El temblor de la falsificación
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El temblor de la falsificación

  1. 280 páginas
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El temblor de la falsificación

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Información del libro

A Howard Ingham le resulta extraño que nadie le haya escrito desde que llegó a Túnez; ni el director de cine con el que se supone que debe encontrarse, ni su novia de Nueva York, que lo echa de menos (o al menos eso es lo que él espera). Mientras aguarda en un resort en la playa, incapaz de avanzar en el guión que ha ido a escribir, empieza una nueva novela sobre un hombre que lleva una doble vida amoral. Howard también se hace amigo de un compatriota americano aficionado al whisky escocés y con un interés sospechoso por la Unión Soviética, y de un danés que desconfía intensamente de los árabes. Cuando al final le llegan malas noticias desde su país, Howard piensa que más le vale quedarse en Túnez y seguir escribiendo, a pesar de los temblores que llenan el aire de violencia y tensión, de una moral ambigua.

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Información

Año
2016
ISBN
9788433936769
Categoría
Literatura

1

–¿Está usted seguro de que no hay carta para mí? –preguntó Ingham–. Howard Ingham. I-n-g-h-a-m.
Lo deletreó, un poco inseguro, en francés, aunque le había hablado en inglés.
El gordo empleado árabe, vestido con un uniforme rojo vivo, ojeó las cartas del casillero marcado I-J y negó con la cabeza.
Non, m’sieur.
Merci –dijo Ingham, sonriendo cortésmente.
Era la segunda vez que lo preguntaba, pero a un empleado diferente. Lo había preguntado diez minutos antes, cuando llegó al Hotel Tunisia Palace. Ingham había esperado que hubiese carta de John Castlewood. O de Ina. Ya llevaba cinco días fuera de Nueva York, porque había volado primero a París para ver allí a su agente, y por echarle otra ojeada a París, simplemente.
Ingham encendió un cigarrillo y paseó la mirada por el vestíbulo. Todas las alfombras eran orientales y tenía aire acondicionado. La clientela parecía principalmente francesa y americana, pero había unos cuantos árabes de rostros bastante oscuros, vestidos con trajes occidentales. El Tunisia Palace se lo había recomendado John. Probablemente era el mejor de la ciudad, pensó Ingham.
Salió por las puertas de cristal a la acera. Era a principios de junio, casi las seis de la tarde; el aire era cálido y la oblicua luz del sol aún brillante. John le había sugerido el Café de París para tomar el aperitivo de la mañana o de la noche, y allí estaba, al otro lado de la calle, en la segunda esquina, en el boulevard Bourguiba. Ingham caminó por el bulevar y compró un Herald Tribune de París. La avenida, que era bastante ancha, tenía en el centro un bulevar pavimentado con cemento y bordeado de árboles por donde la gente paseaba. Aquí estaban los kioscos de periódicos y tabaco, los limpiabotas. A Ingham le pareció algo entre una calle de México capital y una calle de París, pero, claro, los franceses habían tenido influencia tanto en México capital como en Túnez. Los retazos de conversaciones a gritos que oía a su alrededor no le daban la menor pista respecto a su significado. Tenía un libro de frases titulado El árabe fácil en una de sus maletas, en el hotel. Evidentemente tendría que memorizar el árabe, porque no estaba relacionado con nada que él conociera.
Ingham cruzó el Café de París. Tenía mesas en la acera, todas ocupadas. La gente le miraba fijamente, quizá porque era una cara nueva. Había muchos americanos e ingleses, que daban la impresión de llevar allí algún tiempo y estar un poco aburridos. Ingham tuvo que quedarse de pie en la barra. Ordenó un Pernod y miró su periódico. El lugar era ruidoso. Vio una mesa libre y la cogió.
La gente holgazaneaba por la acera, mirando sin expresión las caras igualmente inexpresivas de los que estaban en el café. Ingham observó en especial a los más jóvenes, ya que estaba allí con el encargo de escribir un guión sobre dos jóvenes enamorados, o más bien tres, puesto que había un segundo joven que no conseguía a la chica. Ingham no vio a ningún chico paseando con una chica, únicamente hombres jóvenes solos o parejas de muchachos cogidos de la mano y hablando con intensidad. John le había comentado a Ingham acerca de la intimidad entre los chicos. Allí las relaciones homosexuales no estaban mal consideradas, pero eso no tenía nada que ver con el guión. Los jóvenes de distinto sexo solían llevar a una señora de compañía, o, por lo menos, se les espiaba. Había mucho que aprender, y la tarea de Ingham durante la siguiente semana más o menos, hasta que llegara John, era mantener los ojos abiertos y absorber el ambiente. John conocía a un par de familias aquí e Ingham podría entrar en un hogar de clase media tunecino. El argumento debía tener el mínimo de diálogo escrito, pero aun así era preciso escribir algo. Ingham había escrito algunas cosas para televisión, pero se consideraba novelista. Estaba algo inquieto respecto a este trabajo. Pero John se sentía confiado, y además los acuerdos eran informales. Ingham no había firmado nada. Castlewood le había adelantado mil dólares, e Ingham utilizaba ese dinero escrupulosamente, sólo para gastos de trabajo. Buena parte de él se iría en el coche que debía alquilar para un mes. Tenía que conseguir el coche mañana por la mañana, pensó, para poder empezar a ver sitios.
Merci, non –le dijo Ingham a un vendedor ambulante que se le acercó con una flor de tallo largo firmemente envuelta.
El dulce aroma permaneció en el aire. El vendedor llevaba un manojo e iba metiéndose entre las mesas gritando: «Yes meen?» Llevaba un fez rojo y una jubbah color lavanda tan delgada que se le veían unos calzoncillos blancuzcos.
En una mesa, un hombre gordo hacía girar su jazmín, sosteniendo el capullo bajo la nariz. Parecía en trance, con los ojos casi bizcos a causa de su ensoñación. ¿Estaba esperando a una muchacha o sólo pensando en ella? Diez minutos después, Ingham decidió que no esperaba a nadie. El hombre había terminado lo que parecía un refresco incoloro. Llevaba un traje de ejecutivo gris claro. Ingham supuso que era de clase media, tal vez media alta. Puede que ganara treinta dinares o más a la semana, sesenta y seis dólares o más. Ingham había estado un mes informándose de esas cosas. Bourguiba estaba intentando, con tacto, desembarazar a su pueblo de las reaccionarias ataduras de su religión. Había abolido la poligamia y desaprobaba que las mujeres llevasen velo. Entre los países africanos, Túnez era el más avanzado. Estaban tratando de convencer a todos los hombres de negocios franceses de que se fueran, pero todavía dependían en gran medida de la ayuda monetaria francesa.
Ingham tenía treinta y cuatro años, el cabello castaño claro y los ojos azules; medía algo más de metro ochenta y se movía con bastante lentitud. Aunque nunca se molestaba en hacer ejercicio, tenía buen tipo, hombros anchos, piernas largas y manos fuertes. Había nacido en Florida pero se consideraba neoyorquino porque había vivido en Nueva York desde los ocho años. Después de acabar en la Universidad de Pennsylvania, trabajó para un periódico de Filadelfia mientras escribía literatura por su cuenta, sin demasiada suerte hasta que apareció su primer libro, El poder del pensamiento negativo, una sátira bastante impertinente y juvenil del pensamiento positivo, en la que el par de protagonistas de pensamiento negativo acababan cubiertos de gloria, dinero y éxito. Apoyándose en esto, Ingham abandonó el periodismo y pasó dos o tres años duros. Su segundo libro, El cerdo recolector, no fue tan bien recibido como el primero. Luego se casó con una muchacha rica, Charlotte Fleet, de quien estaba enamoradísimo, pero no se aprovechó de su dinero, en realidad su riqueza había resultado un inconveniente. El matrimonio terminó dos años después. De vez en cuando, Ingham vendía un guión de televisión o un relato y había ido tirando en un modesto apartamento de Manhattan. Este año, en febrero, tuvo un golpe de suerte. Le compraron su libro El juego de «Si» por 50.000 dólares, para hacer una película. Ingham sospechaba que lo habían comprado más por la loca historia de amor que por su contenido intelectual o su mensaje (la necesidad y validez del pensamiento desiderativo), pero el caso es que se lo habían comprado y, por primera vez, Ingham estaba probando el placentero sabor de la seguridad económica. Había rechazado una proposición para que escribiese el guión de El juego de «Si». Pensaba que los guiones de cine, incluso los de televisión, no eran su fuerte, y El juego era un libro que le resultaba difícil de imaginar en términos cinematográficos.
La idea de John Castlewood para Trío era más sencilla y visual. El joven que no se llevaba a la chica se casaba con otra, pero preparaba la venganza sobre su afortunado rival de la manera más horrible, primero seduciendo a la esposa, luego arruinando el negocio del marido y después encargándose de que lo mataran. Estas cosas difícilmente podían suceder en América, suponía Ingham, pero aquello era Túnez. John Castlewood tenía entusiasmo y conocía el país. Y John había conocido a Ingham y le había pedido que intentara escribir el guión. Tenían un productor llamado Miles Gallust. Ingham pensó que si le parecía que no conseguía nada, que no era capaz, se lo diría a John, le devolvería los mil dólares y John podría encontrar a otra persona. John había hecho dos buenas películas con presupuestos bajos, y la primera, El agravio, fue la que tuvo más éxito. La segunda trataba sobre los trabajadores de los pozos de petróleo de Texas; Ingham había olvidado el título. John tenía veintiséis años, estaba lleno de energía y de esa clase de fe que va unida a no saber mucho del mundo todavía, o eso creía Ingham. Pensaba que John tendría un futuro mejor, muy probablemente, de lo que sería el suyo. Ingham estaba en una edad en que conocía sus potencialidades y limitaciones. John Castlewood aún no conocía las suyas, y quizá no era el tipo de persona que fuese a pensar en ellas o a reconocerlas nunca, lo cual puede que fuera una ventaja.
Ingham pagó la cuenta y volvió a su habitación del hotel a buscar una chaqueta. Empezaba a tener hambre. Lanzó una mirada a las dos cartas del casillero marcado I-J y al casillero vacío bajo su llave colgada.
Vingt-six, s’il vous plaît –dijo, y cogió la llave.
Siguiendo los consejos de John una vez más, Ingham fue al Restaurant du Paradis en la rue du Paradis, que estaba entre su hotel y el Café de París. Luego vagabundeó por la ciudad y tomó un par de cafés exprés, de pie junto al mostrador, en cafés donde no había turistas. Los parroquianos eran todos hombres en estos sitios. El barman entendió su francés, pero Ingham no oyó hablarlo a nadie más.
Había pensado escribirle una carta a Ina cuando volviese al hotel, pero se sentía demasiado cansado o, quizá, poco inspirado. Se fue a la cama y leyó algo de una novela de William Golding que se había traído de América. Antes de dormirse, pensó en la chica que había coqueteado –ligeramente– con él en el Café de París. Era rubia, un punto regordeta, pero muy atractiva. Ingham pensó que podría ser alemana (el hombre que estaba con ella podía haber sido cualquier cosa) y se había sentido complacido al oírla hablar francés con el hombre cuando se marchaban. Vanidad, pensó Ingham. Debería pensar en Ina. Seguro que ella estaba pensando en él. En cualquier caso, Túnez iba a ser un lugar espléndido para no volver a pensar en Lotte. Gracias a Dios, ya casi había dejado de hacerlo. Había transcurrido un año y medio desde su divorcio, pero a veces a Ingham le parecía que habían sido sólo seis meses, o incluso dos.

2

A la mañana siguiente, al ver que de nuevo no había carta, se le ocurrió que a lo mejor John e Ina le habían escrito al Hotel du Golfe en Hammamet, donde John le había sugerido que parara. Ingham aún no había hecho su reserva allí y suponía que debería hacerla para el 5 o el 6 de junio. John le había dicho: «Callejea por Túnez durante unos días. Los personajes vivirán en Túnez... No creo que te apetezca trabajar allí. Hará calor y no puedes nadar a menos que te vayas a Sidi Bou Said. Trabajaremos en Hammamet. Una playa fabulosa para bañarse por la tarde, y nada de ruidos urbanos...»
Después de todo un día andando y conduciendo por Túnez, soportando además las largas horas de cierre de todo excepto los restaurantes, desde las doce o doce y media hasta las cuatro, Ingham estaba dispuesto a irse a Hammamet al día siguiente. Pero pensó que no bien llegase a Hammamet, se reprocharía no haber visto lo suficiente de Túnez, así que decidió quedarse dos días más en la capital. Uno de esos días, condujo hasta Sidi Bou Said, a dieciséis kilómetros de Túnez, se dio un baño y comió en un hotel bastante elegante, ya que no había restaurantes independientes. Era un pueblo muy limpio, de casas blancas como la tiza con persianas y puertas de un azul vivo.
No había habitaciones libres en el Golfe cuando Ingham llamó el día anterior, pero el director le había sugerido otro hotel en Hammamet. Ingham fue al otro hotel, encontró que tenía un estilo demasiado hollywoodiense, y finalmente se registró en un hotel llamado La Reine de Hammamet. Todos los hoteles tenían playas en el Golfo de Hammamet, pero estaban situados a cincuenta metros o más de la orilla. El Reine tenía un gran edificio principal, jardines con limas, limoneros y buganvillas y también quince o veinte bungalows de varios tamaños, a cada uno de los cuales le proporcionaban cierta intimidad las hojas de los cítricos. Los bungalows tenían cocina, pero Ingham no estaba de humor para ocuparse de una casa, así que tomó una habitación en el edificio principal con vistas al mar. Inmediatamente, bajó a darse un baño.
No había mucha gente en la playa a esa hora, aunque el sol estaba aún por encima del horizonte. Ingham vio un par de sillas de playa vacías. No sabía si era necesario alquilarlas o no, pero supuso que pertenecían al hotel, así que cogió una. Se puso las gafas de sol –otro detalle de John Castlewood, que se las había regalado– y sacó de su albornoz un libro de bolsillo. Después de quince minutos, estaba dormido, o al menos adormilado. Dios mío, pensó, Dios mío, qué tranquilo, qué hermoso, qué cálido...
–¡Hola! ¡Buenas tardes! ¿Es usted americano?
La voz fuerte le sobresaltó como un disparo y se incorporó en la silla.
–Sí.
–Perdóneme por interrumpir su lectura. Yo también soy americano. De Connecticut.
Era un hombre de unos cincuenta años, pelo gris, medio calvo, con una ligera curva en el talle y un bronceado envidiable. No era muy alto.
–Yo, de Nueva York –dijo Ingham–. Espero no haber ocupado su silla.
–¡Ja, ja! ¡No! Pero los chicos empezarán a recogerlas dentro de una media hora. Tienen que guardarlas, porque de lo contrario, no estarían aquí mañana.
Solitario, pensó Ingham. ¿O tendría una esposa igualmente sociable? Pero así también puede uno sentirse solo. El hombre miraba hacia el mar, parado a sólo dos metros de Ingham.
–Mi nombre es Adams. Francis J. Adams.
Lo dijo como si estuviese orgulloso de ello.
–El mío es Howard Ingham.
–¿Qué le parece Túnez? –preguntó Adams con una amistosa sonrisa que le hinchaba las morenas mejillas.
–Muy atractivo. Al menos, Hammamet.
–Eso pienso yo. Lo mejor es tener un coche para poder moverse. Susa y Yerba, sitios así. ¿Tiene coche?
–Sí.
–Estupendo. Bueno... –Retrocedía, disponiéndose a marcharse–. Pase a verme alguna vez. Mi bungalow está justo en lo alto de esa cuesta. El número diez. Cualquiera de los chicos puede decirle cuál es el mío. Basta con que pregunte por Adams. Venga a tomar una copa alguna tarde. Traiga a su mujer, si la tiene.
–Muchas gracias –dijo Ingham–. No, estoy solo.
Adams asintió y saludó con la mano.
–Hasta la vista.
Ingham siguió sentado otros cinco minutos, luego se levantó. Se dio una ducha en su habitación, después bajó al bar. Era un bar grande, con alfombras persas rojas cu...

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  30. Créditos