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1919; Arthur Eddington afirma que la teoría de la gravedad de Newton debe ser declarada falsa y sustituida por la que propugna Albert Einstein: la de la relatividad general. Sus conjeturas sólo están al alcance de tres personas, le asegura Ludwik Silberstein a Eddington, que, ante el silencio de su colega, añade «No sea modesto, Eddington» sólo para encontrarse con una réplica tan inesperada como reveladora: «Todo lo contrario; estoy tratando de imaginar quién puede ser esa tercera persona.» Así arranca La teoría perfecta; situándose al inicio del largo camino recorrido por la hipótesis einsteiniana como punta de lanza de una de las revoluciones epistemológicas más relevantes del siglo XX. Y es que entender la teoría de la relatividad equivale «a comprender la historia del universo, el origen del tiempo y la evolución de todas las estrellas y galaxias del cosmos». Para que la entendamos, Ferreira nos cuenta un relato que cautiva: uno que empieza en 1907, con Einstein perfilando su teoría en horas arrancadas a su rutinario trabajo en la oficina de patentes de Berna, y que pronto se convierte en una convulsa y accidentada carrera de relevos poblada de experimentos y refutaciones, trabajos colaborativos y enfrentamientos científicos, errores de cálculo e iluminadoras enmiendas. Una carrera donde se entrecruzan historia, biografía y anécdota, ciencia y política y guerra y religión, con un reparto coral: Eddington y sus trabajos sobre la curvatura de la luz; Friedman y Lemaître, que llevaron las conjeturas de Einstein más allá de lo que el propio Einstein estaba dispuesto a llevarlas; Hubble y su demostración de la expansión del universo; los agujeros negros de Oppenheimer y la radiación que de ellos predijo que emergería Hawking. Todos comparecen aquí, hitos en una historia cuya construcción nos revela las virtudes de Pedro G. Ferreira: su firme, vivaz pulso narrador; su equilibrio compositivo; su didactismo nada condescendiente, que no renuncia a la complejidad. Adictiva como la mejor de las novelas, con la ambición épica de los genios del siglo capturado entre sus páginas, La teoría perfecta hace honor al adjetivo de su título; he aquí una guía para atisbar, entre las turbulencias del presente mutable de la física, las rutas que nos llevarán más allá, más lejos, hacia el futuro.

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Información

Año
2015
ISBN
9788433935694
Categoría
Literatura

1. SI UNA PERSONA SE HALLARA EN CAÍDA LIBRE

En el otoño de 1907, Albert Einstein se vio obligado a trabajar sometido a un gran estrés. Se le había invitado a presentar en el Jahrbuch der Radioaktivität und Elektronik la versión revisada y definitiva de su teoría de la relatividad. Aquello suponía un verdadero desafío, puesto que debía resumir un importante volumen de trabajo en muy poco tiempo, circunstancia que además se veía agravada por el hecho de que únicamente podía hacerlo en sus ratos libres. Entre las ocho de la mañana y las seis de la tarde, de lunes a sábado, Einstein desarrollaba su jornada laboral en la Oficina Federal de Patentes de Berna, sita en el edificio de correos y telégrafos recientemente construido en esa localidad suiza, dedicándose a examinar meticulosamente un montón de planos para la fabricación de un conjunto de artilugios eléctricos que pretendían ser el último grito en la materia, tratando de comprender si realmente presentaban algún mérito. El jefe de Einstein se lo había advertido con toda claridad: «Cuando te ocupes de una solicitud de patente, piensa que todo cuanto dice el inventor es erróneo», y desde luego Einstein se había tomado muy en serio la indicación. No tenía más remedio que aparcar durante buena parte del día las notas y los cálculos de sus propias teorías y descubrimientos al segundo cajón del escritorio, al que solía denominar sarcásticamente su «departamento de física teórica».
La revisión final de la relatividad general debía sintetizar el triunfal maridaje que había conseguido efectuar entre la antigua mecánica de Galileo Galilei e Isaac Newton y las nuevas tesis sobre la electricidad y el magnetismo de Michael Faraday y James Clerk Maxwell. Aquel trabajo podía explicar buena parte de las cosas extrañas que Einstein había descubierto pocos años antes, como el doble hecho de que los relojes se ralentizaran si se los ponía en movimiento y de que los objetos se encogiesen al verse sometidos a una aceleración. Debería dar cuenta de la peculiar y mágica fórmula que había ideado para mostrar que la masa y la energía eran intercambiables y que no había nada que pudiera moverse a mayor velocidad que la luz. Aquella revisión de su principio de la relatividad habría de señalar que la práctica totalidad de la física debía regirse por un nuevo conjunto de reglas comunes a la generalidad de la disciplina.
En 1905 Einstein había redactado, en el breve plazo de unos cuantos meses, una serie de artículos científicos que ya habían comenzado a transformar la física. En ese arranque de inspiración había indicado que la luz se comportaba como si estuviera compuesta por varios haces de energía, de forma muy similar a las partículas de materia. También había mostrado que la nerviosa y caótica deriva de los granos de polen y polvo que giraban arremolinadamente en un recipiente lleno de agua podía ser consecuencia del movimiento turbulento de las moléculas del líquido, que vibraban y entrechocaban. Y se había atrevido a abordar asimismo un problema que llevaba casi medio siglo atormentando a los físicos: el relacionado con la circunstancia de que las leyes de la física parecieran operar de manera diferente en función del modo en que se las contemplara. Con su principio de la relatividad, él había logrado conciliar esas diferencias.
Todos aquellos descubrimientos constituían un logro impactante y Einstein los había realizado, uno tras otro, sin dejar de trabajar como humilde especialista en patentes de la oficina de patentes de Berna, dedicado a pasar por el tamiz las últimas derivaciones científicas y tecnológicas del momento. En 1907 seguía ocupando el mismo cargo, sin haberse internado todavía en el egregio universo académico que parecía mostrarse esquivo a sus avances. De hecho, para ser alguien que acababa de reescribir algunas de las leyes fundamentales de la física, Einstein presentaba un perfil francamente deslucido. Durante los nada impresionantes estudios superiores que había cursado en el Instituto Politécnico de Zúrich, Einstein adquiriría la costumbre de saltarse las clases que no le interesaban, contrariando justamente a las personas que más podrían haber nutrido su genial cerebro. Uno de sus profesores le dijo en una ocasión: «Eres un muchacho muy inteligente [...]. Pero tienes un gran defecto: nunca dejas que nadie te diga nada.» En otra ocasión, al impedirle su director de estudios que trabajara en un tema que el propio Einstein había elegido, el disgustado alumno le entregó un trabajo final mediocre, por el que obtuvo una nota tan baja que le resultó imposible conseguir que alguna de las universidades a las que había decidido enviar una solicitud le concediera el puesto de ayudante al que aspiraba.
Desde que en 1900 obtuviera su licenciatura hasta 1902, fecha en la que acabó aterrizando en la oficina de patentes, la carrera de Einstein fue una sucesión de fracasos. Por si fuera poco, un año después se agravaría su frustración al ser rechazada la tesis doctoral que había remitido en 1901 a la Universidad de Zúrich. En su propuesta de investigación, Einstein se había empeñado en derribar algunas de las ideas expuestas por Ludwig Boltzmann, uno de los grandes físicos teóricos de finales del siglo XIX. El inconformismo iconoclasta de Einstein no se veía con buenos ojos. Tendría que esperar hasta 1905, año en el que presentó uno de sus mágicos proyectos, «Una nueva determinación de las dimensiones moleculares», para obtener finalmente el grado de doctor. Einstein, haciendo gala de unas recién descubiertas facultades diplomáticas, diría poco después que el título «facilita de manera considerable las relaciones personales».
Mientras Einstein se esforzaba en salir adelante, su amigo Marcel Grossmann se dirigía a toda velocidad a su anhelada meta de convertirse en un prestigioso profesor. Persona con dotes de organización, aplicada y muy apreciada por sus tutores, fue Grossmann quien evitó que Einstein descarrilara en su época estudiantil gracias a haber compartido con él los detallados e inmaculados apuntes de las clases lectivas. Al ser compañeros de estudios en Zúrich, Grossmann se hizo íntimo de Einstein y de la futura esposa de éste, Mileva Marić, y se graduaron los tres el mismo año. A diferencia de la de Einstein, la carrera de Grossmann había progresado sin contratiempos desde que se licenció. Fue nombrado ayudante en Zúrich y obtuvo el doctorado en 1902. Tras dedicarse durante un breve período a dar clases en distintos institutos, Grossmann consiguió un puesto de profesor de geometría descriptiva en la Eidgenössische Technische Hochschule (conocida como ETH), o Escuela Politécnica Federal de Zúrich. Einstein ni siquiera había conseguido que le asignaran el cargo de maestro de escuela. Había tenido que mediar una recomendación del padre de Grossmann a un conocido –el director de la oficina de patentes de Berna– para que Einstein consiguiera finalmente un trabajo como especialista en patentes.
El empleo de Einstein en aquella oficina de patentes fue una bendición. Tras varios años de inestabilidad económica en los que se había visto obligado a depender de los ingresos de su padre, podía al fin casarse con Mileva y fundar una familia en Berna. La relativa monotonía de la oficina de patentes, con sus tareas claramente definidas y una total ausencia de distracciones, parecía el entorno ideal para que Einstein se dedicara a pensar a fondo. Apenas necesitaba unas cuantas horas para realizar las labores que se le asignaban cada día, lo que le dejaba tiempo para concentrarse en sus rompecabezas. Sentado en su pequeño escritorio de madera, y no disponiendo más que de unos cuantos libros y de los artículos de su «departamento de física teórica», Einstein se entregaba interiormente a la realización de toda suerte de comprobaciones. Por medio de aquellos experimentos mentales (o gedankenexperimenten como se los denomina en alemán), el joven físico imaginaba situaciones y artificios que le permitían explorar las leyes físicas a fin de averiguar de qué modo podrían desarrollarse sus hipótesis en el mundo real. A falta de un laboratorio de verdad, procedía a escenificar en su fuero interno toda una serie de estrategias cuidadosamente elaboradas, representándose distintos acontecimientos que después examinaba con el máximo detalle. Una vez obtenidos los resultados de tales experimentos, Einstein se dio cuenta de que disponía de los conocimientos matemáticos justos para confiar sus ideas al papel, y elaboró así un puñado de joyas exquisitamente labradas que acabarían variando en última instancia el rumbo de la física.
Los directivos de la oficina de patentes estaban satisfechos con el trabajo que realizaba Einstein, así que le ascendieron y le nombraron Experto de clase II, pese a que siguieran desconociendo la creciente reputación de su empleado. En 1907, fecha en la que el físico alemán Johannes Stark le solicitó que redactara un artículo, «El principio de la relatividad y sus consecuencias», Einstein continuaba sacando adelante un cupo diario de patentes. Le dieron dos meses de plazo para escribir el artículo, tiempo en el que comprendió que su principio de la relatividad estaba incompleto. Si quería que su teoría adquiriera una dimensión auténticamente general iba a tener que revisarla de arriba abajo.
El texto publicado en el Jahrbuch der Radioaktivität und Elektronik debía ofrecer un resumen del principio de relatividad originalmente expuesto por Einstein. Dicho principio afirma que las leyes de la física han de presentar el mismo aspecto en todo sistema de referencia inercial. La idea básica subyacente al principio no era nueva, pues la verdad es que hacía ya varios siglos que había sido formulada.
Las leyes de la física y de la mecánica son en realidad una serie de reglas que indican de qué modo se mueven las cosas, o cómo aceleran o se ralentizan al verse sometidas a los efectos de una o más fuerzas. En el siglo XVII, el físico y matemático inglés Isaac Newton estableció un conjunto de leyes para justificar la forma en que los objetos responden a la aplicación de fuerzas mecánicas. Las leyes del movimiento que él formuló explican de manera sistemática y coherente lo que sucede cuando chocan dos bolas de billar, cuando una bala sale disparada por el cañón de un arma de fuego, o cuando se lanza una pelota al aire.
Un sistema de referencia inercial define un marco que se mueve con una velocidad constante. Si está usted leyendo estas líneas en un lugar en situación estacionaria, como el confortable sillón de su sala de estar o la mesa de una cafetería, se halla usted en un sistema inercial. Otro ejemplo clásico es el de un tren con las ventanillas cerradas que se mueve sin sobresaltos a gran velocidad. Si se sitúa usted en su interior, y una vez que el tren haya adquirido la velocidad de crucero, no habrá forma de determinar si el convoy se mueve o no. En principio resulta imposible decir cuál es la diferencia que media entre dos sistemas inerciales dados, aun en el caso de que uno se mueva muy rápidamente y de que el otro se encuentre en reposo. Si realizamos un experimento en un sistema inercial, procediendo a medir las fuerzas que actúan sobre un determinado objeto, obtendremos el mismo resultado que en cualquier otro sistema inercial. Las leyes de la física son idénticas, con independencia del marco de referencia en que situemos la observación.
El siglo XIX alumbró un conjunto de leyes completamente nuevo en el que se entrelazaron dos fuerzas fundamentales: la electricidad y el magnetismo. A primera vista, se diría que son dos fenómenos distintos. Podemos constatar sendas manifestaciones de la electricidad en las bombillas que alumbran nuestro hogar o en los relámpagos que iluminan el cielo, mientras que el magnetismo se nos presenta en forma de los imanes que dejamos adheridos al frigorífico o en la atracción que el Polo Norte ejerce en la aguja de la brújula. El físico escocés James Clerk Maxwell mostró que estas dos fuerzas pueden concebirse como expresiones distintas de una misma fuerza subyacente, el electromagnetismo, dándose la circunstancia de que el modo en que se perciba su acción depende del modo en que se esté moviendo el observador. Una persona que se halle sentada junto a los polos de un imán percibirá los efectos del magnetismo, pero no apreciará ninguna electricidad. Sin embargo, si un sujeto pasa a toda velocidad al lado de ese mismo imán no sólo podrá percibir el magnetismo, sino también una mínima cantidad de electricidad. Maxwell unificó ambas fuerzas, dando lugar a una sola que se comporta de forma equivalente sea cual sea la posición que ocupe el observador o la velocidad que lleve.
Si intentamos combinar las leyes que Newton enunció acerca del movimiento con las leyes de Maxwell sobre el electromagnetismo comprobaremos que surgen problemas. Si el mundo obedece realmente a ambos conjuntos de leyes resultaría en principio posible construir un instrumento a base de imanes, cables y poleas que no percibiera fuerza alguna en un determinado sistema inercial pero se revelara capaz de registrar fuerzas en otro sistema inercial, quebrantándose de ese modo la regla de que los sistemas inerciales han de resultar indistinguibles entre sí. Las leyes de Newton y las leyes de Maxwell parecen ser por tanto recíprocamente incompatibles. Einstein quería eliminar estas «asimetrías» presentes en las leyes físicas.
En los años inmediatamente conducentes a los trabajos que publicó en 1905, Einstein concibió su conciso principio de la relatividad por medio de toda una serie de experimentos mentales dirigidos específicamente a resolver dicho problema. Sus tanteos mentales culminaron en la formulación de dos postulados. El primero era simplemente una nueva manera de enunciar el principio y decía lo siguiente: las leyes de la física han de presentar el mismo aspecto en todo sistema inercial. El segundo postulado era de carácter más radical: en cualquier sistema inercial, la velocidad de la luz tiene invariablemente un mismo valor, siendo éste de 299.792 kilómetros por segundo. Dichos postulados podían emplearse para ajustar las leyes del movimiento y la mecánica de Newton de forma que, al combinarse con las leyes de Maxwell sobre el electromagnetismo, los sistemas inerciales continuaran siendo totalmente indistinguibles entre sí. No obstante, el nuevo principio de la relatividad de Einstein produciría al mismo tiempo unos resultados inesperados.
El segundo postulado de Einstein exigía realizar algunos ajustes en las leyes de Newton. En el universo newtoniano clásico, la velocidad es aditiva. La luz que emite el foco delantero de un tren que avanza a toda velocidad se mueve con mayor rapidez que la luz que parte de una fuente estacionaria. En el universo de Einstein esto deja de ser así. Lo que sucede en cambio es que la velocidad de la luz topa con un límite cósmico situado en 299.792 kilómetros por segundo. Ni siquiera el más potente de los cohetes conseguiría romper esa barrera. Sin embargo, lo que sucede después es de lo más extraño. Así, por ejemplo, una persona que viajara en un tren que estuviera desplazándose a una velocidad próxima a la de la luz envejecería más lentamente de lo normal si fuera observado por alguien que, situado en una plataforma estática, contemplara el paso del tren. Además, el tren parecería más corto si se estuviera moviendo que si se hallara en reposo. El tiempo se dilata y el espacio se contrae. Estos extraños fenómenos son señales de que ocurre algo de mucho mayor calado: en el mundo de la relatividad, el tiempo y el espacio no sólo se hallan entrelazados sino que resultan intercambiables.
Con su principio de la relatividad, Einstein parecía haber simplificado la física, aunque con insólitas consecuencias. Sin embargo, en el otoño de 1907, esto es, en la época en la que Einstein se disponía a escribir en el Jahrbuch der Radioaktivität und Elektronik, tuvo que admitir que, a pesar de que su teoría parecía funcionar correctamente, lo cierto es que todavía no estaba completa. La teoría de la gravedad de Newton no encajaba en la representación einsteiniana de la relatividad.
Antes de que Albert Einstein diera señales de vida, Isaac Newton era una especie de deidad indiscutida en el mundo de la física. Se consideraba que los trabajos de Newton constituían el más pasmoso logro del pensamiento moderno. A finales del siglo XVII, Newton había conseguido unificar en una sencilla ecuación tanto la fuerza de la gravedad que opera en lo extremadamente pequeño como la que actúa en lo inmensamente grande. Gracias a ella resultaba posible explicar a un tiempo el cosmos y la vida cotidiana.
La ley de la atracción universal de Newton, o «ley de la inversa del cuadrado», es tan simple como la que más. Sostiene que la atracción gravitatoria que se da entre dos objetos es directamente proporcional a la masa de cada objeto e inversamente proporcional al cuadrado de su distancia. Por consiguiente, si doblamos la masa de uno de los objetos, se duplica también la atracción gravitatoria. Y si multiplicamos por dos la distancia que media entre dos objetos, la atracción resultante es cuatro veces menor. Durante dos siglos, la ley de Newton no dejó de arrojar dividendos, explicando toda clase de fenómenos físicos. Reveló ser de lo más espectacular, no sólo por explicar las órbitas de los planetas conocidos, sino también por predecir la existencia de otros nuevos.
A finales del siglo XVIII comenzaron a surgir pruebas de que la órbita del planeta Urano daba muestras de una misteriosa oscilación. Conforme los astrónomos fueron reuniendo una gran cantidad de observaciones sobre la órbita de Urano lograron cartografiar poco a poco, y con una precisión creciente, la trayectoria descrita por dicho planeta en el espacio. La predicción de la órbita de Urano no era en modo alguno un ejercicio sencillo. Obligaba a los científicos a emplear la ley de la gravedad de Newton para tratar de averiguar qué influencia ejercían en el movimiento de Urano los planetas de sus alrededores, dándole un empujoncito aquí y allá y determinando que la órbita en cuestión se revelara ligeramente más complicada cada vez. Los astrónomos y los matemáticos publicaban después las órbitas calculadas en forma de un conjunto de tablas susceptibles de predecir en qué punto del firmamento debería encontrarse Urano, o cualquier otro planeta, en un día y un año específicos. Y cuando comparaban estas predicciones con las ulteriores observaciones de la posición real de Urano constataban invariablemente la existencia de una discrepancia que no alcanzaban a explicarse.
El astrónomo y matemático francés Urbain Le Verrier era particularmente ducho en calcular las órbitas celestes y había establecido las órbitas de varios planetas del sistema solar. Al centrar su atención en Urano, dio por sentado desde un principio que la teoría de Newton era perfectamente correcta, dado lo bien que había funcionado en el caso de los demás planetas. Supuso que, siendo intachable la teoría de Newton, la única posibilidad que quedaba era postular que había algo en el espacio que no se había tenido en cuenta. Y de este modo, Le Verrier daría el intrépido paso de predecir la existencia de un nuevo e imaginario planeta con el que generó una tabla astronómica propia. Para inmensa alegría suya, Gottfried Galle, un astrónomo alemán que residía en Berlín, apuntó con su telescopio en la dirección que indicaban las tablas de Le Verrier y descubrió en su campo de visión el centelleo de un gran planeta ignorado. Así se lo explicaría Galle en la carta que envió a Le Verrier: «Monsieur, el planeta cuya posición indicaba usted existe realmente.»
Le Verrier había llevado la teoría de Newton más lejos que cualquiera de sus predecesores y no dejaría de ser recompensado por su audacia, ya que Neptun...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo
  3. 1. Si una persona se hallara en caída libre
  4. 2. El más precioso de los descubrimientos
  5. 3. Las matemáticas son correctas, pero la física es abominable
  6. 4. La implosión de las estrellas
  7. 5. Un completo chiflado
  8. 6. Días de radio
  9. 7. Las ocurrencias de Wheeler
  10. 8. Singularidades
  11. 9. Problemas de unificación
  12. 10. Observar la gravedad
  13. 11. El universo oscuro
  14. 12. El fin del espacio-tiempo
  15. 13. Una extrapolación espectacular
  16. 14. Algo está a punto de ocurrir
  17. Notas
  18. Bibliografía
  19. Agradecimientos
  20. Créditos
  21. Notas