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Oliver Sacks nos adentra en los entresijos de la mente humana con la fascinante maestría ala que nos tiene acostrumbadros.

No vemos con los ojos, sino con el cerebro; de ahí que muchas veces veamos cosas que no están delante de nosotros, cosas que a veces llamamos apariciones, fantasmas o visiones, conceptos, todos ellos, que obedecen al término genérico de «alucinaciones». Pero las alucinaciones no son sólo visuales. Como nos explica Oliver Sacks en su nuevo y fascinante libro, las alucinaciones también pueden ser olfativas o auditivas. Cuántas veces hemos «oído» que alguien nos llamaba y al volvernos no había nadie; o hemos experimentado un olor cuya presencia es físicamente imposible; o hemos creído que alguien nos seguía; o hemos «visto» algo que la razón nos dice que no pertenece a nuestro mundo.

Asociadas en la mentalidad popular con la locura, las alucinaciones obedecen muchas veces a un simple problema neurológico con nombre y apellido, y tienen más que ver con la privación sensorial, la ebriedad, la enfermedad o algún tipo de lesión. Quienes padecen migrañas pueden ver arcos de luz o figuras liliputienses. La gente que pierde la vista puede compensar su carencia con un rico mundo visual alucinatorio, e incluso el simple hecho de dormirnos o despertarnos puede causar que el mundo onírico y el real se fusionen en una imaginería imposible. Gran parte de nuestra fantasía popular y nuestro folklore se basa en las alucinaciones, sin las cuales no podemos comprender figuras como los ángeles, las brujas y los alienígenas, ni tampoco algunas obras de autores tan conocidos como Dostoievski, Evelyn Waugh, August Strindberg o Amy Tan, víctimas todos ellos de alucinaciones en algún momento de su vida.

Pero las alucinaciones no son fenómenos negativos sino positivos, y constituyen, de hecho, una de las mejores ventanas que poseemos para asomarnos a la complejidad de los circuitos cerebrales y a la forma en que éstos nos muestran la realidad o, a veces, crean la suya propia.

Oliver Sacks vuelve a hacer gala de su singular talento como narrador, su sentido del humor y su inmensa cultura para plantear cuestiones que ponen en entredicho nuestra percepción del mundo y, muchas veces, nuestra propia identidad. Desde las visiones religiosas y su explicación fisiológica hasta el uso de drogas psicodélicas como puerta a una percepción interior que los sentidos nos niegan, los relatos del doctor Sacks van más allá del mero historial médico y constituyen una auténtica historia cultural de la percepción, un estudio antropológico de una supuesta anormalidad que no es, en el fondo, más que el reverso de lo que normalmente conocemos como realidad.

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Información

Año
2013
ISBN
9788433934475
Categoría
Antropología

1. MULTITUDES SILENCIOSAS: EL SÍNDROME DE CHARLES BONNET

Un día de finales de noviembre de 2006, recibí una llamada de emergencia de una residencia de ancianos en la que trabajo. Uno de los residentes, Rosalie, una mujer de más de noventa años, de repente había empezado a ver cosas, a tener extrañas alucinaciones que parecían extraordinariamente reales. Las enfermeras habían llamado al psiquiatra para que la visitara, pero también se preguntaban si el problema no podría ser de origen neurológico: Alzheimer, quizá, o una apoplejía.
Cuando llegué y la saludé, me sorprendió comprobar que Rosalie estaba totalmente ciega, algo que las enfermeras no me habían mencionado. Aunque llevaba años sin ver nada, ahora «veía» cosas justo delante de ella.
«¿Qué tipo de cosas?», pregunté.
«¡Gente que lleva vestidos orientales!», exclamó ella. «Con telas drapeadas; suben y bajan escaleras..., un hombre que se vuelve hacia mí y sonríe, pero en un lado de la boca tiene los dientes enormes. También veo animales. Veo una escena con un edificio blanco, y está nevando: una nieve blanca, que se arremolina. Veo un caballo (no es un caballo bonito, es un caballo de labor) con un arnés, quitando la nieve..., pero cambia sin cesar... Ahora veo muchos niños; suben y bajan las escaleras. Llevan colores vivos: rosa, azul..., como un vestido oriental.»
Llevaba varios días viendo estas escenas.
En el caso de Rosalie, observé que (al igual que ocurre con muchos otros pacientes) mientras alucinaba tenía los ojos abiertos, y aunque no podía ver nada, sus ojos se movían de aquí para allá, como si de hecho estuviera mirando algo. Fue lo primero que llamó la atención de las enfermeras. Ese gesto de mirar o escudriñar no ocurre con las escenas imaginadas; casi todo el mundo, cuando visualiza o se concentra en sus imágenes internas, tiende a cerrar los ojos o a poner una mirada abstraída, como si no observara nada en particular. Como pone de manifiesto Colin McGinn en su libro Mindsight, nadie espera descubrir nada sorprendente o novedoso en sus propias imágenes, mientras que las alucinaciones pueden estar llenas de sorpresas. A menudo son mucho más detalladas que las imágenes, y reclaman que se las inspeccione y estudie.
Rosalie dijo que sus alucinaciones se parecían más «a una película» que a un sueño; y al igual que una película, a veces le fascinaban y otras le aburrían («todo ese subir y bajar, tanta vestimenta oriental»). Iban y venían, y parecían no tener nada que ver con ella. Eran imágenes mudas, y la gente no parecía fijarse en ella. Aparte de ese misterioso silencio, las figuras parecían bastante sólidas y reales, aunque a veces tenían sólo dos dimensiones. Pero ella nunca había experimentado nada parecido, así que no podía dejar de preguntarse si se estaba volviendo loca.
Interrogué concienzudamente a Rosalie, pero no descubrí nada que sugiriera confusión o delusión. Al examinar sus ojos con un oftalmoscopio, pude ver el desastroso estado de sus retinas, pero ninguna otra dolencia. Desde el punto de vista neurológico, su estado era completamente normal: se trataba de una anciana de carácter decidido y muy vigorosa para sus años. La tranquilicé acerca del estado de su cerebro y su mente; la verdad es que parecía bastante cuerda. Le expliqué que sus alucinaciones, aunque parezca mentira, no son infrecuentes en personas ciegas o con la vista dañada, y que no se trata de visiones «psiquiátricas», sino de una reacción del cerebro a la pérdida de la visión. Padecía algo que se conoce como el síndrome de Charles Bonnet.
Rosalie asimiló la información y dijo que no comprendía por qué había comenzado a tener alucinaciones ahora, después de varios años de ceguera. Pero quedó muy contenta y tranquila después de que le dijera que sus alucinaciones representaban una enfermedad identificada que incluso tenía nombre. Se incorporó y dijo: «Dígaselo a las enfermeras..., que padezco el síndrome de Charles Bonnet.» A continuación me preguntó: «Por cierto, ¿quién era ese tal Charles Bonnet?»
Charles Bonnet fue un naturalista suizo del siglo XVIII cuyas investigaciones cubrieron campos muy variados, desde la entomología hasta la reproducción y regeneración de los pólipos y otros animálculos. Cuando de resultas de una enfermedad ocular ya no pudo seguir utilizando su amado microscopio, se pasó a la botánica –llevó a cabo experimentos pioneros de fotosíntesis–, luego a la psicología, y finalmente a la filosofía. Cuando se enteró de que su abuelo Charles Lullin había comenzado a tener «visiones» a medida que le fallaba la vista, Bonnet le pidió que le dictara lo que veía con todo detalle.
En su libro de 1690 Ensayo sobre el entendimiento humano, John Locke expuso la idea de que la mente es una tabla rasa hasta que recibe información de los sentidos. Este «sensacionalismo», como lo llamó, se hizo muy popular entre los filósofos y racionalistas del siglo XVIII, Bonnet entre ellos. Bonnet también concebía el cerebro como «un órgano de composición intrincada, o más bien, un conjunto de diferentes órganos». Todos estos diferentes «órganos» poseían su función diferenciada. (Esta concepción modular del cerebro resultó radical en la época, pues el cerebro sigue siendo ampliamente considerado como indiferenciado y uniforme en su estructura y función.) Así fue como Bonnet atribuyó las alucinaciones de su abuelo a una continuada actividad en lo que, postuló, eran partes visuales del cerebro: una actividad que ahora se basaba en la memoria, ya que no podía basarse en la sensación.
Bonnet –que posteriormente experimentó alucinaciones semejantes cuando su vista decayó– publicó un breve relato de las experiencias de Lullin en su libro de 1760 Essai analytique sur les facultés de l’âme, dedicado a considerar la base fisiológica de diversos sentidos y estados mentales, pero el relato original de Lullin, que ocupaba dieciocho páginas de un cuaderno, estuvo perdido durante casi ciento cincuenta años, y sólo salió a la luz a principios del siglo XX. Douwe Draaisma ha traducido recientemente el relato de Lullin, incluyéndolo en una detallada historia del síndrome de Charles Bonnet en su libro Dr. Alzheimer, supongo.1
Contrariamente a Rosalie, Lullin no había perdido la vista del todo, y sus alucinaciones se superponían a lo que veía en el mundo real. Draaisma resumió el relato de Lullin:
A partir de febrero de 1758, empezó a ver objetos extraños que flotaban en su campo visual. Todo comenzó con algo que asemejaba un pañuelo azul, con un circulito amarillo en cada esquina. (...) El pañuelo seguía los movimientos de su mirada: allí donde mirara, ya fuera una pared, su cama o un tapiz, el pañuelo se colocaba delante y tapaba los objetos corrientes de la habitación. Lullin estaba perfectamente lúcido y en ningún momento pensó que de verdad hubiera un pañuelo azul. (...) Un buen día de agosto, Lullin recibió la visita de dos de sus nietas. Sentado en su sillón frente a la chimenea, ellas tomaron asiento a su lado derecho. Del lado izquierdo llegaron caminando dos hombres jóvenes; ambos lucían unos preciosos abrigos en rojo y gris, sus sombreros ribeteados con galón de plata. «¡Qué caballeros tan apuestos os acompañan!», les dijo a sus nietas, «¿por qué no me avisasteis de que vendrían?» Ellas le juraron que no veían nada. Al igual que el pañuelo, poco después los dos hombres se desvanecieron sin dejar rastro. En las semanas siguientes muchas personas imaginarias vinieron a visitarle, todas ellas damas con peinados muy elegantes, algunas incluso traían una cajita en la cabeza. (...)
Poco tiempo después, Lullin, de pie frente a la ventana, vio llegar un carruaje que se detuvo frente a la casa de los vecinos. Para su sorpresa, vio cómo el carruaje crecía hasta alcanzar el canalón del tejado, a nueve metros de altura, todo en su debida proporción. (...)
La variedad de las imágenes sorprendía a Lullin: a veces veía una nube de puntitos que de repente se transformaba en una bandada de palomas o en un grupo de mariposas revoloteantes. O veía flotar en el aire una rueda giratoria, de las que se usaban en las grúas. En otra ocasión, mientras paseaba por la ciudad se había asombrado al ver unos andamios gigantescos; al llegar a casa vio los mismos andamios montados en su habitación, pero en miniatura, a lo sumo de un metro de altura. [Traducción de Nathalie Schwan.]
Tal como descubrió Lullin, las alucinaciones del síndrome de Charles Bonnet iban y venían; las suyas duraron unos meses y después desaparecieron para siempre.
En el caso de Rosalie, sus alucinaciones remitieron a los pocos días, tan misteriosamente como habían aparecido. Casi un año después, sin embargo, recibí otra llamada telefónica de las enfermeras diciéndome que Rosalie se encontraba «en un estado terrible». Las primeras palabras que pronunció Rosalie al verme fueron: «De manera repentina, surgiendo de un cielo azul y despejado, el Charles Bonnet ha regresado con una fuerza insólita.» Me relato cómo unos días antes «unas figuras habían comenzado a caminar a su alrededor; la habitación parecía abarrotada. Las paredes se convirtieron en enormes puertas; cientos de personas comenzaron a entrar. Las mujeres iban muy bien emperifolladas, con hermosos sombreros verdes y pieles adornadas con oro; pero los hombres eran aterradores: grandes, amenazantes, con aspecto poco respetable, desaliñados, y movían los labios como si hablaran».
En aquel momento, a Rosalie las visiones le parecieron totalmente reales. Casi había olvidado haber padecido el síndrome de Charles Bonnet. Me dijo: «Estaba tan asustada que chillaba y chillaba: “¡Sacadlos de mi habitación, abrid las puertas! ¡Sacadlos y luego cerrad las puertas!”» Oyó que una enfermera decía de ella: «No está en su sano juicio.»
Tres días más tarde, Rosalie me dijo: «Creo que sé qué ha vuelto a provocarlas.» Añadió que los primeros días de aquella semana habían sido muy tensos y agotadores. Había llevado a cabo un largo y caluroso trayecto hasta Long Island para ver a un especialista gastrointestinal, y por el camino había sufrido una fea caída hacia atrás. Había llegado con muchas horas de retraso, conmocionada, deshidratada y casi al borde del colapso. La habían acostado y se había sumido en un sueño profundo. A la mañana siguiente, nada más despertar experimentó aterradoras visiones de gente irrumpiendo en su habitación a través de las paredes que duraron treinta y seis horas. A continuación se sintió un poco mejor y comprendió qué le estaba ocurriendo. En aquel momento le ordenó a un joven voluntario que buscara información del síndrome de Charles Bonnet en internet y entregara copias a las enfermeras, para que éstas supieran qué le ocurría.
Durante los días siguientes, sus visiones eran mucho más débiles y cesaban del todo mientras hablaba con alguien o escuchaba música. Sus alucinaciones se habían vuelto «más tímidas», dijo, y ahora sólo tenían lugar por la noche, si se sentaba en silencio. Me acordé del pasaje de En busca del tiempo perdido en el que Proust menciona las campanas de la iglesia de Combray, cuyo sonido parecía apagado durante el día, y que sólo se oían cuando el alboroto y el estruendo del día se apagaban.
Antes de 1990 el síndrome de Charles Bonnet se consideraba poco común: sólo un puñado de historiales en la literatura médica.1 Eso me pareció extraño, pues tras haber trabajado en residencias de ancianos durante más de treinta años, había visto algunos casos de pacientes ciegos o casi ciegos con alucinaciones visuales complejas del tipo Charles Bonnet (al igual que había visto algunos pacientes sordos o casi sordos con alucinaciones auditivas, y más a menudo musicales). Me pregunté si ese síndrome no sería mucho más corriente de lo que parece indicar la literatura médica. Estudios recientes han confirmado que así es, aunque el síndrome de Charles Bonnet sigue siendo poco reconocido, incluso por los médicos, y casi todo parece indicar que muchos o la mayoría de los casos no se diagnostican o se diagnostican mal. Robert Teunisse y sus colegas, al estudiar en Holanda una población de casi seiscientos pacientes ancianos con problemas visuales, descubrieron que casi el 15 % de ellos sufría alucinaciones complejas –de personas, animales o escenas– y que hasta el 80 % sufría alucinaciones simples: formas y colores, a veces dibujos, pero no formaban imágenes o escenas.
Probablemente, casi todos los casos del síndrome de Charles Bonnet se quedan en ese nivel elemental de colores y formas sencillos. Los pacientes que sufren alucinaciones simples (y quizá transitorias o esporádicas) de este tipo puede que no se fijen demasiado o no se acuerden de informar al médico cuando lo visitan. Pero algunas personas sufren alucinaciones geométricas persistentes. Una mujer mayor con degeneración macular, al enterarse de mi interés por esa cuestión, me relató que los primeros dos años que padeció problemas visuales, vio
una gran mancha de luz que daba vueltas y a continuación desaparecía, seguida de una bandera de colores muy nítida (...) parecía exactamente igual que la bandera inglesa. De dónde salió, no lo sé (...) En los últimos meses he estado viendo hexágonos, a menudo hexágonos de color rosa. Al principio había también líneas enmarañadas dentro de los hexágonos, y otras bolitas de color, amarillas, rosas, lavandas y azules. Ahora sólo son hexágonos negros, exactamente igual que azulejos de cuarto de baño.1
Mientras que casi todos los que padecen el síndrome son conscientes de que están alucinando (a menudo a causa de la mismísima incongruencia de sus alucinaciones), algunas alucinaciones podrían ser verosímiles y en contexto, como los «apuestos caballeros» que acompañaban a las nietas de Lullin, y éstas, al menos al principio, se podrían ver como algo real.2
Con alucinaciones más complejas, es habitual ver caras, aunque casi nunca son conocidas. En unas memorias inéditas, David Stewart lo describió así:
Tuve otra alucinación. (...) Esta vez eran caras, y la más prominente era la de un hombre que tenía pinta de fornido capitán de barco. No era Popeye, pero por ahí andaba. Llevaba una gorra azul con una visera negra reluciente. Tenía la cara gris, las mejillas bastante mofletudas, ojos vivos y una nariz como de patata. Era una cara que no había visto nunca. No era una caricatura, y parecía enormemente viva, alguien a quien, pensé, a lo mejor me gustaría conocer. Me miraba con una expresión benévola, impasible, y totalmente indiferente.
El fornido capitán de barco, observó Stewart, apareció mientras escuchaba una biografía en audiolibro de George Washington, que incluía una referencia a algunos marineros. También mencionó que tuvo una alucinación «que era casi una réplica de un cuadro de Brueghel que vi una vez, y sólo una vez, en Bruselas», y otra de un carruaje que podría haber pertenecido a Samuel Pepys poco después de haber leído una biografía de éste.
Mientras que algunas caras alucinatorias, como la del capitán de barco de Stewart, parecen coherentes y verosímiles, otras pueden estar tremendamente deformadas o compuestas, a veces, de fragmentos: una nariz, parte de una boca, un ojo, una enorme mata de pelo, todo ello yuxtapuesto, al parecer de cualquier manera.
A veces la gente que padece el síndrome de Charles Bonnet sufre alucinaciones de letras, líneas impresas, notas musicales números u otras notaciones. Para estas visiones se utiliza el término general de «alucinaciones de texto», aunque, en su mayor parte, lo que se ve no puede leerse ni interpretarse, y existe la posibilidad de que sea absurdo. Dorothy S., una persona con la que me escribo, lo mencionó como una de sus muchas alucinaciones del síndrome:
Y luego están las palabras. No pertenecen a ningún lenguaje conocido; algunas no tienen vocales, otras tienen demasiadas: «skeeeekkseegsky». Me resulta difícil distinguirlas, pues se mueven de un lado a otro y también avanzan y retroceden. (...) A veces atisbo una parte de mi nombre, o una versión de él: «Doro» o «Dorthoy».
En ocasiones el texto posee una relación evidente con la experiencia, como ocurría con un hombre que me escribió que cada año veía letra...

Índice

  1. Portada
  2. INTRODUCCIÓN
  3. 1. MULTITUDES SILENCIOSAS: EL SÍNDROME DE CHARLES BONNET
  4. 2. EL CINE DEL PRESO: PRIVACIÓN SENSORIAL
  5. 3. UNOS POCOS NANOGRAMOS DE VINO: OLORES ALUCINATORIOS
  6. 4. OÍR COSAS
  7. 5. LAS ILUSIONES DEL PARKINSONISMO
  8. 6. ESTADOS ALTERADOS
  9. 7. ESTRUCTURAS: MIGRAÑAS VISUALES
  10. 8. LA ENFERMEDAD «SAGRADA»
  11. 9. BISECADO: ALUCINACIONES EN LA MITAD DEL CAMPO VISUAL
  12. 10. DELIRIOS
  13. 11. EN EL UMBRAL DEL SUEÑO
  14. 12. NARCOLEPSIA Y ARPÍAS NOCTURNAS
  15. 13. LA MENTE OBSESIONADA
  16. 14. «DOPPELGÄNGERS»: ALUCINACIONES DE UNO MISMO
  17. 15. FANTASMAS, SOMBRAS Y ESPECTROS SENSORIALES
  18. AGRADECIMIENTOS
  19. BIBLIOGRAFÍA
  20. AGRADECIMIENTOS POR LOS PERMISOS DE REPRODUCCIÓN DE TEXTOS
  21. Créditos
  22. Notas