Panorama de narrativas
  1. 104 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Información del libro

La autora ha escrito esta breve novela como se saca una foto, sin respirar, buscando la precisión, captando el instante. No tardamos en darnos cuenta al leerlo de que el texto posee en sí mismo el poder de suscitar sentimientos a los que la angustia no es ajena. Provoca el sobrecogimiento a través del cual reconocemos uno de los poderes de la literatura: conferir a las palabras todo su poder explicativo y figurativo. Es como si Angot levantara ese velo no para asustarnos, sino a fin de que veamos y comprendamos. «Un texto asombroso, una experiencia de lectura extraordinaria. En el instante de cerrar este breve volumen, tenemos la certeza de haber leído un libro inmenso» (Sylvain Bourmeau, Libération). «La escritora explora a fondo la perversidad de su padre. Una historia implacable y alucinante... Un libro duro, metálico, que nos atrapa hasta el final. Sin duda, el mejor que ha escrito hasta la fecha» (C. Ono-dit-Biot, Le Point).

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Información

Año
2014
ISBN
9788433934789
Categoría
Literatura
Está sentado en el asiento de madera blanca del váter, la puerta se ha quedado entreabierta, tiene una erección. Riendo para sus adentros, saca de su envoltorio una loncha de jamón york que han comprado en el supermercado del pueblo y se la coloca sobre el sexo. Ella está en el pasillo, acaba de salir del cuarto de baño, camina, toma la dirección del dormitorio para ir a vestirse, él la llama, le dice que empuje la puerta.
–¿Has desayunado esta mañana? ¿No tienes hambre? ¿Quieres un poco de jamón?
Se arrodilla ante él, se mete entre sus piernas, que él ha separado para dejarle espacio, y atrapa con la boca un trozo de jamón, que mastica y después traga. Él devuelve el resto de la loncha al papel y le pide que vaya en busca de clementinas a la cocina, que le acaricie el sexo con los labios y luego deposite gajos encima, en equilibrio, que los vaya atrapando mientras le alisa el miembro y desliza la membrana de piel móvil a ser posible hasta el fondo, en todo caso lo más profundamente que pueda. A veces le reprocha que tenga la boca un poco demasiado pequeña. No se lo reprocha, pero le sorprende, lo lamenta. Le dice que es extraño, le pide que haga un esfuerzo, sobre todo que no utilice los dientes, que las mujeres siempre creen que es excitante que te mordisqueen, pero que no lo es. Mientras ella hace lo que le pide, él sonríe, recupera las gafas, que había dejado sobre el portarrollos, se las pone para captar mejor la escena que se desarrolla ante sus ojos, entre las rodillas separadas, se las ajusta sobre la nariz, a fin de no perderse detalle de los labios que aprietan el gollete de la botella, antes de tragarla aún más, con naturalidad, sin demasiado esfuerzo aparente, sin deformar las mejillas, pero de todos modos hasta sofocarse en su afán de llegar lo más lejos posible como él le pide, sin utilizar los dientes. Le dice que tenga cuidado, que le ha mordisqueado, aunque no lo haya hecho adrede. Ella continúa. Él le dice que levante la vista, sólo un momento, y que le mire. Está completamente desnudo, no lleva camisa, ni camiseta, nada, sólo el slip, caído en el suelo. Y los calcetines a fin de no tener frío en los pies al contacto con las baldosas. Le pide que se quite la toalla que al salir del cuarto de baño se ha enrollado en la cintura, y la camiseta. Ella se libera de la toalla, que cae al suelo, la utiliza como alfombra para las rodillas, que levanta, primero una y luego la otra, para deslizarla debajo. Él le acaricia las nalgas, las amasa un poco, acto seguido le quita él mismo la camiseta amarilla, que acababa de ponerse, tira de ella hacia arriba para quitársela por la cabeza sin que ella interrumpa su movimiento, o al menos el mínimo tiempo posible, lo justo para levantar la cabeza y dejar que la camiseta le resbale por el cuello, sin dejar de ir y venir con los labios por su miembro, sin aflojar la presión, a él le gusta que la presión sea intensa, un prieto abrazo, en torno al miembro en cuestión. Ella levanta los brazos, que tenía apoyados en el asiento del váter y rodeaban el cuerpo de él, su pelvis asentada, sus muslos aplastados sobre el borde, él retira con presteza la prenda amarilla, la tira al suelo, más allá de la puerta abierta de par en par al pasillo, a lo lejos, como un estandarte, que casi alcanza, tan dinámico es el lanzamiento, la puerta de entrada de la casa, situada frente al aseo, y aterriza a pocos centímetros de la ranura del buzón, en el lugar por donde se entra calzado, con los pies embarrados visto el estado del suelo en el exterior. Ella acababa de ponérsela, está limpia, la ha sacado de la maleta. Él le pide que introduzca la mano en la taza, sin hacerse daño en la muñeca, y le agarre por debajo los testículos, que cuelgan en el vacío, por encima del agua en la que ha orinado antes de llamarla para decirle que empujara la puerta.
Ella lo hace y luego vuelve a apoyar la mano en el asiento. A fin de tocarle los senos, él se inclina, la cabeza de ella se encuentra atrapada entre sus muslos, y su propio torso agachado hacia delante, le presiona la coronilla con el vientre, con el que ella tropieza cuando avanza la cabeza para poder chuparle hasta el fondo, tal como le pide. Él le habla de sus grandes pomelos, le dice que los prefiere a los limoncitos de su mujer, pero que por otra parte también los senos diminutos pueden ser conmovedores, como los de su amante, por ejemplo, estudiante de Ciencias Políticas. La estudiante en cuestión se llama Marianne. La ve con mucha regularidad, habla de ella con frecuencia. Cuanto dice de ella, casi todo lo que dice, es positivo. A propósito de su mujer se muestra más variable, dice que tiene una gran nariz, un rostro bastante alargado, un poco como tallado con cuchillo, pero que tiene un culo bonito. En cambio, cuando habla de su sexo adopta expresiones de asco. Dice que huele a pescado podrido, que es insoportable. Le habla asimismo de una tal Frida, que también tiene unos senos como pomelos, pero no tan firmes, no tan buenos para manosear. Habla al tiempo que le demuestra, mediante los dedos en su carne, cuánto aprecia la elasticidad de la materia que está calibrando. Ella nota que se empalma todavía más en su boca. Lo cual no alivia precisamente los calambres de sus mejillas, en especial de los maxilares, allí donde la articulación es requerida. Él le masajea, le palpa los senos, cuando cosquillea el pezón, eso le molesta, la desconcentra, querría que parase. No se interrumpe para liberar la boca y decirle que le molesta, continúa, se dice que de todos modos no tardará en volver a la parte carnosa de los senos, para tomarlos a manos llenas, y que por lo tanto no vale la pena dejar de chuparle para volver a empezar pocos segundos después, tras haber ralentizado el proceso general y tal vez comprometido su culminación. De todas formas, probablemente dejará de tocarle los senos, porque eso le obliga a inclinarse hacia delante para alcanzarlos, a doblarse, y como está sentado en el váter, y ella arrodillada entre sus piernas sobre las baldosas, eso le obliga a permanecer encorvado demasiado rato, sin duda no se quedará así, apretándole la coronilla con el vientre echado hacia delante, lo que restringe la libertad de movimientos sobre su miembro. Al menos la amplitud. Dentro de poco, la parte baja de los riñones le tirará y tendrá que incorporarse para descansar, seguramente incluso se pegará a la tapa del váter, que sirve de respaldo y al mismo tiempo protege del contacto con la loza de la cisterna. Aunque, todo hay que decirlo, parece aguantar. Sigue doblado en dos, con los brazos colgando a uno y otro lado del asiento de madera blanca, para alcanzar sus senos, muy redondos, muy firmes, muy turgentes, con el pezón todavía endurecido por el chorro de agua fría con el que, como siempre, ha terminado su ducha, forzosamente algo endurecido también por las caricias, de manera mecánica, anatómica, refleja, como si alguien estuviera oprimiendo la punta de su seno como se aprieta un interruptor eléctrico y la corriente respondiera. Tal como esperaba, él deja de cosquillearle el pezón, y recoge los globos en sus manos como si los sopesara. Dice: «¿Crees que unos pomelos tan grandes como éstos se venderían bien en el mercado? Sigue. Sobre todo no me contestes, sigue. Sigue, ante todo no pares, está muy muy bueno, sigue. No pares. Lo haces muy bien. Eres hábil. Continúa, por favor. Está muy bien. Da gusto. Sigue. Está muy bien. ¿Disfrutas? Sobre todo no me contestes. Sobre todo no digas nada. Hazme una señal, mueve la mano para decir que sí. Si te gusta agita la mano. Limítate a levantarla. Levántala, por favor. Si te gusta levántala. ¿Te gusta? ¿Vas a levantarla?» Ella retira la mano izquierda del borde del asiento de madera, donde la tenía apoyada, lo que la ayudaba a mantener el equilibrio sobre las rodillas, gracias a la simetría con la mano derecha, apoyada en el otro lado, pese a la inclinación hacia delante y la poca estabilidad de la posición en conjunto, puesto que debe adelantar el busto lo más posible hacia el borde de la taza a fin de que la boca llegue a contener la máxima longitud de miembro, siempre con suavidad, sin utilizar los dientes, lo más posible hasta el fondo, y utilizando la lengua en el interior de la boca para hacer caricias suplementarias y dar vueltas alrededor del miembro como una bandera que ondea en torno a su asta. Levantar la mano izquierda la desequilibra un tanto, lo compensa apretando un poco más los músculos de las nalgas, contrayendo los muslos, lo que le permite no inclinarse hacia la derecha, no verse desviada por el peso del hombro hacia el lado donde la mano ha seguido aferrada al borde de madera blanca del asiento, bajo las nalgas de él. Una vez que ha hecho la señal, descansa la mano izquierda y vuelve a agarrarse sólidamente, con ambas manos, a uno y otro lado de la tapa, doblando los dedos con firmeza en torno a la plancha de madera blanca que recorre la circunferencia de la taza y sirve de apoyo a las nalgas de él, bajo las cuales encaja el borde interior de las manos para evitar que resbalen sobre la madera y para que, por el contrario, permanezcan adheridas a la tapa por el efecto gomoso de la carne de las palmas, algo húmedas, que hacen ventosa desde que las tiene pegadas a la madera, en parte comprimidas bajo el borde exterior de los muslos de él, que sirven de peso, de adhesivo, e impiden que resbalen, y en parte aferradas o simplemente apoyadas en la madera blanca por lo que respecta al borde exterior de las manos. En cuanto a las puntas de los dedos, las tiene dobladas, y en función de los movimientos de él, que no son ni fijos ni determinados sino que dependen de lo que sus manos quieran acariciar y cómo, los nudillos de las falanges pueden golpear contra la dureza del asiento, en última instancia chocar ligeramente con éste, apenas, al menos mientras él está inclinado hacia delante. Cuando él se incorpore para recostarse, porque acabará por notar que la parte inferior de la espalda le tira y se servirá de la tapa como respaldo, ya que habrá decidido echarse hacia atrás, en ese momento las manos de ella pueden quedar algo aplastadas, pero entonces bastará con que las desplace hacia un lado. Por el momento, no es ése el caso. Él sigue inclinado hacia delante, sopesando el seno que tiene en la mano, y que hace saltar en el hueco de la palma como una bola de masa que no se pegase a las manos, como si hiciera brincar ligeramente los senos en su interior, como pelotas de tenis, o de malabarista, o como melones, en verano, tal como hace la gente en el mercado para elegir el que se llevarán, según el peso, considerando que cuanto más pesa, mejor se supone que es, contrariamente a los que arriman la nariz fiándose del aroma que inhalan, y a los que tiran del rabillo para ver si está a punto de caer y deducen que el fruto está maduro según éste se desprenda de la corteza o no, si se desprende cuando tiran de él, el melón está maduro y listo para ser consumido. Él sopesa un seno, luego el otro, los dos alternativamente, haciéndolos saltar en la mano, como si sopesara un ovillo de lana para notar su redondez y, hundiendo los dedos en la misma bola, la suavidad de los hilos, en los intervalos entre un dedo y otro y en el pliegue, dejándolos deslizar golosamente entre ellos, a fin de comprobar sobre la piel la armonía de los colores. Él se interrumpe un momento, para coger papel higiénico del portarrollos y enjugar un poco de agua que le ha quedado debajo de los senos, que tal vez no se ha secado bien. O sea, como en la lana, hunde los dedos en la carne maleable, que se deforma sin resistencia, según la presión que aplica y las zonas que sus manos eligen poner en juego, después oprimir, bambolear, volviendo los contornos del globo, la curva, la línea, tan imprecisos como pequeñas cúpulas de gelatina invertidas, un flan, un pastel poco cocido. Sopesa, levanta, amasa, y luego tira de ellos un poco. «¿Duele?» Tira un poco más fuerte. «Si duele, hazme una señal con la mano derecha, la mano derecha significa “es un poco desagradable”, la mano izquierda significa “está bien, no me haces daño”. ¿De acuerdo?» Tira de un seno y luego del otro. Después de los dos al mismo tiempo. Acto seguido vuelve a masajear, a sopesar. «Mmm.» Ella para un momento. Recupera la respiración. «Sigue, te lo ruego, sigue sigue, sobre todo sigue.» Ella se quita un pelo de la lengua. Lo más rápido que puede. Luego vuelve al asunto. Él avanza el...

Índice

  1. Portada
  2. Una semana de vacaciones
  3. Notas
  4. Créditos