas azules, las herramientas, los altos hornos de las acerías, las guerras, las municiones, los navíos, las cantinas y las pulquerías, las ametralladoras, las flores y los frutos, los vestidos verdes y naranjas de las muchachas, los caballos, las hoces y los martillos; y Diego Rivera no cesa tampoco de escribir en revistas y periódicos: «El campesino y el trabajador urbano no producen sólo granos, legumbres y objetos manufacturados. Producen también belleza.»
Sí, pongámosle en el centro.
Y sobre Rivera, como flotando en el aire, tal que un ángel o la muerte, pongamos a la Modotti.
Es en casa de ella donde se reúnen todos, en la casa blanca con azotea, e incluso si la fotografía es imposible, todos ellos, un día u otro, han pasado por su casa; pongamos el aparato en modo pausa, o coloquemos una cámara fija durante algunos meses, llamémosles, pidámosles que interrumpan sus conversaciones, que dejen sus vasos, que vengan al fondo de la habitación, delante del objetivo que hemos instalado, que cesen de disparar como hacen algunas noches por la ventana contra las farolas, o contra el fonógrafo, que se junten, y enseguida decidiremos en qué orden componer el grupo de la pequeña banda de los trece, cómo poner a cada uno a derecha o a izquierda de Rivera, bajo las alas desplegadas de la Tina, compongamos el fresco, enumerémoslos: Weston, Orozco, Siqueiros, Traven, Sandino, Maiakovski, Dos Passos, Kahlo, Mella, Guerrero, Vidali.
La pequeña banda de los trece.
Todos tienen en común servir a una causa y poner esa causa por encima de sus propias existencias. Algunos se convertirán en traidores y otros en héroes. Incluso si se descarrían, todos tienen en común no ser en absoluto esos pequeñoburgueses que el proscrito Trotski, espantado, describirá en los años treinta durante su estancia clandestina cerca de Grenoble, cuando el tren de la Historia se dirigía a toda velocidad hacia la guerra mundial y él se escondía en medio de las aguas, anónimo y con la perilla afeitada: «Éstos son pequeñoburgueses hasta el tuétano, sus jardines y sus coches les importan mil veces más que la suerte del proletariado. He visto su manera de vivir; no sólo la he visto, la he sentido. No hay criatura más repugnante que un pequeñoburgués amasando su fortuna.»
Los de la pequeña banda, esos trece que se convertirán en traidores o héroes, todos ellos, más allá de sus triunfos y de sus extravíos, merecen nuestra compasión. Ningún pequeñoburgués fascinado por la especulación inmobiliaria, el confort moderno y las reivindicaciones corporativistas tiene derecho a juzgar a estos hombres y estas mujeres. Sólo un tribunal revolucionario podría hacerlo.
Entre los descarriados estará la Modotti, la pasionaria extraviada, la bella Tina de largos cabellos negros que, en el momento en que tomamos la foto, tiene poco más de veinte años.
Nació en Udine, en el Friul y en la miseria. Fue enviada de jovencita a Austria, como costurera, para ganar cuatro perras como aprendiza. Una infancia como la de Alfonsina Storni. Y las dos emigrantes italianas están a tal punto asociadas en nuestra devoción que no puede aparecer el nombre de una de ellas sin que surja el de la otra. Tina se reúne a los dieciséis años con su padre, que es obrero en San Francisco, en el barrio bajo de Little Italy, retoma el hilo y la aguja, y su vida podría bordar el destino gris de una italianita que cose, con la sonrisa triste y sumisa, la quintaesencia de la mujer de largos cabellos negros, no muy alta, de cuerpo ágil y curvas suaves, que se contonea con pasos lentos y armoniosos de bailarina o de gitana, con ojos negros, rostro sensual y boca carnosa, con los párpados pesados de las mujeres hartas y saciadas de amor: y he ahí que se convierte en modelo, de nuevo por cuatro perras, y después en figurante de cine. La descubren, como se suele decir, e interpretará bellezas fatales en dos o tres peliculitas de Hollywood, todavía en la época del cine mudo.
Allí se encuentra con Roubaix de l’Abrie Richey, conocido como Robo, que es más sencillo; un poeta canadiense, caprichoso y exiliado, una especie de Dylan Thomas o de Thomas de Quincey, decadente y culto, y ése es su primer amor, tendrá otros, muchos otros, la Tina es una devoradora. Después de que Robo el dandy venga a morir a México, ella se vuelve a California y regresa aquí en 1923 con su nuevo amor, el ya célebre fotógrafo Edward Weston. Montan un estudio en Ciudad de México, en esta casa blanca y soleada por la que desfilará la pequeña banda. Ella es su discípula, enseguida su asistente, muy pronto una de las mayores fotógrafas del siglo.
Weston la fotografía amorosamente desnuda para la eternidad, acostada sobre la azotea de la casa mexicana. Y Rivera pinta a Tina, también desnuda del todo para la eternidad, en el gran fresco de la Escuela Nacional de Agricultura, en Chapingo, como madre nutricia de senos generosos del pueblo. Al principio, si Weston se ausenta, Tina le escribe cartas de amor que son plegarias de santa a los pies de un Cristo: «Durante todo el día siguiente he permanecido embriagada por el recuerdo de la noche transcurrida e invadida por su belleza y su locura. ¿Cómo conseguiré soportar la espera? He vuelto a leer tu carta y, como las otras veces, tengo los ojos llenos de lágrimas... Nunca hasta ahora había pensado que una carta, una simple hoja de papel, pudiera transmitir algo tan sublime, infundir sentimientos tan elevados... Tú les has dado un alma.
»Si pudiera estar junto a ti, en esta hora que amo tanto, intentaría decirte cuánta belleza ha enriquecido mi vida en estos últimos días. ¿Cuándo podré verte? Espero que me llames... Me basta con cerrar los ojos para sentirte aquí, con el sabor del vino en los labios y tu boca apretada contra la mía. Puedo revivir cada instante de nuestras horas, acariciarlas y tenerlas dulcemente dentro de mí como sueños frágiles y preciosos.»
Weston es un gringo. Toma lo que ha venido a buscar en México y se marcha, como D. H. Lawrence, como harán después Lowry y Burroughs y Kerouac. Modotti se queda. En 1926, Tina, abandonada, se convierte en amante de Rivera, y éste presenta su trabajo fotográfico: «Tina Modotti extrae la savia de las raíces de su temperamento italiano. No obstante, su obra artística ha florecido en México, alcanzando una extraña armonía con nuestras mismas pasiones.»
Tras el fogonazo del magnesio, la humareda se disipa. En la fotografía que acabamos de tomar de la pequeña banda de los trece aparecen cinco amantes sucesivos de Modotti en México: Weston, Rivera, Guerrero, Mella y Vidali. Comencemos por quienes no lo fueron, o lo fueron secreta, furtivamente, sin jamás compartir su vida, a los cuales, sin embargo, hemos invitado a la foto porque fueron los apóstoles que frecuentaron la soleada casa blanca de Ciudad de México: los otros dos pintores muralistas, José Clemente Orozco, el artista de Guadalajara a quien el proscrito Trotski irá a conocer en compañía de Breton, y David Alfaro Siqueiros, que será el primero en disparar contra Trotski y organizará el atentado de mayo de 1940; y el escritor secreto Traven, que es el anarquista alemán Ret Marut y que viene a México a estudiar fotografía con Weston y Modotti, esta vez bajo el nombre de Torsvan, antes de incorporarse a una misión en Chiapas; y Vladímir Maiakovski, que desembarca aquí en 1925, antes de regresar a suicidarse en Rusia en 1930; y John Dos Passos, que estaba en Barcelona junto al POUM y que apoyará al proscrito Trotski hasta el final; y por fin, César Augusto Sandino, el revolucionario nicaragüense a quien Tina pide que la lleve con él a combatir en la guerrilla de Nueva Segovia. Ella es ciudadana del dolor del mundo. Pero Sandino la disuade. Tina se convertirá en la responsable de su retaguardia en México: el Comité Manos Fuera de Nicaragua.
En otro fresco, en el Ministerio de Educación, titulado Balada de la Revolución Proletaria, Rivera pinta una vez más a Modotti. Ella lleva municiones destinadas a la Revolución Sandinista en Nicaragua, o a la invasión que Mella proyecta en Cuba. Detrás de ellos está Vidali, que espera su hora. Tina reprocha a Rivera la exposición de su vida privada, la puesta en escena del combate amoroso de esos hombres, de sus celos. Porque Tina acaba de abandonar a Xavier Guerrero, el pintor ideólogo, el dirigente del Partido Comunista mexicano, por Julio Antonio Mella y su cara de ángel y su sonrisa de Apolo, el icono de los revolucionarios cubanos. Estamos en 1927. Rivera se encuentra en Moscú.
Hay mucha gente de fuste en Moscú ese año, Walter Benjamin también está allí, y Pierre Naville; es el año de la caída de Trotski. Y, a pesar de los esfuerzos desplegados para ocultárselo, Rivera ve el fracaso de la Revolución, la sumisión del arte oficial. Se abre una grieta. Regresa a México convencido de que sólo el proscrito Trotski, exiliado ya en Kazajistán, es el heredero del mensaje de Octubre. En ese año de 1927, Krúpskaia, la viuda de Lenin, afirma que si Lenin estuviera aún vivo ya habría ido a parar a las mazmorras de Stalin. La lucha entre Trotski y Stalin va a introducir la muerte en el seno de la pequeña banda. Éstos son los estalinistas que toman el poder: Guerrero, Siqueiros, Modotti y Vidali.
Este último, el italiano Vittorio Vidali, ha llegado a México proveniente de Moscú, vía París y Cuba. Es el hombre del GPU, el comisario político, el limpiador antitrotskista.
Y, sin embargo, todavía no es más que una grieta. Durante dos años, las cosas siguen más o menos como antes. Es el periodo más fructífero en la obra de Modotti. Fotografía composiciones sutiles, siempre en blanco y negro, en el estudio de su casa blanca: flores en jarrones, rosas y yaros, la hoz y el martillo, la guitarra y las cartucheras, y la máquina de escribir de su amante Julio Antonio Mella. A veces sale y fotografía afuera los cables eléctricos y los pilones, los obreros en el trabajo, los mítines revolucionarios y las mujeres de Tehuantepec, que se bañan desnudas. Rivera pinta sus cuerpos magníficos saliendo de bañarse en el río.
En el momento en que el pequeño grupo se agrieta, se cuela en él una chica de cejas espesas y muy negras que llegan hasta el nacimiento de la nariz, la muchacha con un mirlo sobre la frente, una joven artista en la plenitud de sus veinte años que se convierte en la amiga de Tina y la toma como emblema de la posible libertad de las mujeres, y su vida se conmociona. Frida Kahlo: «Una vez, en una fiesta de Tina, Diego disparó contra un fonógrafo y yo empecé a interesarme por él, a pesar del temor que le tenía.»
Es en casa de Tina, a principios de 1929, donde Diego y Frida festejan su matrimonio. Frida se libera del sufrimiento de haber quedado descoyuntada a los dieciocho años en un accidente de tranvía, olvida su columna vertebral rota, los meses de inmovilidad, el dolor, el Demerol. Se sobrepone gracias a su amor por Diego y a su amistad con Tina, a la admiración que siente hacia esa mujer libre, artista, revolucionaria, que desvela su cuerpo generoso delante de fotógrafos y pintores. Se viste como ella, usa falda y blusa negra, y un broche rojo con la hoz y el martillo, que le ofrece Tina.
En otoño de 1929, la grieta de la pequeña banda se convierte en fractura. Rivera denuncia el peligro de un arte sometido y niega el derecho del Partido a supervisar su creación. El proceso comienza con observaciones insidiosas. Se reprocha a Rivera haber aceptado dinero del embajador de Estados Unidos, Morrow, y el confort de la casa de éste en Cuernavaca, durante su trabajo en el palacio de Cortés, en vez de dormir en el taller. Se le reprocha que acepte encargos oficiales del gobierno mexicano, que no es comunista.
Tina Modotti, carta a Edward Weston, el 18 de septiembre de 1929: «Todos sabemos que el Gobierno lo ha cubierto de estos encargos para sobornarlo y para poder decir: los rojos afirman que somos reaccionarios, pero vean, dejamos que Diego Rivera pinte, en edificios públicos, cuantos martillos y hoces le dé la gana. Puedes ver cuán ambigua es su posición. Creo que su salida será más perjudicial para él que para el partido. Se le considera un traidor. No es necesario aclarar que, en este momento, yo también lo veo como tal. De ahora en adelante, nuestros contactos se limitarán a los negocios fotográficos. Por lo tanto, te agradecería que te dirigieras directamente a él para todo lo que tenga que ver con su trabajo.»
Un mes después, Diego Rivera, responsable de célula, anuncia en una parodia de sesión la exclusión del PCM del camarada Diego Rivera, «pintor-lacayo del gobierno pequeñoburgués de México». El pequeño grupo estalla, la muerte se entromete y se cuela. La primera víctima en México de la guerra entre Stalin y Trotski será Julio Antonio Mella.
El guapo Antonio, idealista, rebelde, había redactado durante sus años de estudios en La Habana la Declaración de los derechos y deberes de los estudiantes, había creado la revista Juventud y fundado la Universidad Popular José Martí, para edu...