1. LA VIVENCIA DE LA MUERTE PRÓXIMA
A menudo se hace demasiado para posponer la muerte y demasiado poco, y tarde, para aliviar el sufrimiento que la acompaña: ésta es la constatación que conviene tener presente cuando hablamos de ayudar mejor a quien va a morir, tanto por parte de los profesionales1 como de los familiares. Los primeros tienen una inercia y tan poderosos medios para continuar la lucha contra la enfermedad que fácilmente van demasiado lejos. Y los familiares, dada la angustia que sienten, esperan y piden actuaciones que a veces ya no son ni útiles ni seguras para el enfermo. La falsa idea de que la muerte es siempre un fracaso para los primeros y un mal absoluto para los segundos hace que, a partir de cierto momento, los esfuerzos de todos se orienten en una mala dirección: la de retrasarla a cualquier precio. De este modo, la obsesión por evitar la muerte impide tratar como es debido el proceso de acercarse a ella. Incluso a veces la misma dificultad para ver la muerte con naturalidad puede hacer que se acabe actuando en un sentido aparentemente contradictorio: precipitando innecesariamente el desenlace que vendría por sí solo, únicamente porque se quería evitar cualquier tipo de agonía visible. En cualquier caso, se toman decisiones poco razonables y se deja al moribundo sin el más mínimo control. Corregir estas actitudes constituyó el objetivo principal del trabajo del Comité de Bioética de Cataluña al que habré de referirme con frecuencia: mucho de lo que aquí expongo ya figuraba en él.2
Todos guardamos en la memoria muertes plácidas de amigos, familiares o pacientes de las que salimos enriquecidos pensando que habíamos podido ayudarles o acompañarles como era debido. Quizás nos hayamos dicho entonces: ¡morir bien no es tan difícil como creía! Sin embargo también hemos experimentado lo contrario, y hemos quedado apesadumbrados ante procesos angustiosos y desapacibles. Que esto último ocurra puede deberse a imponderables de la misma enfermedad y de sus complicaciones: morir mejor o peor depende de muchas circunstancias y algunas de ellas son poco previsibles o son inevitables. Pero también es cierto que a veces depende de decisiones poco meditadas y de actuaciones desproporcionadas: traslados de última hora, tratamientos inútiles, semanas de intubación en la unidad de cuidados intensivos. La sensación de impotencia o de culpabilidad suele dejarnos entonces un malestar profundo.
Volviendo la vista atrás, creo que estas experiencias deberían servirnos de lección y para poder preguntarnos: ¿qué había en unas que favorecía morir mejor que en otras? ¿Qué podemos aprender de las primeras que nos ayuden a mejorar las segundas?
Ya hemos dicho en el prólogo que conviene plantearse por separado los tres ámbitos en los que hay que incidir: el de la intimidad, el de la familia y el público, aunque los tres sean simultáneos e igualmente decisivos. En cada uno de ellos el protagonista es distinto y la responsabilidad también: en el primero, el más íntimo, el protagonista es el propio enfermo; en el segundo, lo son sus familiares y las personas de su entorno; y en el último debemos tener en cuenta a los profesionales, la organización sanitaria y también el marco social, las leyes y las costumbres que rigen en ese momento.
Evidentemente, todos ellos se interrelacionan. No podemos prescindir, por ejemplo, del peso que algunos condicionantes sociales tienen sobre las personas. En nuestra sociedad, la muerte se vive hoy de forma muy distorsionada y peculiar. Milagros Pérez Oliva, periodista que ha contribuido mucho a la reflexión sobre el tema, recuerda la experiencia corriente de un niño actual: en una tarde puede ver en la pantalla de la televisión un montón de muertes violentas, pero en cambio parece que le esté vetado el proceso real de morir, casi censurado: no verá más al abuelo enfermo, ni cuando muera, como antes era habitual; no se le llevará al hospital, ni al tanatorio. El imaginario colectivo «imprime carácter» en las emociones y en la mentalidad que este niño pueda tener después, cuando sea mayor.
Otro ejemplo: la delegación –relegación, de hechodel cuidado en las instituciones y en los profesionales hace que se espere demasiado de éstos ante el proceso de morir. Así, la esposa y los hijos –antes, cuidadores habitualesven ahora el acompañamiento que deberían proporcionar al enfermo como un trabajo casi insoportable para sus fuerzas, sin darse cuenta de que su aportación no puede sustituirla nadie más. En situaciones críticas algunas necesidades no pueden ser atendidas por el profesional, aunque conozca bien al enfermo; y lo común es lo contrario, que sepa muy poco de él. «Uno de los encuentros más desafortunados en la medicina moderna es el de un anciano débil e indefenso que se acerca al final de su vida solo, frente a un médico joven, dinámico y atareado que empieza su carrera profesional.»3 Y es que los profesionales, jóvenes o no, nunca podrán suplir ciertas necesidades, aunque tengan buena formación, hayan adquirido experiencia y adopten una disposición óptima. Actualmente se les pide demasiado.
Distorsiones así las hay, y hablaremos de algunas de ellas y de la necesidad de superarlas. Sin embargo, no hay que olvidar nunca algunas conquistas que nos permiten controlar mejor que antes el proceso del final de la vida. La asistencia de enfermeras bien formadas ha acabado siendo, por ejemplo, una de las mejoras clínicas más importantes del siglo XX. Y lo mismo cabe decir, en lo que atañe a los enfermos moribundos, de la dedicación especializada y del ejemplo de los compañeros de cuidados paliativos y, en general, de la influencia de todo el movimiento hospice (de residencias orientadas a la ayuda al final de la vida) de los países anglosajones. No hay duda de que todo ello representa un cambio cualitativo definitivo que permite una atención más global y eficaz y que nos señala la orientación adecuada.
Los muchos problemas que puedan quedar por resolver casi nunca son sólo ni principalmente técnicos u organizativos. En general, son de comprensión y actitud. Vemos la necesidad de mejorar a todos los niveles, en cuanto a la compañía de los familiares y a la prestación sanitaria profesional. Pero antes que nada conviene empezar considerando el terreno personal, con las dificultades mentales que suelen alzarse ante todo aquel que se acerca a la muerte, y la convivencia con los fantasmas que surgen cuando se avecina.
LAS DIFICULTADES PERSONALES
Aunque morir mejor o peor dependa de muchos imponderables, procedentes tanto de la enfermedad como del entorno familiar o sanitario, no hay que perder nunca de vista la importancia de la actitud que cada cual adopte. Sobre todo depende del balance más o menos satisfactorio que se haga de la propia vida y, por lo tanto, de la mayor o menor dificultad que se tenga para asumir que la vida tiene ya que dejarse así, tal como está. El final de la vida (resulta un lugar común) es una etapa de la misma, la última. Esto implica a menudo un combate interno entre la rabia y la aceptación cuando se ve que la hora «más temida que esperada» llega por fin y que ya no podemos hacer más cosas de las que hemos hecho. «Feliz por encima de todo aquel que no tenga que rechazar su vida anterior para acordarla a su suerte actual»:4 esta frase de Goethe señalaría el ideal.
Ninguna ayuda técnica recibida podrá suplir este balance interior. Pero sí se puede influir favorablemente si se detecta, se respeta y no se interfiere en él. Aunque desde fuera se pueda hacer poco en un terreno tan íntimo, es bueno estar mínimamente atento para poder reconocer algunas dificultades del moribundo y tenerlas en consideración antes de cualquier actuación. Si no se está bastante atento, en cambio, es fácil cometer errores evitables, sea desde el simple acompañamiento, sea en el proceso de diálogo e información, sea en la difícil toma de decisiones.
Evidentemente, no es objeto de este libro hacer un estudio sobre la muerte como dificultad personal ni mucho menos servir de guía para enfrentarse mejor a ella: no es un estudio filosófico ni psicológico, ni un intento «de autoayuda» para «aprender a morir».* Pero algo sí conviene decir sobre este proceso variable y cambiante que tan fundamental resulta para la calidad del proceso final de la vida. Por lo tanto, al considerar este terreno tendré que bucear necesariamente en el pensamiento de otros más preparados que yo cuando vea que ilustran mejor lo que conviene tener presente.
Quien se disponga a acompañar a una persona que se encuentra en este trance supremo, tiene que recordar una serie de estados mentales que son comunes. Por ejemplo, Elisabeth Kübler-Ross, en su mejor época, publicó un libro de referencia5 en el que se describen las famosas etapas por las que sería habitual transitar: una de negación y aislamiento, otra de ira, a la que seguiría una de depresión, y finalmente podría llegarse a la de la aceptación final. No hay que tomar al pie de la letra esta secuencia, y sabemos que un enfermo puede saltarse o quedar encallado en alguna etapa. Por lo tanto, conociendo (aunque no sea con detalle) su existencia, se podrá comprender mejor lo que está pasando y al menos intentar no entorpecer este trabajo interno. Si únicamente se está pendiente del tratamiento y de las actuaciones técnicas –sean éstas médicas, de cuidado de enfermería o simplemente domésticas–, no se podrá atender suficientemente bien una de las fuentes de sufrimiento, y hay que tener presente, además, la gran diversidad personal y la variabilidad que existe de un momento a otro.
Morir puede ser difícil, haya síntomas molestos o no. Para unos porque les llega en un momento en el que todavía disfrutan de la vida y en el que, por lo tanto, resulta irritante tener que dejarla. La muerte no puede entonces considerarse oportuna, como se dice a veces que debería ser. Si «oportuna» significa «que llega a buen puerto»,6 puede ser una buena imagen de fin de trayecto, de una llegada «como es debido». Pero el hecho es que la mayoría de los mortales querría continuar la navegación mientras en ella se vaya mínimamente bien, incluso acaba pidiendo dar alguna vuelta más. Me gusta la demanda razonable, no excesiva, del poeta romántico Hölderlin dirigiéndose A las Parcas: «Oh vosotras, las poderosas, sólo os pido un verano más...»7 Otra partida más de ajedrez, le pide el caballero a la muerte en la película El séptimo sello, de Ingmar Bergman.
Dejar la vida, con sus satisfacciones y la curiosidad por lo que nos rodea, nos resulta penoso; y saber que esto ocurrirá, nos llena de rabia. Incluso sufrimos anticipadamente sabiendo que tendremos que abandonar algún día nuestros vínculos, los recuerdos del pasado y los proyectos de futuro. Un modesto chófer, mientras la familia a la cual servía visitaba unas tumbas romanas y hacía disquisiciones sobre la fugacidad de la vida, vino a introducir esta lacónica frase como resumen: «¡Yo, cuando pienso en la muerte, me da tanta pena!» ¿Puede decirse algo más elocuente? No hay que buscar demasiada profundidad en la perplejidad (tan humana) que acompaña esta conciencia de destino natural que compartimos. Llegamos al final demasiado pronto, querríamos apurar la copa un poco más, dar otro trago.
Salvo que se nos haya vuelto amarga, lo que también se da en situaciones terminales. Entonces pediremos ayuda para acabar. «¡Apartad de mí este cáliz!», diremos. Pero a pesar de saber que la enfermedad, la dependencia o la decrepitud nos puedan hacer más aceptable la inminencia de la muerte, se nos hace entonces muy desagradable tener que soportar este proceso previo para poder aceptarla. Así es que tampoco en esta situación se vislumbra la muerte como «oportuna» y se teme que venga precedida de una carga de malestar.
Bien sea que veamos la muerte como salida de un estado desagradable, como «exit» (así se llaman algunas asociaciones pro eutanasia), o que sintamos que se presenta prematuramente, esperamos contar con alguien que nos acompañe en ese trance y nos preste alguna ayuda para mitigar el sufrimiento del proceso. Es ésta una esperanza legítima y general. Morir sólo es sinónimo, para casi todos, de muerte indeseable, de carencia de esas muestras de mínima solidaridad que nos merecemos unos de otros. Al menos, en nuestras sociedades mediterráneas siempre se ha confiado en ella y ha venido asegurada por la familia, los amigos e incluso los vecinos. También se confiaba en un médico de cabecera entrañable y solícito, aunque fuera muy poco útil técnicamente hasta hace poco. Pero es que no era precisamente una técnica depurada lo que más se apreciaba de él en tales momentos.
Es cierto que ahora las cosas han cambiado y que la mitad aproximadamente de la gente de nuestro entorno ya no muere en su casa sino en instituciones sanitarias y más o menos apartada de los suyos. Quizá porque la familia tiene menos disponibilidad para permanecer a su lado; pero sobre todo, aunque la tuviera, porque la ayuda que ahora se busca en esos momentos se pretende que sea más «eficaz», más profesional. Se confía en una medicina tecnificada a la que se tiene derecho y de la que, además, se piensa que es capaz de prodigios extraordinarios. La muerte se ha medicalizado, y la medicina se ha mitificado: éste sería un resumen de actualidad.
LA ILUSIÓN DE EVITAR LA MUERTE
Desgraciadamente, la confianza excesiva en la medicina y en su tecnología como fórmula mágica para ir retrasando indefinidamente la muerte acaba siendo un obstáculo para morir bien. Ninguna ayuda puede sustituir del todo el trabajo de convencimiento de que nos tenemos que morir inexorablemente a pesar de todo lo que se pueda hacer, y, por tanto,...