Otra vuelta de tuerca
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Otra vuelta de tuerca

  1. 184 páginas
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Otra vuelta de tuerca

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Galardonada con el Premio Europa de Literatura, Lago (1989), la cuarta obra de Jean Echenoz, es una diabólica novela de espionaje que al mismo tiempo puede leerse como una sutilísima parodia del género. Franck Chopin, de profesión entomólogo y agente secreto a tiempo parcial, reparte sus intereses entre el estudio de las moscas y las mujeres de su vida. Entre éstas ocupa un sitio privilegiado la bella y enigmática Susy Clair, cuyo esposo Oswald, diplomático francés, desapareció misteriosamente seis años atrás sin que el caso llegara a resolverse. Vital Veber, alto dignatario extranjero que acaba de llegar a Francia, se aloja en el suntuoso Parc Palace du Lac, protegido por dos gorilas infranqueables: la pulposa Perla Pommeck y el brutal Rodion Rathenau. El coronel Seck, superior jerárquico de Chopin, le encomienda la vigilancia de Veber, sospechoso de infamias sin cuento. Seck tiene en alta estima el desempeño de Chopin, cuya especialidad consiste en colocar minúsculos micrófonos en sus moscas para así escuchar las conversaciones de los sujetos vigilados. El miope y flemático Chopin se instala, pues, con sus artilugios en el Palace, donde los diversos hilos de la trama se atan y desatan vertiginosamente. En resumen, una novela tan trepidante como divertida, poblada por una galería de personajes sorprendentes, que atrapa al lector en una trama seductora, sutilmente entretejida y magistralmente resuelta.

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Información

Año
2016
ISBN
9788433936738
Categoría
Literatura

1

El teléfono sonó dos veces, Vito sabía que no lo cogería. Se estaba poniendo la pierna antes que el pantalón, como todos los días al levantarse; de todos modos ya nunca ocurriría nada bueno por teléfono, y en cualquier caso primero era la pierna.
La prótesis no era reciente y hacía mucho tiempo que Vito Piranese le había cogido el tranquillo: por la fuerza de la costumbre, las correas se lanzaban solas hacia las hebillas cuyo hierro había marcado con un trazo negro, en el ojete adecuado, la perpendicular del cuero; bajo los timbrazos del teléfono se empalaron en el hebijón. Vito las metía por las presillas mientras sonaba el cuarto timbrazo. Al cabo de cinco o seis, razonó, la mayoría de la gente cuelga.
Cuando hubieron sonado diez, doce estridencias en la estancia exigua, un tic agitó las facciones de Vito Piranese, que se petrificaron luego en un paisaje perplejo. El teléfono se instalaba imperiosamente, ocupaba todo el espacio en el apartamento demasiado angosto para dos, los timbrazos serraban el aire cabalgándose, unidos por su eco en guiones, y cuando hubieron desfilado veinticinco Vito comprendió de dónde venía la llamada.
No pararían ya, así que Vito se tomó su tiempo. Comprobó todas las ataduras del miembro artificial, pasando el dedo por debajo de las hebillas y centrando cada tira en el hueco del surco correspondiente, mientras treinta, cuarenta timbrazos se precipitaban, rebotando en el papel pintado cubierto de fotos de rubias sólidamente pechugonas. Hacia el quincuagésimo, Vito Piranese se levantó, fue sin cojear hasta el teléfono colocado en el aparador cerca del hornillo. Del cajón del mueble sacó un bolígrafo cuya punta apoyó, pronta a correr, en un bloc cuadriculado, luego se acercó el aparato al oído y dijo sí.
–¿Piranese? –preguntó una voz.
Era la misma voz de mujer de las otras veces, de una suavidad precisa que no se discute. A Vito le gustaba representarse a la dueña de aquella voz, su genio sin duda imperioso, su plástica indudablemente pariente de aquellas que había crucificado en el papel pintado, altas rubias platino con grandes bocas escarlata, dientes de marfil y pechos de bronce bajo los cuales se doblega uno sin preocuparse ya de nada. Así pues, al oír su nombre Vito repitió sí. Soy yo, sí.
–Trece, cuarenta y siete, catorce –pronunció la voz–. ¿Repito?
–Por favor –dijo Vito.
Repitió. Era, al otro extremo de la línea, una mujer joven, alta y rubia, efectivamente, pero acorazada con un severo traje sastre. Estaba sentada tras un escritorio lleno de teléfonos de tonos variados, algunos desprovistos de teclado, otros atestados de botones. A su derecha en el hueco de un armario dormían algunas carpetas, colgadas como murciélagos, y unas mesillas a su alcance sostenían a la izquierda teletipos, telefaxes y terminales. Al colgar, se volvió hacia un hombre de estatura también alta, de pie junto a ella con un traje azul oscuro, mirar ausente en un rostro de tez oscura. Desde hacía unos minutos clavaba en la joven una mirada distraída, aunque afiligranada de concupiscencia. Bueno, dijo ella, ya está. Muy bien, dijo el hombre. Avise de que estoy aquí, ahora. Cogiendo otro aparato, la joven anunció al coronel Seck.
–Correcto –dijo–, lo espera.
El coronel fue hacia una puerta doble, llamó, entró sin aguardar respuesta en una estancia mucho más amplia y larga, lateralmente adornada con cuadros, retratos clásicos de altos funcionarios, y objetos exóticos en vitrinas, regalos oficiales de homólogos extranjeros. Al fondo de aquella estancia, una mesa Carlos X aguantaba los codos de un hombre endeble inclinado sobre una cuartilla de papel, con una colilla pegada a la comisura de sus labios, un ojo cerrado por el hilo de humo. No había ninguna carpeta en aquella mesa, ningún libro en parte alguna, sólo dos lápices rojo y negro y aquel cuadrado blanco.
Señalándole un sillón al coronel, el hombre le tendió luego un paquete de Gauloises amarillos sabor Maryland, que se han convertido en una marca inusual: son unos cigarrillos que no se encuentran así como así, que hay que encargar en los estancos, en definitiva, que ya nadie fuma hoy día excepto él, cuyo traje gris perla algo manchado, bastante deformado, hace suponer que es una eminencia gris, alejado de las tribunas y los órganos, prohibido para el público; nadie sabe su nombre. Sin embargo, el hecho de que se sigan elaborando Gauloises amarillos para su uso exclusivo da una ligera idea de su poder. Encendía uno con la colilla del anterior. Gracias, dijo el coronel, tengo mis puros.
–¿Cómo vamos? –preguntó Maryland.
–Las cosas se organizan –dijo el coronel Seck–, únicamente quiero comprobar que Chopin no ha cambiado. Lo sabré dentro de una semana y luego empezaremos. Todo está en marcha.

2

Así pues, 13, 47 y 14. Recordar estas cifras escritas en su bloc no era nada para Vito Piranese: cuarenta y siete es el año de su nacimiento, todo el mundo se acuerda del trece y el catorce viene inmediatamente después. Memorizados, encendió aquellos datos en el fregadero, dispersó sus cenizas con el chorro del grifo y limpió con detergente los rastros amarillos y pardos adheridos al esmalte. Hecho lo cual, se puso el pantalón, miró el reloj y buscó su cartera.
Dos horas más tarde se presentaba Vito frente a la estación del Norte, rematada por una línea de altas estatuas pensativas en pleno cielo blanco, vestidas con togas, que se suponía que representaban algunas ciudades en las que la gente se pela de frío. Como un enjambre de etiquetas de hotel en un baúl trotamundos, o como vuelve llena de sellos una carta extraviada, la palabra Norte se hallaba grabada por todas partes en la fachada, en medio de la cual, coronando una inscripción que indicaba la fecha de construcción de la estación (1894), el reloj indicaba también la hora que era (12.36). Vito hubo de esperar un rato justo enfrente, en el bar Au RendezVous des Belges.
Siguiendo las instrucciones, a las trece horas Vito subía, pues, en un autobús de la línea 47 que va de la estación al fuerte de Bicêtre, preparándose para el cambio a la altura de la decimocuarta parada. El autobús iba casi vacío cuando se sentó al fondo, a la izquierda, donde había dos asientos frente a frente, junto a la ventana, en el sentido de la marcha. En el asiento que tenía delante Vito colocó su cartera, una cartera hecha con una materia arrugada, reseca, última fase del cuero anterior al cartón. Cada vez que hubo de usar la cartera, Vito se preguntó a qué pobre animal friolero y desamado, de salud frágil y especie próxima a extinguirse, pudo haber servido antes de piel semejante materia.
El 47 subió suavemente por el bulevar Magenta, luego por el Faubourg-Saint-Martin, bajó poca gente y subía aún menos –un peluquero jubilado, una madre soltera, dos estudiantes cameruneses–. Con tiempo claro, entre el tráfico reducido, reinaba en el vehículo un tranquilo ambiente de safari fotográfico, siendo la hora ideal para observar a todo tipo de asalariados lanzados por las aceras a la caza de su sustento, desplegando a veces en ellas sus ritos amorosos. Cuando cruzaron el Sena, el astro en medio del cielo de marzo intentaba pálidamente reflejarse en él antes de que se lo bebiera.
El autobús paró al pie de la catedral y Vito se puso sus gafas negras que no justificaba en absoluto aquella luz de marzo, las puertas acogieron con un suspiro a dos nuevos usuarios, chica joven y anciano flaco. La chica, al recoger la vuelta, le dijo una frase al conductor cuya sonrisa estalló gloriosamente, magníficat en los retrovisores, mientras el anciano flaco cargado con una cartera delgada avanzaba por el pasillo, cogiéndose de las barras resbaladizas y los asideros demasiado altos. Por detrás de sus gafas imitación Ray-Ban, Vito Piranese lo miraba acercarse: mecánico y descarnado, la bufanda y las bifocales denotaban a algún antiguo profesor de inglés de un centro privado, extremadamente cansado, incapaz ya de nada, y su cartera cosida en los albores de la enseñanza obligatoria, agotada, tampoco podía llevar ya más que cosas muy pequeñas, los ligerísimos formularios de la seguridad social o los subsidios para la vejez, las recetas o las radiografías.
Junto al pasillo, se dejó caer en el asiento frente a Piranese, puso la cartera delante, con una mano en el plexo solar y resolló. Su occipucio dio ligeramente en el respaldo al arrancar bruscamente el autobús, luego cerró los ojos, los labios algo torcidos debido al sentido contrario de la marcha.
Después de que en la parada de Banquier, frenando el autobús a la americana, el anciano abrió bruscamente los párpados, se levantó con un segundo de retraso y se precipitó luego hacia la salida, Vito lo vio cruzar la avenida hacia el dispensario, con la cartera de piel de pobre animal colgada del extremo del brazo. Después encaramó sobre sus rodillas a su vieja cartera fiel cuyo cuero laico estuvo acariciando hasta la plaza de Italie, donde se hundió en el metro. Desde allí, para regresar a su casa, el trayecto era largo pero directo.
De vuelta en su apartamento cerca de Laumière, Vito Piranese estudió el contenido de la cartera. Unos folios color verde almendra mecanografiados le indicaban los nombres y apellidos (Franck, Eric, Georges Chopin), las señas (avenida de Ternes), así como las ocupaciones del individuo al que habría de vigilar siete días seguidos, consistiendo la tarea de Piranese en tomar nota de la menor modificación de dichas ocupaciones. Dos fotos mostraban a un hombre bastante delgado de cabello claro, traje claro, que aparentaba ser algo más joven que Piranese, una de ellas en color precisaba el tono del cabello amarillo y el traje amarillo claro. Se veía al susodicho Franck Chopin a las riendas de un cupé, de un carrito, sobre fondo de Baie des Anges o de Mammouth. Vito miró aquellas fotos dominado por la envidia, el tormento, la conciencia de su desgracia, pero al día siguiente, a mediodía, se hallaba sentado en un banco del Jardin des Plantes, no lejos de la puerta principal, esperando al individuo.
Piranese sentía un poco de frío, su cuerpo era seco, su perfil acerado, sus cabellos negros brillaban como una peluca y sus ojos negros como con algo de fiebre. Sentado sobre los riñones, con la pierna tiesa extendida ante sí, miraba receloso el cielo, apretando los puños en los bolsillos de la chaqueta, que hasta al cabo de casi un mes no sería adecuada para la temporada.
Con anterioridad a la que estaba practicando en aquel banco, Vito Piranese había ejercido otras profesiones, entrenador de baloncesto antes de su accidente, representante de metales no ferrosos, corredor hasta la marcha de Martine, y, por último, retocador de fotografías. Nunca le habían ido bien las cosas, salvo una vez, como retocador, prestando servicio a importantes personas discretas: se habían interesado por él. Había tenido dos entrevistas. Ahora, gracias a aquellas personas, que no había vuelto a ver más, Vito seguía regularmente a la gente a quien le mandaban seguir con arreglo al mismo protocolo fijado una vez para siempre, los interminables timbrazos del teléfono y las tres cifras, el autobús, el intercambio de carteras, nunca el mismo autobús, siempre las mismas carteras desde MataHari. Ganando con este empleo lo justo para comer con el cine de vez en cuando, la lectura de los periódicos, las revistas de televisión, Vito dedicaba el resto de su vida a tratar de olvidar a Martine.
Claro que había aquella plaza de chófer que las mismas personas le habían prometido más o menos, pero en la que confiaba poco, debido a su pierna. Y sin mucha indulgencia observaba, pues, el cielo, con breves ojeadas en otras direcciones: a su derecha, una estatua de Emmanuel Frémiet representaba una osa destrozando a un hombre en la Edad de Hierro; a su espalda, su coche, un Ford pequeño automático de color púrpura, se acurrucaba entre dos gigantescos autocares de dos pisos azul oscuro luxemburgueses; dominando el pórtico del Museo de Historia Natural adornado con fieras y helechos, bogavantes y lagartos, un águila de piedra lanzaba una larga mirada a la estación de Austerlitz.
Cuando la puerta del museo se abrió al traje amarillo claro, Vito se levantó para preceder al hombre que iba dentro hacia la salida del parque. Al salir de su laboratorio, Chopin tendría que pasar ante el bronce de Barbedienne que representa, en abyme, a Emmanuel Frémiet esculpiendo a la osa homicida, luego se dirigiría a su coche, un pálido cupé alemán con carrocería Karmann-Ghia. Desde dentro del pequeño Ford, Vito fotografió a Chopin subiendo a su cupé, luego maniobró para colocarse en posición de salida.
El Karmann-Ghia bordeó hacia el oeste la orilla izquierda seguido por el Ford púrpura cuya radio sólo cogía dos o tres emisoras de onda media. Intentando sintonizarla, Vito recordaba las supuestas actividades de Chopin. Estaba sereno y concentrado, aunque, ante un semáforo en rojo, cuando Chopin se disponía a cruzar el puente de Alma, una canción que le gustaba a Martine hizo subir bruscamente diez lágrimas a sus ojos, y en la otra orilla llovía aún.

3

Cuando llueve demasiado en los Champs-Elysées, los hombres que tienen tiempo buscan un rincón seco mientras esperan que escampe. Sus refugios son paradas de autobús o galerías comerciales, entradas de cine, marquesinas. Algunas firmas de automóviles de lujo se han instalado desde hace mucho tiempo en los Champs-Elysées, y en las salas de exposición están estacionados sus últimos prototipos erguidos sobre neumáticos nuevos, esculpidos monstruos al acecho, carísimos modelos que nunca podrán permitirse esos hombres que tienen tiempo bastante para girar en torno a ellos, habiéndose resguardado allí.
Opalinos en su estuche, bajo los capós espejean los motores, los doce cilindros en V, los árboles de leva hidráulicos, los carburadores de doble cuerpo verticales invertidos. Los hombres giran en silencio sin atreverse a tocarlos, si van dos o tres, comparan en voz baja las opciones bajo los parabrisas laminados; entreabriendo una audaz puerta, luego no se atreven a cerrarla. Pero en las salas de exposición se hallan también, totalmente entregados a la casa madre, jóvenes elegantes que sirven principalmente para bromear con las explosivas azafatas de entusiasmantes pestañas, y para cerrar luego con desparpajo cualquier puerta que estorbe. El portazo produce un acorde perfecto, mayor y lubrificado, como suenan vacías las llaves de un saxofón tenor nuevo, los hombres que giran en torno a los prototipos admiran el sonido pero no sienten simpatía por aquellos jóvenes.
Desde la puerta del Mercedes Benz se ve muy bien que la lluvia ha amainado puesto que la gente ha vuelto a salir al exterior por decenas, cincuentenas de siluetas con todos los miles que se presienten alrededor, entre ellas la de Franck Chopin, vestido con su traje pálido que no se ve bajo el impermeable azul marino. Por encima de él, en el cielo bajo que se va despejando, dos gruesas nubes de cinc pesan como odres, de las que parecen escapadas algunas pequeñas furtivas de algodón puro.
Chopin bajaba por los Champs-Elysées, venía de su domicilio con una cajita en un bolsillo del impermeable, una pequeña jaula de alambre trenzado que contenía una mosca viva. Pasada la glorieta, se desarrolla en forma de alfombra verde la zona arborícola de esta avenida, bordeada de anchas aceras prolongadas por jardines públicos. En un banco del primer jardín, una chica sentada en las rodillas de un muchacho se ríe a carcajadas no sabremos de qué; en los bancos de los siguientes, hileras de interinos ingieren silenciosos yogures. Indistinto entre las siluetas, seguro que Vito Piranese no andará muy lejos. Una semana vigilando a Chopin: cada noche el teléfono chirría a la misma hora en su casa, es la rubia alta a la que Vito hace el relato detallado de la jornada de Chopin: cada vez ninguna anormalidad en su actividad prevista. Es su último día de espionaje y se siente aliviado –aunque siempre pasa lo mismo, uno le toma apego al cliente–. Chopin sigue bajando hacia la Concorde. El cielo acaba de escurrirse.
Desde la acera, algunos viajeros venidos de Wisconsin o de Schleswig-Holstein se habían arriesgado hasta el centro de la avenida: cogidos entre las riadas contrarias de vehículos, se fotografiaban en el eje del Arco, a lo lejos, que agitaba blandamente sus redes protectoras y su bandera gigante. Hacia el Elíseo irrumpió algo como un breve cortejo oficial, levantando una estela de pitidos y sirenas, instantáneo como el chaparrón y barriendo el asfalto, apartando por un momento a los peatones hacia sus orillas. Chopin lo miraba todo, las mujeres y los coches que le causan tantos apuros, pero también el cortejo oficial.
A la décima joven después de la glorieta que sube por la avenida a su encuentro, aquella a la que protege del chaparrón expirante un pañuelo acrílico polícromo cuyos motivos resumen una hazaña de Tarzán, Chopin la mirará como a las otras; pero hete aquí que, apenas cruzados, sus ojos se juntan y ya no se separan, se convierten en una sola mirada que los envuelve, les da calor, dura mucho rato, Chopin está muy emocionado, el amor a primera vista, falla la respiración y se desata la presión arterial, ay, se me desgarra el corazón, ay, ay, estoy muerto. Ha pasado, más deslumbrante que la más explosiva azafata de Maserati.
Habiéndose producido todo ello a la velocidad de la luz, siendo aquella mirada de altísi...

Índice

  1. Portada
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  12. 11
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  25. 24
  26. 25
  27. Notas
  28. Créditos