Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 232 páginas
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Narrativas hispánicas

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Una sombra inmóvil proyectada sobre un muro en mitad de un bosque. Eso es lo que muestran las extrañas películas anónimas que han llegado al correo del profesor MartínTorres. La remitente, la joven artista Anna Morelli, las ha encontrado por azar en un anticuario de New Jersey y pretende utilizarlas para su nuevo proyecto artístico en el Clark Art Institute de Williamstown, institución de la que Martín fue becario hace más de diez años. Lo que Anna le propone no puede ser más atractivo: volver un semestre al Clark para escribir sobre las películas y dotar de historia a unas imágenes sobre las que nada se puede saber. Martín, que acaba de echar por la borda su carrera académica y cuya vida personal, tras su divorcio de Lara, va rumbo a peor, acepta la invitación sin pensarlo demasiado. Sin embargo, no va a ser tan fácil escapar del presente. En Williamstown, su investigación acerca de las películas y su tortuosa relación con la artista comienzan poco a poco a cruzarse con su pasado. Y el recuerdo de los sueños iniciados en ese lugar, la promesa de felicidad de aquellos años, su relación con Sophie, su matrimonio con Lara, el amor más allá de lo convencional... regresan como fogonazos de un tiempo que creía desaparecido. Escrita a la manera de una larga confesión o, más bien, de una emotiva carta de amor, El instante de peligro es una bella novela sobre la memoria de las imágenes y el recuerdo de los momentos vividos. Una obra salpicada de atinadas reflexiones sobre el tiempo, el arte y la fotografía, pero también una exploración de las pasiones del alma, el sexo extraño, las relaciones abiertas y la fluctuación de las emociones. Una narración bajo la que no cesan de resonar las tesis sobre la historia de Walter Benjamin, en especial aquella que sugiere que «articular históricamente el pasado no significa conocerlo "como verdaderamente ha sido"; significa apoderarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro». Esta segunda novela supone la confirmación definitiva como narrador de Miguel Ángel Hernández, cuyo debut, Intento de escapada –traducido a cuatro idiomas–, entusiasmó a la crítica:

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Información

Año
2015
ISBN
9788433936622
Categoría
Literatura

II. El aire que una vez respiramos

Una felicidad capaz de despertar envidia en nosotros sólo la hay en el aire que hemos respirado junto con otros humanos, a los que hemos podido dirigirnos.
WALTER BENJAMIN

1

Las primeras semanas las pasé concentrado en las imágenes, repitiendo casi todos los días la misma rutina. Me levantaba temprano, desayunaba, salía de la casa y recorría a pie los diez minutos que separaban el Clark de la residencia de los becarios. El frío polar lograba espabilarme. Y el crujido de la nieve triturada bajo mis pies servía de improvisada banda sonora para mis pensamientos matutinos. Al llegar al Research Center bajaba al sótano y entraba rápidamente en lo que había decidido llamar mi oficina. A las doce hacía una pequeña pausa para almorzar y subía a tomar un sándwich y una sopa al restaurante. El resto de la jornada, hasta las cinco o las seis, apenas salía del sótano como no fuera para buscar algún libro en la biblioteca o rellenar mi taza con el café aguado –pero adictivo– que preparaban los bibliotecarios en la última planta.
A los pocos días, lo que creía que iba a ser tan sólo una manera de aislarme y olvidar, apenas un entretenimiento, comenzó a convertirse en algo parecido a una obsesión. Aunque en dos días ya había conseguido ver todas las películas, necesitaba volver a contemplar de nuevo alguna de ellas cada mañana, casi como un ritual, como una manera de convocar el estado de trance. Ponía la película en el proyector, apagaba la luz, encendía un pequeño flexo y me sentaba junto a la mesa con un bloc de hojas amarillas y un bolígrafo azul para ir tomando notas de cuanto veía.
Lo primero que hice fue observarlas con detenimiento. Las cinco películas. Una y otra vez. En todas aparecía exactamente lo mismo: el mismo encuadre, la misma profundidad de campo, la misma distancia. A pesar de eso, en menos de dos semanas llegué a establecer sutiles diferencias y a identificar pequeños detalles, mínimos y anecdóticos.
Todas las películas parecían filmadas en otoño, quizá en el mismo mes, año tras año. Los árboles desnudos y el suelo cubierto de hojas lo confirmaban. Pese a que mis conocimientos de botánica eran precarios, pude intuir que se trataba de fresnos, como muchos de los que abundan en los bosques de la Costa Este. Fresnos y robles. Aunque no resultaba evidente en un primer visionado, se podía comprobar su crecimiento de una película a otra. Algo más patente era el proceso de envejecimiento de un árbol seco a la izquierda del muro, cada película más inclinado y quebradizo.
Había detalles menos visibles en los que acabé también fijándome con el tiempo. Las piedras del muro, por ejemplo, se convirtieron en elementos de medida para establecer el leve movimiento de la sombra, que actuaba casi como un reloj de sol: las películas habían sido filmadas a una hora aproximada, aunque con varios minutos de diferencia. Lo único que no cambiaba de una a otra era la duración. 46 minutos, exactamente lo que duraba la bobina. Ésa fue la primera conclusión a la llegué: que no había ninguna planificación. No había narración; tan sólo una imagen recortada en el tiempo. Un fragmento de realidad separado del mundo por un encuadre y una duración determinadas.
Nunca había empleado tanto tiempo en la observación de una imagen, ni tampoco en una descripción. Esos días llevé la écfrasis hasta el paroxismo. Describir es otra manera de mirar. Cuando uno describe una imagen siempre hay cosas que no ve y otras que ve demasiado. Cosas que desaparecen y cosas que se acaban ensanchando.
Al describir las películas descomponía lo que tenía ante mis ojos, lo abría. Escribía al mismo tiempo que pasaban las imágenes. Mi ritmo de escritura se armonizaba con el tiempo de la película. Pero por mucho que describiese lo que veía y me demorase en los detalles, la escena siempre estaba allí cuando yo había terminado de escribir.
Recordé la película de Víctor Erice sobre Antonio López y su intento frustrado de pintar un membrillo. Recordé también a Cézanne tratando de captar, día tras día, semana tras semana, la montaña de Sainte-Victoire. A Antonio López se le resistía la apariencia, lo que el ojo puede ver. Cézanne, en cambio, intentaba hacerse con la esencia, con la verdad, con lo que respira debajo de las cosas. Pensé que algo de esto había en las películas, y sobre todo en mi intento de apresarlas. Una verdad que se me escapaba.
Podía describir las películas cada vez con mayor destreza, abrirlas, descomponerlas, analizarlas. Pero no sabía realmente lo que me decían, cómo me punzaban. Había llegado a eso que Roland Barthes llamó el studium, lo que la imagen muestra; pero no al punctum, la parte que aguijonea la mirada, la que el espectador pone en lo que ve, la que toca por dentro, el lugar desde el que supuestamente yo tenía que escribir.
Percibía cómo la imagen introducía sus garras en mi cuerpo. Lo que aún no podía saber –¿cómo no pude haberlo advertido aún, Sophie?– era qué parte de mí había empezado a ser punzada, dónde se clavaba la sombra, dónde había comenzado a arder yo.

2

Apenas hablaba con nadie. Tan sólo cruzaba alguna palabra con los bibliotecarios del Clark para solicitar libros o artículos y con el dependiente de la pequeña tienda que había junto al museo para comprar lo necesario para vivir –latas de comida, sopas, huevos, leche y alguna ensalada; poco más–. Mi rutina de trabajo se parecía bastante a la de ese prometedor historiador que una vez conociste. Mis tardes y mis noches, también. Ponía la tele nada más llegar a casa. Era mi ruido de fondo. Muchas veces era el único inglés que escuchaba en todo el día. No veía nada especial. Algunas series, las noticias y, en contadas ocasiones, una película. Pero la publicidad podía conmigo y, por lo general, después de cenar, acababa entrando en internet.
La primera vez que estuve aquí no llegué a desconectar del todo. Recuerdo que no cesaba de mirar los periódicos españoles y que después de cenar no podía evitar leer las primeras ediciones sabiendo que en España ya había entrado la madrugada. Vivía con el paso cambiado. De algún modo, seguía residiendo en mi país. Ahora, sin embargo, sentía que España estaba realmente lejos. Mi vida allí pertenecía al pasado. Ya no había nada que me mantuviese atado a aquel país. Y eso, por supuesto, sólo tenía una explicación: Lara. Ella había sido mi ancla, mis cimientos, mi engarce con el mundo. Ahora, después de que todo se hubiera roto, no tenía sentido mirar más allá del lugar que habitaba.
No creo que te moleste que diga que ella siempre fue la primera. Precisamente tú me enseñaste a pensar que siempre tenía que haber una referencia, que alguna tenía que ser la primera, el eje, y que luego estaban las demás. Pero que la primera era insustituible. Ésas eran las reglas para que todo funcionase. Y todo funcionó. Hasta el día en que dejó de hacerlo.
Lara. A ella es a quien más he querido. Ahora lo sé. Ahora soy plenamente consciente, aunque siempre lo intuí, siempre lo tuve presente.
En mi regreso a Williamstown, sin ella, por primera vez pude sentir que estaba lejos. Aunque no tenía la sensación de haber llegado a ningún país concreto, sí era consciente de que existía una distancia entre el lugar en que vivía y el país que había dejado atrás. Una distancia que experimentaba como una especie de desvanecimiento del espacio. Estaba lejos, sí, pero lo estaba en el fondo porque el propio espacio había comenzado a desinflarse sobre mí. No sé cómo podría explicártelo. No tiene demasiado sentido. Pero en ese momento era lo que percibía: todo se soltaba, la presión cedía, el universo se volvía blando y pastoso. Y esa sensación la percibía también en mi cuerpo.
Incluso mi deseo había capitulado. Tan sólo algunas noches, cuando no podía dormir, navegaba por internet e intentaba liberar tensiones. Como el servidor de la casa era el mismo que el del Clark, prefería no entrar en ninguna página porno y acababa abriendo Facebook para mirar fotos de amigas y alumnas. Me había masturbado con ellas en innumerables ocasiones. Años atrás las redes habían sido mi campo de deseo. Las fotografías de Facebook se habían convertido en mi pornografía. Con pocas cosas me he excitado tanto como con las fotos de mis alumnas, descubriendo su intimidad, sus poses en la playa, sus muslos bronceados, sus vestidos de fiesta, sus labios pintados..., era como acceder a su cajón secreto. Mirar sin ser visto, entrar en su habitación, oler su ropa interior. Pero ahora ni siquiera esas fotos íntimas conseguían avivar del todo mi deseo, y tenía que excitarme recordando cómo me había excitado en los años anteriores.
Había perdido la fuerza de la libido y lo único que sentía era esa deflación que te he descrito. Mi universo se deshinchaba, como una escultura de Claes Oldenburg, blanda, contraída, inconsistente. Y la mayoría de las noches acababa eyaculando unas pocas gotas de semen amarillento con la polla medio flácida.

3

La idea de la cena se le ocurrió al director del programa de investigación para paliar la falta de contacto entre los becarios.
«El próximo viernes», decía el e-mail, «en el salón de la residencia de los becarios. El conocimiento se adquiere en el diálogo. El Clark es, ante todo, una comunidad intelectual.»
No recuerdo que la otra vez fuese necesario un evento de este tipo. Desde el primer momento los becarios planificábamos encuentros semanales y pequeñas tertulias sobre libros y películas. Pero ahora ninguno de nosotros había tomado la iniciativa. Tras más de dos semanas desde nuestro aterrizaje, apenas habíamos cruzado algunas palabras de cortesía en los pasillos, en el restaurante o en la biblioteca. «Tenemos que hablar..., tu tema de investigación me interesa..., debemos buscar un momento para vernos.» Pero ese momento nunca llegaba. Todos estábamos sumergidos en nuestro trabajo y no encontrábamos la manera de romper la normalidad que habíamos conseguido crear allí, una rutina que había acabado convirtiéndose en una ley inamovible.
Antes de comenzar, Jones reclamó un momento de atención:
–Me consta que estáis trabajando duro en vuestros proyectos. Y no seré yo quien os diga que descuidéis esa dedicación. Sin embargo, el sentido de las becas del Clark también está en el contacto y el diálogo. Ése es el éxito de este país y de esta institución.
A pesar del tono amistoso de sus palabras, me sentí como un niño recibiendo una especie de reprimenda por no hacer amigos.
Después, como en el día de la presentación, uno por uno compartimos nuestras experiencias durante esas semanas: habíamos avanzado bastante en nuestra investigación, la atmósfera de trabajo era especial, inmejorable, y la estancia merecía la pena. Nadie tenía ningún reproche que hacer. No se podía pedir más.
Pasado ese momento incómodo, la conversación se hizo fluida y rápidamente comenzaron a salir a escena, uno tras otro, todos los temas de interés del intelectual comprometido: los nuevos movimientos de protesta, el modo en que los norteamericanos veían la crisis económica de Europa, el silencio internacional ante ciertos conflictos, el fracaso de la política exterior de Obama, el estado de la universidad, la burocratización de la enseñanza, la crisis de las humanidades, el mundo global, el arte comprometido, el cine poscolonial, las periferias oprimidas, la necesidad de nuevas utopías... Pasamos de un tema a otro como si tuviéramos que ir satisfaciendo todos los ítems de alguna especie de yincana para eruditos de izquierdas.
Todo me sonó a ya dicho, a ya escuchado. La misma situación de todas las sobremesas a las que había asistido en los congresos, conferencias o encuentros, con algún matiz local o temporal –lo que pasa aquí, lo que pasa ahora–, pero con el mismo contenido esencial. Y también, casi siempre, con los mismos posicionamientos. Eso era lo que más llamaba mi atención: la discrepancia no existía. Y cuando aparecía, lo hacía de modo sutil, para que nadie se ofendiera. El tono era también siempre el mismo: crepuscular y desencantado respecto al estado del mundo, y esperanzador y confiado respecto al papel de ciertas formas de cultura. El mundo se venía abajo. Y la única salvación estaba en el arte y las humanidades.
Como tantas y tantas veces en los últimos años, yo no podía quitarme de encima la marca de la impostura. Asentía, ofrecía alguna referencia, contribuía a mostrar el desmoronamiento del presente, y después recurría a dos o tres citas cultas y a pronunciar los términos mágicos que solucionaban la conversación: antagonismo, multitud, resistencia, emancipación, empoderamiento, agencia, soberanía, Laclau, Negri, Foucault, Rancière, Deleuze, Gramsci. Tenía la sensación de que manejando con cierta solvencia esos nombres y esas referencias uno podía salir airoso de cualquier círculo intelectual. Eran las contraseñas de un mundo secreto. Al pronunciarlas, uno se sentía reconocido como un igual y aceptado por la comunidad.
Así discurrió la cena. Uno hablaba y el resto asentía. No importaba quién tomase la palabra; todos opinábamos prácticamente lo mismo; ya sabíamos lo que teníamos que decir. Como mucho, se colaba por en medio alguna sutil discrepancia, un pequeño matiz a lo dicho o si acaso alguna pregunta retórica que sobre todo servía para continuar la conversación.
Yo lo observaba todo con cierta distancia. No llegaba a molestarme; más bien lo examinaba con curiosidad antropológica, como si estuviese al mismo tiempo analizando un ritual extraño y formando parte de todo lo que veía. Observación participante.
La experiencia de estos años me había hecho percibir claramente la impostura en los demás –por eso me aterraba tanto que a mí se me notase–. Pero durante la cena no llegué a tener claro si ellos creían o no en lo que decían. A veces, el hecho de usar fórmulas ya acuñadas y pensamientos ya forjados no quiere decir que éstos no se crean o que no produzcan realidad.
Por lo que intuí esa noche, los becarios estaban convencidos de lo que decían. Para ellos las palabras mágicas, los nombres y referencias aprendidos –que, por supuesto, utilizaban una y otra vez–, contenían algo de verdad. Quizá el caso del director fuera diferente. Esa noche le di un voto de confianza. Al menos hasta que ...

Índice

  1. Portada
  2. I. Leer lo que nunca fue escrito
  3. II. El aire que una vez respiramos
  4. III. Un cúmulo de ruinas
  5. IV. «Jetztzeit»
  6. V. La imagen verdadera
  7. Créditos