Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 136 páginas
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Narrativas hispánicas

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El día 10 de septiembre de 2001, Brandon Moy se encontró en Nueva York con un antiguo amigo que le hizo recordar todos aquellos sueños que habían compartido en la juventud y que él nunca había cumplido. Moy tenía una esposa a la que amaba, un hijo ejemplar, un apartamento envidiable en Manhattan y un trabajo de éxito, pero al recordar todo lo que había querido hacer en la vida sintió que había fracasado. A la mañana siguiente de ese encuentro, mientras él iba camino de su trabajo en las Torres Gemelas, los aviones de Al Qaeda las derribaron. Brandon Moy creyó que el destino le ofrecía una segunda oportunidad.

La misma ciudad es la historia de esa segunda oportunidad. La historia de Brandon Moy en busca de sí mismo a lo largo de una geografía a veces tenebrosa. Un viaje a través de lo ilusorio de los sueños y del valor de la aventura como fuente de riqueza existencial. La misma ciudad, con un protagonista de muchas caras, es una novela brutal y refinada al mismo tiempo, que reúne la quintaesencia del mundo narrativo de Luisgé Martín.

Después de La mujer de sombra, su novela anterior, que obtuvo una unánime y extraordinaria acogida crítica como una obra maestra «por el filo del abismo» (Enrique Turpin, La Vanguardia ), Luisgé Martín nos brinda La misma ciudad, una joya literaria que lo confirma como uno de los mejores y más sólidos escritores de su generación.

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Información

Año
2013
ISBN
9788433927767
Categoría
Literature
Casi todas las escuelas psicológicas, desde el psicoanálisis clásico hasta la psicoterapia Gestalt, prestan atención a ese estado de ánimo melancólico o desesperanzado que suele manifestarse hacia la mitad de la vida de las personas y que, en jerga poco científica, acostumbramos a llamar «crisis de los cuarenta». Aproximadamente a esa edad, a los cuarenta años, los seres humanos echan la vista atrás, recuerdan los sueños que tuvieron cuando eran jóvenes y hacen luego recuento de los logros obtenidos desde entonces y de las posibilidades que aún les quedan de alcanzar la vida prodigiosa que imaginaron. El resultado es siempre desolador. Quien había soñado con ser estrella de cine, por ejemplo, se encuentra a menudo representando bufonadas en fiestas infantiles o haciendo anuncios publicitarios, y si acaso por talento o por azar ha conseguido llegar a protagonizar películas y se ha convertido en un ídolo de masas, como ambicionaba, descubre enseguida algún inconveniente o algún quebranto de la profesión –las servidumbres de la fama, la frivolidad de los ambientes artísticos, la envidia de otros actores– que ensombrecen el triunfo. Quien se había figurado que viviría amores apasionados y grandes emociones, conoce tarde o temprano la traición, el engaño, el aborrecimiento o, más comúnmente, el hastío. Y quien había creído, en fin, que tendría siempre el vigor y el entusiasmo juveniles, encuentra de repente la enfermedad o ve ante sí la muerte. La vida, en realidad, es un trance terrible, y a esa edad mediana y taciturna, a los cuarenta o cuarenta y cinco años, comprendemos con claridad que es también demasiado corta, como siempre habíamos oído decir a los padres o a las personas mayores, y que en consecuencia no deja tiempo a nadie para enmendar los errores cometidos o para emprender otros rumbos diferentes de los que en algún momento se eligieron.
A esa edad culminante y melindrosa acostumbramos a pensar que nos hemos equivocado en todos nuestros actos. Llegamos a creer que la desgana con que hacemos frente a nuestra profesión, el sosiego a veces negligente o tibio con que amamos a nuestra esposa o a nuestros hijos y la apatía que sentimos hacia casi todas las cosas que antes nos enardecían, son fruto de nuestros errores, y no la consecuencia irremediable de los años transcurridos. La vida de los demás, en cambio, nos parece cada vez más formidable. Miramos a nuestro alrededor y encontramos siempre personas que viven en casas como las que nosotros querríamos poseer si tuviéramos dinero para comprarlas, amigos que frecuentan los círculos sociales en los que desearíamos alternar, a compañeros de trabajo que siguen amando a sus esposas con el apasionamiento brioso que nosotros ya ni siquiera somos capaces de recordar, y vecinos de edificio que viajan cada trimestre a un lugar remoto y paradisiaco del planeta para conocer sus templos o sus playas. Si tienen una edad parecida a la nuestra, esos mismos individuos nos miran a su vez con una envidia parecida y creen que somos felices porque disponemos de tiempo para leer los libros que a ellos se les van amontonando en la biblioteca, porque desempeñamos un trabajo sosegado o porque las mujeres caen rendidas a nuestros pies sin demasiado esfuerzo. A veces, incluso, las causas de la envidia son idénticas: deseamos de la vida de alguien lo mismo que él desea de la nuestra. A los cuarenta años, en suma, la felicidad se convierte en un asunto que concierne solamente a los demás.
Brandon Moy, a quien conocí en un congreso de escritores que se celebró en Cuernavaca en marzo de 2008 y a quien traté luego con cierta intimidad cuando se mudó a vivir a Madrid en la primavera del año siguiente, había nacido en 1960 en Nueva York, en el barrio de Brooklyn, y desde muy joven había sido un hombre de éxito. Se graduó en la Universidad de Columbia con brillantez, comenzó enseguida a trabajar en un despacho de abogados de prestigio y se casó con una chica a la que amaba con locura. Antes de cumplir los treinta años, alquiló un apartamento en el sur de Manhattan, donde siempre había soñado vivir, y tuvo un hijo.
A partir de ese momento, su vida fue apacible. Gracias a su reputación profesional pudo cambiar de trabajo en tres ocasiones y alcanzar una posición financiera desahogada. Con la herencia de su suegro, que murió en un accidente, su esposa y él decidieron mudarse a un apartamento más grande, al lado de Central Park, y más tarde, en el año 1999, compraron una casa pequeña en Long Island para pasar allí las temporadas de vacaciones. Trataron de engendrar otro hijo antes de que a ella se le descompusiera el organismo por la edad, pero no fueron capaces de hacerlo. Como alternativa, compraron un cachorro de mastín que, pocos meses después, tenía un tamaño gigantesco y atronaba la casa con sus ladridos. La vida de Moy, de ese modo, se convirtió enseguida en un transcurso plácido e insustancial. Tenía casi todo lo que un hombre de su posición puede desear, pero ahora que lo había conseguido no comprendía muy bien cuáles eran sus provechos. Amaba a Adriana, su esposa, y nunca tenía con ella disputas comprometidas, pero a menudo se aburría cuando estaban juntos, de modo que si salían a cenar a algún restaurante o iban al teatro, él hacía todo lo posible para que algún otro matrimonio amigo les acompañara. El amor que sentía por su hijo Brent era aún mayor y de una naturaleza extraña, atávica, pero a pesar de ello no dejaba de pensar, a veces, que para cuidarle había tenido que renunciar a muchas de las costumbres que le habían hecho feliz durante la juventud: cuando nació, Adriana y él dejaron de ir a fiestas y a discotecas, guardaron en el trastero la tienda de campaña con la que se escapaban algunos fines de semana a las montañas de Catskill, cerca de Nueva York, y cancelaron los planes que habían hecho para viajar a los países de Europa que no conocían y al sur de la India, adonde él, que tenía un hermano mayor de modales hippies, había soñado siempre con peregrinar. El empleo que desempeñaba, resolviendo los asuntos legales de una compañía de servicios financieros, no le satisfacía ya, y el jefe a cuyas órdenes debía trabajar había llegado a convertirse para él, con el paso del tiempo, en una especie de ogro sanguinario y pánfilo que le atormentaba. Para triunfar profesionalmente y hacer fortuna con la abogacía había abandonado hacía años el ejercicio de la literatura, que en la época universitaria, cuando conoció a Adriana, era su mayor pasión. También había ido desinteresándose poco a poco de sus aficiones: ya no tocaba el saxofón nunca, salvo en alguna solemnidad especial en la que se lo rogaban, ni participaba en las reuniones de un círculo de debates políticos de Brooklyn del que era miembro. En su existencia, en fin, sólo había ya acontecimientos sin emoción y rutinas confortables.
Todos los lunes, al salir del despacho, iba a una piscina climatizada de la calle 51 Oeste y nadaba durante casi dos horas para desentumecer los músculos del cuerpo, que después de la haraganería del fin de semana solían estar tiesos y doloridos. Luego regresaba a casa caminando, cenaba algo con Adriana y se tumbaba en la cama a leer algún libro hasta que le llegaba el sueño. El lunes diez de septiembre de 2001 tuvo que asistir en las oficinas de un pleiteador a una reunión de urgencia que se alargó mucho, pero a pesar de ello fue a la piscina y nadó durante dos horas, como solía, hasta que los pensamientos le desaparecieron de la mente y, rendido por el esfuerzo, el cuerpo se le templó. Era más tarde de lo habitual, pero no quiso tomar un taxi para volver a casa. Telefoneó a Adriana para avisarla del retraso y caminó con calma por Lexington Avenue, hacia el norte, y después por la calle 60, donde vivía. En ese camino, que era el que recorría todos los lunes un poco más temprano, pasó por delante del restaurante Continental, que al parecer en aquella época era uno de los más apreciados de la ciudad o tenía, al menos, una reputación exclusiva entre un cierto grupo de clientes distinguidos y modernos. Cuando viajé a Nueva York en junio de 2011, paseé por esas calles, siguiendo el recorrido de Brandon Moy, y busqué el Continental para ver cómo era, pero ya no existía. Según Moy, que nunca había llegado a entrar, el local tenía dos amplios ventanales descubiertos a ambos lados de la puerta, y a través de ellos, en el interior, se podía contemplar a los comensales con sus celebraciones. La luz era tenue y el ambiente, a pesar de la formalidad que reinaba, parecía siempre bullicioso y festivo. Alguna vez, al pasar por delante, Moy había pensado que podría llevar allí a Adriana para sorprenderla, pero luego nunca encontraba la ocasión de hacerlo.
Ese día, a la hora en que regresaba a casa, algunos de los clientes ya estaban terminando de cenar. Moy se detuvo durante un instante frente al ventanal, miró distraídamente hacia el interior y vio junto a una de las mesas, de pie, a uno de sus grandes amigos de la adolescencia, de quien no había vuelto a tener noticias desde que a los veinte años, en los primeros cursos, fue expulsado de la universidad por rebelde y por bohemio. Se quedó trastornado mirándole y recordó de golpe las ilusiones que habían criado juntos, las tardes perdidas en conversaciones o en disputas filosóficas, las chicas que compartían, las visiones casi místicas que se contaban uno al otro cuando probaban drogas, los relatos de ciencia ficción que escribían a medias o los partidos de béisbol que jugaban a medianoche con un grupo de compañeros en un campo de Brooklyn. Sintió un suave escalofrío y de repente tuvo ganas de llorar por todo aquello que se había ido malogrando desde entonces.
Su amigo, que se llamaba Albert Fergus, estaba de pie cerca de la puerta y sujetaba en las manos, abierto, el gabán de la mujer que le acompañaba. Ella acababa de levantarse de la mesa y se reía de algo que Fergus había dicho. Él seguía hablando con desenvoltura, haciendo muecas y moviéndose como si jaleara. Mientras la mujer se ponía el gabán y guardaba en su bolso algunas cosas, Brandon Moy les contempló desde la calle hipnotizado. La imagen del restaurante, vista a través del ventanal, era como una película de cine mudo. No podía oírse lo que decían los parroquianos ni escucharse el bullicio o la música que sonaba dentro. La interpretación de lo que estaba ocurriendo, por lo tanto, debía hacerse observando únicamente los gestos, los movimientos corporales y la escenografía del local, y con esas composturas todo parece siempre prodigioso. Moy examinó la expresión de felicidad de los personajes e imaginó que las palabras que decían estaban llenas de emoción y de trascendencia. En el tiempo que Albert Fergus y su acompañante tardaron en enfilar la salida del restaurante y alcanzar la calle, Brandon Moy ya había reconstruido con fantasías la vida completa de su antiguo amigo.
Cuando Fergus le vio allí, en la acera, le abrazó emocionado. Sus ojos relumbraban, como si le hubieran venido también a él ganas de llorar. A bocanadas, casi sin resuello, le contó a Moy todo lo que le había ocurrido desde aquellos años universitarios en los que dejaron de verse: viajó durante varios meses por Estados Unidos y México, probó drogas alucinógenas, convivió con indígenas y con mujeres bellísimas, pasó una temporada en una cueva del desierto, formó parte de una comuna de monjes budistas en San Diego y se dedicó al boxeo para pagar unas deudas que tenía. Siguió escribiendo relatos de ciencia ficción en unos cuadernos que llevaba siempre consigo, y un día, por casualidad, uno de los ejecutivos de una productora que trabajaba para la Metro Goldwyn Mayer los leyó. Le ofrecieron un empleo de guionista en Hollywood y se mudó a Los Ángeles, donde había vivido desde entonces. Con el paso de los años fue dejando de escribir. Ahora se ocupaba de coordinar a los libretistas en algunas series televisivas de éxito y de buscar talentos jóvenes. Había estado casado, pero su matrimonio se atolló en algunas ciénagas y tuvo que divorciarse. Después había mantenido varias relaciones sentimentales más o menos serias, aunque prefería –dijo con picardía juvenil– la vida desordenada de los solteros. Le presentó entonces a Tracy, que permanecía a su lado escuchándole divertida.
–Yo soy la que le desordena la vida en Nueva York –dijo ella riéndose.
Brandon Moy contempló durante todo ese tiempo a Fergus con un gesto bobo y melancólico, como si frente a sus ojos estuvieran ocurriendo todos los prodigios que contaba. Sintió hacia él de repente una admiración extravagante, parecida a la que los niños muy pequeños sienten por sus padres o por sus preceptores. Mientras le escuchaba, se fijó en los detalles de su indumentaria: el traje de cachemir cortado en patrones muy rectos, como exigía la moda; el reloj de acero con la correa oscura; los zapatos de punta angulosa, muy lustrados; la hebilla redondeada del cinturón; las gafas de montura verde, el anillo grueso de cobre, la corbata suelta. Creyó que en todo aquello era posible ver las trazas de su vida, los signos de la aventura o de la distinción que había logrado.
–¿Y tú? –preguntó Fergus–. ¿Cómo ha sido tu vida en estos años?
Brandon Moy se sintió avergonzado de sí mismo y balbuceó unas palabras que no se entendían. Luego sonrió enseñando mucho los dientes, con un gesto servil y empalagoso que Fergus fingió no ver.
–Seguro que tienes también un montón de mujeres desordenándote la vida –dijo Tracy para distraer la situación, que se había vuelto embarazosa.
–Sólo una –explicó Moy sin continuar la broma–. Me casé con Adriana. Tú llegaste a conocerla –le dijo a Fergus, que arrugó los ojos como si tratara de recordar–. La chica de los dientes azules –añadió para encaminarle la memoria.
–La chica de los dientes azules –repitió Fergus–. ¿Y sigues casado con ella?
Brandon Moy asintió apartando la mirada hacia el suelo, como si aquel reconocimiento fuera humillante. En ese instante Fergus miró el reloj y se disculpó porque debía tomar esa misma noche un avión hacia Boston, donde se había citado con un autor de melodramas al que tenía que corregir algunas escenas de su próxima película antes de viajar, al día siguiente, a Los Ángeles. «Duermo poco», le dijo a Moy mientras le abrazaba, «pero ya tendré tiempo de dormir cuando esté muerto.» Se despidieron apresuradamente, intercambiaron tarjetas de visita y se emplazaron para cenar juntos cuando Fergus regresara a Nueva York a una reunión de su productora que debía celebrarse dos o tres semanas después. Moy esperó a que se montaran en el taxi que había detenido Tracy y luego se quedó allí parado durante mucho tiempo mirando con el mismo gesto de embobamiento el fondo de la calle, las luces de los semáforos, el cielo negro.
Mientras caminaba de nuevo hacia su casa, taciturno, fue recordando todo lo que le había contado Fergus acerca de su vida, pero de cada uno de los hechos se representó únicamente imágenes plácidas o jubilosas: de los viajes a lo largo de Estados Unidos y de México se figuró los paisajes deslumbrantes; de la convivencia con los indígenas, los bailes folclóricos; de los combates de boxeo, la épica de los grandes triunfos; de la vida en la cueva del desierto, la paz interior que transmite la naturaleza; de las mujeres hermosas con las que había tratado, las noches de sexo libertino; de la experiencia con las drogas, las visiones psicodélicas y celestiales; y de su trabajo como guionista tomó en consideración sólo la fascinación creativa y el glamour del cine. Como advierten atinadamente los psicólogos, no pensó en ninguno de los elementos dolorosos, tristes o funestos que había habido en todas esas peripecias. No se le ocurrió imaginar las tardes interminables de aburrimiento que habría pasado en las carret...

Índice

  1. Portada
  2. La misma ciudad
  3. Créditos