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Información del libro

Entre los chinos, el símbolo de la muerte era el limón. Y en Helsinki, a principios del siglo XX, en un bar frecuentado por Sibelius, los que se sentaban en la mesa limón estaban obligados a hablar de la muerte. En estos cuentos de la mediana edad, los protagonistas han envejecido y ya no pueden ignorar que sus vidas tendrán un final. Como el músico de «El silencio», aunque él habla antes y después de la vida. O en «Una breve historia de la peluquería», donde toda una vida se mide en los cortes de pelo del protagonista. En «La de cosas que sabes» cuenta los secretos de dos mujeres que fueron jóvenes en los años sesenta y que saben demasiadas cosas la una de la otra. Y, en «Higiene», un militar retirado que vive en provincias con su mujer va todos los años a Londres para reunirse con sus compañeros de promoción. Y desde hace veinte años, en cada uno de estos viajes, se encuentra con Babs, una prostituta que es como su esposa paralela.

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Información

Año
2014
ISBN
9788433934765
Categoría
Literatura

La jaula para frutas

Cuando tenía trece años, descubrí un tubo de gel espermicida en el armario del cuarto de baño. A pesar de una sospecha generalizada de que, si me ocultaban algo, lo más probable era que guardase alguna relación con la lujuria, no logré reconocer la finalidad de aquel tubo abollado. Una pomada para eczemas, la alopecia, el sobrepeso de la madurez. El texto impreso, del que se habían desprendido unas pocas letras, me informó de lo que no quería saber. Mis padres todavía lo hacían. Peor aún, cuando lo hacían, había posibilidades de que mi madre se quedase embarazada. Lo cual era..., en fin, inconcebible. Yo tenía trece años, mi hermana diecisiete. Quizá el tubo fuese viejo, viejísimo. Lo apreté, empíricamente, y comprobé, consternado, que cedía suavemente a la presión de mi pulgar. Toqué el tapón, que pareció desenroscarse con lúbrica velocidad. Con la otra mano debí de apretar de nuevo, pues aquel engrudo me pringó la palma. Imaginen a mi madre haciéndose eso, fuera lo que fuese «eso», puesto que, casi con certeza, el tubo no era el ajuar completo. Olfateé el gel; olía como a gasolina. A algo entre la consulta de un médico y un garaje, pensé. Asqueroso.
Esto ocurrió hace más de treinta años. Lo había olvidado hasta hoy.
He conocido a mis padres toda mi vida. Comprendo que suena a obviedad. Me explico. De niño me sentí amado y protegido, en debida consonancia con la convicción normal de que el lazo parental era indisoluble. La adolescencia deparó el aburrimiento típico y una falsa madurez, pero no más que en el caso general. Me fui de casa sin trauma y nunca perdí el contacto con mis padres mucho tiempo. Les di nietos, niño y niña, compensando la dedicación de mi hermana a su carrera. Más tarde, tuve conversaciones responsables con mis padres –bueno, con mi madre– sobre las realidades de la vejez y la utilidad práctica de los bungalows. Organicé un bufet para su cuadragésimo aniversario de boda, inspeccioné residencias para la tercera edad y hablamos de sus respectivos testamentos. Mamá me dijo incluso lo que quería que hiciéramos con las cenizas de ambos. Tenía que llevar las urnas a un acantilado de la isla de Wight donde, deduje, se habían declarado. Los asistentes tenían que arrojar el polvo al viento y a las gaviotas. Descubrí que ya me preocupaba qué hacer con las urnas vacías. No se podía, que digamos, lanzarlas al precipicio a continuación de las cenizas, ni tampoco guardarlas para guardar, no sé, puros, galletas de chocolate o decoraciones navideñas. Y desde luego no podías tirarlas a una papelera del aparcamiento que mi madre, previsoramente, también había rodeado con un círculo en el mapa del servicio nacional de cartografía. Me lo había deslizado a toda prisa cuando mi padre no estaba en la habitación y de vez en cuando se cercioraba de que yo lo había puesto a buen recaudo.
Así que los he conocido. Toda mi vida.
Mi madre se llama Dorothy Mary Bishop, y no le dio ninguna pena renunciar a su apellido de soltera, Heathcock. Mi padre se llama Stanley George Bishop. Ella nació en 1921 y él en 1920. Crecieron en comarcas distintas al oeste de las Midlands, se conocieron en la isla de Wight, se afincaron en la periferia rural de Londres y se retiraron a la frontera entre Essex y Suffolk. Su vida ha sido ordenada. Durante la guerra, mi madre trabajó en la oficina de topografía del condado; mi padre estuvo en la RAF. No, no era un piloto de caza ni nada parecido; tenía dotes para la administración. Después entró en el municipio y llegó a ser subdirector. Le gustaba decir que era responsable de todo lo que damos por sentado. De lo esencial, que se valora poco: mi padre era un hombre irónico y había decidido mostrarse como tal.
Karen nació cuatro años antes que yo. La infancia retorna en los olores. Gachas, mostaza, la pipa de mi padre; detergente, limpiametales Brasso, el olor de mi madre antes de la cena con baile masónica; bacon a través de las tablas del suelo cuando yo estaba en la cama; naranjas de Sevilla hirviendo volcánicamente mientras todavía había escarcha en el césped de fuera; barro que se seca, entremezclado con hierba, en las botas de fútbol; peste de retrete de usuarios anteriores y tufos de cocina de tuberías con escapes; los asientos de cuero viejo de nuestro Morris Minor, y el olor acre del cisco que mi padre echaba a paladas en la chimenea para mantener el fuego. Todos estos olores eran recurrentes, como los ciclos invariables de la escuela, el clima, la vegetación del jardín y la vida hogareña. El primer brote escarlata de las flores de las habichuelas; mis camisetas dobladas en el cajón inferior; las bolas de naftalina; el atizador. Los lunes, la casa vibraba al ritmo de la lavadora, que tenía la costumbre desquiciada de desplazarse sola por el suelo de la cocina, encabritada y estridente, hasta que sus gruesos tubos beige vomitaban a borbotones en el fregadero, a intervalos demenciales, litros y litros de agua gris y caliente. En su placa de metal, el nombre del fabricante era Thor. El dios del trueno refunfuña sentado en las lejanías de los barrios periféricos.
Supongo que debería intentar dar algunas pinceladas del carácter de mis padres.
Creo que la gente presuponía que mi madre poseía más inteligencia natural que mi padre. Él era un hombre grande, rollizo y barrigudo, con racimos de venas que surcaban el envés de sus manos. Solía decir que tenía los huesos pesados. Yo no sabía que variase el peso de los huesos. Quizá no varía; quizá lo decía sólo para divertir a los críos, para dejarnos perplejos. Podía parecer lento y pesado cuando sus dedos gruesos manipulaban un talonario o cuando arreglaba un enchufe con el libro de bricolaje abierto delante. Pero a los niños más bien les gusta que sus padres sean lentos: así el mundo adulto les parece menos imposible. Mi padre me llevaba al Great Wen, como él lo llamaba, a comprar las piezas para maquetas de aviones (más olores: madera de balsa, barniz de colores, cuchillos de metal). En aquellos tiempos, un billete de ida y vuelta en el metro estaba señalado con una línea de puntos, perforada pero no cortada; la porción exterior ocupaba dos terceras partes del billete y el de vuelta una tercera parte, división cuya lógica nunca logré entender. En todo caso, mi padre hacía una pausa cuando nos acercábamos a la barrera de Oxford Circus y miraba con un ligero desconcierto los billetes que llevaba en su ancha palma. Yo se los arrancaba ágilmente de la mano, rasgaba la línea de puntos, devolvía a mi padre el tercio correspondiente a la vuelta y entregaba con un ademán jactancioso la porción exterior al revisor. Tenía entonces nueve o diez años, y estaba orgulloso de mi prestidigitación; pasado el tiempo, me pregunto si, en definitiva, mi padre no fingía.
Mi madre era la organizadora. Aunque mi padre se pasó la vida garantizando la marcha normal del municipio, en cuanto cerraba la puerta de casa se sometía a otro sistema de control. Mi madre le compraba la ropa, planificaba su vida social, supervisaba nuestros estudios, elaboraba presupuestos y tomaba decisiones sobre las vacaciones. Ante terceros, mi padre llamaba a mi madre «el gobierno» o «la autoridad superior». Siempre lo decía con una sonrisa. ¿Quiere usted, señor, un poco de estiércol para su jardín, un producto de primera calidad, bien putrefacto, juzgue usted mismo, toque un puñado? «Voy a ver lo que opina el gobierno», contestaba mi padre. Cuando yo le suplicaba que me llevase a una exhibición aérea, o a un partido de críquet, decía: «Vamos a consultar a una autoridad superior.» Mi madre recortaba la corteza de los emparedados sin que se le cayera nada del relleno: un armonioso acuerdo entre la palma y el cuchillo. Podía tener una lengua afilada, que yo atribuía a las frustraciones acumuladas de sus labores de ama de casa, pero también se preciaba de sus talentos domésticos. Cuando acosaba a mi padre y él le decía que no le chinchase, ella contestaba: «Los hombres sólo emplean la palabra chinchar cuando es algo que no quieren hacer.» La mayoría de los días se ocupaban del jardín. Los dos juntos habían fabricado una jaula para frutas: unas estacas con bolas de goma en las junturas, media hectárea de tela metálica y defensas reforzadas contra pájaros, ardillas, conejos y topos. Trampas bajo tierra atrapaban a las babosas. Después del té jugaban al Scrabble; después de cenar hacían el crucigrama; luego veían el noticiario. Una vida ordenada.
Hace seis años advertí una amplia contusión en un costado de la cabeza de mi padre, justo encima de la sien, en el arranque del pelo. Era amarillenta en los bordes y todavía morada en el centro.
–¿Qué te has hecho, papá?
Estábamos en la cocina en aquel momento. Mi madre había abierto una botella de jerez y le estaba atando una servilleta de papel alrededor del cuello, para que no gotease si mi padre no servía con suma delicadeza. Yo me preguntaba por qué no servía ella misma y se ahorraba la servilleta.
–Se ha caído, el muy tonto.
Mi madre apretó el nudo con la presión exacta, porque sabía mejor que nadie que una servilleta de papel se rompe si la atas con excesiva fuerza.
–¿Estás bien, papá?
–Como una seda. Pregunta al gobierno.
Más tarde, cuando mi madre estaba fregando y nosotros dos estábamos viendo una partida de snooker en la tele, dije:
–¿Cómo te has hecho la herida, papá?
–Me he caído –respondió, sin despegar los ojos de la pantalla–. Ja, sabía que iba a fallarla, estos tíos no tienen ni idea de jugar. No hacen más que billas, ¿eh?, no controlan el taco.
Después del té, mis padres jugaron al Scrabble. Yo dije que prefería mirar. Ganó mi madre, como de costumbre. Pero algo en la manera de jugar de mi padre, suspirando como si el destino le hubiese deparado letras que no podían coexistir, me hizo pensar que jugaba sin ganas.
Supongo que será mejor que les hable del pueblo. En realidad, más bien es una encrucijada donde un centenar aproximado de personas convive en una proximidad formal. Hay un triángulo de zona verde que invaden los automovilistas negligentes; una casa comunal; una iglesia desconsagrada; una marquesina de cemento; un buzón con una boca angosta. Mi madre dice que la tienda del pueblo está «bien para lo básico», lo que quiere decir que la gente compra allí para que no la cierren. En cuanto al bungalow de mis padres, es espacioso e impersonal. El armazón es de madera, el suelo de cemento, las ventanas tienen doble cristal: los agentes inmobiliarios dicen que es una vivienda tipo chalet; en otras palabras, tiene un tejado inclinado que delimita un amplio espacio para guardar palos de golf herrumbrosos y mantas eléctricas desechadas. La única razón convincente que dio mi madre para vivir aquí es que a cinco kilómetros de distancia hay un establecimiento de congelados muy bueno.
A cinco kilómetros en la dirección opuesta hay un club destartalado de la British Legion. Mi padre me llevaba allí en coche, al almuerzo de los miércoles, «para escapar de las garras de una autoridad superior». Un emparedado, una pinta de cerveza, una partida de billar contra cualquiera que anduviese por allí y vuelta a casa hacia la hora del té, con la ropa oliendo a humo de tabaco. Guardaba su uniforme de la Legion –una chaqueta de tweed marrón, con coderas de cuero y un par de galones de sarga beige– en una percha del trastero. Mi madre había aprobado, y puede que incluso decidido, esta escapada de los miércoles. Sostenía que mi padre prefería el billar al snooker porque había menos bolas encima del tapete y no tenía que pensar tanto.
Cuando le pregunté a mi padre por qué prefería el billar, no me respondió que el billar era un juego de caballeros, o que era más sutil o más elegante.
–El billar no tiene que terminarse –dijo–. Una partida puede durar siempre, aunque vayas perdiendo todo el rato. No me gustan las cosas que terminan.
Era raro que mi padre hablase así. Por lo general hablaba con una especie de complicidad risueña. Empleaba la ironía para no parecer condescendiente pero tampoco totalmente serio. Nuestra pauta de conversación da...

Índice

  1. Portada
  2. Una breve historia de la peluquería
  3. La historia de Mats Israelson
  4. La de cosas que sabes
  5. Higiene
  6. El reestreno
  7. Vigilancia
  8. Corteza
  9. Saber francés
  10. Apetito
  11. La jaula para frutas
  12. El silencio
  13. Notas
  14. Créditos