Narrativas hispánicas
eBook - ePub

Narrativas hispánicas

  1. 160 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Narrativas hispánicas

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

El narrador de esta historia, un joven pintor madrileño de familia acomodada y afiliado al Partido Comunista, rememora, a modo de urgente confesión que posiblemente se deba a sí mismo, y en la que a ratos parece justificarse, los pasos que le han llevado al último trayecto de su relación con Michel. Michel, el hombre maduro, de cincuenta y tantos, obrero especializado, con la solidez de un cuerpo de campesino normando; el hombre que lo acogió en su casa, en su cama, en su vida cuando el joven pintor se quedó sin techo en París; Michel, cuya entrega sin fisuras le devolvió el orgullo y lo libró del desamparo, hoy agoniza en el hospital de Saint-Louis, atrapado por la plaga, la enfermedad temida y vergonzante. En el principio fueron los días felices, los paseos por las calles de París, las copas en el café-tabac mientras duraba el sueldo, el alcohol y el deseo, el placer de amarse sin más ambición que la de saberse amados. Pero, pronto, los lienzos arrinconados en el modesto apartamento de Michel le señalan al joven que sus aspiraciones están muy lejos de esa habitación sin luz, de una relación de patio trasero que comienza a quebrarse a la vez que se acentúan los efectos de las procedencias desiguales, las diferencias de clase, de edad y de formación, pese a la firme convicción de Michel de anteponer a todo un amor indestructible y eterno... aunque también posesivo y asfixiante. Rafael Chirbes dio por terminada Paris-Austerlitz en mayo de 2015, meses antes de su fallecimiento, tras veinte años de escritura abandonada y retomada intermitentemente. A ese riguroso y exigente empeño debemos una historia que indaga en las razones del corazón, tan espurias en ocasiones como irrenunciables, sin asumir como cierta la naturaleza consoladora del amor o su fuerza redentora, enfrentándose con valentía a la posibilidad de que, aunque nos pese, el amor no lo venza todo.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Narrativas hispánicas de Rafael Chirbes en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2016
ISBN
9788433936691
Categoría
Literatura

I

De noche, ya tarde, acudía al bar de los marroquíes. Lo había frecuentado con él. Pero ahora Michel no estaba entre los escasos clientes que seguían bebiendo a aquellas horas. Se había mudado a una ciudad paralela. Desde la cocina de mi casa, veía el patio mal iluminado, y, al fondo, hundida en sombras, la ventana del cuarto que habíamos compartido. Procuraba no pensar en él, metido a aquellas horas en la habitación del hospital, la vía intravenosa perforándole el dorso de la mano, la mascarilla tapándole la cara. A pesar de los sedantes que le suministraban –o a causa de ellos– tenía pesadillas. Decía que lo ataban a la cama y le obligaban a contemplar cosas espantosas en una pantalla que le colocaban por las noches en la habitación. Sufría alucinaciones. Qué podían proyectarle, si al mismo tiempo se quejaba de que apenas veía, aunque yo nunca he dejado de sospechar que haya habido alguna verdad en lo de que lo ataban. Imagino que –sobre todo al principio– no ha debido de ser fácil controlar sus accesos de furor; además, muchos sanitarios tratan a los enfermos de la plaga con una mezcla de asco, crueldad y desprecio. A todos nos desquicia el misterioso comportamiento del mal, su ferocidad. A todos nos asusta.
No me dirigía nadie la palabra, a pesar de mis esfuerzos por entablar conversación. Me miraban con desconfianza, quizá porque, aunque cuando acudía allí iba vestido con pantalón vaquero, chupa de cuero o anorak, durante el día me veían recorrer la calle de vuelta del trabajo o guardar cola en la panadería o ante el puesto de verduras cubierto con un riguroso abrigo de paño azul, chaqueta y corbata; un tipo que hablaba un francés aprendido en el Lycée français de Madrid, con apoyo de profesores nativos de pago, y perfeccionado en colegios de Burdeos y Lausanne, no tenía que hacerles mucha gracia que pisara el bar. Estaban convencidos de que yo era un policía del departamento de estupefacientes, o de la brigada de inmigración; un curioso que quería meter las narices para oler la porquería dondequiera que la tuviesen guardada; en el mejor de los casos, un periodista o algo así, alguien que poco tenía que ver con su mundo, o –peor aún– que pertenecía a un mundo que peleaba contra el suyo. En aquel bar, discreto, esquinado, que pasaba desapercibido para la mayoría de la gente del barrio por encontrarse en un pequeño pasadizo lateral, se traficaba, se consumía, se compraba y vendía cocaína y hachís, carne humana de todos los sexos y edades y mano de obra en todos los estadios de la ilegalidad. Por fuerza tenían que preguntarse qué hacía un tipo como yo recorriendo los oscuros laberintos en los que se extraviaba Michel los últimos meses. El chico bien vestido que acompaña al obrero borracho Michel. Que se folla al borracho Michel. Que seguramente le paga porque es un rico vicioso que se excita con los marginados. Los hay. Olisquean en los túneles del metro, en los muelles del río. Buena parte del santoral católico se nutre de ese tipo de pervertidos. Que te excite la pobreza ajena, descubrir un rescoldo de la energía subyacente donde se ha consumado la derrota y querer sorberlo, apropiarse de ese fulgor: una caridad corrompida. Aunque imagino que para los del bar el razonamiento era bastante más fácil: el soplón que se pega a Michel para espiarnos a nosotros.
Habían presenciado las veces que lo agarraba por el codo y me lo llevaba poco menos que a rastras porque se caía y les decía impertinencias a clientes y camareros. Sin embargo, a él nunca lo miraban con desconfianza, le soportaban las borracheras, respondían a sus imprecaciones con bromas y frases de doble sentido, qué te pasa, Michel, ¿necesitas un puntazo esta noche? Ven, ven aquí, conozco a un bombero, ven, te lo presento, y Michel se reía, y le daba una palmada en el cogote al gracioso, y dos besos, y el tipo se iba con él a cualquier parte. Otras veces el dueño, o los camareros, lo dejaban acodado a una mesa después del cierre, borracho o dormido, y los clientes lo despertaban, lo invitaban a irse con ellos a seguir tomando copas –o lo que fuera– en otro sitio, a perderse entre las sombras del Bois, o en casa de alguien. Creo que, en el mundo de la noche, existe un respeto –incluso cierta admiraciónpor el hombre maduro que trasnocha, liga y toma drogas y alcohol como si siguiera teniendo veinte años. Lo que viniendo de cualquier otro les hubiera irritado, los hubiera llevado a intervenir con dureza o incluso con violencia, se lo toleraban a él. Quien no lo conociera podía pensar que formaba parte del grupo de matones; que era uno de los que se ganaban una copa suplementaria por coger de los hombros y arrastrar hasta la puerta de salida al imbécil que se ponía impertinente con el camarero, o con su vecino de barra. A su edad, seguía siendo un tipo corpulento que transmitía más sensación de fuerza que de decadencia.
Pero Michel no formaba parte del grupo de matones. Los despreciaba. Se movía al margen, lo saludaban con algo parecido al respeto, pero pasaba entre ellos como pasaba a través de las paredes aquel personaje del cine francés de los años cincuenta que se llamaba Garou-Garou. Ni siquiera gozaba de un estatuto especial –carne poderosa, temida o deseada, algo así– como en algún momento pude llegar a pensar, imagino que espoleado por los celos. Sólo que Michel no era rico ni confidente de la policía ni periodista: era uno de ellos. Cada uno sabe dónde está el otro y a qué se dedica, me decía las primeras veces que me llevó allí, al poco tiempo de conocernos. A ti te parece poco elegante el ambiente, y hasta peligroso, je, te acojonas, louche, lo llamas, y se reía: Monsieur ne les trouve pas a la hauteur, pero es mi mundo. De uno que es como tú no temes nada, ni abusas, sabes protegerte de él, y en cierto modo lo proteges: te lo tiras y ya está.
Y, sin embargo, nadie me preguntó por él cuando dejó de acudir. Estuvo con nosotros y ya no aparece: en una frase de ese estilo podía resumirse la idea (digámoslo así) de aquellos indiferentes lotófagos. Vincennes es en apariencia un tranquilo barrio ocupado por obreros acomodados, vecinos de tercera o cuarta generación, jubilados que consumen los réditos de decenas de miles de horas de vida laboral; y, en lo alto de la pirámide, una burguesía que se supone asentada, y a cuyos atildados miembros –orondo señor con sombrero blando y pajarita, imponente matrona o petite vieille recroquevillée, vestida de Dior y maquillada con Chanel (o al revés)– saludan pomposamente panaderos, verduleros, queseros y empleados de banca. Aunque si uno conoce el barrio como yo he llegado a conocerlo durante estos meses pasados, descubre discretamente ocultas no pocas zonas de sombra: bolsas de miseria concentradas en desvanes y patios que un día fueron almacenes, cuadras y talleres, y cuyas dependencias han sido habilitadas como dudosas viviendas en las que se aprietan familias asiáticas o norteafricanas, jubilados en situación de quiebra que se ven en apuros para pagar la calefacción, gente en el filo, tipos a quienes las sombras se tragan sin que nadie los eche de menos. Michel: Paris c’est comme ça, chacun pour soi. La gente en fuga hacia arriba constituye la excepción: los que ascienden en la escala social y se mudan a zonas de la ciudad mejor consideradas, conjuntos residenciales del oeste, apartamentos rehabilitados en los distritos del centro. Algunos hay, no digo yo que no (estuve a punto de ser uno de ésos), pero la mayoría de los desaparecidos son tipos en caída libre, desalojados de tabucos sin ventanas o con ventana única a patio interior y retrete común en el descansillo de la escalera, que se pierden en algún lugar miserable de la banlieue, o en los pasadizos del metro. Así, ventana única en húmedo patio interior y retrete común en el descansillo, era la vivienda de Michel. Aunque no, exagero un poco, no era tan patético el apartamento, es verdad que el retrete estaba en el descansillo, pero era de uso individual, la escalera no llevaba a ninguna otra vivienda: en aquella especie de hangar trasero, por encima sólo quedaba el tejado, en invierno placa frigorífica y en verano parrilla. De noche, desde la parte trasera de mi casa, podía ver –sombra negra, ojo cegado– la ventana de su habitación. Antes de ingresar en el hospital de modo permanente (hubo tres o cuatro internamientos previos, para tratarle la neumonía) me había dejado una llave y las primeras semanas que estuvo hospitalizado yo entraba otra vez en aquel cuarto para regar las plantas, recoger alguna prenda que me solicitaba, y la correspondencia: recibos, propaganda, extractos bancarios.
Por entonces yo había empezado a padecer insomnios. Notaba hormigueos en brazos y piernas, picores, y cierta noche, al desnudarme para meterme en la cama, descubrí que tenía el pecho y los brazos cubiertos por unas manchas rosadas. Pensé que Michel me había contagiado la enfermedad. Me resultaba especialmente angustioso el momento en que iba a acostarme, cuando, a solas en la habitación, a medida que me desnudaba aparecían a la vista las manchas en la piel. Ante el espejo del baño, me fijaba en las que brotaban en el pecho, y luego giraba la mitad superior del cuerpo y, en ese escorzo, intentaba ver las que ocupaban la espalda. No me atrevía a acudir a un médico, y ni siquiera sabía a quién podía preguntarle, sin levantar sospechas, si existía algún laboratorio en el que pudieran hacerme las pruebas y donde no quedase ninguna constancia. No confiaba ni confío en la discreción ni en el secreto médico. Se habla de inscribir a los enfermos en ciertos ficheros. Las manchas rosadas se llenaban de pequeñas pústulas que estallaban en pegajosas gotas de pus.
Esos días ni siquiera fui a visitarlo. No quería saber de él. En mi estado obsesivo, me parecía ver sus labios doblándose en una sonrisa irónica, su voz diciéndome: te he capturado, y la boca que imaginaba pronunciando esas palabras adquiría valores palpables, se volvía carnosa, real, y se convertía por las noches en una imagen de cuento de terror. Te llevo conmigo, me repetía la boca de Michel en sueños. Sus dedos se aferraban a mis hombros y tiraban de mí, y yo me despertaba sudoroso, manoteando para apartar aquel fantasma. Je t’ai. Te tengo. Me enfurecía con él cada vez que me volvía el recuerdo de las palabras con las que, después de separarnos, presumió de no tomar precauciones. Se burlaba de mí. Presumía de que él arriesgaba porque tenía poco que perder (je m’en fous, je n’ai à perdre que de la merde, je suis un ouvrier, le passé sur mon dos, peu des gaietés, toi, tu as ton futur à toi) y me echaba en cara que yo nunca me hubiese entregado a él de verdad. Siempre con prevenciones, con sospecha, no sabes lo que es querer a alguien, me recriminó. Se expresaba con una mezcla de altivez y de mendicidad sentimental. Pero tenía razón: yo me protejo, aún no he cumplido los treinta años, y, además, en aquellos días me pareció que estaba empezando a ver el fruto de mi trabajo, atisbaba ese momento en que el esfuerzo prolongado en el tiempo cobra forma y comienza a cristalizar. Había encontrado un puesto como dibujante en Cormal, la empresa de muebles y decoración. Nada grandioso, pero yo creí que abría un camino. Además, con la renta que recibía de Madrid, tenía dinero de sobra para vivir. Por encima de todo, preparaba mi exposición.
En ningún momento pensé que pudiera ser yo quien lo hubiese infectado a él. En realidad, veía la infección como fruto de su actitud ante las cosas. Pensaba: el mal te arrastra si te dejas llevar, si te entregas. Eso es lo que yo pensaba. Y me irritaba la mansedumbre con la que él se había dejado prender, las facilidades que le había brindado a la enfermedad. Me parecía que no había opuesto resistencia: y, al decir eso, no me refiero sólo a poner medios físicos para librarte, usar preservativos y cosas así. Por aquellos días, no me quitaba de la cabeza la idea de que, en el fondo, el mal era expresión de una falta de ambición, e incluso de ausencia de orgullo. A Michel lo he juzgado con dureza: un tipo cuyas aspiraciones habían sido llegar a la jubilación en el mismo puesto de trabajo; que el sueldo alcanzara a fin de mes y diese para ir de paseo con el amigo los fines de semana, callejear por la ciudad con la excusa de encontrar algo necesario para la caja de herramientas, meterse en algún parque, incluso trasladarnos en tren a alguno de esos lugares de costa no demasiado alejados de París para tomar unas cuantas copas, cambiando (un sábado o un domingo cada dos o tres meses) el decorado; acudir al cine, a algún club de alterne, cenar en casa de Jeanine o de su amigo M.; escaparnos un mes al año (este verano no podemos, pero el que viene vamos a hacerlo) a algún lugar supuestamente exótico (México, Indonesia, Perú), como hacía su amiga Jeanine, que trabajaba en una agencia de viajes y podía conseguirnos ofertas baratas; y bebernos juntos –durante ese mes y los once siguientes– todo el ricard o –fuera de Parísel pisco o el tequila que los cuerpos admitieran; beber entre risas, roces y declaraciones de amor, más encendidas a medida que crece el nivel de alcohol, o si nos hemos dejado tentar por una raya, al volver a casa ponernos a follar durante horas enteras, o más probablemente revolcarnos sobre la cama intentándolo hasta que nos quedamos dormidos porque los cuerpos no dan más de sí tras la intoxicación.
Lo peor era que me había arrastrado a esa rutina sin objetivo, mero girar uno en torno del otro, devorándonos cada vez con menos apetito. Durante meses he llegado a creerme que mi ideal de vida coincidía con el suyo: envejecer juntos chapoteando en el pequeño estanque de los hábitos; digamos que él envejecería veintitantos años y varios miles de copas antes que yo, lo que suponía que, en nuestro pacto, yo mostraba la disposición de cuidarlo hasta el último aliento. Juro que acepté ese pacto, y que gocé de él, aunque no niego que, con el paso de los meses, mi punto de vista sobre su mundo –o, mejor dicho, la perspectiva sobre nosotros y nuestro mundo– se modificó sustancialmente: empecé a ver a Michel como a un ser atrapado que pretendía meterme con él en una jaula. Cuando, tendido en la cama del hospital, alargaba la mano para tocarme y me miraba con ansia, aún me parecía descubrir en él la descabellada aspiración que leemos en los cuentos de terror, en las novelas románticas y en las fantasmagorías que les gustaban a los surrealistas: deseo de amor que perdura más allá de la muerte.
Dejé de visitarlo durante unos cuantos días. No me sentía con fuerzas para levantarle los ánimos a quien, al fin y al cabo, ya había recorrido más de la mitad del calvario que estaba convencido de que me tocaría a mí emprender en cuanto recibiese el resultado de las pruebas. En mis pesadillas, soñaba que las manchas crecían, se infectaban, se convertían en llagas que no podía disimular ante los compañeros de trabajo en Cormal; me preocupaba en mis insomnios la progresiva delgadez. Aún faltaban meses para el vernissage. Para entonces, los síntomas del mal ya no podrían ocultarse. Había visto fotos del sarcoma de Kaposi en las revistas durante meses, y ahora lo conocía en directo: podía verlo en varios de los pacientes con los que nos cruzábamos cuando caminábamos por el pasillo; en el fantasmal pelotón de cuerpos que yacían tendidos en las camas de las habitaciones contiguas a la de Michel, o en las dos que, en su misma habitación, habían cambiado en pocas semanas tres o cuatro veces de ocupante (el que estaba el último día que viniste ha tenido suerte, lo ha pillado un virus diligente que lo ha liquidado en un par de semanas, decía Michel. Hablaba de los virus como los torturados en comisaría hablan del policía bueno y el policía malo). Yo no quería pertenecer al ejército de las víctimas, ni siquiera como acompañante (las soldaderas de Pancho Villa subidas en destartalados vagones de mercancías, o Marlene Dietrich cruzando el desierto tras su legionario de clavel en la oreja en Morocco). Miraba con cierto desdén al amigo del último enfermo que compartía habitación con Michel, un muchacho joven que, al parecer, pasaba las noches con la mano cogida a la de un tipo esquelético que apenas alcanzaba a respirar. A todas horas lo besaba en la boca, lo acariciaba, y en cuanto el otro recuperaba la conciencia, le hablaba sin parar y sin dejar de acariciarlo. No me resultaba simpática la actitud del muchacho. Yo alimentaba contra Michel más bien animosidad. Creo que lo he dicho. Los enfermos en diversos estadios de acabamiento me servían como retratos sucesivos de mí mismo, algo así como esas series de fotos de Muybridge que disgregan los distintos momentos en que se va encarnando una acción. Cualquiera de ellos, y todos ellos, iba a ser yo en poco tiempo.
Cambió mi relación con la ciudad que, hasta poco antes, me pareció bella –ah, ninguna en el mundo como París–, y de la que había esperado tantas cosas. Como en esas escrituras trazadas con tinta simpática que se revelan por efecto de un reactivo, ahora no podía moverme por París sin que se me apareciese una ciudad paralela, que para buena parte de sus habitantes y para los turistas resulta invisible, laberinto de comisarías, juzgados, instituciones de caridad, hospita...

Índice

  1. Portada
  2. I
  3. II
  4. III
  5. IV
  6. V
  7. VI
  8. Créditos