Mala letra
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Sara Mesa

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Sara Mesa

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La autora de este libro coge mal el lápiz. Lo ha cogido mal desde niña, cuando algunos profesores se empeñaban en corregirla porque «hay que escribir como Dios manda», e, incapaz de aprender, ha seguido cogiéndolo mal hasta el día de hoy, con todas las consecuencias. Porque... ¿puede acaso salir buena letra de un lápiz torcido? Ésta es una de las cuestiones que planean sobre este conjunto de cuentos: la de la escritura indócil, libre y acelerada, la escritura que araña y rasga la memoria, que destroza los recuerdos y hace de ellos otra cosa. Las historias que aparecen en este volumen abordan temas como la culpa y la redención, la falta de libertad y esos «pequeños instantes, epifanías, revelaciones, imágenes que se abren, palabras que se desdoblan», cuando «algo se quiebra, y todo cambia». Niños que se resisten a obedecer y que viven con asombro y soledad el difícil proceso de crecer; chicas rebeldes cuya rebeldía es subterránea, rabiosa y poco aprovechable; seres atormentados –o no– por los remordimientos y las dudas; picabueyes y nutrias que representan agresión o consuelo; el desconcierto de vidas en apariencia normales que a veces encierran crímenes y otras únicamente el deseo de cometerlos. Sara Mesa ha construido un conjunto sólido y coherente de voces con su ya peculiar estilo tensado y sin artificios, que se revela aún más depurado en el manejo de las formas cortas. La finalista del Premio Herralde de Novela 2012 con Cuatro por cuatro y autora de Cicatriz, perturbadora novela que obtuvo un notable éxito entre los lectores y la crítica, entrega ahora su libro quizá más personal e intimista. Este libro confirma los diagnósticos de Rafael Chirbes: «Sara Mesa levanta una literatura de alto voltaje trabajada con precisión de orfebre», y Marta Sanz: «Una escritura desnuda y fría, repleta de imágenes poderosas que desasosiegan en la misma medida que magnetizan.»

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Información

Año
2016
ISBN
9788433936868

NOSOTROS, LOS BLANCOS

Estaba a punto de nevar, pero dentro el calor empañaba tanto los cristales que no lo vi hasta que entró y lo tuve justo enfrente, plantado con su porte de hombre que sabe lo que hace y al que no le importa nada ni nadie salvo sí mismo. Mario, se llamaba. Yo llevaba casi una hora esperándolo, sentada allí, sin saber ya qué más pedir, mientras la camarera boliviana o ecuatoriana o de dondequiera que fuese daba más y más vueltas alrededor, como husmeándome. Mario y Mariola: aquello parecía una broma de mal gusto. Casi una hora esperándolo y ni siquiera tuve después el arrojo de echárselo en cara. Era por su aspecto. No me lo imaginaba así, aunque tampoco sabía muy bien qué es lo que había imaginado. Era un tipo oscuro, delgado, con una argolla diminuta en la oreja. Venía con un mono de trabajo, botas de montaña y las manos engrasadas. Miraba mal y olía mal. Sacó su paquete de tabaco y encendió un cigarrillo sin ofrecerme. Se sentó frente a mí, extendió sus brazos sobre la mesa y me observó durante unos segundos antes de hablar. Recuerdo que me empezaron a castañetear los dientes.
–Dime, ¿qué pasó de verdad? –me soltó a bocajarro.
–¿No crees lo que te ha contado Mariola?
Él rió. Tenía un par de dientes rotos.
–¿Mariola? Mariola es una embustera. Uno nunca puede fiarse de lo que ella diga.
–Pues fíate –susurré yo–. Todo es tal como ella lo cuenta.
Tienes que venir, me había rogado ella. Bien, me dije. Una bonita ocasión para escapar de la mercería y ver un poco de mundo y todo eso. Mis padres se enfadarían, pero qué podía hacer yo para evitarlo. También tenía derecho a visitar a mi hermana de vez en cuando. Uno debe acudir cuando alguien de la familia pide ayuda, eso es lo que siempre me habían enseñado. El problema era que no podía decirles en qué consistía exactamente la ayuda. Mariola me había insistido en que no le contase nada a nadie. Tú ven y olvídate de todo lo demás, me dijo, como si eso fuese tan fácil. Parecía tan preocupada por sus propios asuntos que se olvidaba de que las cosas aquí son muy distintas. Jamás se ha parado a pensar en cómo es mi vida y en lo que me dejó para mí solita cuando decidió irse a Cárdenas. Así que cuando me llamó y me pidió que fuese, lo que sentí fue una mezcla de alegría y de angustia. Alegría porque, después de todo, me ilusionaba preparar la maleta; angustia porque no sabía cómo iba a resolverlo para que no se quejasen demasiado. Una vez más tendría que mentir.
–Mariola no podrá venir en Nochebuena; me ha invitado a pasar con ella los días previos.
Mi madre se detuvo un instante, con la cinta elástica entrelazada en las manos hinchadas. Luego me preguntó a cuántos días me estaba refiriendo.
–Tres o cuatro.
–Recuerda que nos dejas solos con la mercería.
–Hace mucho que no veo a Mariola.
–Podía venir ella aquí.
–No puede, mamá, acabo de decírtelo. Es por el trabajo.
–¿Y tu trabajo? ¿Tu trabajo no cuenta?
–Sólo serán dos o tres días.
En realidad, todo dependía de cuándo fuese el parto, pero eso tampoco podía decírselo. Hay demasiadas cosas que no puedo decirle, ni a ella ni a mi padre. Cosas que no son malas, pero que de todos modos no entenderían, y que me veo forzada a ocultar o enmascarar para sortear los problemas. A Mariola no le pedían tantas explicaciones. Nunca nos contaba exactamente qué hacía o qué dejaba de hacer, dónde vivía o con quién. Mi hermana, la lista, la licenciada, la que se fue a Cárdenas a trabajar condenándome a mí a quedarme aquí para ayudar, tenía veda para hacer lo que le viniera en gana: llamar o dejar de llamar, venir o dejar de venir, sin recibir nunca reproches hiciera lo que hiciera. Era el orgullo de mis padres, que mientras a mí me sermoneaban si volvía a casa algo más tarde de la hora, ni siquiera se habían enterado de que ella estaba embarazada de cuarenta semanas.
En el tren miraba el paisaje deslizándose, la meseta reseca y helada de diciembre, los sembrados; un paisaje aburrido pero, al menos, distinto al de todos los días. La sensación, sin embargo, era idéntica a la que me asolaba en el pueblo cuando paseaba la vista por las casas bajas de ladrillo, los viejos sentados en la plaza, los perros cojos y las granjas al fondo: el mismo horizonte plano y sin profundidad, el mismo cansancio.
Llegué a Cárdenas a buena hora, pero preferí avisar a Mariola al día siguiente. Ni por asomo quería que pensara que no era capaz de defenderme por mí misma. Junto a la estación de trenes vi filas y filas de taxis que la gente tomaba sin formar cola. Pensé en coger uno; después me dije que no podía malgastar el dinero así como así. También descarté el metro porque temía perderme entre tantas líneas –azules, rojas, grises y verdes, entrecruzándose una vez y otra–. Con la dirección en la mano y consultando los planos que había en las paradas de autobús, anduve unos ocho o diez kilómetros hasta que encontré la calle que buscaba. La pensión ocupaba un bajo húmedo y destartalado de un edificio antiguo. La habitación simple, tal como me había dicho Mariola, costaba treinta euros por noche. La colcha olía a detergente barato, el suelo a lejía y el lavabo estaba más bien roñoso. Para usar la bañera y el retrete había que ir a un cuartucho al final del pasillo, de uso compartido para tres o cuatro habitaciones. Ella aseguraba que por ese precio no se podía encontrar nada mejor. Para mí estaba bien, pero pensé en lo que dirían mis padres si me vieran allí. Quizá ellos creían que Mariola vivía en un ático lujoso o en un moderno estudio en el centro, cuando lo cierto es que ni siquiera tenía una cama en la que alojarme.
Aquella primera noche apenas pegué ojo. Mi ventana estaba frente a la puerta trasera de un garito, un bar de copas que parecía también un salón de juegos. Durante toda la noche tuve que oír la entrada y salida del personal, cómo sacaban contenedores de basura sin dejar de pegar voces y hasta una pelea entre –creo– dos chinos que chillaban como si los estuviesen acuchillando. Me sentía nerviosa y demasiado cansada para poder dormir. Puse el despertador a las ocho, pero no fue necesario. A las siete y media ya había amanecido, yo ya me había vestido y estaba a punto de salir a la calle cuando la encargada de la pensión, una mujerona mulata, me detuvo en el portalillo.
–Ties que pagar antes de irte.
–Vuelvo luego –prometí–. Aún no me voy. Vuelvo luego.
–Ties que pagar antes de irte. Noche que pases aquí, noche que pagas.
La encargada era así de rotunda. La noche anterior ya me había dicho que no podía llevar compañía –«si traes muchacho pagas doble»– y que si quería que me limpiasen la habitación y cambiasen las toallas tenía que pagar cinco euros más por día –«ties que avisar antes de las diez»–. Me escrutaba con sus ojos achocolatados y sanguinolentos, tan fijamente que no quedaba más opción que someterse. Saqué el dinero de mala gana y se lo entregué sin mirarla a los ojos. Ella lo inspeccionó y se lo guardó en uno de los bolsillos de la bata, haciendo un gesto con la cabeza para que saliese de una vez por todas de su vista.
La primera mañana desayuné en el Vips. Era demasiado caro para mi presupuesto, pero también lo suficientemente anónimo, y yo no tenía ganas de que la gente se fijase en mí. Con todo, la camarera que me atendió me miró de arriba abajo, como preguntándose de dónde había salido. Devoré mi tostada protegida por un periódico que alguien había dejado sobre la mesa. De reojo miré a las demás chicas que desayunaban solas. Parecían independientes, seguras de sí mismas, poderosas y también un poco hombrunas. Todas llevaban botas anchas, de piel arrugada y con lazada atrás, sin tacón. Al compararlas con las mías, un malestar se me instaló en mitad del estómago. Cuando terminé de desayunar llamé a Mariola. Me dijo que acababa de levantarse; se sentía pesada y un poco mareada; su chico se había ido a trabajar y no regresaría hasta la tarde; ella había quedado con aquel otro tipo a las doce y media; nosotras podríamos encontrarnos a las once, en la puerta de la pensión. Todavía me sobraban más de dos horas.
Caminé toda la calle Central hacia abajo y después me desvié por la zona de Casielles. Hacía un frío intenso, cortante. Me gustaron los adornos de las calles, las luces de Navidad –apagadas a esa hora–, los llamativos escaparates llenos, entre otras cosas, de botas anchas de piel arrugada y con lazada atrás, todas mucho más caras de lo que yo podía permitirme. La marea de gente avanzaba a un lado y otro, sin mirarse ni mirarme. En cada esquina había decenas de tipos con carteles colgando del pecho: COMPRO ORO, VENDO ORO. Algunos rumanos, con sus muelas doradas, renegridos, se frotaban las manos enguantadas y murmuraban para sus adentros en su extraño lenguaje. Todo, incluso eso, me gustaba.
Sobrepasé el Ayuntamiento, el mercado de San Lázaro y la Lateral. Después abrieron las tiendas y di la vuelta para buscar unas medias que había visto en una mercería, un establecimiento que no se llamaba «mercería», como el nuestro, sino Hebras y Texturas, lo cual sonaba mucho mejor. Las medias me costaron cuatro euros. Eran muy originales, con rombos morados y verdes y un encaje en los talones y en las puntas. En nuestra tienda no las hubiésemos vendido nunca, no sólo porque nunca nos llegaban artículos así, sino porque no habríamos tenido a quien vendérselas. Las dependientas empezaban a sacar a la calle los Papás Noeles luminosos y sus letreros con espumillones y borlas. Yo me sentía eufórica.
Era imposible imaginar lo que pasaría tan sólo unas horas después. Rememorar aquel paseo –las calles que recorrí, los escaparates ante los que me detuve, los adornos que vi sacar y encender, el gentío, las mediases una muestra de que el mundo sigue latiendo con tranquilidad incluso cuando todo parece acelerarse. El mundo es impasible ante cualquier cosa que suceda, por inusual, horrible o cruel que ésta sea. Visto así, el mundo no tiene mucho que ver, realmente, con nosotros.
Como una granada mordida. Una cabeza abierta como una granada mordida. Ésa fue la imagen que se me vino entonces a la mente, y ésa fue la que siguió viniendo después, como proyectada una y otra vez sobre mi cerebro. Recordaba aquella cabeza sangrante –justo del mismo modo en que son sangrantes los granos de una granada– y miraba a Mario resoplando con los ojos fijos en el cristal empañado, impaciente, violento, distraído. Se rascaba los brazos sin decir nada. Después cambió la expresión y rió. Una risa de loco.
–Joder, con lo flaca que está la Mariola. Hay que ver qué cojones le echó al asunto.
No dije nada. No supe qué decir. La camarera se acercó a tomar nota y pedimos un par de cocacolas. Mario seguía riéndose para sí mismo, riéndose entre dientes como si masticase con detenimiento su propia risa.
–Lo que no entiendo es por qué tuvo que cambiar de opinión –dijo después.
Los ojos le destellaban con un brillo extraño.
–Ya estaba todo hablado. No queríamos al niño.
–Ella ahora lo quiere.
–¡Una mierda lo quiere! Ella quiere joderme a mí, eso es lo que quiere.
No sé si ella quería joderlo o no. Después de tanto tiempo ya no conozco a Mariola; no sé qué motivos puede tener para actuar como actúa ni cuáles son sus fines ni sus deseos ni sus intereses ni nada. Hace demasiados años que no hablamos en serio. Siempre hay una barrera alzada entre nosotras, una especie de muro translúcido a través del cual nos llega desfigurada la imagen de la otra. Hasta me costó trabajo reconocerla cuando la vi. No por la enorme barriga bajo el abrigo –eso ya lo esperaba– sino porque se había cortado el pelo a lo garçon, con grandes patillas desordenadas que le cubrían las orejas, y porque estaba pálida y con los pómulos afilados. Iba en chándal y zapatillas de deporte, y tenía aspecto de enferma. Sonrió con sus labios blancos y resecos y nos abrazamos allí mismo con torpeza.
Mariola siempre había sido fibrosa, fuerte, delgada, como modelada a conciencia. Aquella barriga puntiaguda y tirante no parecía suya. Verla –a la barriga– me produjo más repugnancia que ter...

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