Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

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«Coe es un humorista de uñas muy afiladas que posee también la aptitud de Swift para la parodia política. Y se muestra particularmente genial cuando describe a los excéntricos, a los inadaptados contemporáneos, los descendientes de los hombres subterráneos de Dostoievski, del extranjero de Camus» (William Giraldi, The New York Times Book Review ).

«Una conmovedora, picaresca odisea que juega (con cierta crueldad) con nuestras ideas de la ficción... Coe es un escritor brillante: hay momentos de farsa a lo Wodehouse, junto a inteligentes, sombrías percepciones y lamentos por nuestro actual modo de vida» (P. Womack, The Telegraph ).

«La novela es, entre muchas otras cosas, un examen de la soledad en el siglo XXI y de las peculiares formas que la tecnología otorga a nuestra experiencia de estar solos... Coe es un maestro de esa comedia tan inglesa que tiene sus raíces en Fielding y Sterne. Y en el periplo de Maxwell Sim abundan los momentos cómicos memorables» (Jonathan Derbyshire, The New Stateman ).

«Saboreamos su maestría para la digresión, la sutileza de sus sobrentendidos, su humor que tiende al absurdo y la refinada arquitectura de la composición. Todo para hacernos comprender la complejidad de las cosas simples, la extrañeza que se oculta en el corazón de lo ordinario» (Pierre Assouline, Le Magazine Littéraire ).

Maxwell Sim tiene cuarenta y ocho años y es un antihéroe muy contemporáneo, un perdedor tranquilo que ha perdido el gusto por las relaciones humanas, con setenta y cuatro amigos en Facebook y nadie con quien hablar. Caroline, su esposa, lo ha dejado hace seis meses y se ha llevado a su hija con ella. Le hizo un último regalo de despedida: un billete de avión para Australia, donde vive el padre de Maxwell. Pero el viaje no le ha servido de nada, su padre siempre fue un extraño para él, y sigue siéndolo después de esta visita. Y un día, encerrado en el cubículo de un lavabo público -detesta los urinarios masculinos, por aquello de que hay que hacer pis en compañía, y siempre se encierra en el váter-, Maxwell tiene una oscura iluminación: se da cuenta de que está terrible, absolutamente solo.

Ya en Inglaterra, en un intento por salir de su depresión, deja su puesto en el departamento de atención al cliente de unos grandes almacenes y acepta el raro trabajo que le propone un amigo: deberá atravesar Inglaterra en coche -guiado por un GPS con una voz femenina que le encanta- y llevar a las islas Shetland la buena nueva de unos cepillos de dientes revolucionarios, sostenibles, fabricados con madera y cerdas animales, maravillosamente ecológicos.

Pero el viaje de Max no será la veloz carrera que han planeado los promotores de los cepillos, sino un largo y sinuoso camino de aventuras y desventuras, de reflexión y reencuentros y de inesperados descubrimientos. Porque la novela es también un juego de pistas con la aparición de cartas, diarios y manuscritos que reescriben el pasado, la historia de su padre y hasta la vida -la privada y la pública- de Maxwell Sim. Y Jonathan Coe, jugando con audacia y humor las cartas de la verdad y de la impostura, se reserva la última palabra sobre esta historia en una sorprendente pirueta final.

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Información

Año
2011
ISBN
9788433933270
Categoría
Literatura

Kendal-Braemar

AIRE

El Sol Naciente

Junio de 1987
La semana pasada me vi obligado a pisar el Strand, en el centro de Londres, para completar el papeleo necesario para mi viaje a Australia; así que dentro de unos días dejaré por fin este país, a lo mejor para no volver nunca. Entretanto, mi paso por Londres ha despertado algunos recuerdos muy poderosos, que me siento obligado a trasladar al papel antes de marcharme.
No me llevó tanto tiempo como me había imaginado completar las formalidades en la embajada de Australia. Tras lo cual, al ver que me sobraba prácticamente toda la tarde, decidí darme un paseo por la City. Aunque sólo fuera por los viejos tiempos. Había llevado conmigo la cámara de fotos (mi querida Kodak Retina Reflex IV, que compré en los años sesenta y aún no me ha hecho una foto mala), y quería tener un recuerdo duradero de aquellos sitios que en su día me habían resultado tan familiares, si todavía quedaba alguna huella de ellos.
Mientras avanzaba bajo un sol radiante por Fleet Street, subía por Ludgate Hill, atravesaba la larga sombra arrojada por la catedral de San Pablo y seguía por Cheapside hasta que vislumbré el imponente pórtico del Banco de Inglaterra, me di cuenta de que hacía casi treinta años que no me paseaba por aquellas calles. Veintisiete, para ser exactos. En el ínterin, todo había cambiado. Todo. La antigua City de Londres –el centro de mi universo durante unos cuantos meses intensos y problemáticos en los últimos coletazos de los años cincuenta– había sido testigo de una revolución que, incluso en aquellos días lejanos, se había considerado excesivamente pospuesta. Una revolución en la arquitectura, la moda y, finalmente (o eso se decía en los periódicos), en la forma de trabajar. Todos los viejos edificios refinados y arrogantes seguían allí (el Guildhall y la Mansion House, el Royal Exchange y St. Mary-le-Bow), pero encajados entre ellos había decenas de nuevos bloques de apartamentos, algunos de los oscuros años sesenta, otros tan sólo de hacía un par de años, abovedados, lisos y brillantes, como la década que estábamos disfrutando. Los hombres (seguía sin haber demasiadas mujeres) llevaban todos traje, aunque los trajes parecían más marcados y agresivos de lo que yo recordaba, y no se veía ni un solo sombrero hongo. En cuanto a la forma de trabajar... Bueno, ahora casi todos los negocios se hacían en la pantalla, si había que hacer caso de los comentarios. Las reuniones cara a cara, los amistosos apretones de manos en el parqué de la Bolsa, habían pasado a la historia. No más negocios esbozados entre oporto y puros en el Gresham Club, no más cotilleos financieros intercambiados en voz baja y educada en el George and Vulture. Por lo visto, los operadores comían ahora en sus mesas (sándwiches envueltos en celofán que les traían del exterior a precios absurdos), sin levantar jamás sus ojos vidriosos de las pantallas donde parpadeaban las cifras anunciando sus incesantes pérdidas y beneficios, desde primera hora de la mañana hasta última hora de la noche. ¿Qué papel podría haber jugado yo, siendo un ignorante de veintiún años, en aquel nuevo mundo frenético e impaciente?
Sí, sólo tenía veintiún años cuando fui por primera vez a Londres. Creo que fue en algún momento de las últimas semanas de 1958. No había ido a la universidad, y durante un par de años me había ocultado en el tedioso anonimato de un trabajo de archivero en Lichfield, pero cierto impulso rebelde latente (supongo que mi horror juvenil ante la idea de quedarme asfixiado de aquella forma para siempre) me había llevado al final a alejarme de la seguridad de mi ciudad natal y el hogar de mis padres para encaminarme hacia Londres en busca de fortuna, como se suele decir. O, si no de fortuna, de algo aún más escurridizo e intangible: mi vocación, mi destino. Porque, sin decírselo a mi familia (tampoco se lo habría dicho a mis amigos, si los hubiera tenido), había empezado a escribir. ¡A escribir! Mis padres no me habrían tolerado tamaña arrogancia si lo hubieran sabido. Mi padre se habría burlado de mí sin piedad; sobre todo al descubrir que mi instinto me inclinaba hacia la poesía; y no sólo hacía la poesía, sino, peor aún, hacia la poesía «moderna»: aquella aberración cultural aparentemente sin forma y sin sentido, que era la cosa que más detestaba la clase baja medianamente cultivada. Lichfield, cuna de Samuel Johnson, no era desde luego el sitio ideal para un aspirante a poeta en los años cincuenta; en cambio Londres, si uno podía fiarse de los rumores, estaba inundado de poetas. Yo me imaginaba largas conversaciones incentivadas por el vino con otros colegas poetas en habitaciones alquiladas de las afueras del sur de la capital; apasionantes noches en los pubs del Soho escuchando recitales de poesía en un ambiente cargado de espíritu bohemio y humo de cigarrillos. Fantaseaba con una vida en la que pudiera hacer la trascendental declaración: «soy poeta», sin suscitar incredulidad o mofa.
Tengo una larga historia que escribir, así que debo seguir adelante. Sin demasiada dificultad, encontré una habitación en una casa compartida cerca del cementerio de Highgate y (a través de los anuncios por palabras del London Evening News) un trabajo temporal de chico de los recados en la agencia de corredores de Bolsa Walter, Davis & Warren. Tenían las oficinas en Telegraph Street, y gran parte de mi trabajo consistía en llevar y traer en mano la correspondencia del banco de compensación central con las sociedades autorizadas a cotizar en Bolsa de Blossoms Inn: un sistema que permitía que se repartieran todas las transferencias y todos los cheques de pago en el mismo día. (Cosa que ahora no sería necesaria, evidentemente, con los faxes y las transferencias electrónicas.) Me dejaban una hora para comer, entre la una y las dos de la tarde, y la mayoría de las veces lo hacía en Hill’s, un anticuado restaurante de la City cerca de la estación de Liverpool Street, donde (si no te importaban las paredes de azulejos verdes que le daban cierto aire de urinarios públicos) podías tomarte un menú de pudín de carne con riñones, puré de patatas y tarta de manzana, por media corona.
Comer solo es una actividad problemática. No tenía amigos en la City, ni en ninguna parte de Londres, la verdad, ni nadie con quien charlar durante la comida. Por lo tanto, la mayoría de los días me llevaba un libro conmigo; normalmente algún volumen delgado de poesía contemporánea, que casi siempre había cogido prestado en la biblioteca de Highgate. El restaurante solía estar abarrotado, y te podías encontrar compartiendo una mesa de seis con cinco desconocidos. Un día de principios de enero de 1959, levanté la vista de mi libro (eran los Cuatro cuartetos de Eliot) y descubrí a un hombre con barba, más o menos de mi misma edad, que me miraba intensamente. Sostenía el tenedor en el aire sobre un plato de hígado encebollado, pero en vez de comer fijó la vista en mí y recitó en alto, con una voz perfectamente modulada:
El tiempo presente y el tiempo pasado
tal vez estén los dos presentes en el tiempo futuro,
y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado.
Si todo el tiempo es eternamente presente
todo el tiempo es insalvable.
Los demás comensales de nuestra mesa se quedaron mirándonos a los dos un tanto asombrados. Uno creo que hasta hizo un gesto de desaprobación. Hablar con un desconocido en voz tan alta, en un sitio público, y emplear una forma de expresión tan especial, era considerado sin duda una grave violación del protocolo de la City. Por lo que a mí se refiere, me quedé atónito.
–Dígame, ¿a usted el señor Eliot le parece un genio –siguió diciendo mi nuevo amigo en un tono insolente–, un fraude o un farsante de tomo y lomo?
–Pues... no sé –farfullé–. O, bueno..., al menos –con más audacia ahora– en mi opinión, quiero decir, si mi opinión sirve de algo, es uno... de los poetas vivos más grandes. En lengua inglesa, claro.
–Bien. Me alegro de estar sentado frente a un hombre con un gusto refinado.
El hombre me tendió la mano, y yo se la estreché. Luego se presentó a sí mismo: se llamaba Roger Anstruther. Aún hablamos un poco más de Eliot (comentando también de pasada, creo recordar, la obra de Auden y de Frost), pero lo que recuerdo mejor de esa primera conversación no fue su contenido, sino una especie de extraño estremecimiento eléctrico que me invadió en presencia de aquel hombre tan singular y arrogante. Tenía un pelo con un ligero tono rojizo y una barba espesa pero muy recortada, y aunque la sobriedad de su traje no dejaba lugar a dudas sobre que se trataba del clásico exponente de la Square Mile, un pañuelo amarillo con lunares azul celeste le sobresalía del bolsillo de la chaqueta de una forma que sugería una original concepción del estilo personal, si no una auténtica afectación.
A las dos menos cuarto se levantó bruscamente y miró su reloj.
–Bueno –dijo–, esta noche tocan Fauré en el Wigmore Hall. El cuarteto en mi menor, entre otras obras. He reservado dos entradas en la primera fila, donde tengo intención de perderme en las exquisitas nieblas de la introspección francesa. Aquí tiene la otra entrada. Podemos quedar en The Cock and Lion, que está a pocos metros en la misma calle, a las siete en punto. Si llega usted antes, pídame un gintónic con hielo generosamente servido. Adiós.
Volvió a estrecharme la mano, se echó un largo abrigo negro de cachemir por los hombros, y se marchó haciendo una floritura. Me quedé mirándolo en silencio, de puro pasmo. Pero cuando se me pasó, mi emoción predominante fue una alegría loca y exultante.
Huelga decir que Roger Anstruther era completamente distinto a cualquier otro hombre que yo hubiera conocido en mi corta y limitada vida.
Su pasión era la música y, aunque no tocaba ningún instrumento, sus conocimientos sobre el repertorio clásico, desde la época barroca hasta nuestros días, eran exhaustivos y sin lagunas. Pero también podía divagar, con pleno conocimiento de causa, sobre cualquier otra rama de las artes. Arquitectura, pintura, teatro, literatura (parecía que no existía nada que no hubiera leído, visto o escuchado, ni nada sobre lo que no hubiese reflexionado). Y, sin embargo, sólo era un año mayor que yo. ¿Cómo había podido adquirir tantos conocimientos, experiencia (y seguridad en sí mismo, por supuesto) en un espacio tan corto de tiempo? Las diferencias entre nosotros (amplificadas además por Roger con sus maneras grandilocuentes, profesorales, a veces arrogantes, y otras abiertamente intimidatorias) sólo me hacían sentirme más estrecho de miras, provinciano y poco instruido de lo que me había sentido antes.
De esa forma, en cualquier caso, comenzó lo que considero mi verdadera educación. A partir de ese momento, Roger y yo empezamos a salir juntos casi todas las noches. Conciertos en el Royal Festival Hall; teatro experimental en el Soho y en Bloomsbury; la National Gallery; Kenwood House; recitales poéticos en sótanos sin ventanas o plantas superiores de destartalados pubs en Hampstead. Y cuando no encontrábamos nada de ese tipo que pudiese interesarnos, nos dedicábamos simplemente a caminar: a caminar por los laberínticos y vacíos callejones de Londres, a altas horas de la noche, mientras él me señalaba extraños rasgos arquitectónicos, edificios raros, monumentos olvidados con algún oscuro fragmento de la historia de la ciudad ligado a ellos. Una vez más, sus conocimientos parecían inagotables. Era apasionado, dogmático, fascinante, infatigable y desesperante en la misma medida. Podía ser frívolo y...

Índice

  1. Portada
  2. Sidney-Watford
  3. Watford-Reading
  4. Reading-Kendal
  5. Kendal-Braemar
  6. Fairlight Beach
  7. AGRADECIMIENTOS
  8. Créditos
  9. Notas