La Gloria
1837
1
Lo aplauden: hay personas y más personas y lo aplauden.
No sabe qué hacer con los aplausos: si bajar la cabeza y mirarse con ahínco los zapatos, si levantar la cabeza y sonreírles pudoroso, si levantar la cabeza y el mentón y beber como quien bebe el viento su triunfo. No sabe qué hacer y mientras lo piensa los aplausos van menguando. Echeverría se dice que una vez más, que siempre igual.
En la sala hay cien hombres y dos o tres mujeres. En la sala hay poca luz: dos ventanas que dan al patio sombreado por la parra y las velas de los candelabros. En la sala hay cantidad de libros en sus estanterías y hay pinturas –una vista de Buenos Aires desde el río, un rey David en su corte pomposa, un Baco en un banquete con sus uvas, tres miniaturas de mujeres de mejillas rojas–, hay un busto de mármol de una reina francesa con escote, un espadón de conquistador español, un sable de samurái o mandarín, floreros de cristal con flores frescas de colores frescos, un espejo de marco redorado, el reloj de pared de números romanos y sillas, muchas sillas; las personas estaban sentadas en las sillas pero ahora, de pie, terminan de aplaudirlo. Las personas se miran, cómplices del triunfo. Los hombres son casi todos jóvenes; las dos o tres mujeres menos. Una sí.
Echeverría piensa que quizás está en la gloria, y que no está seguro de que la gloria sea el lugar donde querría estar –pero que hay tantos tanto peores. Saluda con la cabeza y con las manos; Marcos Sastre, el anfitrión, el organizador del Salón Literario, le sonríe, se aclara la garganta, empieza a hablar.
–Yo pienso, señor Echeverría, y me atrevo a asegurar, que usted está llamado a presidir y dirigir el desarrollo de la inteligencia de este país.
Echeverría baja la cabeza y mira con ahínco. Ha pasado un año muy difícil. Quizá pueda decir, se dice, que ha terminado un año muy difícil.
O quizás: un año exageradamente solitario. Y para colmo fueron dos: los años del triunfo.
Dos años antes, en el 35, cuando don Juan Manuel se hizo por fin con el gobierno, Echeverría estaba –parecía estar– en la cumbre de su fama. La publicación de Los Consuelos lo había convertido en el poeta, el escritor por excelencia, el bardo rioplatense, el escuchado en todos los debates, el esperado en todas las reuniones, el admirado por todos esos jóvenes que poco antes lo miraban con la distancia con que se miran bichos raros. Adonde fuese que llegara alguien se le acercaba: don Estevan, le decían, señor Echeverría, y le hacían preguntas como para que él supusiera que lo habían leído o conocían a alguien que lo había leído o –muchos más– lo habían escuchado.
No terminaba de gustarle –le incomodaba tanta atención, no sabía qué hacer con ella– pero le gustaba sin duda más que la sospecha o el desdén. No era una revancha: le parecía –sin siquiera soberbia, llanamente– que los demás habían terminado por entender eso que él siempre.
–Ya le decía yo que iban a terminar por conocerlo y respetarlo, mi querido amigo.
–Y yo le decía que estaba equivocado, Juan María. Que ahora me festejan con la misma ceguera con que me desdeñaron antes.
Fuese el hechizo
del alma mía,
y mi alegría
se fue también...
La primera vez es como un golpe: oye, al doblar una esquina, a través de las rejas y una ventana abierta, a un chico con su voz de chico que canta una canción. El chico quiere sonar como si fuera una persona que sabe cantar esa canción: intenta florituras que habrá oído. A Echeverría le gusta lo que oye, lo escucha con cuidado, lo reconoce: es suyo. Un chico –siete, ocho años– canta una canción suya:
... en un instante
todo he perdido
¿dónde te has ido,
mi amado bien?
En su casa, junto a la ventana que mira al río, a la luz de esas nubes sobre el río, Echeverría lee el Diario de la Tarde: «“La Ausencia”, canción sacada de las poesías del célebre Echeverría, arreglada a música y guitarra y forte piano; y varias piezas nuevas de minué y valza. Se venden impresas en la litografía del Comercio, calle de la Victoria número 99», ofrece un anuncio. Y la palabra célebre, faltaba más, le salta a los ojos como un gato furioso, o mimoso, o burlón. Célebre, dice, se dice en voz alta, y lo repite: célebre, por favor.
Célebre, repite.
Hay palabras que es difícil aplicarse, delicioso aplicarse, vergonzoso aplicarse, imposible aplicarse.
Célèbre, repite, en mal francés: célèbre.
Las nubes sobre el río, la lluvia ahora, siempre sobre el río.
Como si, se dice, ser célèbre en la Aldea suspendiera algo: la soledad, la indecisión, la búsqueda que no va a terminar porque no busca. Ya cumplió treinta y sigue en ese cuarto, solo, al pie de la ventana.
El escritorio de algarrobo, duro, oscuro, con papeles y un par de libros y el tarro con las plumas y el tintero; una silla de paja mejorada por un almohadón rojo, la cama en un rincón, chica pero no tanto, con un mantón de seda como colcha, el armario de espejo –el lujo de su armario de espejo–, el suelo de baldosas; en una de las paredes los estantes con libros; en otra, el retrato que le hizo Pellegrini: Echeverría convive con su imagen cada vez más vieja, más joven, más lejana.
La Ausencia es una de las más cantadas, pero está también La Diamela y La Noche y Serenata y Ven, Dulce Amiga Ven. Alguien, tiempo atrás, le había presentado a Juan Pedro Esnaola y se entendieron: Esnaola, dos años menor que él, también había vivido en París –y en Madrid y en Nápoles y en Viena. Aunque sus razones habían sido tan distintas: su familia, realista empedernida, emigró de Buenos Aires cuando el virreynato declaró su independencia –y recién pudo volver tras la amnistía del gobernador Martín Rodríguez, 1822. Entonces Esnaola, adolescente, se impuso como pianista y compositor prodigio; cuando Echeverría lo conoció era, entre otras cosas, el maestro de piano de Manuelita Rosas, la hija de don Juan Manuel, y un rosista insistente. Mucho los separaba: la música consiguió reunirlos por un tiempo. Compusieron juntos esas canciones que ahora todos cantan; estos últimos meses ya no se ven: se respetan, todavía, pero no se ven.
El retrato es él aunque no sea.
Sin el retrato, su cuarto sería perfectamente provisorio. Con él también, un poco menos.
–Pero no joda, Estevan. Esto va para largo y no va mal.
–¿Cómo que no va mal? ¿De qué carajo me está hablando, Juan Bautista?
Alberdi, tantas veces tan ácido, trata de contemporizar. Se ríe. Repite –lo ha dicho muchas veces– que Echeverría se acostumbró a los modos bruscos de la Francia revolucionaria: que ese roce lo explica casi todo.
–A ver si aprende un poco de cortesía criolla.
Dice, y se carcajea. Echeverría no está para bromas:
–¿Usted dice esa que consiste en pensar una cosa y decir otra, querer matar a alguien y tenderle la mano?
–Esa misma le digo. ¿O no nos sirve para vivir mucho mejor?
Dice, vuelve a reírse, intenta recuperar un clima que parece perdido. Echeverría está apagado, como si estar con sus amigos le costara; como si la sombra de don Juan Manuel –el tirano, dice, casi como una obligación: siempre el tiranono los dejara estar tranquilos.
Lo intentan. Trata de discutir con ellos si realmente prefieren que la poesía se mantenga pura, intacta en su círculo dorado –y él es quien más ferviente sostiene que sí y es, al mismo tiempo, quien la saca del círculo al transformarla en canciones populares.
–Es lo que hay que hacer, Estevan. Que la poesía esté por todos lados, que se infiltre en todos lados, en el teatro, las diatribas, las canciones que cantan las muchachas. Todo es bueno para que circule la palabra, el espíritu poético.
Dice Gutiérrez, y que el pueblo escucha y canta esas canciones como jamás escucharía o cantaría nuestros poemas, y Echeverría que quizá, quizá, siempre que se tuviera mucho cuidado de que la esperanza de esa circulación no te llevara a degradar las composiciones, a hacerlas más vulgares en la espera de vulgarizarlas.
–¿A quién? ¿A usted? Confiamos en usted, Estevan. ¿Y por qué, si Goethe, si Schiller, si Béranger no se privaron de hacerlo, se va a privar usted?
–Goethe, Schiller, Béranger...
Le da miedo y un poco de vergüenza, pero lo tienta. Están, por supuesto, en la trastienda de la librería, es casi de noche, beben un tinto sanjuanino que les raspa el garguero.
–El problema es que no hay forma de hacer canciones nacionales.
Dice Echeverría, y que qué sentido tiene trabajar tanto para definir una poesía nacional si cuando escriba unas canciones, dice, que circularán sin duda mucho más que cualquier poema, van a ser tan irremediablemente extranjeras porque la Argentina entre todas las cosas que no tiene tampoco tiene una música propia, que aquí todo lo que se escucha son copias de arias y romances franceses o italianos, y Alberdi que lo corta destemplado:
–Se ve que usted nunca ha escuchado las vidalas, las zambas que se cantan en mis pagos.
Echeverría se ríe y enseguida se arrepiente: que sí, que alguna vez, pero que la verdad es que no es lo suyo, que no se siente cercano a esas canciones de los gauchos. Alberdi lo mira cruzado, le dice algo sobre qué dice él cuando dice Argentina, Echeverría respira hondo antes de contestar:
–¿Estamos hablando realmente de esto o estamos hablando de lo que deberíamos hablar?
Pregunta Echeverría, y Alberdi se levanta. Es la última vez que se verán en mucho tiempo.
No soporta la traición. A veces piensa traición; otras, blandura, otras ceguera, algunas tontería –pero, comoquiera que lo llame en cada caso, no soporta que sus amigos no entiendan lo que le parece tan indiscutible, tan evidente: que esperar algo de un tirano es una forma idiota del suicidio.
–Estevan, mi querido, ¿no le parece que anda exagerando?
–¿Yo exagerando, Juan?
No soporta la ausencia: de sus amigos, de esos momentos en que inventaban juntos, querían juntos. Pero reconoce, también –se dice que es necio pero tampoco tanto–, que no son sólo sus amigos: que la mayoría de la gente pensante de la Aldea espera que don Juan Manuel les devuelva la sensatez y el orden que ya ha faltado tanto tiempo. Lo esperan, lo desean: tratan de creer en él. Y siempre es fácil, piensa, una buena salida, creer en el poder.
–Sí, yo me voy a callar, no puedo hablar contra todo y contra todos. Pero usted, en unos años, me va a pedir disculpas.
Gutiérrez lo mira a punto del insulto. Echeverría se da cuenta de que dijo lo que no quería, de un modo que querría haber evitado, pero ya está, ya no puede hacer nada.
–En unos años, si volvemos a vernos.
O quizá lo que no soporta –lo que realmente no soporta, lo que lo lleva a no soportar nada de todo lo demás– es esta sensación de que todo ha vuelto a donde estaba treinta años atrás, que los esfuerzos y sacrificios de los padres de Mayo no sirvieron para nada, que habían tomado el buen camino y se perdieron y ahora están de nuevo ...