Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 224 páginas
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Narrativas hispánicas

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Fuera de lugar transcurre en geografías diversas: la precordillera, el litoral, el conurbano, los remotos países del Este, una frontera. Y también en Internet, el espacio de todos los espacios. Claro que los personajes que se mueven de un lugar a otro, los que parten y se aventuran, no van a quedar por eso más cerca de la verdad que aquellos que se quedan siempre fijos en un mismo punto. Y eso porque la lógica que se impone en Fuera de lugar no es otra que la del desvío. El desvío: ya sea en las perversiones de las fotos con niños que se narran en el comienzo, ya sea en el viaje en extravío que se narra en el final. ¿Qué es lo fuera de lugar en Fuera de lugar? En parte lo es la aberración: eso que no debería suceder y, sin embargo, sucede. En parte lo es la descolocación: el modo fatal en que se desorientan y se pierden aquellos que más seguros se sienten de estar siguiendo las pistas correctas. Y en parte lo es la forma en que Martín Kohan dispone la trama policial de esta novela: hay actos y hay huellas, hay hechos y hay consecuencias; pero las huellas y las consecuencias aparecen siempre en un sitio diferente del sitio donde se supondría, donde se esperaría, donde se las va a buscar.

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Información

Año
2016
ISBN
9788433937025
Categoría
Literature

LITORAL

I
Elena desconfiaba, por regla general, de los huéspedes que llegaban a la hostería solos. ¿Quién habría de tener una vida tan ruinosa como para no poder encontrar, siquiera por unos días, algún compañero de viaje? ¿O quién, pudiendo tenerlo, prefería emprender el viaje sin nadie: pasar las horas sin conversación, comer mirando la pared, despertarse ante este paisaje y no dar los buenos días al de al lado?
Los recelos de Elena, sin embargo, no iban en estos casos más allá de algunos fisgoneos oblicuos y de la treta simple de deslizar ciertas preguntas con aire de conversación casual.
Con el recién llegado, no obstante, no hizo falta ni hubo ocasión: él mismo, a poco de instalarse, declaró que se llamaba Marcelo Díaz y se puso a hacer preguntas.
II
A la madre le había dicho que precisaba unos días de descanso: despejarse, poner un poco la mente en blanco. El suicidio de Alfredo lo había afectado mucho.
Era, a medias, una verdad.
Le preguntó si se las arreglaría sola con Guido, por unos días nada más. Nelly le respondió que sí. Él se fue a sacar los pasajes. Al hospital, para tomarse unos días, llamó después.
III
–La pena es que no esté mi marido –dijo Elena.
Miraba una y otra vez, pero siempre sin esperanza, las fotos que Marcelo le presentó sobre la mesa en la que acababa de desayunar. Meneó la cabeza.
–En el hotel no se alojó, de eso estoy totalmente segura.
Notó que ese pobre infeliz, al que ni siquiera había conocido, le inspiraba una especie de pena. En las fotos lucía tan incauto, tan ligeramente desprevenido, que era difícil asociarlo con la muerte. Y tan distraído de todas las cosas, entre ellas de sí mismo, que un suicidio no parecía una elección a su alcance.
–¿Alfredo, decís que se llamaba?
–Alfredo, sí. Alfredo Cardozo.
El nombre no le agregaba nada. Elena volvió a decir que no.
–Tal vez estuvo de paso, y capaz que lo vio a mi marido.
Apoyó, sin darse cuenta, las manos sobre las fotos.
–Pero en el hotel yo estoy siempre. Alojado le aseguro que no lo tuvimos.
Marcelo le daba un poquito de pena también.
–¿Era tu tío, dijiste?
–Mi tío, sí.
Los dos asintieron.
–¿Hermano de tu papá?
–Hermano de mi mamá.
Se quedaron un rato en silencio.
–Qué feo es que la gente se mate –propuso Elena.
Marcelo aceptó con un gesto de los hombros.
Por fin decidió guardar las fotos en el sobre de papel madera en el que las había traído.
–¿Y su marido cuándo vuelve?
–Mañana o pasado, calculo. Hace viajes al interior, pero siempre por pocos días.
–¿Sabe qué? Lo voy a esperar.
IV
Anduvo un poco por el pueblo. No era como los pueblos que él conocía. En éste, la vegetación parecía dominar a las construcciones. Lo común era lo inverso. Que las veredas dieran asilo a los árboles, que las casas se dejaran preceder por un jardín, que los senderos admitieran el follaje como escolta. Y no lo que aquí sucedía: que los árboles dominaban las calles, los jardines daban excusa a las casas, la densa espesura verde se dejaba cortar, pero apenas, por algún caminito leve.
La gente se mostró siempre amable; no hubo quien no se detuviera a examinar a conciencia las fotos, no hubo quien no hiciera el esfuerzo de hurgar un poco en su memoria. Porque podría perfectamente ser que el tío hubiese estado en el pueblo, sin parar en El Remanso. Que hubiese tenido esa intención, que hubiese guardado esos almanaques, pero que alguna vicisitud imprevista (la misma, tal vez, que al final lo llevó al suicidio) lo hubiese desviado de ese plan.
Pero entonces debió dejar huellas de su paso en otras partes: un restaurant, un bar de estación de servicio, otro hotel (menos notorio), una parada de taxis. Marcelo adivinaba su presencia, casi como si lo viera: abrumado, algo ausente, tenebroso. Imposible que el que viera a un tipo así, que era además un forastero, pudiese llegar a olvidarlo.
Y, sin embargo, todos acababan diciendo que no. Algunos hasta le pidieron perdón por no darle una respuesta positiva. Decían así: «Usted disculpe», como si fueran ellos los distraídos, los desmemoriados; como si no fuese igualmente posible asumir que Alfredo Cardozo no había estado jamás ahí y que era por eso, y no por otra cosa, que nadie sabía nada.
V
Hasta que apareció una mujer que dijo que sí: que, en efecto, lo había visto en el pueblo. Un solo segundo, si no menos, le bastó para reconocerlo. Marcelo la encontró en la mesa del fondo de un bar cercano a lo que, alguna vez, años atrás, supo ser la estación de tren. La estación había quedado abandonada por completo, y el bar, en sus aledaños, lo estaba solamente a medias.
–¿Está segura de que lo conoció?
–Demasiado.
Revolvía un café con leche delante de una parva de medialunas.
–Soy el sobrino –explicó Marcelo.
–Vos sabrás –le contestó.
La mujer dijo que no tenía costumbre de meterse con desconocidos. Pero que fue él el que la buscó. ¿Así que se había matado? A ella no la sorprendía. Pocas veces le había tocado ver a un hombre tan fuera de sí. Transpiraba y no había sol. Las manos le temblequeaban. ¿Y se había matado, cómo? Ahorcado ella no habría supuesto. Ella habría supuesto un disparo: el revólver en la cabeza y a otra cosa mariposa.
–Pero revólver no cualquiera tiene. Cinturones, en cambio, sí.
Dijo la mujer que ese tipo le había dado su nombre verdadero: ahora lo comprobaba. Ella lo juzgó un hombre bueno y por eso le creyó al instante. Alfredo Cardozo, sí: fue como dijo llamarse.
–Problemas de plata, ¿no?
Fue lo que le había contado. Un efecto de bola de nieve. Una deuda empuja a la otra y ésa empuja a otra y ésa empuja a otra. No daba la impresión, sin embargo, de que pudiera matarse por eso. Le pidió dinero a ella. Era jugador, ¿no es cierto?
–No sé. A veces.
Le había parecido. Porque le pidió, le rogó, que le facilitara quinientos pesos. Él muy pronto le estaría devolviendo mil. Solamente los jugadores razonan así. Un golpe de suerte y el dinero se multiplica. Pero ella, jamás sabrá por qué, por pura compasión o por congoja, aceptó y le dio la plata. O tuvo miedo, y le dio la plata. Y, por supuesto, no lo vio más.
Sólo en ese momento Marcelo entendió hacia dónde derivaba el planteo. La mujer tenía intención de reclamarle ahora esa deuda. Y no sólo se lo proponía: ya lo estaba haciendo.
Por la calle empedrada pasó un camión: las cucharitas vibraron en la mesa. Marcelo alzó la vista; el patrón del bar, desde el mostrador, le sonrió y le guiñó un ojo. También estiró un dedo índice y lo hizo dar algunas vueltas casi pegado a la sien. ¿La mujer? La mujer, claro. La loca del pueblo.
Entonces, pero no antes, Marcelo advirtió lo evidente: la mujer desgreñada, el sacón raído, el montón de bolsas a los pies, la mueca de extravío. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Se dijo, y con razón, que la historia del tío lo estaba aturdiendo. Tenía que tratar de calmarse y empezar a razonar mejor.
Salió del bar sin despedirse de la mujer. Al rato, sin embargo, se arrepintió. ¿Qué culpa tenía ella de nada?
VI
Pasó el resto de la tarde con Elena, viendo el proceso con que envasaba sus dulces. Al interesarse por el asunto pensó que lo hacía por cortesía hacia ella y nada más, pero al rato, casi sin proponérselo, se encontró ayudándola con las tapas y los...

Índice

  1. Portada
  2. Precordillera
  3. Litoral
  4. Conurbano
  5. Litoral
  6. La frontera
  7. Litoral, conurbano
  8. Créditos