Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 272 páginas
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Narrativas hispánicas

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Cuatro por cuatro es un canto a la libertad mediante la mostración de su reverso: la opresión, el aislamiento y el miedo al exterior generan monstruos.

Cuatro por cuatro arranca con la historia de un grupo de chicas, lideradas por Celia, que se han fugado de un colegio pero que son atrapadas y devueltas a la institución. El colegio del que huían, el Wybrany College, es un internado completamente incomunicado del exterior y destinado a los hijos de familias acomodadas, los únicos que pueden aspirar a salvarse de un mundo en descomposición en el que la vida en la ciudad se ha hecho imposible. Pero el Wybrany College también acoge a los llamados «especiales», chicos becados cuyos padres trabajan al servicio del proyecto. Las relaciones entre ambos grupos y entre ellos, los profesores y los miembros de la Dirección?el Sr. J., la Culo o el Guía? internarán al lector en un microcosmos dominado por la manipulación y el aislamiento. Con una narrativa fragmentaria, indirecta y muy depurada, la primera parte de la novela es una suerte de enigma cuyo sentido se completará más adelante. En la segunda parte de la obra la perspectiva cambia con la irrupción de Isidro Bedragare, un profesor sustituto que va recogiendo en un diario su particular visión de los hechos que ocurren en el extraño internado, y que a su vez también esconde un secreto. Narrada con un peculiar estilo que juega con la insinuación y las zonas de sombra, el lector irá descubriendo en la novela un universo literario autosuficiente, inquietante y enigmático, definido por unas normas propias que apelan a las relaciones de poder entre los distintos personajes y una violencia sórdida, latente, siempre a punto de estallar.

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Información

Año
2012
ISBN
9788433933928
Categoría
Literature

Segunda parte

Diario de un sustituto

DOMINGO, 12 DE NOVIEMBRE
Ayer llegué al colich. Había anochecido cuando al fin di con él. Tengo que admitirlo: soy torpe conduciendo, más aún por carreteras que no conozco. Erré primero en el desvío de la autopista. Tuve que dar la vuelta y comenzar de nuevo. Después crucé un bosque de pinares recorriendo un camino de tierra. Iba inseguro, lento. Encendí luces largas y deslumbré a dos o tres conejos. Oí también el ulular de un ave, no sé cuál.
Llegué al final confundido, hambriento.
Mi aturdimiento se dio de golpe con la oscuridad más absoluta. Al parecer todo el mundo aquí se acuesta muy temprano. Entre las sombras se recortaban los edificios de piedra, no tan grandes como los esperaba, pero sí sentenciosos y grandilocuentes, como de otro tiempo.
Una mujer con delantal y la cabeza gacha me recibió en la verja. Parecía haber estado esperando mi llegada, porque ni siquiera me preguntó quién era ni por qué estaba allí. Simplemente murmuró «Sígame» y me condujo a mi habitación, que está en un barracón de piedra en el lado izquierdo del recinto.
Mi habitación es austera pero cómoda. Cama de 1,35, televisión en alto, un escritorio con sillón giratorio y láminas de arte contemporáneo en las paredes. Probé la conexión a internet y parecía ir correctamente. Pensé en tomar una ducha, pero no sabía dónde, y la mujer del delantal se había esfumado sin darme indicaciones. Coloqué mi ropa en el armario y me acosté vestido y sin cenar.
Contra mi costumbre, caí dormido pronto.
Soñé algo extraño que hoy no consigo recordar, pero que me mantuvo entretenido toda la noche.
Lo que me ha despertado esta mañana ha sido el timbre de un teléfono que hay en la mesilla y en el que no reparé ayer. Una voz femenina, cordial, me convoca a una reunión de aquí a una hora; una reunión de recibimiento, matiza. Miro el reloj: sólo son las ocho, y además es domingo. Apenas ha amanecido. Por la ventana puedo ver un jardín bien cuidado, de setos altos, todavía empañado por restos de la noche.
Me doy cuenta de que tendré que acostumbrarme a otros horarios.
He asomado la cabeza al pasillo y he visto otras puertas similares a la mía, pero ninguna parece corresponder a un aseo. No sé dónde puedo lavarme, hacer mis cosas. Me he visto forzado a orinar en un vaso de plástico, que he escondido detrás de la mesilla de noche. Me he quitado las legañas con un pañuelo de papel y ahora, mientras escribo, espero que llegue la hora de mi reunión.
Ya habrá tiempo de enterarme de todo.
(...)
Conocí al Sr. J. y todavía no sé cómo encajarlo. El director del colich tiene más pinta de accionista que de responsable de una escuela. Esto es difícil de explicar, pero tiene algo que ver con el aspecto de un gerente satisfecho, y no con el de un responsable educativo: un tipo orondo, calmado, el gesto complaciente, la voz grave y segura, y una perillita canosa que se acaricia cada tanto.
Me mira casi con dulzura, o con sorna, a través de sus lentes redondas. Estrecha mi mano, me da la bienvenida con entusiasmo y me siento, de pronto, reconfortado.
En la reunión también está el subdire. Escuchimizado, pálido, con grandes ojeras, parece sometido al Sr. J., deseoso de complacerlo. Con él no hay apretón de manos, sino más bien un coger flojo y no comprometido. Sonríe ampliamente dejando a la vista unos dientes largos y amarillentos. Es amable, pero con ese tipo de amabilidad que incomoda: la mirada fija, el gesto entumecido. No sabría decir si le he gustado.
El diálogo dura poco. Me da la impresión de que los dos piensan que ya conozco todos los pormenores del colegio, o quizá no desean molestarme tan al comienzo con explicaciones superfluas. Se ciñen a indicaciones cortas, certeras. El subdire me da una carpeta con las fichas de alumnos, el cuaderno del profesor al que sustituyo, una copia del contrato y un pen drive.
–Empezará mañana –añade.
Me atrevo a preguntar qué es lo que le pasa al profesor que está de baja. Necesito calcular cuánto tiempo puedo trabajar aquí, pero no quiero parecer desconsiderado, así que lo pregunto en un murmullo. El subdire esboza un gesto esquivo con la mano; ni siquiera tengo constancia de que me haya oído.
Así las cosas, no insisto.
Después el Sr. J. abre uno de los ventanales, me ofrece un puro (que rechazo) y fuma lentamente, de pie, recostado sobre la pared. Me observa, sin duda, pero su observación no me resulta intimidante.
Yo hubiese tomado con gusto un café. El sol comienza a brillar, y sigo sin haber comido nada desde ayer por la tarde. Temo que me suenen las tripas. También pienso en mi desaliño y en si será demasiado evidente para ellos.
¿Qué debo hacer? ¿Preguntar dónde se desayuna aquí, qué hay que hacer para darse una ducha y cepillarse los dientes?
Lo que hago finalmente es levantarme, dar las gracias, despedirme y salir cerrando tras de mí. Me dan ganas de acercar mi oreja a la puerta. ¿Hablarán de mí? ¿O para ellos la incorporación de un profesor es solamente una rutina más en esta rueda?
Vuelvo a mi habitación y coloco en orden todo el material que me han entregado. Después espero sin saber bien el qué. Espero durante un buen rato; no mido el tiempo. Quizá es una hora, quizá dos.
Escribo.
El hambre se agudiza, el colich se va llenando de ruidos, yo sigo sin desayunar. Por fortuna hay más vasos de plástico en mi habitación. Orino en otro y lo escondo junto con el primero, que ya comienza a apestar.
Por la ventana puedo ver algunos alumnos que salen a hacer deporte. Impecables, limpios, muchachos rebosantes de salud que corren por las pistas con el pelo brillante, jaleándose los unos a los otros. Más allá distingo un grupo de niñas y un perrazo enorme de color canela. Mi miopía y la distancia no me permiten ver más.
Me siento aislado en este instante; aislado y triste.
(...)
No sé qué es lo correcto. Pasar el día encerrado en la habitación no suena demasiado prometedor para la imagen de alguien que empieza. Salir y presentarme así a los compañeros, sin asearme y con las tripas rugientes, tampoco parece lo más recomendable. Dar un paseo para intentar averiguar algo puede resultar sospechoso, y lo último que yo quiero, ciertamente, es levantar sospechas.
Opto, no obstante, por salir e indagar.
Encuentro un comedor enorme, con distintas zonas separadas por paneles modulares. Hay un cartel en la entrada que indica el menú y los horarios. Veo que la hora del desayuno ha pasado, pero por suerte sólo quedan dos para el almuerzo. Esperanzado, continúo con mi ronda para hacer tiempo. En el trayecto tengo la suerte de toparme con los servicios de alumnos.
Me viene bien entrar, el desahogo.
Aliviado, recorro pasillos durante un rato, sin rumbo, quizá volviendo sobre mis pasos sin saberlo.
Cruzo el saludo con algunas personas, pero ni ellas se presentan ni me presento yo.
En general encuentro poca gente; puro ambiente dominical de un internado. Los alumnos que no han salido a las pistas deben de estar en sus dormitorios descansando o estudiando. No con sus padres. Este fin de semana, me ha dicho el subdire, no toca hacer visitas a los padres.
Almuerzo solo, en la zona reservada a los profesores. Me sirven dos mujeres avejentadas pero no viejas, extremadamente silenciosas. La comida es exquisita: crema de verduras, jamón ahumado, cazón en adobo.
Regreso al dormitorio. Alguien ha hecho la cama y recogido los dos vasos de orina. Siento vergüenza, pero también consuelo por el olor a limpio. Me acuesto y me quedo dormido de inmediato. Deben de pasar otras dos o tres horas.
Tras despertar me dedico a mirar las fichas de los alumnos. En el cuaderno del profesor se amontonan anotaciones hechas con premura y no demasiada pulcritud –hay borrones, manchas de aceite–. Una caligrafía nerviosa recoge pormenores sobre ejercicios hechos o sin hacer, trabajos entregados, notas de exámenes, perspectivas, problemas, nimiedades del estilo de «no hizo la tarea ayer», «necesita reforzar la ortografía», «puede ir más lejos».
El trabajo parece rutinario, poco emocionante; justo lo que yo necesito.
Pido por teléfono que me traigan la cena a la habitación. Haciéndolo así puedo fingirme atareado. Cuando abro la puerta al camarero apenas hay sitio en la mesa para poner la bandeja. El muchacho vacila un poco antes de colocarla sobre una descalzadora. Tal como se va, apilo a un lado todos los papeles, ceno viendo la tele y me acuesto de nuevo, tras orinar una vez más en otro vaso.
Me desvelo. Es lógico: dormí demasiado durante el día. Intento leer, pero me falta concentración. Las páginas del libro desprenden un aroma a naftalina que me aturde; bailan las palabras, saltando unas sobre otras. La cabeza me da vueltas, los ojos me pican. Escribo con los restos de la cena todavía por delante.
Mi cuerpo empieza a oler realmente mal. También la orina junto a la mesilla está viciando el aire.
Necesito un baño de inmediato.
LUNES, 13 DE NOVIEMBRE
Tuve una revelación repentina. Estaba como dije, tamborileando mis dedos sobre el tablero del escritorio y sintiéndome sucio y desolado, cuando reparé en la puertecilla lateral de un armario empotrado.
De un armario empotrado pensé yo que era, pero no.
Era el cuarto de baño, con su plato de ducha, lavabo y retrete. Un cuarto de baño completo, sólo para mí.
No sé cómo no lo vi antes.
Lo que me excusa: que la puerta es casi invisibl...

Índice

  1. Portada
  2. Primera parte. Nunca más de doscientos 
  3. Segunda parte. Diario de un sustituto 
  4. Epílogo. Héroes y mercenarios (Los papeles de García Medrano) 
  5. Referencias 
  6. Créditos