Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

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Ahora, a punto de cumplir los treinta y cinco, Odile y Louis viven en un valle con abetos, un teleférico rojo y una estación de esquí en las montañas. Pero hace mucho tiempo, en su juventud, cuando estaban a punto de cumplir veinte años, vivían en París y en sus calles hicieron un aprendizaje vital no siempre fácil. París, el escenario modianesco por antonomasia –aunque hay también en estas páginas un viaje a Inglaterra–, adquiere en Una juventud un estatus de tercer protagonista: los bulevares, las cafeterías, las salas de fiesta, el metro elevado, los barrios periféricos, los andenes de estaciones ferroviarias... Louis ha cumplido con el servicio militar y encuentra trabajo como vigilante nocturno de un garaje en el que vislumbra idas y venidas sospechosas; Odile trata de abrirse camino como cantante y se topa con un mundo sórdido.

Ahora, a punto de cumplir los treinta y cinco, Odile y Louis viven en un valle con abetos, un teleférico rojo y una estación de esquí en las montañas. Pero hace mucho tiempo, en su juventud, cuando estaban a punto de cumplir veinte años, vivían en París y en sus calles hicieron un aprendizaje vital no siempre fácil. París, el escenario modianesco por antonomasia –aunque hay también en estas páginas un viaje a Inglaterra–, adquiere en Una juventud un estatus de tercer protagonista: los bulevares, las cafeterías, las salas de fiesta, el metro elevado, los barrios periféricos, los andenes de estaciones ferroviarias... Louis ha cumplido con el servicio militar y encuentra trabajo como vigilante nocturno de un garaje en el que vislumbra idas y venidas sospechosas; Odile trata de abrirse camino como cantante y se topa con un mu ndo sórdido. Ésta es una novela de encuentros, de personajes secundarios que dejan huella, de presencias fugaces y enigmáticas: la chica que toca la balalaica, el joven español que hace un número de travesti con unas castañuelas, el pintor que vivió en el estudio en el que ahora viven los protagonistas, un individuo de la alta sociedad de dudosa moralidad... Encuentros que sumergirán a Odile y Louis en un submundo nocturno e incierto, en el que aparece un maletín lleno de billetes de quinientos francos.

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Información

Año
2015
ISBN
9788433935786
Categoría
Literatura
Los niños juegan en el jardín y pronto será la hora de la partida de ajedrez cotidiana.
–Mañana le quitan la escayola –dice Odile.
Está sentada con Louis en la terraza del chalet y miran de lejos a su hija y a su hijo que corren por el césped con los tres niños de Viterdo. Su hijo, que tiene cinco años, lleva escayolado el brazo izquierdo, pero no parece que le cause molestias.
–¿Cuánto tiempo hace que le pusieron la escayola? –pregunta Louis.
–Casi un mes.
Se escurrió de un columpio y al cabo de una semana se dieron cuenta de que tenía una fractura.
–Voy a darme un baño –dice Odile.
Sube al primer piso. Cuando vuelva, se pondrán con la partida de ajedrez. Louis oye correr los grifos de la bañera.
Al otro lado de la carretera, detrás de la hilera de abetos, el edificio del teleférico parece la estacioncita de un balneario. Por lo visto es uno de los primeros teleféricos que se construyeron en Francia. Louis lo sigue con la vista mientras trepa despacio por la pendiente del Foraz y el rojo chillón de la cabina contrasta con el verde de la montaña en verano. Los niños se han metido entre los abetos y andan en bicicleta en la rotonda sombreada, junto al edificio del teleférico.
Ayer Louis desclavó de la fachada del chalet la tabla donde ponía en letras blancas: SUNNY HOME. Anda por el suelo, delante de la puerta acristalada. Hace doce años, cuando compraron el chalet y lo convirtieron en residencia infantil, no tenían muy claro cómo la iban a llamar. Odile prefería un nombre francés: Les Lutins o Les Diablerets,1 pero Louis opinaba que un nombre inglés quedaba más elegante y les traería clientes. Por fin se quedaron con Sunny Home.
Recoge la tabla. Sunny Home. Dentro de un rato la meterá en un cajón. Nota una sensación de alivio. Se acabó lo de residencia infantil. A partir de hoy el chalet va a ser para ellos solos. Convertirá el barracón que está al fondo del jardín en restaurante y salón de té y la gente vendrá en invierno antes de coger el teleférico.
Se va alzando la noche despacio desde lo hondo del valle y del jardín, junto con los gritos y las risas de los niños, que están ahora jugando al escondite. Mañana, 23 de junio, Odile cumple treinta y cinco años. Y el mes que viene le tocará a él también cumplir treinta y cinco años. Al cumpleaños de Odile ha invitado a los Viterdo y sus hijos y a Allard, que fue esquiador y regenta un comercio pequeño de artículos deportivos.
El teleférico rojo ha empezado a bajar y se pierde de vista tras una masa de abetos. Vuelve luego a asomar y sigue adelante al mismo ritmo pausado. Lo verán subir y bajar hasta las nueve de la noche y en el último viaje no será sino una luciérnaga de buen tamaño resbalando por la pendiente del Foraz.
–¡Qué niño tan valiente...!
El médico le dio unas palmaditas al niño en la mejilla. La más conmocionada era Odile. El médico, con un aparato cuya velocidad recordaba la de una sierra eléctrica cortando leños, acababa de partir la escayola en la que Odile había dibujado unas flores. Y el brazo había emergido intacto. La piel no estaba ni seca ni descolorida, como se temía Odile. El niño movía el brazo, lo doblaba despacio, sin acabar de creérselo, con una sonrisa atenta en los labios.
–Ya te lo puedes romper otra vez –le dijo el médico.
Odile le había prometido que irían a tomar un helado antes de volver al chalet y se sentaron frente por frente en la terraza de un café próximo al lago. El niño pidió un helado de pistacho y fresa.
–¿Estás contento de que te hayan quitado la escayola?
No contestaba. Se estaba comiendo el helado con expresión seria y concentrada.
Odile lo miró y se preguntó si más adelante se acordaría de aquella escayola salpicada de flores. ¿Su primer recuerdo de infancia? El sol le hace al niño guiñar los ojos. La bruma se va disipando en el lago y Odile cumple treinta y cinco años. ¿Le puede a una pasar algo nuevo a los treinta y cinco años? Se lo pregunta mientras se acuerda de la piel intacta, del brazo que ha surgido hace un rato de la escayola, y se diría que era ese brazo el que quebraba el caparazón en que lo habían encerrado. ¿Vuelve a empezar de cero a veces la vida a los treinta y cinco años? Sesuda pregunta que la mueve a sonreír. Tendrá que hacérsela a Louis. Ella tiene la impresión de que no. Llegamos a una zona sin oleaje y el patín resbala solo por un lago semejante a este que tiene delante. Y los niños crecen. Y nos dejan.
La molesta una pestaña en el borde del párpado y saca del bolso una polvera vacía que sólo usa por el espejito redondo. No consigue quitarse la pestaña y se pasa revista a la cara. No ha cambiado. Tenía la misma cara a los veinte años. Esas arrugas diminutas de las comisuras de los labios no estaban, pero lo demás no ha cambiado, no... Y Louis tampoco ha cambiado. Estaba algo más delgado, sólo eso...
–Feliz cumpleaños, mamá.
El niño lo ha dicho trastabillando con las palabras y con cierto orgullo. Odile le da un beso. ¡Qué curioso sería que los niños conocieran a sus padres tal y como fueron antes de que ellos nacieran, cuando todavía no eran padres, sino sencillamente ellos mismos!... La infancia de Odile, en casa de su abuela en París, en la calle de Charles-Cros, en ese punto de donde salen las líneas de autobús... Algo más allá, el edificio gris de la piscina de Les Tourelles, el cine y la cuesta del bulevar de Sérurier. Con un poco de imaginación, las mañanas de niebla y sol aquella cuesta era una carretera de cornisa y bajaba hacia el mar.
–Tenemos que volver ya a casa...
Mientras conducía por la carretera que sube hasta el chalet, con su hijo sentado a su lado, Odile iba canturreando algo, sin pararse a pensar. No tardó en caer en la cuenta de que eran los primeros compases de una opereta cuyo disco había encontrado, para mayor sorpresa suya, en un anticuario de Ginebra y se llamaba Roses d’Hawaii...
Están sentados en el banco verde, delante del edificio del teleférico, y su hijo anda en bicicleta por la rotonda. Una bicicleta con ruedecitas. Odile está tumbada y, apoyando la cabeza en la rodilla de Louis, lee una revista de cine.
El niño pasa, una a una, por las manchas de sol e inicia luego eso que él llama «la vuelta grande». Se detiene de vez en cuando y recoge una piña. El empleado del teleférico está fumando un cigarrillo en el umbral del edificio y tiene pinta de jefe de estación, con la gorra y la chaqueta azules.
–¿Cómo anda la cosa? –pregunta Louis.
–No muy allá. Pocos clientes hoy...
Da lo mismo. Aunque vaya vacío, el teleférico rojo saldrá a la hora prevista. Es lo que dice el reglamento.
–Y eso que hace sol –dice el empleado.
–Todavía no han llegado del todo las vacaciones –dice Louis–. Ya verá dentro de quince días...
El niño da vueltas a la rotonda y pedalea cada vez más deprisa. Odile se ha puesto las gafas de sol y hojea la revista agarrando con fuerza las hojas porque hace viento.
Entre sueños, oye los gritos de los niños, que se acercan y se alejan y se vuelven a acercar y es algo que para él equivale a intensidades de luz diferentes, como si fueran juegos de sombra y sol. Pero siempre sueña lo mismo. Está en la parte más alta de un velódromo desierto y mira a su padre, aferrado al manillar, que da vueltas despacio en la pista.
Alguien lo llama y abre los ojos. Tiene a su hija de pie ante él, sonriéndole. Está casi tan alta como Odile.
–Papá... Van a llegar los invitados...
Lleva un vestido rojo y Louis se queda sorprendido. Tiene trece años. Louis acaba de salir del sueño y, atontado aún, se asombra de que su hija sea tan alta.
–Papá...
La niña le sonríe con reproche, lo coge de la mano e intenta levantarlo del sofá. Louis se resiste. Al cabo de un momento, se anima, se pone de pie y le da un beso en la frente. Sale a la terraza. Todavía no ha caído la noche y divisa, entre la hilera de abetos, a un grupo que va subiendo hacia el chalet. Reconoce la voz profunda de Allard y la risa de Martine Viterdo. Más allá, el teleférico rojo se desliza despacio por la pendiente del Foraz, una mariquita por la hierba.
Han apagado todas las lámparas del salón. Louis, Odile, Viterdo, su mujer, Allard y los niños esperan alrededor de la mesa. La hija de Louis sale de la cocina llevando la tarta en la que brillan ocho velas: tres para las decenas y cinco para los años. Se les acerca y todo el mundo canta:
Happy birthday to you...
La niña deja la fuente en el centro de la mesa. Todos, por turno, le dan un beso a Odile.
–¿Y qué? –pregunta Viterdo–.¿Qué se siente cuando se tienen treinta y cinco años?
–Ya me falta menos para tener edad de ser abuela –contesta Odile.
–No diga bobadas, Odile.
–Tienes que soplar las velas, mamá...
Odile se inclina hacia la tarta y sopla.
–¡Todas a la primera!
Aplauden y vuelven a encender las luces.
–¡Una canción! ¡Una canción!
–Odile va a cantarnos «La canción de las calles» –dice Louis.
–No, no... Ni hablar...
Corta la tarta. Los niños se han levantado de la mesa y se han reunido los cinco en el borde de la terraza. Odile y Louis les llevan a todos un trozo de tarta en un plato de postre.
–No van a querer irse a la cama –dice Martine, la mujer de Viterdo.
–Qué se le va a hacer. Hoy no es un día como los demás –dice Allard con su voz profunda–. No todos los días se cumplen treinta y cinco años.
Viterdo mira el reloj.
–Creo que vamos a tener que irnos, Louis. Siento mucho molestarlo.
Tiene que coger el tren de por la noche para París, el de las veintitrés y tres, y Louis se ha ofrecido a llevarlo a la estación en coche.
–¡Vamos allá! –dice Louis.
La mujer de Viterdo, Allard y Odile se han sentado en la terraza. Charlan. La voz de Allard suena por encima de las demás. Es una noche calurosa y se oyen a lo lejos los truenos de una tormenta.
Viterdo, en medio del cuarto de estar, abre la cartera negra. Parece comprobar deprisa y corriendo si no se le olvida nada. Los niños se a...

Índice

  1. Portada
  2. Una juventud
  3. Notas
  4. Créditos