Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

  1. 160 páginas
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«Si un invitado muere repentinamente en su casa, sobre todo no avise a la policía», pontifica alguien en una cena, y Baptiste Bordave sigue más tarde el peculiar consejo cuando un misterioso personaje?Olaf Sildur, un multimillonario sueco? aparece en su casa y muere de forma fulminante en su salón. Y a partir de que Baptiste decide hacer pasar el cadáver del sueco por el suyo propio, se sumerge en una vida de ensueño, ocio y placeres. Un oasis habitado por una belleza nórdica a la que Baptiste, que ahora es Olaf, llama Sigrid, en el que se desarrollará una sorprendente historia de amor. Y descubriremos que nada es lo que parece en esta novela negra cuya atmósfera inquietante está cruzada por fuertes ramalazos de humor cáustico. «Ordeno y mando arranca a toda máquina. Estilo seco, narración descarnada, diálogos magistrales: ¡apasionante!» (Jean-Christophe Buisson, Le Figaro Magazine); «Un Kafka superlight, cuya liviandad hace equilibrios sobre el absurdo» (Le Nouvel Observateur).

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Información

Año
2010
ISBN
9788433932655
Categoría
Literatura
–Si un invitado muere repentinamente en su casa, sobre todo no avise a la policía. Llame a un taxi y pídale que les lleve, a usted y a ese amigo que se siente indispuesto, al hospital. El fallecimiento no será certificado hasta llegar a urgencias y de ese modo podrá demostrar, con la ayuda de testigos, que el individuo en cuestión murió por el camino. Gracias a lo cual, le dejarán en paz.
–Por lo que a mí respecta, nunca se me ocurriría llamar a la policía, sino a un médico.
–Da lo mismo. Están conchabados. Si alguien a quien no está demasiado unido sufre un ataque cardiaco en su domicilio, usted será el primer sospechoso.
–¿Sospechoso de qué, si es un ataque cardiaco?
–Mientras no se demuestre que ha sido un ataque cardiaco, su apartamento será considerado el escenario de un crimen. Y no puede tocar nada. Las autoridades ocupan su domicilio y les falta poco para siluetear con tiza el emplazamiento de los cuerpos. Usted ya no está en su casa. Le hacen mil preguntas, mil veces las mismas.
–Y si eres inocente, ¿cuál es el problema?
–Usted no es inocente. Alguien ha muerto en su casa.
–En algún sitio hay que morir.
–En su casa, no en el cine, ni en el banco, ni en su cama. Ese fulano ha esperado a estar en su casa para irse al otro barrio. Las casualidades no existen. Si ha muerto en su domicilio significa que usted ha tenido algo que ver en el asunto.
–Ni hablar. Esa persona puede haber experimentado una emoción violenta totalmente ajena a mí.
–Ha tenido el mal gusto de experimentarla en el apartamento de usted. A ver cómo se lo cuenta a la policía. Incluso suponiendo que las autoridades acaben por creerle, mientras tanto el cadáver permanece en su casa, nadie lo toca. Si ha muerto en su sofá, ya no puede sentarse en él. Si ha muerto en su mesa, váyase acostumbrando a compartir sus comidas con él. Va a tener que cohabitar con un fiambre. Por eso insisto: llame a un taxi. ¿No se ha fijado que, en los periódicos, existe una fórmula establecida: «el individuo murió mientras era trasladado al hospital»? No me negará que resulta un poco sospechosa, esa propensión a morir durante el trayecto, en vehículos anónimos. Exacto, porque ya habrá deducido que nunca debe tratarse de su coche.
–¿No está llevando la paranoia un poco lejos?
–Desde Kafka, está demostrado: si no eres paranoico, eres culpable.
–En ese caso, mejor no invitar a nadie.
–Me gusta oírselo decir. Sí, mejor no invitar a nadie.
–Entonces, caballero, ¿qué estamos haciendo aquí?
–Somos invitados, no invitamos a nadie. Somos unos chicos listos. ¿Acaso nuestros anfitriones nos aprecian tanto como para correr el riesgo de que vayamos a morir en su casa?
–Usted parece gozar de buena salud.
–Eso parece. Ya sabe cómo va eso. Es más tarde de lo que creemos. Puede que nos quede muy poco tiempo por delante. No deberíamos invertirlo en frivolidades.
–En ese caso, ¿por qué está aquí?
–Por una razón que, supongo, es también la suya: porque resulta difícil decir que no. Su pregunta es menos misteriosa que la que yo le haré: ¿por qué nos han invitado nuestros anfitriones?
–Hable por usted.
–No me refiero a sus cualidades sino a las de las personas que nos rodean. Y es tanto más extraño por cuanto todas las personas aquí presentes, inteligentes y que experimentan cierta simpatía, incluso amistad entre sí, no tienen absolutamente nada que decirse. Escúchelos. Es inevitable: más allá de los veinticinco años, cualquier reunión de seres humanos es una repetición. Alguien habla contigo y no puedes evitar pensar: «Vaya, éste es el caso 226 bis.» Menudo aburrimiento. ¡Cómo me suena todo esto! Esta noche estoy aquí únicamente porque no deseaba contrariar a nuestros invitados. Son mis amigos, aunque no me interesa su conversación.
–¿Y nunca les devuelve la cortesía?
–Nunca. No comprendo por qué siguen invitándome.
–Quizá porque usted es su mejor contraejemplo: lo que acaba de contarme acerca del fallecimiento, nunca lo había oído.
Sorprendido de haber pasado una velada tan agradable, regresé a mi casa. Uno siempre se siente estimulado cuando habla de la muerte. Dormí con un sueño de superviviente.
Hacia las nueve de la mañana, mientras tomaba una segunda taza de café, llamaron al timbre. A través del interfono, oí la voz de un desconocido:
–Mi coche se ha averiado. ¿Podría utilizar su teléfono?
Desconcertado, abrí la puerta y vi entrar a un hombre de mediana edad.
–Perdone la intrusión. No tengo móvil y la cabina telefónica más cercana no funciona. Le pagaré el coste de la llamada, por supuesto.
–No es necesario –le dije, ofreciéndole el aparato.
Cogió el teléfono y marcó un número. Mientras esperaba, se desplomó.
Estupefacto, me lancé inmediatamente a su lado. Oí cómo una voz lejana decía «¿Diga?» al teléfono y tuve el reflejo de colgar. Zarandeé al hombre.
–¡Señor! ¡Señor!
Le tumbé de espaldas. Tenía la boca entreabierta y una expresión pasmada. Le di unos cachetes en las mejillas. Ninguna reacción. Fui a por un vaso de agua y, en vano, intenté hacérselo beber. Le salpiqué el rostro con el resto del líquido. Tampoco reaccionó.
Tomé el pulso del individuo y confirmé lo que ya sabía. ¿Cómo se sabe que alguien está muerto? No soy médico, pero cada vez que me he encontrado en presencia de un muerto, he experimentado una incomodidad muy profunda, un insoportable sentimiento de falta de pudor. Siempre ese deseo de decir: «Vamos, señor, menuda pinta! ¡Repóngase! ¡Si todo el mundo se abandonara como usted...!» Cuando conoces al difunto, todavía es peor: «Esto no es propio de ti.» Y no digamos ya en el caso, perturbador hasta rayar en la obscenidad, de que el desaparecido sea un ser querido.
En este caso, mi muerto no era ningún ser querido y no estaba ni mucho menos desaparecido. Había elegido aquel singular momento de su vida para aparecer en la mía.
No era el momento de filosofar. Cogí el teléfono para llamar a los servicios de emergencia; el recuerdo de la conversación de la víspera detuvo mi gesto.
«¡Qué coincidencia!», pensé.
¿Seguiría el consejo de mi interlocutor de la víspera? ¿No era uno de esos provocadores frívolos que sueltan barbaridades para escandalizar a su audiencia? Me habría gustado avisar a los servicios de emergencia. Allí estaba yo, solo con aquel cadáver desconocido, desconocido al cuadrado, ya que incluso nuestro vecino de rellano, cuyas discusiones domésticas llevábamos veinte años oyendo, se convierte en un extraño cuando cruza la laguna Estigia. En situaciones semejantes, uno desearía tener a alguien a su lado, aunque sólo fuera a modo de testigo: «¿Ha visto qué me está ocurriendo?»
La palabra testigo me hundió en un estado de perplejidad. Nadie podría testificar acerca de mi desventura. La noche anterior, el interlocutor me había hablado de fallecimientos en el transcurso de una velada junto a varias personas, pero no era eso lo que se había producido. A mi alrededor no había nadie para dar fe de mi inocencia. Era el culpable ideal.
Sin embargo, no iba a instalarme en aquel estado de ánimo. Razón de más para llamar a emergencias: tenía que liberarme de aquel miedo absurdo que la conversación de un amante de las paradojas me había inoculado. Acerqué la mano al teléfono.
¿A quién había visto realizar aquel gesto por última vez? Al muerto. Aunque no me convirtió en supersticioso, aquel pensamiento sí me hizo recordar que el individuo en cuestión había marcado un número y que alguien había descolgado. Si llamaba a alguien, eliminaría para siempre mi única posibilidad de pulsar la tecla de rellamada para saber con quién intentaba comunicarse.
Seguro que no era ningún misterio: probablemente llamaba a su mecánico. Aunque había marcado el número de memoria: ¿sabemos el número de nuestro mecánico? No resultaba imposible, aunque no era en absoluto mi caso.
Por otra parte, al examinar de nuevo mi recuerdo, me había parecido que la voz que había dicho «¿Sí?» al otro lado del hilo era la de una mujer. ¿Puede una mujer dirigir un taller mecánico? Me critiqué a mí mismo por aquella reflexión machista. Sí, una mujer mecánica, ¿por qué no?
También resultaba verosímil que hubiera llamado a su esposa para conseguir el número del taller. En ese caso, me bastaba con pulsar una tecla para comunicarle a una dama su repentina viudedad. Aquel papel me horrorizó. Rechacé semejante responsabilidad.
Inmediatamente después, la curiosidad se apoderó de mí. ¿Tenía derecho a mirar la documentación del individuo? No me pareció elegante. Se me ocurrió que la actitud de aquel hombre tampoco lo había sido: presentarse en mi casa para morir así, poniéndome en semejante situación, ¡a mí, que le había abierto la puerta de un modo espontáneo! Sin dudarlo más, saqué su cartera del bolsillo interior de la chaqueta.
Por su carnet de identidad, me enteré de que se llamaba Olaf Sildur y era de nacionalidad sueca. Moreno y regordete, no se correspondía con la idea que yo tenía de un escandinavo. Había hablado francés sin pizca de acento. Nacido en Estocolmo en 1967, el mismo año que yo. Parecía más viejo, sin duda a causa de su corpulencia. No pude leer su profesión, escrita en sueco. En la fotografía, me pareció tan estúpido como lo era en aquel momento, en su cadavérica estupefacción: una vocación.
El domicilio que figuraba estaba situado en Estocolmo. Debía de tratarse de un residente francés. Eso no iba a ayudarme; ¿a qué, exactamente? La cartera también contenía mil euros en billetes de cincuenta. ¿Adónde diablos se dirigía aquel tipo, un sábado por la mañana, con semejante cantid...

Índice

  1. Cubierta
  2. Ordeno y mando
  3. Créditos