Segunda parte
Los vicios capitales
NOTA HISTÓRICA
Como ejemplo de genealogía de la conciencia, voy a estudiar una línea de experiencia filosófica, social, teológica, que atraviesa la historia europea: la selección y análisis de los vicios más peligrosos. Tomaré como guía el catálogo de los llamados siete vicios capitales, que todavía mi generación aprendió en la escuela. Un palimpsesto repetidamente escrito en el que van a resonar muchas formulaciones griegas y judías, más las propias experiencias medievales. Este catálogo fue elaborado por Evagrio Póntico (346-399), un monje del desierto egipcio cuyas obras ejercieron una notable influencia en la piedad cristiana. En su obra Antirrhetikós expuso los ocho logismoi (pensamientos) con que el diablo se sirve para estimular las pasiones del monje, sacándole de la apatheia necesaria para su perfeccionamiento espiritual. En Evagrio Póntico se mezclan motivos gnósticos y neoplatónicos con la experiencia eremítica de los grandes padres del desierto, en ese crisol cultural que fue la Alejandría de fines del siglo IV. Los ocho espíritus malos son los demonios de la gula, adulterio, avaricia, desaliento, irritabilidad, fastidio de ser monje, pereza, arrogancia.
El mundo de los anacoretas egipcios del siglo IV y V, hombres que iban al desierto a encontrar a Dios, purgar sus pecados o luchar contra el demonio que habitaba en aquellas soledades, muestra la rudeza de las costumbres. El pasado de muchos de ellos no había sido nada edificante. Si algunos –como dicen los documentos–, vencidos por el demonio de la fornicación, corrían derechamente a los burdeles de Alejandría, era porque conocían muy bien el camino. Un monje confesaba que diez mujeres no serían bastantes para satisfacer su lujuria. Otro purgaba en el desierto de Escete su doble crimen cometido cuando era pastor: habiendo encontrado en el campo una mujer encinta, abrió su vientre con un cuchillo «para ver cómo reposa el niño en el vientre de su madre». El monje Matoes consideraba a los muchachos un peligro más grave que las mujeres y los herejes. Un monje advertía a sus hermanos de otra comunidad: «No traigáis muchachos por aquí; cuatro iglesias de Escete han quedado desiertas por culpa de los muchachos.» (Las referencias pueden verse en García M. Colombás, El monacato primitivo, BAC, Madrid, 1974, vol. I, p. 67.)
La lista de Evagrio la transmite y difunde Juan Casiano, uno de los escritores más notables de las Galias del siglo V, un hombre de esmerada educación, que cuando hacía vida eremítica todavía seguía subyugado por Virgilio. Falleció en 435. El monje es, ante todo, el que renuncia (abrenuntians). Para encaminarse hacia Dios debe entablar una lucha espiritual contra el hombre carnal, para despojarse de los ocho vicios. Al final alcanza mentis nostrae puritas tranquillitasque, la pureza y la tranquilidad de nuestra mente. A pesar de esta afirmación, los monjes cristianos no buscaban esa apatía estoica. Eran seres apasionados en muchos sentidos, también en sentido religioso, como explica Paul Evdokimov en su libro L’amour fou de Dieu. Mientras en las universidades los teólogos estudiaban lógica y a Aristóteles, en los monasterios estudiaban poesía y el Cantar de los cantares, bajo la dirección de sus abades, uno de los cuales, extraordinario escritor, Bernardo de Claraval, escribía:
Éste es un amor violento, devorador, impetuoso, sólo piensa en sí, se desinteresa de todo, desprecia todo, sólo se satisface consigo. Confunde los grados, desafía las costumbres, no conoce mesura.
Está hablando, por supuesto, del amor místico, aunque no lo parezca.
Volvamos a nuestra lista de los vicios capitales. Quien la fijó reduciéndolos a siete fue Gregorio Magno, uno de los autores que más influencia tuvo en la definición de la moral cristiana. ¿Qué contenían estos vicios? ¿Por qué eran los más graves? ¿Tienen alguna vigencia en la actualidad o son puro anacronismo? ¿Cómo se integran en la dinámica del triunfo y el fracaso, de la anábasis y la katábasis, que he detectado? ¿Cómo se fueron descubriendo los sótanos del alma europea?
VICIO PRIMERO: LA SOBERBIA
Los soberbios tratan de rebajar a todos los hombres y, siendo esclavos de sus deseos, tienen el alma incesantemente agitada por el odio, la envidia, los celos y la ira.
DESCARTES, Traité des passions
1. LA PASIÓN ORIGINAL
La hýbris, la desmesura, la soberbia, el afán de ser como dioses, es la pasión humana por excelencia. Lo deinón por antonomasia. Su estudio nos va a plantear todas las contradicciones de nuestra naturaleza y los denodados esfuerzos para evitarlas realizados a través de los siglos. En la mitología griega, la hýbris de Prometeo, que robó el fuego a los dioses, dio origen a la cultura humana. En la Biblia sucede algo parecido, puesto que nuestra historia empieza al ser expulsados del paraíso tras el pecado de nuestros primeros padres. «El origen de todos los pecados es la soberbia», dice el Eclesiastés (10, 15) marcando de forma indeleble el destino de este vicio. Es el pecado de Lucifer, el ángel rebelde que, según Isaías (14, 13-14), proclama: «Subiré a los cielos, alzaré mi trono por encima de las estrellas de Dios, pondré mi trono sobre la asamblea divina, en el extremo norte, subiré a la cima de las nubes, seré como el Altísimo.» Lucifer se separa de su bien supremo y sólo busca su propio bien. «Es el único pecado», dice Tomás de Aquino, «compatible con la naturaleza espiritual del ángel más luminoso» (Sum. Theol., 1, 63, 2). ¡Qué profunda intuición! También yo podría aceptar el carácter espiritual de este vicio. Cuando hablo de «espíritu» no me estoy refiriendo a ninguna sustancia inmaterial, sino a la capacidad de la humilde materia humana para crear realidades que la superan, que están más allá de su finitud. Ante todo, para constituirse como especie que está por encima del mundo animal (al que sin embargo pertenece). Popper dijo algo parecido al hablar del Mundo 3, el de las creaciones culturales humanas. En mis libros cito muchas veces a dos personajes, uno real y otro de ficción, porque desvelan una parte importante de nuestro ser. Cayo Julio Lacer y el barón de Münchhausen. El primero fue el arquitecto del puente de Alcántara, en el que puso una maravillosa inscripción: Ars ubi materia vincitur ipsa sua. El arte mediante el cual la materia se vence a sí misma. Él se refería a la arquitectura. Yo lo aplico a la inteligencia humana. El barón, personaje de una novela picaresca alemana, habiendo caído en un pantano se sacó de él tirándose hacia arriba de los pelos. Me parece una adecuada imagen de lo que somos. En efecto, la soberbia, la afirmación del yo como principio, lo que los filósofos modernos llamarían Yo trascendental, es la pasión ambigua que corresponde a nuestra incierta esencia. «Espíritu» es, pues, la inteligencia aplicada a la anábasis. La aspiración a una imposible igualdad con Dios une a los ángeles rebeldes con la primera pareja humana. Para Agustín, la soberbia no es sólo el primero de los pecados, sino el signo de la naturaleza corrompida. Es una segunda naturaleza que pervierte los fines de la creación (De civitate Dei, XIV, 11-15). Toda la aventura humana está determinada por ese amor a sí mismo.
2. SOBERBIA Y VANIDAD
En el catecismo que estudié en la escuela –el del padre Ripalda– se definía la soberbia como «deseo de ser a otro preferido». Siempre me ha parecido contradictoria esta definición. Ésa es realmente la definición de vanidad. ¡El soberbio no necesita a nadie! ¿Marraron el tiro los analistas morales al definirla así? No del todo. Recogían un patrón clásico, un modelo aristocrático que ahora nos parece periclitado, que se ha convertido en servil. Lo que busca el héroe clásico es la fama. Es lo único que valora, lo único que confiere inmortalidad. En nuestra época glorificadora del individualismo esto parece ridículo o vanidoso, pero en épocas comunitarias, en las que la salvación tenía que ser compartida, en que la esencia social del hombre era cordialmente vivida, lo que los demás pensaran de una persona configuraba su personalidad. La calumnia, que mataba la buena fama, se juzgaba como un asesinato. Si estudiáramos el significado del concepto «honor» nos encontraríamos con una realidad parecida. El honor es, al mismo tiempo, una propiedad del alma individual y un fruto de la opinión popular. En el teatro de nuestro Siglo de Oro podemos ver lo fácil que era hacerse un lío con este concepto tan contradictorio.
Huizinga, en El otoño de la Edad Media, considera que la condena de la soberbia por los teólogos medievales tiene una motivación política. En una época muy jerarquizada, en que se da una interpretación sagrada del poder, es fácil y útil para el gobernante convertir la rebelión contra el poderoso en una rebelión contra Dios, la búsqueda de la justicia en un pecado. La exaltación de la individualidad se percibe como una amenaza para el buen orden de la sociedad y de todo el universo. En comunidades basadas en la obediencia, el crítico aparece como un soberbio. En pleno siglo XII, Bernardo de Claraval ataca a Pedro Abelardo por esta razón. «No es capaz de reconocer que no sabe algo de lo que concierne a las cosas del cielo o de la tierra. Vuelve su mirada hacia el cielo escrutando la profundidad de Dios, y después, volviéndose a nosotros, nos comunica palabras inefables que no está permitido pronunciar a los hombres; dispuesto a dar razón de todo, pretende conocer igualmente lo que está por encima de la razón, o contra la razón y contra la fe.» La crítica era injusta, porque Pedro Abelardo fue un pensador de gran valía, aunque algunas de sus manifestaciones merecieran el apelativo de vanidosas. Él mismo dice en su autobiografía que «en sus comienzos se consideraba el único filósofo sobre la tierra».
3. LA SOBERBIA Y SUS VÍCTIMAS
Es probable que, como Huizinga dice, una utilización política de la moral enfatizara la maldad de la soberbia, pero creo que hay otra razón para explicar ese juicio, una razón que podemos ver en el resto de los vicios capitales: la crítica de los vicios recoge la experiencia de las víctimas. En la selección de las normas morales se mezcla el entusiasmo utópico con la sabiduría del escaldado. Los efectos que una pasión o un comportamiento provocan son el criterio básico para evaluarlos. David Rousset, que había estado en el campo de exterminio de Buchenwald, contó lo que la soberbia produce, el desprecio y la indiferencia hacia los demás, en su libro Les jours de notre mort: «El triunfo de las SS exigía que las víctimas torturadas se dejaran conducir a la muerte sin protestar, que renunciaran a todo hasta el punto de dejar de afirmar su propia identidad. Y esta exigencia no era gratuita. No se debía a capricho o a simple sadismo. Los hombres de las SS sabían que el sistema que logra destruir a su víctima antes de que llegue al patíbulo es el mejor, desde todos los puntos de vista, para mantener a un pueblo en la esclavitud, en total sumisión. Nada hay más terrible que aquellas procesiones avanzando como muñecos hacia la muerte.» Ya lo había advertido Kant en su Antropología: «La soberbia consiste en exigir a otro despreciarse a sí mismo en comparación con el soberbio.» Y, por supuesto, lo sabían los antiguos griegos, a quienes no se les escapaba una. Para Solón, el gran legislador, la hýbris estaba asociada a kóros, la insolencia, y era madre de la tiranía: «El orgullo engendra la tiranía.» «¡Viva Melgarejo!», gritó el general Melgarejo al autoproclamarse dictador de Bolivia.
Resumiendo: según la tradición, la soberbia, una pasión que nos constituye, es al mismo tiempo la que nos condena. En el día de Yahvé quedará reducido a nada todo el orgullo del mundo. «La soberbia humana bajará sus ojos, la arrogancia de los hombres se verá humillada» (Isaías 2, 11). Es, podríamos decir, el vicio más antiguo y más moderno, porque desde el Renacimiento se instaura la afirmación del hombre como donador de sentido del universo. Giordano Bruno fue quemado por haber celebrado en exceso la fuerza creadora del hombre, la natura naturans. Es decir, por afirmar nuestra peculiar y peligrosa naturaleza.
4. LAS CONTRADICCIONES DE LA SOBERBIA
Para Agustín, «la soberbia es deseo de alcanzar una altura perversa, porque abandonando el principio al que debe estar sometida, el alma humana se convierte en su propio principio» (De civitate Dei, XIV, 13). Es un vicio contradictorio, porque empujando a lo alto, despeña. Bernardo de Claraval escribe «soberbia es el deseo de la propia excelencia». Tomás de Aquino resume una tradición larga al decir: «Es en la soberbia, entendida como deseo de excelencia, donde todos los pecados encuentran su fin último.» Esta afirmación resulta extraña. ¿Cómo va a ser malo buscar la excelencia? En el siglo XIII, Guillaume Peyraut, autor de uno de los bestsellers sobre virtudes y vicios al que vamos a referirnos con as...