Libro segundo
El puente de Europa - Ni rey ni patria
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En Praga los relojes no siempre avanzan en el mismo sentido,1 y a menudo el tiempo adquiere forma de un modo no lineal: bajo el barroco alienta la ciudad gótica y ambos sustratos perduran en la arquitectura cuboexpresionista, en cuya angulosidad se destilan líneas y sombras de la ciudad vieja, así como su materia dinamizada entronca con la fluidez de la Secession. Y como engarce ahí sigue, sobre el Moldava, el puente que Pavel Janák construyó en 1909-1911 y que combina rigor geométrico y formas ondulantes.2 Análogamente, a fines del siglo XVI Rodolfo II había auspiciado las investigaciones de Kepler hacia una astronomía matemática, después de haber creado una «academia alquímica», haber coleccionado toda suerte de maravillas y haber sido retratado por Arcimboldo en la figura metamórfica de Vertumno.
Praga mater urbium: tal es el rótulo de la estación de estilo modernista que corona una elevación opuesta a la del castillo. Y sin embargo Rodolfo eligió este castillo como sede imperial por su lejanía del mundo. Con él –solitario y abstraído, más proclive al arbitraje y al suicidio que a la guerra–3 se disgrega una ascendencia de poder y un acopio de colecciones sin igual. Sólo la ceniza, dirá Seifert, se posa sobre «el trono abandonado»; mas esa estela reverdece en autores receptivos a lo laberíntico como Karásek o Perutz. De modo que los monstruos y androides no dejan de merodear por el gueto junto a la sombra de Ahasverus; sólo que, al hacerse metropolitana la errancia, los prodigios y rarezas de la Wunderkammer pasan a ser maravillas de ropavejero.
En Múnich la dinastía de los Wittelsbach termina con otro rey suicida y amante de los relojes. La figura del «último rey» aúna esas dos ciudades –y no sólo porque Kubin, autor de una obra con ese título, viviera en ambas–. El de Baviera fue un rey aureolado por una pureza como la que Benjamin verá en el príncipe Mishkin,4 irradiación invertida luego hacia lo monstruoso; un rey que morirá sin dejar de ser niño, aunque ya no bello. «El único rey de verdad de este siglo en que los reyes han devenido tan poca cosa», sentenciará Verlaine.
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La Exposición Universal de 1867 ofreció a Luis II de Baviera una ocasión para huir de las «necedades de Estado» y viajar a Francia, como lo haría en 1874 y 1875. Allí reencontró a Luis I, que residía en París, años después de haber abdicado a causa de Lola Montez (convertida por él en condesa). Y que, cuando nació el segundo Luis –el día de San Luis–, escribió: «Sólo el hombre que sabe gobernarse a sí mismo / es digno del trono.»
Atendiendo al nulo interés de Ludwig II por Hortense Schneider, se diría que el apuesto joven era inmune a las tentaciones del abuelo. Sin embargo, que los grandes centros de atención del viaje fueran los palacios del Louvre o de Versalles y el castillo de Pierrefonds rehecho por Viollet-leDuc, delata ese gusto por lo arquitectónico y lo gigantesco que parecía un rasgo de familia; de acuerdo con lo cual el rey adquirió en la Exposición un «chalet marroquí» con cúpula y minaretes, que en 1874 trasladó al valle de Graswang, al oeste de Ettal, donde estaba construyendo el castillo neobarroco de Linderhof.
Si Luis I había querido hacer de Múnich una Atenas de avenidas triunfales con arcos y columnatas, su hijo Maximiliano IV continuó la tradición adoptando el modelo neogótico y reconstruyendo el castillo del «alto país del cisne» (Hohenschwangau) en un agreste escenario, en el que Ludwig crecerá entre imágenes de Lohengrin y bestiarios de leyenda. No obstante, Maximiliano es un burgués ajustado al sentido del deber y a los «límites del hábito» –expresión de Ludwig en carta a Wagner– que encarga la educación de su hijo a un adusto militar; después de lo cual (así como Rodolfo II se apartó de su severa educación católica acercándose a los secretos del cosmos con Tycho Brahe o G. Bruno), Ludwig II, al ser coronado, escribió a Wagner expresándole que sólo él era su «educador» y pasando pronto a términos más efusivos: «mi único y mi todo», «bien supremo», «hombre-Dios»...
A su vez, Wagner llamará al rey «mi Parsifal», en un juego de identificaciones que llega al paroxismo en la correspondencia de Ludwig con su prometida, Sophie –la hermana menor de Sissí, siendo ésta, empero, la mujer de la que se siente más cerca–. Dicho noviazgo será vivido como una «pesadilla», en cuanto intento de adaptación a esa realidad que es indisociable de la vida social y por la que incluso su amado palafrenero, Richard Honig, ha acabado por casarse.
Pero que Sophie fuera rebautizada como Isolda, Elsa, Senta o Brunilda demuestra que ni en esa tentativa normalizadora Ludwig dejó de vivir en un mundo de pura representación. Ése era un mundo fluctuante y recursivo, en uno de cuyos extremos estaba la ligereza de los juegos nocturnos y campestres, y en el otro la pesadez de la manía por el ornamento y por la exactitud histórica de los encargos teatrales.5
Ahora bien, aun habiendo departido con Napoleón III acerca de las glorias de Francia, la escena en que Ludwig habita difiere en muchos aspectos de la teatralidad que representa el pseudocésar. En ambos casos irrumpe el consumo de imágenes como remedio del tedio. Pero en el Múnich wittelsbachiano no se da esa vertiente cínica del Segundo Imperio que conjuga guerra, evanescencia y especulación. Múnich es la capital de otra suerte de décadence. La de un esteticismo cuyo gusto por lo pintoresco oscila entre la chanza rústica y el Kitsch industrial: no en vano esta palabra, Kitsch, parece haber nacido a orillas del Isar, en esa «ciudad de arte» a la que afluía un incipiente turismo atraído por los monumentos de Luis I o los eventos del Palacio de Cristal erigido por Maximiliano IV, y en la que abundaban las firmas dedicadas a reproducir imágenes y objetos artísticos o religiosos.
El conservadurismo católico se plasma en una opinión pública que convertirá a Wagner en «Lolus» cuando Ludwig sufrague sus deudas y lo instale, primero, en una villa del lago Starnberg, y después en una casa en la Brienner Strasse –no lejos de donde vivió Lola–, así como no dejará de censurar la relación adúltera del músico con Cosima. Por otro lado, la jovialidad sureña de Múnich tolera bien la escasa disposición guerrera del rey. De él se podría decir lo que Victor Hugo puso en boca de Didier en Marion Delorme: «todo enfrentamiento le desgarra».
De acuerdo con esto, en 1866 la participación de su ejército junto a Austria en la batalla de Sadowa es mínima, lo que al fin redunda en beneficio de Baviera, tanto por las vidas ahorradas como porque esa actitud favorece una disposición clemente de parte de Prusia, por mucho que sea difícil justificar que el rey pasara parte de la guerra contemplando su linterna mágica o fuegos de artificio en la Isla de las Rosas.
Ludwig II sólo acompaña a sus soldados al piano, dirá Le Figaro cuando visite Francia después de otra campaña, la de 1871, en la que Baviera se alinea con Prusia y durante la cual Ludwig se encierra en los castillos de Berg o Hohenschwangau; y no sólo esto: el rey se niega a celebrar la victoria de Sedán izando la bandera prusiana en la Residenz. «Sólo la bandera bávara, y mejor si no hubiera ninguna.» Asimismo Ludwig se excusa de asistir a la coronación como emperador alemán de su tío Guillermo I de Prusia en Versalles; tiempo que dedica a los trabajos del castillo de Neuschwanstein y a los planos del de Linderhof.
Ya siendo príncipe, Ludwig buscaba refugio en las montañas o se las ingeniaba para protegerse de las miradas; y ahora, cuando Wagner ha sido expulsado y él deviene ese «rey de sombras» que en una carta al «bienamado» decía no querer ser, el rey acentúa su misantropía y se entrega a lo inanimado con tanta pasión como la que ha impulsado hacia los vehementes intercambios de la música y del amor. La primera construcción, Neuschwanstein, concebida por un pintor de escenografías, es un gran decorado que él se complace en contemplar desde una pasarela entre dos picos. Su modelo es –entre otros– el castillo de Pierrefonds. A su vez, en Linderhof Ludwig recrea el Petit Trianon. Y a la vez que inicia esta folie, se hace construir en el techo de la Residenz un «jardín de invierno» con palmas, un lago y una panorámica del Himalaya bajo un techo de vidrio: será en esta suerte de invernaderos6 donde buscará vivir «instantes preciosos» con sus afinidades electivas –así el barón de Varicourt, que le seduce por su nombre francés; o el actor J. Kainz, que para Ludwig no será Kainz sino Didier, siempre fiel a un rey que sólo desea «vivir libre en los bosques...».
En el mismo año 1869 Ludwig inicia su diario y asiste al estreno de El oro del Rin, en cuyo inicio Wotan, entre sueños, alude a una «soberbia construcción» llamada a «proteger el lugar bienaventurado de mi alegría». Al final de esta ópera-prólogo, los dioses ascienden al castillo del Walhalla, mientras Fricka dice: «¿No espera el majestuoso castillo acoger a su dueño?», y el dios padre responde: «He pagado por él un triste precio...» Este precio debía ser la entrega a los gigantes de una joven diosa, Freia, y ha acabado siendo el oro custodiado por las hijas del Rin; las cuales porfían en reclamarlo con su ondulante canto ante un Wotan colérico.
Lo que en el mundo de las ninfas y las aguas era irradiación de pureza, en el de los hombres y los dioses es un factor de muerte. A lo largo de la Tetralogía los elementos se opondrán a los ardides del poder y las ávidas apetencias, así como Ludwig adora la naturaleza y sus animales frente a la Zivilisation.7 Y no deja de ser elocuente que éste denomine «gruta» a su jardín edénico en la Residenz y se complazca en recrear el mismo espacio simbólico en Neuschwanstein. Un espacio reminiscente de cuando lo inculto predominaba sobre lo formado.
Conforme a ello, cuando se apercibe de la inminente deforestación de una isla en el Chiemsee, Ludwig decide salvar esos bosques y construir una réplica exacta de Versalles, aunque con la Galería de los Espejos todavía más grande y recuperando una escalera eliminada en el original.
La pulsión engrandecedora es un rasgo del Kitsch, explica A. Moles,8 quien presenta a Ludwig como «rey de las maravillas» y «de lo neoauténtico, del Ersatz» (en suma: «del Kitsch») en un estudio que comienza diciendo que la naturaleza ha pasado a ser «un error (histórico)». Pero desde Freud sabemos que en todo Ersatz o Ersatzbildung (formación sustitutiva) hay un error y un deseo, y nadie como Ludwig ha llevado tan lejos el error a impulsos del deseo.
Si Wagner ha contrapuesto en El anillo del nibelungo la fiebre del oro y la pasión amorosa, Ludwig ve sus sueños mutilados por ese dios que Syberberg llama «principio pecuniario» y que marca el declive no sólo de los viejos dioses sino también de la physis que emerge a su caída. Ahí donde Ludwig quiere mármoles y árboles frutales, hay imitaciones en estuco y ramas de alambre; mas la gruta de Linderhof es un lugar de delicias, un Venusberg con Ludwig dentro del escenario, y así se ve cuando el rey invita a Kainz a Linderhof para que declame sus papeles una y otra vez.
La cueva de cartón piedra establece una correspondencia con el templo de Venus en lo alto de los jardines; pero en ella, junto al lago artificial y la música wagneriana, hay veinticuatro dinamos de las más modernas para producir «iluminaciones», además de mecanismos que desbloquean el acceso, producen efectos de oleaje y mueven una góndola con forma de concha. Asimismo en Neuschwanstein no faltan incontables ingenios para llamar a los criados, para asar la comida y subirla a la mesa o para que se calienten el agua y el ambiente. Y en Herrenchiemsee es la mesa entera y ya dispuesta la que sube desde la cocina para que el rey pueda comer totalmente solo.
Ludwig comparte con Wagner la nostalgia de lo originario que sella el ocaso de unos dioses asimilados a la Zivilisation; mas en él se hace patente lo que de falso había en ese simulacro hecho arte. Un error histórico: Ludwig no puede ser Vertumno.
Es la distancia respecto a Rodolfo II. Que también se apartaba de las miradas pero vivía en intimidad con un león y en contacto adivinatorio con la facies estelar: si John Dee podía convocar a los ángeles con su espejo, en los escenarios vacíos de Ludwig ocurre como en la Praga de Karásek, donde los ángeles llevan hélices.
Así, la escalera sobreañadida en Herrenchiemsee presenta un techo de vidrio con una estructura metálica como la de los pasajes. Sin embargo, en la iconografía del palacio y los jardines perdura el sueño de lo primigenio: medallones con los cuatro elementos, estatuas y pinturas de Venus y Diana, triunfos de Dionisos con sus bacantes...; imágenes a las que acompañan otras tendencialmente antinómicas: batallas de Luis XIV y bustos de sus generales, retratos de María Antonieta y muebles como los de sus estancias... El nexo se manifiesta en la imagen del techo del dormitorio en que el Rey Sol es Apolo con su carro solar, o en la gran cama en cuyo cabezal figura Luis XIV y en los pies Venus y sus amorcillos.
Ahora bien, Luis XIV es el rey que Ludwig no puede ser en más de un aspecto y no sólo por factores histórico-políticos. Los obstáculos a su mecenazgo se suman a la imposibilidad de no poder construir otro castillo en Falkenstein y a la humillación de incorporarse a la confederación alemana presentando como propia una carta dictada por Bismarck. Pero no sólo es esto. Además, Ludwig representa la quiebra de los órdenes normativos que él, como rey católico, debería legitimar.
Según decía Simone Weil, el rey es quien más puede decir «yo», pero en Ludwig ocurre lo contrario; y, así, cuando anota «Yo el rey» (en castellano), lo que aparece no es sino una aporía de la voluntad como la que Brunilda hace patente a Wotan; una aporía a la luz de la cual parece haberse llegado a un punto en que la voluntad de los dioses no puede sino oponerse a ella misma.9
Si Rimbaud, en Le forgeron, ridiculiza el «Yo lo quiero» confrontando el rey a la dureza de la lucha humana, en Ludwig la afirmación de la voluntad real contiene tanto esa lucha como lo que la conjura; y así lo patentiza su diario: «Yo lo quiero, yo, el rey. 1 de marzo [combate].» Como se ve en otros puntos del cuaderno, la balaustrada del dormitorio de Estado delinea un espacio sagrado, el del «lecho de lis», que remite a las imágenes del techo y el cabezal como espejos fantasmáticos: «balaustrada inviolable, por siempre infranqueable», leemos en el diario de 1872; y en el de 1877: «Magia del lis. ¡¡¡Pureza, Realeza!!!»; «1877, ¡año de la redención! El lis real triunfa y hace del todo imposible toda recaída».
La flor de lis condensa la doble vertiente divina y real de la dinastía que arranca con San Luis y queda cortada con la muerte de Luis XVI y María Antonieta, muerte que Ludwig identifica con el sacrificio expiatorio de Cristo. «Que la memoria del martirio y la santa muerte de la gran Reina me den fuerzas para domeñar el mal que maldigo y al que quiero renunciar para siempre (...), 16 de octubre, últimos besos,...