LA EX PRIMERA DAMA
Y EL HÉROE DEL FÚTBOL AMERICANO
La furgoneta blanca acelera. Él va en la parte de atrás, sujeto con el cinturón de seguridad, que le oprime el hombro, sentado entre dos hombres vestidos de negro. Ella tendría que ir también en la parte de atrás, pero va delante, junto al conductor. Siempre que viajan en coche se sienta delante: se marea.
Hay coches escolta delante y detrás, vehículos pequeños, sin nada que los distinga; en la costa oeste son blancos, y negros en la este.
–Es día de sacar la basura –dice uno de los agentes que va en la parte de atrás intentando iniciar una conversación.
En todas las aceras hay grandes contenedores de plástico, negros para la basura y azules para el reciclaje. La calzada es estrecha, pero la furgoneta toma las curvas muy abiertas y se desplaza de lado a lado, como si la carretera fuera suya.
Algo pasa; hay una sutil transformación, un temblor en las placas tectónicas subterráneas, y los contenedores de basura empiezan a rodar. Adquieren velocidad y descienden colina abajo hacia la caravana motorizada.
–¡Hacia nosotros, por la derecha! –grita un agente.
El primer automóvil hace de escudo y recibe directamente el golpe; el cubo de basura explota y salpica al convoy con escombros: envases vacíos de Tropicana, latas de Stouffer’s, Bounty usado. Algo de color rojo se queda enganchado en la antena de la furgoneta y empieza a ondear como una bandera.
–¡De puta madre! –exclama ella.
En el automóvil principal un agente saca una luz giratoria de la guantera, la adhiere al techo y el coche sale disparado, acelerando rápidamente.
La caravana motorizada entra velozmente por la puerta principal. Los agentes vigilan la entrada y el perímetro, alertas, pistola en mano.
–El Colibrí ha aterrizado. El paquete ha vuelto. Estamos a nivel del mar.
Los agentes les hablan a sus solapas.
La puerta se cierra automáticamente.
–¿Qué demonios ha sido eso: terroristas en St. Cloud Road? –pregunta ella.
–Un terremoto –dice el agente–. Nos lo están confirmando ahora.
Se presiona el auricular contra el oído.
–¿Se encuentra usted bien, señor? –le pregunta un agente al tiempo que le ayuda a bajarse de la furgoneta.
–En perfecta forma –dice él–. Ha sido un viaje del carajo, vamos a ensillar y a salir otra vez.
Su ojo capta la brillante tela roja adherida a la antena. La levanta con el dedo índice y la hace girar en el aire: son unas bragas de un rojo brillante, que se han quedado enganchadas por el encaje del ribete. La prenda íntima se desliza de su dedo índice y aterriza en la grava. ¡Jo!
–¿Dónde estamos? –pregunta él mientras patea la grava de la entrada–. ¿A esto lo llaman una cantera? ¿Quién dirige esta película? Este escenario es un desastre.
El problema no es sacarlo a pasear, sino hacerle volver a la realidad.
–Estamos en casa –le dice ella.
–¿Ah, sí? Pues no se parece a la Casa Blanca.
Se remanga la camisa y se rasca la tirita que le cubre el lugar donde le han inyectado el contraste.
Antes, en la consulta médica, los dos agentes que los acompañaban se quedaron con él en la sala de espera haciendo trucos de cartas mientras ella hablaba con el doctor Sibley.
–¿Cómo está usted? –le pregunta Sibley en cuanto ella se sienta.
–Bien. Yo siempre estoy bien, ya lo sabe.
–¿Y puede salir?
Ella asiente.
–Claro. A comienzos de la semana almorcé en Chasens con las chicas.
Hace una pausa. Chasens cerró hace varios años.
–Ya nada es lo que era –dice ella al caer en la cuenta–. ¿Cómo está él?
El doctor Sibley enciende las pantallas. Toca suavemente las radiografías con el lápiz.
–Reduciéndose –dice–. El cerebro se le está encogiendo.
Ella asiente.
–¿Usted lo ve cambiado? ¿Tiene perturbaciones del sueño? ¿Vaga sin rumbo fijo? ¿Se ha mostrado agresivo? ¿Paranoico?
–Está bien –dice ella.
Ahora él está en la entrada, con las manos en la cintura. A mis espaldas el cielo es azul. Otro temblor, la tierra vibra, se estremece bajo sus pies.
–Me encanta esto –dice él–. Me recuerda unos caballitos de feria.
Ella entrelaza su brazo con el suyo y lo conduce a la casa.
–No sé en qué estás pensando –dice él–, pero, sea lo que sea, te equivocas.
Ella sonríe y le aprieta el brazo.
–Ya veremos.
Soledad, la sirvienta, toca el timbre.
–Esto debe de ser el almuerzo –dice él cuando Soledad le pone delante un bol de sopa.
Todos los días comen lo mismo: la rutina previene la confusión, y, además, les gusta; siempre les ha gustado. Si le dan algo diferente, como una buena ensalada mixta, se confunde.
–¿Se ha acabado el pan? ¿Qué clase de fonducha es ésta?
–¿Qué pasa con Sibley –pregunta él. Luego levanta el bol y bebe directamente de él.
Ella le alcanza una cuchara. Le hace un gesto para que la use. Él sigue bebiendo del bol.
–No parece capaz de conseguirme trabajo. Lo veo cada semana: aprieta esto, levanta eso, me prueba para ver si todavía estoy en forma. Pero luego no hace nada por mí. Quizá deberíamos despedirlo y buscar a alguien nuevo. ¿Qué te parece la gente de William Morris? Tiene que haber alguien bueno ahí. ¿Qué hay de Swifty Lazar?, siempre me ha parecido que era todo un personaje.
Deja el bol.
–Swifty está muerto.
–¿De verdad? Bueno, entonces me resultará tan poco útil como Sibley.
La voz se le va apagando.
–¿Quién soy yo? –le pregunta.
–Tú eres mi hombre –le dice ella.
–¿Ah, sí? Pues hicieron un buen trabajo cuando te dieron el papel de mi mujer. ¿De quién fue la idea?
–De Dore Schary –le dice ella.
Él asiente.
–¿Y quién soy realmente?
–¿Quién te gustaría ser?
Permanecen sentados en silencio.
–¿Me disculpas? –dice él al fin.
Ella asiente. Él se levanta de la mesa y se dirige a su estudio. Cada tarde escribe cartas y paga cuentas. Usa un talonario de cheques caducado y sellos de un centavo; a veces pone una hoja entera en un solo sobre. Escupe en el dorso de los sellos, frota la saliva por la goma y, literalmente, tapiza el sobre con ellos.
–¿Quieres que las envíe? –le pregunta ella cuando termina.
–Ésta es para ti –le dice él a menudo al tiempo que le da un sobre.
–Espero recibirla pronto –le responde ella mientras coge el sobre.
Una vez, inadvertidamente, una carta fue enviada; contenía un donativo de cinco mil dólares a una organización naturista palestina: Desnudos en el Desierto.
Él le escribe una carta todos los días. Su letra no es firme, y ella no siempre puede descifrar lo que dice, pero lo intenta.
Mami, Te veo. Te quiero siempre. Besos, Yo.
Él sonríe. Hay momentos en los que ella ve un resplandor, un brillo, que le dice que él sigue ahí, pero casi inmediatamente desaparece.
–¿Lucky? –dice él.
–Lucky murió –dice el...