Viaje de novios
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Viaje de novios

  1. 152 páginas
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Milán en pleno agosto. La ciudad está casi desierta, todas las tiendas están cerradas y el calor es insoportable. El narrador, Jean B., director de documentales, se refugia en su hotel y escucha al barman contándole a otro cliente que hace unos días se suicidó allí una mujer francesa. Más tarde le pregunta al barman por esa mujer y éste le cuenta algunas cosas: que venía de París, que iba a reunirse con unos amigos en Capri, que era muy guapa... Ya en la estación, antes de partir, el narrador compra el Corriere della Sera y lee un suelto sobre ese suicidio. La información allí contenida, pese a las imprecisiones, le permite deducir que él conocía a la fallecida: Ingrid Teyrsen. Empeñado en huir de su propia vida en París, Jean B. decide seguir el rastro de ese fantasma, reconstruir su historia. Y su búsqueda le llevará al París de la Ocupación, donde ella, joven bailarina que vivía con su padre –un médico judío austriaco refugiado–, trataba de pasar desapercibida. Y también a la Costa Azul, adonde Ingrid huyó con Paul Rigaud, otro personaje en fuga, obligado a deshacerse de su pasado, del que apenas podrá conservar algún recuerdo. Allí la pareja se refugia en un hotel que todavía guarda vestigios del esplendor de antes de la guerra y él se siente espiado mientras pasea por la playa... Una vez más, rebuscando en las brumas de la memoria, reconstruyendo mediante retazos las vidas de unos personajes escurridizos, Patrick Modiano nos sumerge en una indagación detectivesca que resuelve algunos misterios y plantea muchas preguntas. Y, gracias a la capacidad evocadora de este escritor deslumbrante galardonado con el Premio Nobel, el pasado evanescente cobra vida y desvela sus enigmas.

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Información

Año
2015
ISBN
9788433936523
Categoría
Literature
Los días veraniegos regresarán, pero el calor no volverá a ser nunca tan bochornoso ni las calles volverán a estar tan vacías como en Milán el martes aquel. El día anterior había sido 15 de agosto. Había dejado la maleta en la consigna y, al salir de la estación, titubeé un instante: era imposible andar por la ciudad con aquel sol de plomo. Las cinco de la tarde. Cuatro horas de espera para el tren de París. Había que encontrar un refugio y mis pasos me llevaron, a unos cientos de metros y pasada una avenida que bordeaba la estación, hasta un hotel cuya fachada imponente había localizado.
Los pasillos de mármol blanco protegían del sol y, en el frescor y la semipenumbra del bar, estaba uno en el fondo de un pozo. En la actualidad, aquel bar me hace pensar en un pozo y aquel hotel en un gigantesco blocao, pero entonces me contentaba con beber con una pajita una mezcla de granadina y zumo de naranja. Escuchaba al barman cuyo rostro se me ha borrado de la memoria. Le estaba hablando a otro cliente y sería completamente incapaz de describir el aspecto y la ropa de aquel hombre. Sólo persiste una cosa en mi pensamiento: su forma de acompañar la conversación con unos «Mah» que retumbaban como un ladrido fúnebre.
Una mujer se había suicidado en una de las habitaciones del hotel dos días antes, la víspera del 15 de agosto. El barman explicaba que habían llamado a una ambulancia, pero que no había servido de nada. Había visto a aquella mujer en el transcurso de la tarde. Había ido al bar. Estaba sola. Tras el suicidio, la policía lo había interrogado, a él, al barman. No había podido darles muchos detalles que digamos. Una mujer morena. El director del hotel se sintió aliviado hasta cierto punto porque el asunto había pasado casi inadvertido, pues había pocos clientes en esa época del año. Aquella mañana había salido un suelto en el Corriere. Una francesa. ¿A qué había ido a Milán en el mes de agosto? Se volvieron hacia mí como si esperasen que yo les diera una respuesta. Luego, el barman me dijo en francés:
–Aquí no hay que venir en el mes de agosto. En Milán todo está cerrado en el mes de agosto.
El otro hombre le dio la razón con su «¡Mah!» fúnebre. Y los dos me miraron con ojos de reprobación para hacerme notar bien claro que había cometido una torpeza, e incluso más que una torpeza, una falta de bastante gravedad al dejarme caer por Milán en el mes de agosto:
–Puede comprobarlo –me dijo el barman–. Hoy no está abierta en Milán ni una tienda.
Me encontré en uno de los taxis amarillos estacionados delante del hotel. El taxista, al fijarse en mi titubeo de turista, me propuso llevarme a la plaza del Duomo.
Las avenidas estaban vacías y todas las tiendas, cerradas. Me pregunté si la mujer de la que hablaban hacía un rato había cruzado también Milán en un taxi amarillo antes de regresar al hotel y matarse. Creo que, sobre la marcha, no pensé que el espectáculo de aquella ciudad desierta hubiese podido incitarla a tomar esa decisión. Antes bien, si busco unas palabras que traduzcan la impresión que me producía Milán ese 16 de agosto se me vienen en el acto a la cabeza éstas: Ciudad abierta. A lo que me parecía, la ciudad se permitía una pausa y estaba seguro de que el bullicio y el ruido volverían.
En la plaza del Duomo, unos turistas con gorra vagaban al pie de la catedral; y las luces de una librería grande estaban encendidas a la entrada de la galería Víctor Manuel. Era el único cliente y hojeaba los libros bajo la luz eléctrica. ¿Había ido la mujer a esta librería la víspera del 15 de agosto? Me entraban ganas de preguntárselo al hombre que estaba, tras un escritorio, al fondo de la librería, en la sección de libros de arte. Pero no sabía casi nada de ella; sólo que era morena y francesa.
Recorrí la galería Víctor Manuel. Toda la vida que había en Milán se había refugiado allí para librarse de los rayos mortíferos del sol: niños que rodeaban a un vendedor de helados, japoneses y alemanes, italianos del Sur que visitaban la ciudad por primera vez. Tres días antes y probablemente hubiéramos coincidido esa mujer y yo en la galería; y, como los dos éramos franceses, habríamos trabado conversación.
Aún tenían que pasar otras dos horas antes de coger el tren de París. Volví a subirme a uno de esos taxis amarillos que esperaban en fila en la plaza del Duomo y le di al taxista el nombre del hotel. Caía la tarde. Ahora, las avenidas, los jardines, los tranvías de esa ciudad extranjera y el calor que te deja aún más aislado, todo eso, para mí, armoniza con el suicidio de esa mujer. Pero en ese momento, en el taxi, me decía que se debía a una desafortunada casualidad.
El barman estaba solo. Volvió a ponerme una mezcla de granadina y zumo de naranja.
–¿Qué? ¿Ha visto? Las tiendas están cerradas en Milán...
Le pregunté si la mujer de quien hablaba hacía un rato y de la que decía, respetuosamente y con grandilocuencia, que «había puesto fin a sus días» llevaba mucho en el hotel.
–No, no... Tres días antes de poner fin a sus días...
–¿Y de dónde venía?
–De París... Iba a reunirse con unos amigos que estaban de vacaciones en el sur, en Capri. Lo dijo la policía... Alguien debe venir mañana de Capri a solucionar todos los problemas...
Solucionar todos los problemas. ¿Qué tenían en común esas palabras lúgubres con el cielo azul, las cuevas marinas y la liviandad estival que evocaba Capri?
–Una mujer muy guapa... Estaba sentada ahí...
Y me señalaba una mesa al fondo del todo.
–Le serví lo mismo que a usted...
La hora de mi tren para París. Fuera era de noche, pero el calor resultaba tan agobiante como en plena tarde. Crucé la avenida con los ojos clavados en la fachada monumental de la estación. En la gigantesca sala de la consigna, me registré todos los bolsillos buscando el ticket que me permitiría recuperar el equipaje.
Había comprado el Corriere della Sera. Quería leer «el suelto» dedicado a esa mujer. Seguramente había llegado de París en el andén en que estaba yo ahora; y yo iba a hacer el recorrido inverso con cinco días de diferencia... Qué idea tan curiosa esa de venir a suicidarse aquí cuando unos amigos te están esperando en Capri... A lo mejor había, para aquel gesto, un motivo que yo nunca llegaría a saber.
Volví a Milán la semana pasada, pero no salí del aeropuerto. Las cosas no eran ya como hace dieciocho años. Sí, dieciocho años, conté los años con los dedos. En esta ocasión no cogí un taxi amarillo para que me llevase a la plaza del Duomo y a la galería Víctor Manuel. Llovía; una lluvia de junio, insistente. Una hora de espera apenas y me subiría a un avión que me llevaría a París.
Estaba en tránsito, en una sala grande y acristalada del aeropuerto de Milán. Me acordé de aquel día de hacía dieciocho años y, por primera vez en todo aquel tiempo, aquella mujer que «había puesto fin a sus días» –como decía el barman– empezó a ocuparme la atención de verdad.
El billete de avión para Milán, de ida y vuelta, lo había comprado al azar la víspera en una agencia de viajes de la calle de Jouffroy. En casa, lo escondí en el fondo de una de mis maletas, a causa de Annette, mi mujer. Milán. Había escogido esa ciudad al azar entre otras tres: Viena, Atenas y Lisboa. El destino era lo de menos. El único problema era que el avión saliese a la misma hora que el que tenía que coger para Río de Janeiro.
Me acompañaron al aeropuerto: Annette, Wetzel y Cavanaugh. Hacían gala de esa alegría falsa que había notado yo con frecuencia al inicio de nuestras expediciones. A mí nunca me ha gustado irme y ese día me gustaba menos que de costumbre. Sentía ganas de decirles que ya no teníamos edad para seguir ejerciendo ese oficio que no queda más remedio que nombrar con esta palabra tan pasada de moda: «explorador». ¿Íbamos a seguir mucho tiempo aún proyectando nuestros documentales en la sala Pleyel o en otras salas de cine de provincias, cada vez más escasas? Muy jóvenes, quisimos seguir el ejemplo de nuestros mayores, pero ya era demasiado tarde para nosotros. No quedaba ninguna tierra virgen por explorar.
–Llámanos en cuanto llegues a Río... –dijo Wetzel.
Se trataba de una expedición rutinaria: otro documental que tenía que rodar y que se iba a llamar, después de tantos otros: Tras el rastro del coronel Fawcett, un pretexto para filmar unos cuantos pueblos en las lindes del Mato Grosso. En esta ocasión, había decidido que no me verían por Brasil, pero no me atrevía a confesárselo a Annette y a los otros. No lo habrían entendido ni poco ni mucho. Y además Annette estaba esperando que me fuera para quedarse a solas con Cavanaugh.
–Dales besos a los amigos de Brasil –dijo Cavanaugh.
Se refería al equipo técnico que había ido por delante y me esperaba al otro lado del océano, en el hotel Souza de Río de Janeiro. Podían esperarme sentados... Al cabo de cuarenta y ocho horas, empezaría a embargarlos una preocupación inconcreta. Llamarían a París. Annette cogería el teléfono y Cavanaugh, el auricular supletorio. Desaparecido, sí, había desaparecido. Igual que el coronel Fawcett. Pero con la siguiente diferencia: yo me había volatilizado nada más comenzar la expedición, lo que les iba a suponer una preocupación aún mayor, porque se darían cuenta de que mi asiento en el avión de Río se había quedado sin ocupar.
Les había dicho que prefería que no me acompañasen hasta la puerta de embarque y me volví hacia el grupito que formaban con el pensamiento de que no iba a volver a verlos en la vida. Wetzel y Cavanaugh se conservaban de lo más lozanos debido a nuestro oficio, que en realidad no era tal, sino una forma de seguir adelante con los sueños de la infancia. ¿Continuaríamos mucho tiempo aún siendo unos jóvenes viejos? Movían los brazos para decirme adiós. Annette me conmovió. Teníamos los dos exactamente la misma edad y se había convertido en una de esas danesas un tanto ajadas que me atraían cuando tenía veinte años. Por entonces eran mayores que yo y me gustaba su dulzura protectora.
Estaba esperando que se fueran del vestíbulo para encaminarme hacia la puerta de embarque del avión de Milán. Habría podido regresar a París en el acto, a escondidas. Pero sentía la necesidad de poner primero cierta distancia entre ellos y yo.
Por un momento, en aquella sala de tránsito, tuve la tentación de salir del aeropuerto e ir siguiendo, por las calles de Milán, el mismo itinerario de antaño. Pero era inútil. La mujer había venido a morir aquí por casualidad. Era en París donde había que descubrir sus huellas.
Durante el trayecto de vuelta, dejé que me invadiera una sensación de euforia que no había experimentado desde mi primer viaje, a los veinticinco años, rumbo a las islas del Pacífico. Tras aquél, hubo muchos otros viajes. ¿El ejemplo de Stanley, de Savorgnan de Brazza y de Alain Gerbault, cuyas hazañas había leído en la infancia? La necesidad de huir, sobre todo. La sentía dentro de mí, más violenta que nunca. Ahí, en ese avión que me devolvía a París. Tenía la impresión de estar huyendo aún más lejos que si hubiese embarcado, como habría debido hacerlo, para Río.
Conozco muchos hoteles en los barrios periféricos de París y había decidido cambiar de hotel con regularidad. El primero donde cogí una habitación fue el hotel Dodds, en la puerta Dorée. Allí no corría el riesgo de encontrarme con Annette. Después de irme yo, lo más seguro es que Cavanaugh se la hubiera llevado a su piso de la avenida de Duquesne. A lo mejor había tardado...

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  1. Portada
  2. Viaje de novios
  3. Notas
  4. Créditos